PAPÚA y SULAWESI. Peregrinación hacia lo salvaje
Dites, quávez-vous vu?
(Cuéntame que has visto)
Gauguin en Tahití,
citando a Baudelaire.
Llena tus ojos de todo esto y ponle una fecha!
Suceden muchas cosas que luego parecen no haber ocurrido
si no están unidas a un día, un mes, un año.
A veces, invocamos al Sol y la Luna
contra el paso inquebrantable del tiempo para hacerle dar la vuelta,
con la intención de que regresen a nosotros los recuerdos perdidos…
Pero nada vuelve nunca.
Así pues agótate llorando o ayúdate con una sonrisa
Naguib Mahfuz
A mis compañeros de
viaje: Jesús y Ana, Pacopé, Neus y Marc, Sergio, Ani,
Susana, Florián y Marc,
es un privilegio compartir mundo con vosotros
Y a Alex, nuestra
brújula en tierras salvajes
Caí,
de nuevo. Había perdido ya la cuenta de las caídas. Estaba cansado, dolorido,
sucio, mojado. A mi alrededor, tan solo barro, piedras y troncos resbaladizos.
Pensé en levantarme, pero desistí. Me dolía la espalda, la funda rígida de la
cámara se había deslizado en los breves segundos de la caída hacia esa zona, y
lejos de amortiguar el golpe, lo agravó. Y me sentí bloqueado, de nuevo. Alcé los ojos y alli estaba la sonrisa de mis compañeros. Respiré y todo cobró sentido. Sentado sobre el tronco, recuperando
el aliento y escuchando a mi corazón palpitando nervioso, sentí por primera vez
que estaba en algún lugar del límite del mundo, muy lejos de todo.
PAPÚA
Hubo
un tiempo en que recorrer tierra incógnita era cosa de exploradores o
mercenarios. Como bien dice Javier Brandoli, antes, en los rincones oscuros de
los mapas, estaba la gloria. Hoy parte de esa emoción viajera aún sigue viva,
en las lecturas de libros de viaje, en los sueños de una infancia en que uno se
perdía por los tejados, deseando volar hacia los lugares que un dedo inocente
marcaba aleatoriamente en el mapa. Y hoy, también, la emoción viajera, como una
semilla que ha encontrado una tierra infinita en la que germinar, surge de
pronto en cualquier situación: en un artículo del periódico, en una fotografía
que llama la atención sobre el papel, en una imagen de la televisión o,
muchísimas veces, en una charla entre viajeros. Así, de un viaje suele salir
otro. Y este tuvo su origen no solo en ese niño que se resiste a abandonar mi
cuerpo y que lleva años recordándome que parte de la vida aún reside en
perderme por los tejados, sino en un viaje a Etiopía, donde mi compañero de
ruta, Gonzalo Valpuesta (gran viajero sevillano y experto en chistes y
medicamentos) me habló sobre su aventura en Papúa, un trekking en el valle del
Baliem en la zona Occidental, y Sulawesi, un mundo en el que se convive con la
muerte. ¿Cómo resistirse a viajar al lugar más remoto del mundo?
Durante
meses el anhelo de aventura iba creciendo cada vez más. Al recuerdo de las
novelas de Verne y Salgari le iba uniendo la Papúa que yo imaginaba, la que
había visto representada en documentales y fotos del National Geographic: extensas colinas de chozas y hogueras
humeantes, senderos imposibles entre selvas frondosas, flora y aves
maravillosas de colores imposibles, un aire a supervivencia, a tierra remota. Observaba
los mapas y veía como una realidad surcar el globo hasta alcanzar las
antípodas, retrocediendo en el tiempo hasta alcanzar la prehistoria de la
humanidad.
A
día de hoy siguen siendo pocos los que se deciden a llegar a Papúa. Es difícil
y, a veces y según la zona, peligrosa (malaria, guerra civil contra Indonesia
en la parte occidental). No posee impresionantes templos, ni ciudades míticas o
ecos históricos. Para Lawrence Osborne y Margaret Mead, Papúa no se parece a
ningún otro lugar: es una ventana al pasado de la humanidad, una isla que hasta
hace poco se encontraba sellada al mundo o incluso fuera de él. Racionalmente
es fácil descartar su peligrosidad, emocionalmente no tanto.
Nueva
Guinea es la segunda isla más grande del mundo, tras Groenlandia, emparentada
geológicamente con Australia. Los primeros occidentales en avistarla fueron los
portugueses, en los inicios del s. XVI, quienes la denominaron Papua, una palabra malaya en relación
con el cabello crespo de sus indígenas. El lema de la Corona Hispana en ese
mismo siglo, Plus Ultra (más allá),
permitió que pronto llegaran los navegantes castellanos con su búsqueda
comercial de definir los vacíos cartográficos: Álvaro de Saavedra, familiar de
Cortés, en 1528 tocó la zona septentrional, denominándola Isla del Oro, por
haber hallado polvo amarillo en sus aguas. Fue Ortiz de Retes, quien en 1545 la
bordeó por el SO hasta el mar de Coral y la denominó Nueva Guinea porque sus
habitantes les recordaban a los africanos de Guinea. Una tierra misteriosa que
los navegantes españoles de la época denominaban “Isla de las malas gentes”.
Hemos de suponer por ese nombre que los primeros contactos en la Terra Australis Incognita no debieron
ser muy amistosos.
Pasada
la época de apuntes de bitácora, y enfrentamientos comerciales, hoy en día la
isla está dividida artificialmente en dos países. El nombre oficial de la parte
oriental es Papúa Nueva Guinea, independiente de Australia desde 1975 (y
anglófona por tanto), mientras que la mitad occidental, colonia holandesa desde
1828, ha
sido gobernada por Indonesia desde 1969 con el nombre de Irian Jaya, ahora
sustituido por Papúa o Papúa Occidental (de lengua bahasa). Esta zona a la que
nos dirigíamos, la occidental, es mucho más salvaje, dotada de menos
infraestructuras, y donde la presencia extranjera más allá de la capital
Jayapura y los enclaves mineros, es testimonial y rara. En verdad, dado su
aislamiento, esta breve historia política poco ha afectado a sus habitantes, a
pesar de la dura represión cultural indonesia, sobre todo con la población que
ha vivido en las montañas del centro de la isla (como el valle de Baliem).
Es
precisamente ese aislamiento el que hace que, a pesar de los avances en los
medios de transporte e infraestructuras, llegar a Papúa no sea algo fácil. Sin
contar los casi dos días de vuelos, y a parte del calor, la humedad y los
mosquitos transmisores de la malaria, nuestro destino, las selvas meridionales,
hoy en día sigue siendo uno de los lugares más salvajes de Nueva Guinea, carente
de carreteras y poblaciones, con rumores de hipotéticas desapariciones y
canibalismo (como la prensa más sensacionalista se encarga de recordar periódicamente).
Pero conseguir llegar allí todo lo compensa. Tierra salvaje de bosques y selvas
de un verde imposible, montañas con nieves eternas (Puncak Jaya), marismas y
caudalosos ríos, rebosa biodiversidad. Sus habitantes hablan más de mil
lenguas, una sexta parte de las conocidas, muchas (como su flora y fauna)
bastante desconocidas para la etnografía. Los más de dos mil especímenes de
orquídeas, o los canguros trepadores, enormes cocodrilos de agua salada,
cientos de especies de arañas y las mariposas más grandes del mundo así lo
atestiguan. Un mundo remoto por descubrir.
La
llamada del turismo y el dinero fácil ha perturbado lógicamente esta realidad
salvaje. Los valles de los ríos Baliem, Yanimura o Sepik, los más accesibles
para el viajero que quiera hacer trekking o conocer naturaleza, en ocasiones
presentan un rostro prefabricado para satisfacer las demandas occidentales
(como las ceremonias de matanza del cerdo que celebran los dani). Aún así,
pronto descubres que es un auténtico paraíso natural, y que el componente
aventurero sigue presente, ya que apenas existe infraestructura turística y muy
pocos medios de transporte. Dentro de mí late desde el primer momento la
sensación de que me dirijo a una región del mundo casi fuera del mapa.
Es
verdad que en esencia, Papúa parece no haber querido formar parte del mundo. Irian
Jaya, la Papúa Occidental a la que me dirigía, ha sido una de las últimas zonas
en ser colonizada. Lawrence Osborne, en su libro El turista desnudo, recuerda que el primer extranjero que llegó a
Wamena en 1938, el aviador estadounidense Richard Archbold, cuando vio desde el
aire las montañas centrales de Irian Jaya (valle del Baliem) las describió como
un Shangri-La, un paraíso perdido, escondido. Escribió que los bancales de los
dani, de diez mil años de antigüedad, “recordaban a los países agrícolas de
Europa central” pero, una vez en tierra, los pobladores resultaban mucho más
irreales para los visitantes que empezaban a llegar. Desnudos salvo la calabaza
hueca que les cubría el pene y la grasa de cerdo que embadurnaba su cuerpo, se
adornaban con colmillos de jabalí y conchas de cauri. Con la colonización de
África, la europeización de Polinesia y un Amazonas hablando portugués y
español, Papúa era (y en cierto modo, lo sigue siendo) el último Mundo Perdido.
Mi bai throwim way leg nau (“estoy
empezando mi viaje ya”). En el libro de Tim Flannery A pie por Nueva Guinea e Irian Jaya, descubro que en pidgin, la
lengua franca de Nueva Guinea, lanzando-camino-pierna
significa ir de viaje, describiendo la acción de estirar la pierna para dar el
primer paso de lo que puede ser una larga marcha. Y vaya si estiro la pierna
para ese primer paso, volar hacia las antípodas. Tras tres vuelos en que
recorremos casi medio mundo (Europa, Asia y Oceanía) alcanzamos Jayapura, la
capital de Papúa Occidental, en la costa norte de la isla y cerca de la
frontera con Nueva Guinea. Sentani es su pequeño aeropuerto, a modo de pedanía
acariciada por los verdes y abruptos montes Cíclopes. Un viejo avión abandonado
en una pista lateral anuncia un pobre entramado desconcertante de palmeras,
pequeñas colinas y olor a mar. Las fotos y cristaleras de la terminal permiten
intuir una isla en si misma, por sus minaretes, fuera de lugar con la realidad
salvaje de Papúa. Cuando uno inicia un viaje, las esperas en los aeropuertos
son una buena oportunidad para empezar a conocer, si coincides en los
trayectos, a la gente que puede formar parte de tu grupo de expedición. Ya en
Madrid partimos varios y, tras la primera escala, el grupo se completó: Pacopé,
Florián, Jesús y Ana, Sergio, Marc, Susana, Ani, Neus y Marc, y Alex, nuestro
guía. Así que compartimos ideas, sueños, viajes, lugares comunes. Nos ayuda a
conocernos y empezar a crear lazos que con el paso de los días se van
fortaleciendo. Ignoro, en ese momento, que tengo ante mí a personas que se van
a convertir no sólo en compañeros de viaje, sino en un ángel de la guarda y
grandes amigos.
La mayoría de los viajeros en la terminal están por motivos de trabajo. Entre ellos, parecemos un pequeño grupo aislado, como perdido, con cierto miedo a separarse. En la espera hacemos piña porque aún nos queda un último vuelo, a Wamena, al norte de la isla. Un pequeño avión nos debe trasladar allí, ya que no existe ninguna carretera que conecte el valle de Baliem con la capital. La mañana amanece nublada, amanerando lluvia, y mentiría si no dijera que embarco con algo de miedo, culpa de las decenas de noticias sobre accidentes aéreos que habían pasado por mis manos cuando buscaba información sobre Papúa. No es de extrañar cuando descubres las condiciones de las pequeñas pistas de aterrizaje, en zonas remotas, de difícil acceso, entre montañas y selvas. Así que volamos inquietos mientras observamos Papúa envuelta en nubes. Nubes que nunca nos abandonan y que a veces nos sobresaltan cuando descubren cimas a las que las alas del avión casi acarician. Altas montañas que se elevan del mar, y, entre la bruma, unos bosques salvajes, atemporales, de un verde intenso que descienden hacia ríos con meandros color chocolate. Es difícil imaginar que allí habita el hombre, por muy primitivo que sea.
La
cordillera se extiende bajo nosotros, mientras el avión planea desde lo alto de
cumbres de más de 4500 metros, perpetuamente cubiertas de nieve, hasta el pie
del valle. Es imposible despegar la cara de la pequeña ventanilla. Durante el
descenso a Wamena, el avión se desliza entre picos, una tierra montañosa húmeda
salpicada de pequeñas aldeas tradicionales rodeadas de huertos. Una selva que
se extiende hasta donde abarcan tus ojos. La mayor selva primigenia del mundo
después del Amazonas.
Wamena
es la capital de las tierras altas, la frontera de la colonización indonesia en
las montañas de los danis y los yalis. La Papúa indonesia es un territorio
vacío en los mapas pero lleno de una escarpada orografía, valles perdidos, inmensas
selvas y comunidades aisladas al contacto occidental. Al descender por la
escalerilla, estremecido por el aire frío, te sientes algo extraño. La
minúscula terminal que hace de aeropuerto, más bien aeródromo, también parece
fuera de lugar. Hasta los indígenas dani que encuentras en las cercanías de la
terminal parecen artificiales, de mirada perdida, como sacados de alguna aldea
para hacer de figurantes en el recibimiento de los viajeros. Cuesta imaginar en
ellos a los guerreros y cazadores de cabeza que hace tan solo cincuenta años
habitaban libremente esta tierra. Pero la occidentalización gana cada día más
terreno.
¿Qué
decir de Wamena?. Es el principal asentamiento de las tierras altas de Papúa y
el valle de Baliem. Prácticamente aislada salvo por su minúsculo aeropuerto, ha
sabido conservar por esa razón su carácter melanesio por encima del
colonialismo holandés y de la influencia indonesia. A pesar de que la mayor
parte viste con ropas occidentales y javanesas no es extraño cruzarse, como nos
ocurrió en el aeropuerto, con danis con su indumentaria tradicional, en busca
de cigarros o fotografías remuneradas. Pero eso en cuanto a sus habitantes, apenas
unos diez mil, porque la ciudad en sí misma, bastante descuidada y sucia, no
tiene mucha personalidad. Por su juventud, no más de 40 años, responde al
patrón de emplazamiento funcional que crece desordenadamente a partir de una
cuadricula. Calles anchas de aceras altas, separadas por caminos de tierra o
asfalto, con casas de colores pastel y pequeños edificios de tejado de uralita,
entre los que destaca la mezquita principal instalada por las autoridades
indonesias. Esa mezcla de mundo islámico y tradiciones papúes es su principal
atractivo, sobre todo gracias a los rostros con los que te cruzas al pasear. El
avance de la modernidad con la persistencia de la tradición, dos realidades
unidas en el polvo de unas calles de tierra que son la puerta a los territorios
salvajes de los Dani y Yali, el valle de Baliem.
El
valle se abrió al mundo en 1938, gracias al vuelo de reconocimiento científico
del aviador estadounidense Richard Archbold. Él lo describió, desde el aire,
como un Shangri-La, un paraíso perdido, escondido entre montañas de 1700 metros
de altitud. Otras expediciones posteriores recorrieron parte de sus 80
kilómetros de longitud, descubriendo decenas de tribus viviendo en plena Edad
de Piedra, complejas sociedades agrícolas y cazadoras, muchas enfrentadas entre
sí que practicaban el canibalismo. Los últimos cincuenta años seguramente han
cambiado esa realidad, pero ¿hasta qué punto? Pronto lo descubriría.
Nuestro
enlace en Wamena es una especie de terrateniente local, Amos, y su mano
derecha, Kipenus. Ellos se han encargado previamente de toda la gestión de
rutas y abastecimiento, así como de gestionar los permisos necesarios (el Surat Jalan, tuvimos que entregar una
fotocopia del pasaporte para ello, de este modo, en caso de conflicto o
problemas tienen localizados a los viajeros que están haciendo ruta). Contratar
un guía local es vital, no solo por la dificultad orográfica de la zona, sino
porque apenas hay mapas, los caminos no están señalizados y fuera de Wamena
nadie habla inglés.
Ambos,
Kipenus y Amos, bajos y regordetes pero de complexión fuerte, son el producto
del desarrollo local papú, conscientes de las ventajas de la llegada del
turismo. Su expresión es todo sonrisa, y no hay problema para ellos. Amos ha
transformado su casa en un hotel, y me da la impresión de que Sergio (mi
compañero de habitación) y yo vamos a dormir en su propia habitación. Una ducha
reparadora y tomar conciencia de que estoy en el extremo del mundo me permite
tomar con humor que la mascota del lugar sea una rata o que la presencia de
mosquitos despierte nuestra paranoia con la malaria. A pesar de que es una enfermedad
endémica en toda Papúa, la altitud del valle nos protege, pero es todo un
esfuerzo convencerse de ello cuando tus compañeros empiezan a medicarse delante
de ti mientras oyes el zumbido de un mosquito a tu alrededor.
Por
la tarde es necesaria una excursión al mercado local. Las mujeres papúes acuden
a diario desde los poblados cercanos a una encrucijada de manzanas del centro
de la ciudad para vender sus productos (frutas, fresas, jengibre, tabaco, pescados
variados, boniatos, plátanos, verduras, carne de cerdo hervida). Entre sus
sonrisas, conversaciones y el humo del tabaco, aprovechamos para hacernos con
las últimas cosas necesarias para el trekking (una mochila para Pacopé,
chubasquero para Susana, gorra para Jesús). De regreso, Kipenus me invita a
plátano frito bajo nuestra primera lluvia.
En un viaje siempre hay que aprovechar las oportunidades, cosas que uno no espera hacer pero que el azar o el destino ponen en tu camino. En el avión de Jakarta a Jayapura, conocimos a una simpática holandesa que llevaba años viajando a Papúa para asistir al Festival de Wamena, una especie de concentración de las tribus de las zonas centrales de la isla. Nos recomienda fervientemente asistir y, aunque eso implica retrasar medio día nuestra expedición al valle, ni lo dudamos. Así que a primera hora de la mañana, con todo preparado para enlazar con nuestra ruta, nos dirigimos hacia Wosilimo para disfrutar durante unas horas del Lembah Baliem Festival. Dance and War.
Tribus
de diferentes zonas montañosas de la isla acuden a este punto al sur del Valle para
convivir durante unos días y dar muestras de sus rasgos culturales. Hay
representaciones de Dani, Yali, Lani, Kimaal, Yali upla, Komoro, Ekari, Amung-Me,
Asmat, Java… Es Kipenus, nuestro guía papú, quien me ayuda a identificar cada
tribu y escribe su nombre en mi diario. La parte principal es una lucha tribal
simulada en la que los miembros de cada una de las tribus lucen sus atuendos
típicos y representan antiguos rituales y batallas tribales. Es fácil distinguir
las poblaciones papúes, de rostros más oscuros y cuerpos más pequeños pero
fuertes y fibrados, de los indonesios, de clara raíz asiática. Pintados de
arcilla, cada uno exhibe con orgullo sus calabacines fálicos (koteka en indonesio, horim en dani), tiras de caña en la
cintura, tocados de plumas en la cabeza, tabiques nasales perforados por
colmillos de cerdo o las aletas de las narices agujereadas para insertar todo
tipo de adornos de hueso, espinas de sagú, plumas de casuario o vegetales. Con
esos adornos, más que intimidar parecen competir con el ave del Paraíso. Las
diferencias en los tocados de plumas indican la etapa de iniciación a la que ha
llegado el hombre, mientras que las mujeres apenas se cubren con faldas de
hierba o de sagú (yokal) y redes
tejidas de fibras de la selva, teñidas de colores sacados de la tierra: rojo,
negro y marrón. La koteca que cubre
el pene a los hombres, da igual su edad, les sirve de protección contra la
entrada de espíritus malignos, y su tamaño y forma ayuda a diferenciar unas
tribus de otras. La gran mayoría mastican betel, una mezcla de una especie de
nuez y hojas estimulantes parecidas al tabaco, que al masticarse de forma
continua producen un color rojizo que tiñe sus dientes y labios El momento
álgido del festival es un extraño baile de carácter guerrero, en el que con los
pies quietos hacen girar las rodillas hacia dentro y hacia fuera, con
inclinaciones rítmicas de hombros y caderas, provocando al enemigo y celebrando
la superioridad de la fuerza. Arcos, flechas, lanzas, en sus danzas la guerra,
la muerte y el cortejo están presentes. Al bailar se olvidan de su condición de
campesinos y se vuelven guerreros. Se han entregado al orgullo de ser Yali,
Dani o Lani.
Para
un antropólogo asistir a un espectáculo así (y acompañarlo de un recorrido por
las colinas y escondidos valles del altiplano de la isla) deber ser lo más
cercano al paraíso, información viva sobre nuestro pasado. Cada detalle, cada
adorno o movimiento, parece ser importante para reivindicar su cultura, sus
orígenes, su forma de entender el mundo. Cada tribu crea una coreografía, y
representa historias diferentes sobre qué son y sobre dónde proceden. Aunque
hasta hace unas décadas estaban ocultos al mundo los tiempos han cambiado, y
ellos son conscientes, necesitan reafirmarse ante un mundo que puede acabar por
difuminar todo aquello que los hace diferentes, únicos.
Ya
teníamos noticias que en los alrededores de Wamena no es difícil encontrar
espectáculos de papúes que representan escenas de guerra y ceremonias rituales
para el turista. Gracias a ello sobreviven algunos pueblos a los que la
migración indonesia ha dificultado enormemente su supervivencia. El Festival
nos brinda un adelanto, que no siento como un espectáculo para el viajero, sino
como una afirmación de su cultura. Es inevitable imaginar que el trekking que
nos aguarda nos va a dar la oportunidad de cruzarnos con papúes que viven
acorde a sus ancestrales costumbres de una forma mucho más natural que la
artificiosidad de un festival. .
RUTA
Kurima
Nunca
es tan hermoso el sol como el día en que uno se pone en camino, como decía Jean
Giono. Al trasladarnos hacia el punto de partida de nuestra ruta, el pueblo de
Kurima, uno siente como si cruzara una frontera invisible. Poco a poco vas
dejando atrás el asfalto, el bullicio, los desagües malolientes, el polvo y los
vehículos a motor para introducirte en el mundo sin tiempo de una naturaleza
que, a cada árbol y hoja, va tornándose más virgen, más salvaje, más real. El
trayecto no es fácil, hay que cruzar un tramo bastante accidentado por morrenas
y saltos de tierra provocados por las frecuentes lluvias y los desbordamientos
del Kali Yetni (río Yetni). .
Ante
nosotros se abre el Baliem, un valle que hasta hace setenta años había
permanecido oculto al mundo. Al empezar a caminar tomo conciencia de que había
recorrido medio planeta para llegar allí, pero que el viaje que ahora
materializaba en estos primeros pasos sobre una tierra húmeda también es un
viaje al otro lado de la historia, un viaje a un mundo que no comparte el mismo
tiempo que yo. Y, al cerrar los ojos, se suceden palabras, imágenes e historias
que hablan de un mundo primitivo, de canibalismo, de salvajes enfrentamientos
tribales, de serpientes, arañas y pájaros del paraíso,… Pero, al abrirlos de
nuevo, las instrucciones de Alex, el paso decidido de los guías, las risas de
mis compañeros, me hacen dibujar una sonrisa, reírme yo también pero de mí
mismo, y acelerar el paso. Hay un mundo nuevo que descubrir y no quiero
perderme nada.
El
valle está delimitado por grandes montañas por el que discurre el caudaloso río
Baliem. Todo el paisaje está salpicado por sus afluentes, crecidos por las
frecuentes lluvias, y la única forma de cruzarlos son los puentes colgantes.
Por esa razón, una vez entregado el permiso de viaje en un control policial, empezamos
cruzando un sólido puente de madera y tensores de cuerda metálica sobre el Kali
Mugi (río Mugi), que atraviesa el Baliem occidental y da acceso a un precioso sendero
rodeado de huertos dani tradicionales. Iniciamos la ruta, y eso significa que
andaremos por caminos centenarios que constituyen el único modo de contacto e
intercambio de estas poblaciones durante generaciones. No puedes dejar de
pensar las conchas, plumas de ave del paraíso, nuez moscada o clavo que pasaron
por estas piedras y huellas. Vamos sin mapa, ni gps, ni nada que nos dirija
salvo la orientación de nuestro guía. Empieza la aventura, aprieto mi diario en
el bolsillo y camino.
Rápidamente,
tras un breve ascenso dejando atrás el río, llegamos a Seima, un poblado Dani rodeado de cercas de piedra y madera
a mitad de una ladera. Como ocurrirá en cada poblado, nos reciben miradas
amables y curiosas. Con el paso de los años, la llegada de un occidental es
menos rara pero aún así llama la atención, y como mínimo sirve para romper la
cotidianeidad. Aprovechamos para comer (una sopa de verduras y pasta que va a
ser uno de nuestros platos estrellas durante la ruta) y aprender a contar con
un grupo de niños que acuden enseguida a vernos (satu-dua-tiga-empat-lima, uno-dos-tres-cuatro-cinco). Allí Alex ya
nos hace ver que la única forma de desplazarse es andar, y que la mayoría de
ellos no han ido nunca a Wamena, ni saben su edad ni han tomado medicamentos en
su vida.
Un
pequeño trekking tras comer nos sirve para ir preparando nuestras piernas al
terreno. El camino poco a poco se hace complicado, tanto por el barro, con
resbalones continuos, como por las fuertes pendientes cuesta arriba. El
escenario para nuestro entrenamiento son sus zonas de cultivo, aterrazadas y
atravesadas continuamente por niños, mujeres y ancianos, con sus sacos o bolsas
de hilo de colores (noken), que tejen
ellos mismos con filamentos de corteza de árbol, cogidos de la cabeza las
mujeres o al hombro los hombres, portando hierbas, madera, alguna verdura, y
todos pidiendo algo que fumar mediante signos. El poblado está cruzado por un
riachuelo, que en un ligero meandro presenta una pequeña cascada, afluente del
Kali Mugi, que nos sirve de baño para refrescarnos con agua fría y limpiar un
poco el barro y la tierra de nuestra piel.
El
murmullo y la media sonrisa te reciben en cualquier rincón, en los grupos
sentados en el suelo, en rostros esquivos en las puertas de las chozas o en los
continuos trayectos de mujeres laboriosas por los senderos del poblado. Solo
las risas curiosas y juegos de grupos de niños escapan de ese escenario. Como
lo hacen las conversaciones que surgen entre ellos y algunos de los papúes de
nuestro grupo. Nos acompañan porteadores locales, muchos de la etnia Yali y
Dani, que, a parte de hacer de interpretes, ayudan a llevar parte del equipaje,
la comida (poco puedes encontrar en el interior del valle que no sea pequeños
plátanos o boniatos) y el material para cocinar. Pronto descubres que sin ellos
ya no es que el viaje sería inabarcable sino que perdería una de sus razones de
ser: el conocimiento del pueblo papú.
Dormimos
allí. Es el primer contacto continuo con las tribus Dani. Unos Dani
occidentalizados en su vestimenta (ropa barata y vieja de importación asiática)
y actitud (tabaco, revistas, algún que otro móvil pese a la falta de
cobertura). Poco que recuerde a la imagen que uno tiene del salvaje desnudo del
National Geographic. Con los días
aprenderemos que conforme avancemos en la ruta y en altura las tribus son más
auténticas, pero es obvio que ya no viven en la Edad de Piedra, aunque su
subsistencia si es básica. Viven de la misma agricultura centenaria que les
aporta la batata y plátanos, los pilares de su dieta. Apenas usan la luz (salvo
por antiguos generadores en las chozas principales) y el agua la obtienen de
ríos cercanos. En Seima, la cercanía con Kurima se nota y por ello, a parte de
las chozas tradicionales, también tienen casas de madera de una sola planta y
varias habitaciones, con tarima de madera en el suelo y ventanas de cristal.
Por deferencia, siempre y cuando es posible a lo largo de la ruta, nos ceden
una casa así para que durmamos. Normalmente es de la persona dirigente de la
aldea, o del pastor protestante, que son los únicos que pueden permitirse estas
construcciones. En mi diario tengo escrita la palabra con que definen el lugar
mis compañeros de esterilla Pacopé y Florián: ¡¡inmundo!!. El humo que se
filtra tras las tablas de madera que separan nuestro habitáculo del lugar de
cocina, las decenas de cucarachas (alguna de las cuales deciden adoptar el
neceser de Pacopé como hogar y forma de conocer mundo) y el hecho de ser la primera
noche en ruta, contribuyen en buena medida a ese calificativo. Su recuerdo va a
ser motivo de más de una risa a lo largo de la ruta.
Hitugi
Madrugamos
para dirigirnos a Hitugi. Hay que aprovechar las horas de luz y la ausencia de
lluvia, que suele hacer acto de presencia a partir de medio día. Antes de
partir es preciso crear un vínculo con nuestro grupo de porteadores. Nos
asignan uno por persona, Derman para mí, Miles con Jesús, Pipir con Susana,
Pacopé y Sem, Dange y Marc, Pinius y Ana, Kue y Sergio… Un baile de nombres que
es preciso apuntar en el diario. Mientras se suceden lo apretones de manos, y
tras contemplar atónito como Derman carga no solo con parte de mi petate sino
con los bultos correspondientes de utensilios de cocina, hecho un vistazo al
grupo. La mayoría de ellos se visten con camisetas, pantalones y chanclas que
provienen de las misiones o de los regalos de viajeros previos. Algunos llevan
un viejo móvil de segunda mano que no parece funcionar, quizás como elemento de
modernidad conseguido en Wamena. Han tenido que dejar sus poblados para buscar
un futuro que vaya más allá de las labores agrícolas, y el contacto con la
ciudad los ha traído hasta este trabajo. La dureza de sus rasgos, la fortaleza
de sus cuerpos, con unos brazos y piernas hechos a la montaña, contrasta
enormemente con la seriedad o timidez a la hora de dirigirse a nosotros. Mis
compañeros y yo tomamos como primer objetivo intentar romper ese obstáculo,
reforzado por el idioma, y entre sonrisas y la atención mutua poco a poco
lograríamos el acercamiento.
Iniciamos
la marcha. El tiempo del reloj empieza a dejar de importar (de hecho me lo
guardo en la mochila). Es la luz, las nubes, la posibilidad de lluvia, lo que
marca los tiempos del trekking. El camino, fresco aún por la escarcha de la
mañana, es un leve transitar de pies desnudos, y cuando levanto la mirada me saludan
tímidamente diciendo pagi (saludo
matinal) dando la mano. Tengo fresca la lectura de Matthiessen (Al pie de la Montaña), y muchas ganas de
preguntar, así que aprovecho que comienzo la ruta junto a nuestro cocinero Amius,
que parece conocer muy bien el valle y sus habitantes, para conversar. Me llama
la atención la forma en que diferencian la mañana de las primeras horas de sol,
y mi interlocutor me confirma las palabras de Matthiessen: al período del
amanecer y de la primera luz del día se le llama “la mañana de las voces de los
pájaros”, diferente a la mañana ordinaria que llega después. La mañana de las
voces de pájaros, qué hermosa manera de iniciar un camino y, mientras lo apunto
en mi diario, empiezo a asociar los sonidos y las palabras con el paisaje que
transitan mis pies.
En
el valle la lengua predominante, con variantes tribales, es el dani, pero es
solo una de las decenas de lenguas de las tierras altas. Como nos cuenta
Matthiessen, lo más probable es que los montañeses papúes salieran de Asia
hacia aquí mucho antes que los polinesios, aunque después de los aborígenes
australianos, y que se vieran empujados hacia las montañas por pueblos que
llegaron después. Y en las montañas permanecieron hasta que, al inicio de la
década de 1960, una expedición holandesa y norteamericana se adentró en el
valle con el objeto de estudiar su cultura. Su población, distribuida en varios
clanes, no había tenido contacto con la civilización, viviendo en un estado
similar a la Edad de Piedra, donde la agricultura y la guerra continuaban
siendo los pilares del desarrollo vital. La selva y la montaña, la muralla de
nubes, los siglos, la protegieron de los navegantes y los exploradores que
tocaron las costas y se fueron de nuevo. Un desarrollo que, desgraciadamente,
las misiones religiosas y los ejércitos indonesio y australiano, se han
encargado en pocas décadas de fagocitar y transformar, arrebatándoles poco a
poco la belleza de su identidad. De ahí la importancia del Festival de Wamena. Trazos
de una cultura que, con cada lectura, cada palabra o fotografía que pasa por
mis ojos, más quiero conocer.
Fluye
la luz matinal entre palabras que aprendo (siam,
saludo a mediodía; sore, buenas
tardes) y el wa wa wa, una cantinela
que la gente mayor pronuncia para expresar respeto o agradecimiento si nuestros
pasos se cruzan. Y en esta mañana de trekking y aprendizaje vivo por primera
vez la experiencia del canto a la montaña. Los porteadores poseen un ritual en
su deambular por el valle, cuando se acercan a una pequeña cima, al poco de
iniciar el camino: se detienen y juntos le cantan a la naturaleza, a las
colinas, al valle, para agradecerles la vida que les ofrece y el buen viaje. Arraigado
en el corazón de su cultura está la creencia en los espíritus de la naturaleza.
Canciones que provienen de los orígenes del mundo, transmitidas de padres a
hijos. Verlos cantar, con la mirada encendida y la voz alegre, comunicarse con
las montañas que los rodean, me emociona y no puedo evitar pensar cómo, de
donde venimos, hemos dejado de escuchar lo que nos dice la naturaleza, hemos
dejado de comunicarnos con ella. Los papúes no solo la respetan sino que creen
que están unidos a ella y, por ello, es necesario que hablen con ella, que le
canten. Como para mi es necesario escucharles.
En
un texto de Carlos Muñoz, a raíz del libro de Chatwin Los trazos de la canción, leí que las culturas aborígenes
cartografían el territorio y representan sus paisajes mediante canciones,
aunando el tiempo mítico del origen con el mapa de su tierra. Canciones que
perduran desde tiempos legendarios y que cualquiera, aunque hable otra lengua,
aunque viva a cientos de kilómetros, puede entender y visualizar, ya que la
música es un banco de memoria para
encontrar el propio camino por el mundo.
Sentado
en una piedra, escuchando emocionado, escribo en mi diario que el recuerdo del
paisaje de Papúa, de este trekking, no va a ser mudo, ni un mapa o fotografía,
sino un recuerdo sonoro: el canto de mis amigos papúes a la montaña, a la
naturaleza de la que provienen, voces que marcan el camino mientras su eco se
pierde por el valle. Cada tierra tiene su canto, y este es el de Papúa.
Con
tantas emociones y frecuentes paradas el trayecto resulta accesible, unos diez
kilómetros y 500 metros de desnivel (de 1570 a 2000mts de altitud). Solo la
presencia de algunas cuestas y el persistente calor y humedad nos provoca algo
de cansancio. Así que, casi sin darnos cuenta, llegamos a Hitugui, un
pueblecito de montaña, en una explanada al borde de una especie de barranco
rodeado de colinas y niebla, donde cerramos la etapa ante la irrupción de una
fuerte lluvia.
Sentados
bajo un alero de madera para protegernos del aguacero, Neus, sin pretenderlo,
se convierte en protagonista. Ser médico, vocacional, en un entorno así hace
que no puedas descansar un segundo si te centras en atender las heridas en los
pies de nuestros porteadores. Durante los días siguientes Neus será el ángel de
la guarda del Valle, incluso para mí mismo. Verla limpiar las heridas,
diligente, concentrada y con una sonrisa permanente en su rostro es uno de los
mejores recuerdos que me llevo del viaje.
Al
salir el sol aprovechamos para recorrer los alrededores, entre el barro y el
equilibrio, asistiendo fascinados a la habilidad, casi insultante, de los niños
para andar y correr descalzos ante caminos imposibles. Mojados y sucios nos
preparamos para el aseo, bajando hacia un afluente que estaba a la altura del
camino. Una parte considerable del poblado, principalmente mujeres y niños, se
sientan en un pequeño mirador de piedra, junto a una alberca, para observarnos.
Está claro que somos la atracción del día, su divertimento, lo que rompe la
rutina. Mientras regresa la lluvia, sus risas ante nuestras caídas en el barro
o las pintas que llevamos para el baño (en ropa interior o bañador), rompen la
tranquilidad del atardecer.
Por
la altura, la niebla, la humedad y el frío se acercan con rapidez conforme
desaparece el sol. Con un té en la mano, nos abrigamos y asistimos de nuevo al
hipnótico canto de los porteadores al compás de las gotas de lluvia. El tabaco,
los juegos de cartas y las canciones son su descanso y alegría ante una vida,
la del porteador, que, en ocasiones, carece de todo. Nos dicen que es una
canción de amor tradicional de los valles meridionales de Irian Jaya, que sus
voces relatan el regreso del camino y la búsqueda del amor entre las mujeres
del pueblo: volvemos del trekking y
necesitamos cariño escribo en mi cuaderno. Apunto que al regresar debo
buscarla. Un mes después, en una lectura sobre poesía oral de Papua, el azar
coloca ante mis ojos un pequeño canto de amor del Valle de Baliem. Me gusta
pensar que sus voces, aquella tarde húmeda y tranquila, entonaban algo similar:
Anhelo verte, mi corazón duele
Estoy yendo hacia vos,
pero las nubes te esconden.
Estoy chocando,
estrellándome en la tormenta, como un gato ciego.
Estoy viniendo, pero
no llegaré pronto.
Espera pacientemente,
espera pacientemente en tu casa
que será nuestra casa
algún día.
Este
es el encanto de Baliem, y lo que hace único este lugar. Y con ese pensamiento,
arrullado con sus voces, me abandono al sueño.
Yogosem
Al
partir al día siguiente, abandonamos el pueblo cerca de la escuela, que debe
agrupar a la mayoría de los niños de la zona. Hitugui es de los poblados más
grandes de la zona. Conforme te adentras en el valle, los poblados son más
pequeños y salvo alguna pequeña iglesia aislada, la fisonomía de los
asentamientos es la propia de los dani y Yali, los kampungs, un conjunto de chozas con huertos y bancales formando
aldeas.
Las
chozas, como cabañas cónicas, reciben el nombre de ebeais o honais. Son
construcciones circulares con paredes de madera y techo de paja o palma seca.
Una técnica ancestral que permite la impermeabilización ante las frecuentes
lluvias tropicales. Suelen presentar dos alturas, aunque desde fuera, la
cubierta de paja y palma lo disimule. Se entra por una pequeña apertura que da
acceso a la planta baja, un piso ligeramente sobreelevado por encima de la
tierra que tiene un altillo donde se duerme a metro y medio aproximadamente del
piso inferior y por el que se accede a través de una apertura cuadrada con una
escalera de bambú. Los dos pisos tienen un lecho de hierba seca a modo de
alfombra y en el más bajo un hogar central de pavimento duro, delimitado por
soportes verticales de madera. El humo del fuego solo puede salir libremente
por la puerta, por lo que el interior suele estar ahumado y oscuro. Para ellos
no es molesto, espanta los mosquitos, decora las paredes de negro, y al
filtrarse por la hierba del techado (ya que no tiene otra salida más que la
puerta) ahuyenta los insectos que se comen la techumbre. Una arquitectura que
no ha cambiado en miles de años.
El
día parece sonreírnos y marchamos tranquilos con un marcado descenso hasta el
precioso pueblo de Yalimo, donde los honais
empiezan a ganar protagonismo. Debemos hacernos a un lado por la llegada de
una comitiva de danis para la ofrenda de un cerdo. Poco después, el río Mugi
nos obliga a utilizar un puente colgante que atravesamos de uno en uno dejando
unos metros de distancia para no desestabilizarlo. Mientras vamos ganando
altura alcanzamos la aldea de Yuarima, donde hacemos una parada para comer. Rápidamente
un hombre de la aldea localizó a nuestro guía Kipenus. Alguien le ha dicho que
en nuestro grupo viaja un médico y pide que revisen a su hijo enfermo. Desde
hace dos semanas apenas puede abrir los ojos, plagados de costras y pus. El
hospital más cercano está en Wamena, a varios días andando. Neus no vacila en
atenderlo pero el miedo y el dolor hacen gritar y llorar desesperadamente al
pequeño. Con delicadeza le limpia los ojos y le ofrece medicamentos (antibióticos
y calmantes) al padre explicando cómo y cuándo tomarlos. Hay un riesgo grande
de que pierda la vista o que la infección se extienda. A pesar de las instrucciones,
el gesto del padre es despreocupado. Alex nos comenta, abatido, que nada más
irnos se repartirían seguramente los antibióticos y analgésicos entre los
adultos, haciendo caso omiso a las recomendaciones de Neus. No compartimos su
realidad, por lo que a veces nos cuesta mucho comprender su forma de actuar y
de enfrentarse a los problemas. Pero eso no impide que nos marchemos del pueblo
con tristeza y una cierta desazón.
Nos
espera un largo y duro trayecto hasta Yogosem, el final de la etapa. Conforme
el valle se cierra hay que desviarse por las laderas, progresando en altura a
través de diferentes collados de gran desnivel o por el cauce de aguas de
altura. Casi tres horas de continuo ascenso y una constante humedad. Mientras
sufro ascendiendo la pendiente, mi forma de comunicarme con mis compañeros y los
porteadores son las medias sonrisas. Tengo la sensación de que no dejan huellas
mis pies. Las piernas poco a poco dejan de responderme y creo que estoy al
límite de mis fuerzas. El bochorno intenso apenas me deja respirar, y me
frustra llegar cada tramo a lo que creo es el final de la pendiente para
encontrarme con otra pendiente superior. Empiezo a obsesionarme con que no voy
a poder, con que voy a descolgarme, si no lo hecho ya, del grupo. Te sientes
perdido en un mundo en que ya nadie se pierde. En esos momentos, por duro que
sea, solo piensas en seguir, si es que piensas en algo. Continuar y avanzar,
porque no hay otra alternativa. Y si hay vacilación, solo necesito parar, dedicar
un tiempo a respirar, profundamente, descansar en una piedra, tomar alguna
fotografía, y, si se puede, escribir algo, ya sea en el diario o mentalmente,
en la cabeza, para plasmarlo sobre el papel esa noche. Agradezco la compañía de
Alex, Susana, Pacopé, Marc, Neus, Ana y Jesús, que disminuyen su marcha para no
dejarme solo. El cansancio no me arrastra del todo gracias a esas paradas, no
solo para recuperar el aliento cuando el desnivel ascendiendo es grande, sino
porque me permite observar con tranquilidad el paisaje. Contornos de montañas
sobre otras montañas. Helechos, rododendros, palmeras, mariposas, orquídeas,
pequeñas flores de colores imposibles, marsupiales como un pequeño quol, …Rincones
de una belleza tan extraordinaria que hasta me impide fotografiarla. Y no por
la humedad, el cansancio, o la pereza. No. Una naturaleza tan salvaje,
acercándose al cielo y a las nubes con tanta delicadeza, fusionando el verde,
el blanco, el gris, en colores que escapan a mi imaginación; es imposible de
atrapar a través del objetivo. Tampoco hace falta, solo es necesario parar,
dedicar un tiempo a respirar. Cuando mis dedos húmedos renuncian a seguir con
la cámara, tomo conciencia. Esta visión está aquí para que la respire, para darme
energía. Una naturaleza de miles de años que me regala segundos de vida. No
necesito fotografiarla, basta con vivirla.
Llegar
arriba significa una pequeña victoria. Apenas puedo hablar, no tanto del
cansancio, que también, sino por esa sensación extraña mezcla de alegría por
lograr un objetivo e incredulidad por conseguirlo. Algunos compañeros me miran entre
incrédulos y comprensivos, para alguno de ellos tampoco ha sido tanto esfuerzo.
Y me doy cuenta de que debí prepararme mejor para esta ruta, de que es
necesario administrar fuerzas y utilizar la cabeza en el ritmo y los pasos, de
que el tiempo pasa y ya no soy ese chico de veintitantos al que no le asustaba un
desnivel o una larga caminata. Pero sentirme débil también me ayuda a
enfrentarme al viaje, a Papúa, de otra forma, desde la desorientación, desde la
confianza en cualquiera que puede ayudarte a cada paso, y eso, empiezo a tomar
consciencia , me regala una fortaleza, sino física si emocional, que pocas
veces había sentido en un viaje.
Allí
estamos, aún con las piernas cargadas del ascenso, en Yogosem. La vista es
espectacular, un pequeño asentamiento a la sombra de escarpadas paredes,
decenas de chozas sobre un pequeño prado al abrigo de montes circundantes. Un
intenso color verde envuelve todo, destacando una cascada al fondo de la aldea,
cayendo libre entre tanta vegetación. Y la gente, gente que sonríe fácilmente,
pese a miradas de cautela, de interés o incluso desconfianza, nada que ver con
la antigua fama de caníbales de parte de esta región. El poblado transmite más
bien todo lo contrario, una calma de pueblos que han olvidado tiempos de
guerra. La vida parece algo sencillo, y seguramente lo sea. Y a uno no le queda
otra cosa más que verlo y compartirlo.
Un
afluente cercano, seguramente vinculado a la cercana cascada, y canalizado a
través de una pequeña tubería en uno de los laterales de la aldea, nos sirve de
rápido baño ante las risas de los más jóvenes. Solo queda esperar la noche y el
descanso con la cena, té y charlas sobre viajes y fotografía.
Kiroma
Madrugamos,
como ya es y será costumbre, para aprovechar horas de luz y la ausencia de
lluvia, y nos encaminamos hacia Kiroma. Se encuentra al fondo del valle, tras
un vaivén de descensos y ascensos, y es uno de los tramos más bonitos del
trekking. Un lienzo de selva sin fin. Caminar ahora es adentrarse en bosques
densos y húmedos, repletos de mantos de musgo. Bosques primarios alfombrados de
helechos, begonias y orquídeas, repletos de toda clase de árboles tropicales. Pero
la belleza no hace fácil el camino, en las zonas de umbría la humedad y el
barro son permanentes. Entre plantas aéreas y bajo una tenue llovizna, surgen a
cada tramo sobre un suelo de turba inesperados arroyos que fluyen desde lo más
profundo del valle, y que podemos salvar gracias a troncos de árboles caídos cubiertos
de capas de musgo y a la ayuda de nuestros porteadores. Una naturaleza
primigenia que entra en armonía con el sonido de nuestro caminar y el canto
apagado de los hombres que nos guían.
El
camino no les es extraño, por eso aprovechan las paradas y los tiempos muertos
para cortar pequeñas flores con las que fabrican pulseras y adornos que se
colocan en el pelo o la barba, en brazaletes para los hombros o en nuestras
mochilas. En estos momentos no parecen ser porteadores, casi se mimetizan con
el entorno, el valle les hace volver a sus orígenes. En algún sitio leí que a
algunas tribus los llaman por ello los Hombres
Flor. Como llevan haciendo desde el primer día, hacen un alto en las cimas
y cantan una polifonía adornada de miles de años de bosque. Parecen pequeñas
canciones sin letra, de respeto y amor hacia las montañas. Apunto en mi diario
un canto que comparten los Huli y los Mekeo:
Hoy está seco, mañana nublado. Ayer una
tomenta: todos vienen y van. Tapura (el nombre de la primavera) es eterna.
La fruta madura y se
pudre, la caña de azúcar florece y se seca, el hombre llega hoy y se ha ido
mañana: Tapura es eterna.
El sol y la tierra
conferencian, el día y la noche conferencian, el sol apura el día, el día apura
la noche, Tapura es eterna.
El sol, la tierra, el
día, la noche, Todos tuercen el brazo del hombre, todos lo apuran. El hombre
llega hoy, se ha ido mañana: Tapura es eterna.
Si
su mirada se cruza con la nuestra, sonríen con dientes que van del blanco al
rojo de masticar betel, murmurando wa wa
wa. Les encanta fumar, por lo que un gran regalo es el tabaco, pero ante la
ausencia de éste en ruta, se arreglan con hojas frescas. Jesús y Susana me
señalan a Derman, mi porteador, entre la maleza. Parece que la naturaleza forma
parte de él, lo mismo que él es parte de la naturaleza, de sus valles,
montañas, la bravura del río, el verdor del musgo y los helechos arborícolas.
No sé si él se adorna con las flores y helechos o si la naturaleza se engalana
con él.
Con
ese pensamiento alegre continúo la marcha. De vez en cuando, dirijo mi atención
a Alex. Por momentos, se confunde con un porteador, camina con destreza entre
los senderos húmedos, y si cae, seguramente es porque va pensando o vigilando a
alguno de nosotros. No me extraña que hace años no dudara en abandonar la vida
de ciudad para viajar y conocer territorios como Papúa. Siguiendo sus pasos
observo la forma en que se dirige a los aldeanos, cómo bromea con los
porteadores, la expresión de sus ojos al llegar a una cima, pequeñas cosas que
me hacen difícil dibujarle en una ciudad. Aquí mucha gente suele conocerle,
resultado de años de ejercer de intermediario entre los guías locales y los
viajeros. Conversar con él respecto a viajes, política (o la ausencia de ella),
y la importancia de vivir al día y aprovechar cada momento, es otro de los
regalos del viaje.
El
bochorno nos va deshidratando, y el agua se convierte a cada paso en un bien
preciado. No es tanto la falta de ella, aunque en algunos tramos esto también
es importante, sino que la que encontramos, ya sea en afluentes o riachuelos,
no es apta para nuestro consumo. Es algo que ya sabíamos desde antes de partir,
por lo que en mi mochila llevo pastillas potabilizadoras. Salvo por la
necesidad de esperar unos 45 minutos para que la pastilla haga su efecto, uno pronto
se acostumbra. Otras veces aprovechamos el agua hervida que sobra en la
preparación de las comidas y el té.
Entre
consecutivas bajadas y subidas, y repletos de barro, llegamos a Kiroma. La
comida ayuda a restablecernos, pero es pronto, la tarde larga y la perspectiva
de un baño en el río Mugi estimulante. Así que, pese a la amenaza de lluvia que
esconde un cielo encapotado, nos dirigimos un grupo liderados por Alex
pendiente abajo. Son un par de kilómetros y la lluvia pronto hace acto de
presencia. Desde aquí todo es más complicado, los montes se estrechan en
profundos barrancos y caminar se convierte en algo técnico y difícil en
ocasiones. El terreno suele tener pendiente, tanto en ascenso como en descenso,
y bastante resbaladizo por la lluvia y el barro. Caes al suelo, una vez y otra,
y otra, y otra…
Sintiéndome
el tío más torpe del mundo, y cuando estaba esperando la siguiente caída, aparece
el río, bravo, caudaloso y crecido tras tantos días de aguacero. En pocos
minutos, aprovechando un descanso de la lluvia y procurando dejar la ropa
protegida de la humedad, varios del grupo nos sumergimos en las marrones aguas
del Mugi. Debemos limitarnos a una zona recorrida por rocas, la corriente
avanza con fuerza y nos arrastra, salir del parapeto rocoso es arriesgarse a no
volver. Gritamos como niños, nos salpicamos agua los unos a los otros y andamos
como borrachos para evitar resbalarnos y acabar río abajo. Poco importa el
frío, la lluvia que ha vuelto a arreciar o la caminata de vuelta que nos
espera. La sensación es la de sentirse libre, una felicidad plena, aunque los
ojos de nuestro sequito local transmitan una risa velada por lo que tiene de
ridículo nuestra actitud infantil.
Yogosem
Me
despierto temprano y salgo en la mañana de las voces de los pájaros. El aire
fresco de las montañas trae consigo agua así que recogemos rápido y nos
encaminamos, por una ruta diferente, de regreso a Yogosem. Un grupo de niños
nos acompaña gran parte del trayecto, ayudándonos en el duro ascenso, mostrando
sus habilidades ya no solo para ascender sino para disparar con su tirachinas o
incluso con arco y flechas. Es común verlos en cada aldea, casi siempre en
pequeños grupos, a decenas. Fuera de los horarios de las escuelas, y ante la
ausencia de éstas en algunas aldeas, es hermoso verlos correr, saltar o
detenerse bruscamente para mirarte con seriedad si algo en ti les llama la
atención. Vuelan libres, o al menos así me parece verlos.
Una
pequeña cima a tres mil metros permite descansar y jugar con el arco de uno de
los niños. Desde Alex a los porteadores, todos quieren utilizarlo. Son los
niños que nos acompañan los que nos dan una lección de su manejo. Forma parte
de su forma de ser. Su ayuda es vital para alguno de nosotros en los pasos
difíciles, sobre todo mientras cruzamos el bosque por estrechos senderos que
apenas se distinguen, pequeños pasos bajo árboles inmensos más grandes que el
cielo en densos pantanos de sagú, entre troncos caídos llenos de musgo, muy
resbaladizos, y una pendiente que queda escondida entre ramas y helechos.
Empapados en una mezcla tóxica de sudor, repelente de insectos y barro negro,
avanzamos por encima de los troncos como funámbulos sin pértiga, con miedo a
las sanguijuelas e insectos. Para variar, los troncos se tambalean y me
precipito en el lodo del pantano, con media pierna en el barro. Cuando consigo
erguirme, para darme ánimos, creo sinceramente que soy el primero que está
abriendo esta senda.
Los
primeros días de ruta el entusiasmo y la ilusión son evidentes. Crees que en
cada ascensión, o al salir de un follaje frondoso, vas a encontrar a un
guerrero con su koteka, arco y flechas; que en cualquier risco montañoso te
sorprenderá un hombre adornado con plumas y tatuajes en el cuerpo, o que
cruzarás una aldea con mujeres de pechos desnudos que te sonreirán tímidamente
mientras de forma apresurada se esconden en sus honai. Poco a poco tomas conciencia de que no va a ser así, y eso
crea en muchos una ligera decepción. ¿Dónde están esas legendarias tribus de la
isla Perdida? ¿Dónde ese miedo irracional a lo salvaje? Deseos que nos han
llevado hasta aquí con la idea preconcebida de una Papúa aún sin descubrir por
el occidental. Afortunadamente, esa decepción va desapareciendo, diluyéndose
con cada gota de sudor que cae por tu frente, en el esfuerzo de pequeñas y
grandes ascensiones, en contemplar, sentir y vivir un paisaje que protegido por
las montañas y las nubes aún mantiene en su frondosidad, en su barro, en su
flora, la ausencia del ser humano moderno. Pararse a descansar en una
elevación, en unas vistas que te dejan sin aliento, mientras oyes cantar a los
porteadores se convierte, apenas sin darte cuenta, en la verdadera Papúa, en la
Papúa que había imaginado, la que te pone al límite, te hace sentir y emociona.
Lo
auténtico también reside en los poblados al amanecer o al atardecer, dentro de
los honais, en la vida diaria de los
papúes, en la compañía de los niños. A lo largo de nuestro camino es común
encontrarte con personas cultivando la tierra. Los bancales en terraza te dejan
sin aliento, porque se construyen en la ladera de montañas con un gran
desnivel. La mayoría son plantaciones de ubi
(batata dulce), cañas dulces, verduras, hortalizas. Prácticamente acaban de
salir del Neolitico y descubrimos que fue en los años sesenta del siglo pasado
cuando adoptaron el uso del hierro. Las tierras suelen ser de la comunidad,
aunque cada familia trabaja su propia huerta, a la que intentan sacar la máxima
rentabilidad en abruptos aterrazamientos. Normalmente son las mujeres quienes
las trabajan, desde el amanecer y antes de que el sol llegue a su cénit,
utilizando un pequeño palo excavador llamado koa. Siguiendo una primitiva organización del trabajo, los hombres
se suelen dedicar a la caza con arco, principalmente de aves, aunque la escasez
de ellas (como el Pájaro del Paraíso, de
un plumaje bellísimo) ha provocado que se centren más en la protección de sus
aldeas.
A
lo largo de la mañana y al atardecer, se ve regresar a las mujeres a sus chozas
tras cultivar la tierra. Las mujeres, a parte de trabajar la tierra, caminan
grandes distancias descalzas portando todo tipo de cosas. Es normal cruzarse
con ellas llevando un bilim o noken cargado colgado de la frente. Son
bolsas de red tejidas con fibras de colores llamativos que obtienen de la
corteza de un árbol llamado kabi. Muy
duraderas y flexibles, incluso hasta algo suaves al tacto, se usan para
transportar desde taro, boniatos, leña, cerdos o los hijos. Más de una vez me
acerco a curiosear y rozar con mis dedos la textura de esas bolsas, y me
sorprendo sintiendo sus propios dedos tocando mi chaleco o la bolsa
fotográfica. Nos devolvemos miradas de asombro entre risas. Algunas de ellas
llevan la cara embadurnada de barro amarillento en señal de luto.
Y
es en estos cruces de sendero, donde brillan los deshechos plásticos cuando
sale el sol, cuando nos sorprenden los primeros dani con koteka. La distancia respecto a Wamena, y la altura, va haciendo
más común encontrarse con dani que viven de la forma tradicional. Sus ojos no
denotan sorpresa, si acaso cierta curiosidad. Piden tabaco y rozan sus manos
con las tuyas. El dulce olor a hierba mojada y las nubes enmarcando el valle me
hacen pensar que de verdad es otro tiempo.
En
este momento de la ruta las piernas, endurecidas con cada caída, estén
cubiertas de cortes y arañazos, una uña a punto de caerse y moratones en los
lugares más insospechados. El sendero asciende cimas, baja desfiladeros, cruza
pantanos y helechos con la misma antigüedad que la tierra. Parece que fuera de
Papúa no hay nada, todo es este sendero, el camino, las montañas. Uno cree que
esta tierra lleva tiempo esperándote para que hagas sendero al pisar, donde
solo ha habido piedra y hojas caídas de una naturaleza salvaje.
Y
claro, tanta emoción pasa factura. Al llegar a Yogosem, Neus, con la ayuda de
Pacopé, pacientemente me cura los dedos de los pies, eliminando una ampolla e
intentado salvar una uña. Observo a Neus mientras trabaja. En la delicadeza con
que venda mis dedos, la sonrisa cuando me pregunta si me duele, la atención que
le presta a los porteadores cuando le piden ayuda, puedo apreciar una vocación
hacia su profesión sin límites, pero también, y sobre todo, una bondad innata,
que en este mundo tan primigenio encuentra su lugar sin fisuras.
Estamos
en torno a 2000 metros de altitud por lo que, en cuanto el sol se pone, la
temperatura desciende rápidamente, y hay que abrigarse y refugiarse en los honai o alojamientos. Cada tarde, al
llegar al lugar donde pernoctamos, Amius, el cocinero, y sus ayudantes se
sitúan en la zona que van a destinar a cocina, la mayoría de ocasiones un
pequeño habitáculo de madera o una choza. Alrededor de un fuego central, pasan
las horas preparando la cena, hirviendo agua para té, riendo y charlando
mientras se dan masajes para desentumecer los músculos tras el trekking. Se
ofrecen para secar nuestras botas del agua y el barro, o incluso para hacernos un
sitio y compartir sonrisas y conversación. Marc, que desde Tortosa se lanza
acompañado de Neus a conocer mundo, es de esa raza de viajeros que necesita
sentir el viaje compartiendo la vida cotidiana de los habitantes de la tierra
que pisa. Tras varios días de ruta, poco a poco se ha ido creando un cierto
compañerismo entre los integrantes de la expedición y nosotros, así que Marc no
duda en acercarse al fuego y convertirse en cocinero a través de su plato
estrella: la tortilla de patatas. Mientras cocina me acerco curioso, diario en
mano. Me atrae el calor, y las risas. Sentado grabo la escena en mi mente: la
felicidad de Marc, las risas de los ayudantes, casi escondidos en la penumbra,
el desparpajo de Amius aprendiendo la receta de la tortilla y contando
historias, y la mirada cómplice de Susana desde la pequeña puerta. Momentos así
dan sentido a un viaje. En la cena creo que tengo ante mi la mejor tortilla de
patatas del mundo.
Saikama
La
bruma matinal, suspendida alrededor del valle, es nuestra fiel compañera cada
mañana. Hay una expresión indonesia para caminar sin una finalidad, sin un
propósito claro, Makan angin (“comiendo
viento”). Y sí, parece que nos lanzamos hambrientos a devorar el viento con
cada paso entre la hierba escarchada con plata, con el entusiasmo de unos niños
a los que se les promete ver el mar por primera vez.
En
un recorrido circular regresamos a Yuarima pero en dirección Saikama. Un fuerte
descenso que complica los pasos ante un suelo húmedo repleto de barro y piedras
resbaladizas. A pesar de que somos un grupo numeroso, nos vamos desperdigando a
lo largo de kilómetros, y sólo nos reunimos para hacer descansos puntuales y
comer. Helechos arbóreos y laderas cubiertas de musgo, que ocultan orquídeas
camufladas en el verde, dificultan identificar aves. Seguramente la caza
indiscriminada, ya sea por la alimentación o por fabricar los adornos y tocados
que suelen llevar en sus ceremonias o vender en los mercados locales, tenga
algo que ver.
Kipenus,
nuestro guía principal, me deja preguntarle a través de un inglés macarrónico
(el suyo y el mío) sobre las poblaciones del valle. A veces dudo de que sepa de
lo que me habla, o de que me haya entendido, o yo a él, pero logró apuntar en
mi diario que hay decenas de tribus en este valle y que su forma de vida,
conforme te adentras es más primitiva, con herramientas de piedra para las labores
agrícolas (como el kapak hacha de
piedra que alguno de mis compañeros compró de recuerdo). Es cierto que la
religión a través de las misiones ha llegado a sus poblados, al igual que la
autoridad indonesia, como indica la ropa occidental de segunda mano, revistas y
posters y algún aparato moderno, pero también lo es que siguen viviendo
básicamente de la agricultura, de la batata o patata dulce, como hace cientos
de años. La carne, como comprobamos en nuestra dieta, es también escasa
conforme profundizas en el valle, ya que solo en ocasiones señaladas
(festividades o ceremonias) comen cerdo, que se convierte por ello en un animal
de una importancia casi ritual, muchas veces utilizado como medio de cambio y
estatus social.
Durante
la conversación le observo, estamos en un tiempo de descanso. A su lado reposa
Amius, nuestro cocinero. Apenas miden metro y medio. Visten pantalones cortos
vaqueros, de deporte, deshechos occidentales enviados a alguna misión holandesa
de la zona. En sus pies, y en la de nuestro sequito, chancletas de goma, botas
de agua, pies desnudos. Collares de colmillo de perro, y una bolsa de fibra, noken o bilum, les cuelga del cuelo y hombro. No suelen ir más allá del
padre de sus padres. No creo que sepan cuántos años tienen. Tampoco les importa
más allá de adecuar su edad a sus necesidades: son jóvenes cuando hay
coquetería por en medio, más mayores cuando lo que hay que recalcar es la
experiencia. Me fascina leer en sus arrugas tanta experiencia de vida.
Al
llegar a Yuarima preguntamos por el niño que atendió días atrás Neus.
Desconcertados comprobamos que sigue igual, apenas le han dado la medicación.
El semblante de Neus se entristece, es difícil luchar contra la realidad del
entorno. Aunque les da nuevas indicaciones, cuando partimos hacia Saikama todos
podemos imaginar qué ocurrirá. Con impotencia descubrimos la cara menos amable
del valle.
A
pesar de que es la estación seca, casi todos los días llueve. Al parecer la
diferencia entre la estación húmeda y la seca es únicamente el número de horas
que llueve al cabo del día. El tiempo nos trata bien, y el sol protagoniza gran
parte de las mañanas. Sin embargo, a partir del medio día la lluvia suele hacer
acto de presencia para desatarse, generosa, durante la noche. Y hay tardes, como
ésta, en la que la lluvia es continua. Apenas se distingue nada, salvo el barro
y mis botas, y ni siquiera el chubasquero tiene gran utilidad. El sendero se
complica, con piedras y barro resbaladizo, y el caminar se convierte en algo
muy técnico, sobre todo cuando andas por una senda estrecha y lo único que
tienes a tu derecha es una ladera de fuerte pendiente sin ningún tipo de
agarre. Lleno de barro y agua, tras varias caídas, llega un momento en que la
lluvia deja de importarte. Forma parte sin más de un camino que la humedad en
mis gafas y ojos casi me impiden ver. Y aunque alce la vista, la niebla tiñe de
gris el aire. La naturaleza cuando no se ve se escucha y es entonces cuando te
sobrecoge más.
Llegar
a Saikama significa bañarse en un caño, un té reconstituyente y que Alex
regatee en mi nombre por un bilum,
bolso artesanal, que un anciano nos
ofrece. El olor ahumado, de tierra mojada y hojas verdes, tabaco natural y
batata, que desprende el bolso acompañará a mi petate, donde lo guardo con
cariño, durante semanas. Y aún hoy, el olor a Papúa, persiste en él.
Userem (Wuserem).
Muchos
de los pueblos que viven río arriba en la costa septentrional de Irian Jaya se
encuentran fuera del mapa etnográfico. Cada día conocemos pueblos cuyo nombre y
lengua soy incapaz de asimilar. Gracias a que esta noche hemos dormido en las
habitaciones del kantor (oficina
administrativa del gobierno local), sobre unas alfombras de rafia en el suelo y
junto a arañas juguetonas que se han convertido en la delicia de Sergio, han
caído en nuestras manos sellos administrativos de la zona: Saikama, Yogosem,
Yokosimo, Kiroma, …, dejan de ser nombres impronunciables y me permiten
cartografiar mi diario a primera hora de la mañana, mientras sacudo mis botas para
evitar sorpresas indeseables.
Para
abandonar el poblado, superamos varias barreras de piedra y madera. Son comunes
encontrarlas en el camino, no significan el fin del sendero pues tan solo
sirven para impedir que los cerdos se escapen de sus propietarios. Lo normal es
saltarlas y continuar. Hoy nuestra dirección es Wuserem (Userem).
En
el valle es una señal de respeto saludar y dar la mano cuando te encuentras con
una persona. El contacto con el mundo exterior para estas poblaciones viene
únicamente de los caminos y senderos. Rozan sus palmas con las nuestras y
articulan “wa wa wa” (bienvenidos, hola, cómo estáis). Sonrisas y estrechar
manos. Es un ritual que alegra el camino, sobre todo cuando vas cansado, y te
ayuda a conocer mejor a los papúes. Así puedo comprobar en algunas mujeres
mayores algo que había leído en mi preparación del viaje: que les faltaban
algunas falanges en los dedos. Esta costumbre forma parte de una tradición del
pasado, de antes de la llegada de los misioneros en la década de los 60, pero
que en las zonas más aisladas se ha seguido manteniendo hasta hace muy poco:
cuando fallecía un familiar muy cercano, para demostrar su dolor y como medio
de respeto al difunto, las niñas se cortaban falanges de las manos. Su amplia
sonrisa al saludar borra mi sorpresa inicial pero nunca dejo de pensar durante
el recorrido cómo el dolor ante la pérdida necesita dejar esas huellas en
pequeñas niñas. La complejidad de los rituales de estas culturas contrasta con
la sencillez de su vida diaria. Quizás es lo único que les pertenece junto a
una tierra que poco a poco escapa de sus manos. No me extraña que muchos luchen
por no perder su identidad ante el nuevo colonialismo indonesio o del
cristianismo protestante.
El
hijo de Amius y uno de los guías me enseñan el saludo tradicional, un apretón
de manos con un chasquido que se consigue colocando el nudillo del dedo índice
entre dos nudillos de los dedos de la otra persona, que ha de retirar la mano
rápidamente produciendo un sonido fuerte. Así que, entre risas, chasquidos y humedad,
vamos subiendo y bajando colinas y entrando en una pequeña selva tropical, con
una alfombra de musgo. Poco a poco el camino se complica, el barro lo ocupa
todo y vuelven las caídas. A veces creo adivinar en la media sonrisa de
nuestros guías su percepción sobre mi torpeza, la idea de que de dónde venimos
nosotros no saben caminar sobre unos simples troncos resbaladizos. Atentos, te
ayudan en los tramos difíciles. Seguro que más de uno cree que parte de la
culpa será de mis zapatos, sobre todo teniendo en cuenta que ellos suelen ir
descalzos o con unas simples chanclas. Siglos de instinto en los pies, les
permiten correr sobre los troncos resbaladizos sin perder el equilibrio o
disminuir el paso, como si crearan con cada paso un mapa para orientarnos.
Un
poco más adelante, otro dani parece custodiar un puente de lianas entrecruzadas
y madera, al pie de una pequeña cascada, hermoso en su fragilidad. Aunque
encontramos otra forma más segura de salvar el afluente del Mugi, dedicamos
unos minutos a contemplar la escena, a comprarle botellas de calabaza y sentir
que de verdad estamos en otro tiempo, en otro lugar. Y con ese pensamiento
alcanzamos Yokosimo, una pequeña aldea a la vega del río (Lubuka o Kah Walley, el río del valle) donde no dudamos en
bañarnos y refrescarnos. Transcurre algo bravo, y la arcilla de estos días le
da un tono oscuro, achocolatado, así que con más cuidado que el de los niños
del poblado, que se lanzan y dejan llevar por la corriente sin miedo, tan solo
agarrados de viejos bidones, nos sumergimos en un pequeño recodo. Geles,
champús, pasan de mano en mano, mientras intentamos no perder el equilibrio
agarrándonos entre nosotros y las piedras.
Tras
la comida, continuamos subiendo y bordeando colinas, a través de estrechos y
embarrados senderos no aptos para el vértigo. A un lado, una fuerte pendiente a
modo de precipicio repleta de una frondosa vegetación; al otro la ladera
abrupta con ramas caídas que parecen invitarte a que las agarras pensando que
resistirán hasta que caes y descubres que no es una buena idea. Un marcado
descenso nos conduce a Wuserem, localizado en una escarpada ladera con hermosas
vistas hacia el valle del río y los cultivos aterrazados en la ladera de
enfrente.
Cada
pueblo que conocemos es singular. Por mucho que se parezca, siempre hay algo
(disposición, distribución, o algo que no es físico, sino social) que lo hace
diferente. Como leí en un artículo, en Papúa un pueblo o una aldea es algo más
que una concentración de viviendas. Representa tanto un territorio como un
lenguaje, es una tribu, clan, que habla el mismo lenguaje, los que comparten el
misma habla. Algo que es vital para un territorio donde hay más de ochocientas
lenguas diferentes. Y la pertenencia a ese pueblo les lleva a ayudarse y
protegerse más allá de donde se encuentren. Lo que siempre es común es la
amabilidad y curiosidad con la que nos reciben, quizás porque poco a poco van
acostumbrándose a la llegada de grupos de locos extranjeros que dan una nota de
singularidad al transcurrir de los días. Y en eso, Wuserem no se diferencia.
Tras
el aseo, en ese tiempo regalado para el descanso antes de la cena, sentado en
un lateral del alojamiento, mirando hacia el valle, aprovecho para escribir y
repasar las fotografías del día. Un padre joven y su hijo se acercan curiosos,
les enseño e intento que se familiaricen con la cámara, dejándosela usar. Tras
marcharse continuo con la escritura y es cuando varios porteadores se sientan a
mi lado, sonriendo ante la rapidez de mi escritura. Conforme más escribo su
sonrisa es más amplia. Me dedico unos minutos a terminar unos párrafos porque
no quiero perder el hilo del relato, pero pronto desisto ante las carcajadas
amplias de mi grupo. Yo mismo acabo sonriendo. Les acerco mi cuaderno de viaje
para que escriban algo. Al principio les da vergüenza y simplemente niegan con
la mano, pero cuando escribo mi nombre y con gestos les pido hagan lo mismo,
poco a poco se aventuran. Y, con más interés que eficacia, entre risas y
monosílabos, logramos mantener una conversación sobre por qué escribo.
La
neblina avanza lenta pero sin pausa. Se extiende suavemente como quien extiende
con delicadeza una sábana limpia sobre su lecho. Casi sin darte cuenta todo
desaparece a unos metros de ti, solo intuyes pequeñas sombras y el crepitar de
algún fuego cercano. La temperatura baja y el forro polar ya no es suficiente.
Tras cenar, las risas en el interior del alojamiento invitan a entrar y
descansar el cuerpo, así que ideamos juegos como el veo veo para atraer la invitación del sueño. Pero los cánticos y el
inconfundible olor a humo atraen nuestra atención a la choza que queda más
cerca de nuestro alojamiento. Alex y los dos Marc ya están de avanzadilla y nos
llaman para que acudamos. Para entrar por la estrecha puerta casi hay que hacer
contorsionismo. El interior del honai es
oscuro, y el humo acumulado por el fuego y el tabaco crea una nueva neblina que
al principio me irrita los ojos. Cuando logro acomodarme, sentado en la hierba
seca que hace de lecho, mis ojos van acostumbrándose y voy perfilando las caras
y gestos del grupo. El cruce de miradas denota el orgullo de sus costumbres
ancestrales, pese a su ropa moderna, deshecho de mercados de segunda mano o
misiones. Sentado sobre un tapiz de hierba seca, imbuido de los cantos, el
tabaco y la euforia del grupo, supe ver en la fuerza de sus ojos que, pese
haber cruzado medio mundo para llegar allí, pese a todo el conocimiento
acumulado tras años de estudio, lecturas y viajes, nosotros, los extranjeros,
los que no necesitábamos nombre, no éramos más que unos niños perdidos en un
mundo de mayores. Supe ver en la fuerza de sus ojos, que ahí, en esa choza, en
ese momento de comunión de cantos y risas, en el que no había ninguna barrera
de comunicación, nos aceptaban, nos hacían partícipes de su mundo, de su vida.
Y quise ver en los regalos que nos dieron algo más que el agradecimiento por
contratarles. Porque en el juego de cánticos y bailes depositan en nuestros
cuellos y brazos presentes, muchas veces arrancados de su propio cuerpo. El
collar de conchas que pone sobre mi cuello Derman va a ser el recordatorio de
que me aceptan en su mundo, un mundo en el que la naturaleza y las emociones
aún siguen siendo una guía de vida. Es la Papúa que he imaginado, la que todos
hemos imaginado siempre.
Dos
culturas alrededor de un fuego. Dos mundos opuestos tratando de entenderse, de
adaptarse el uno al otro. O, sencillamente, un grupo de amigos compartiendo una
cena. Acaricio toda la noche el collar ceñido en mi cuello. Las conchas llevan
siglos subiendo de la costa por las desconocidas y difíciles rutas comerciales
de la montaña, la moneda del valle. Su valor es grande porque la mayoría no
conoce el mar. Y al deslizar mis dedos sobre él reconozco el valor del regalo,
me abrumo y cierro los ojos pensando en qué hermoso es dar y recibir estas
conchas, un pacto de amistad, de aceptación, bajo la forma de una promesa de
mar. No hay nada que merezca más la pena. Si un viaje verdadero es aquel en que
se logra abrirse uno mismo y permitir que el lugar deje su huella en ti, este
lo ha conseguido. Con creces.
Kilise
El
sol de la mañana se filtra a través de las ramas de los helechos arborícolas, y
las hojas parecen despertar buscando la luz como el que necesita el aire para
respirar. La brisa matinal y el sonido de la rústica guitarra de un porteador
(increíble como con cuatro cuerdas y tres acordes logra una música preciosa),
me reciben cuando salgo del saco a estirar las piernas. Tropiezo con Derman y,
pese a nuestra barrera lingüística, logro preguntarle si el collar que llevo en
el cuello de verdad es para mí, y con una sonrisa tan grande como su rostro me
dice que sí, que es un regalo de corazón, mientras deposita su mano sobre mi
pecho. No logro reprimirme y nos fundimos en un largo y emotivo abrazo. Hermosa
manera de empezar la mañana.
Durante
el desayuno Alex nos cuenta que a medianoche Kipenus, nuestro guía principal,
le ha despertado porque han bajado los jefes de las aldeas de las montañas
cercanas para decir que estaban en guerra, ya que uno de los suyos había sido
atravesado por una flecha, solicitando tabaco para proteger la seguridad del
grupo. No llegamos a saber si es verdad o solo una estrategia para conseguir el
tabaco, pero como mínimo nos hace pensar en la realidad del valle y en su
pasado.
Partimos
hacia Kilise, adornados de flores y brazaletes que con cariño nos han estado
elaborando desde primera hora de la mañana. El sol brilla y se nota en el
ambiente que se acerca el final del viaje, el buen humor se respira al caminar
a través de pequeñas chozas rodeadas de huertos, sin importar lo accidentado
del terreno o los descensos radicales hacia el río Baliem, ladeando las colinas
por estrechísimos caminos.
Poco a poco ha ido cambiando el
paisaje, ha quedado atrás la flora tropical y la humedad, dando paso a
sencillos pastos, mariposas revoloteando, algún pájaro aventurero y
puestecillos de niños ofreciendo collares y fósiles.
Así, casi sin
darnos cuentas alcanzamos el gran puente colgante por encima del río Baliem. Se
balancea, al compás del viento, por lo que hay que caminar por el centro para
evitar que venza hacia un lado. Igualmente, se pasa de persona en persona para
evitar las vibraciones y el rebote. Hay que vigilar por donde se pisa, ya que
algunas maderas están podridas o rotas. El río, de agua marrón y turbulenta, es
de un gran caudal que baja con fuerza. Si he de ser sincero, el miedo provocado
por un vértigo que me acompaña desde niño me paraliza. Además, la seriedad con
la que nuestro guía y Alex afrontan el hecho de cruzarlo no me ayuda
precisamente a relajarme. Me siento sobre una piedra a esperar. Ver a mis
compañeros cruzarlo con alegría y serenidad, a pesar de su inclinación y
vaivenes, y sus palabras de ánimo desde el otro lado me impulsan a cruzarlo. La
primera consigna es hacerlo despacio y procurando mirar los travesaños de
madera para no tropezar o colocar el pie ante algún hueco o rotura. Pero no
hago caso, es más intento mantener la mente ocupada con todos los rezos que sé,
y cruzo lo más rápido que puedo dirigiendo la vista al frente lo máximo
posible. Los abrazos y gritos de júbilo de mis amigos al llegar no logran
evitar las lágrimas que asoman a mis ojos y el temblor descontrolado de mi
cuerpo, de puro nerviosismo y miedo. Al cabo de unos minutos, tras beber un
poco de agua, dirijo mi vista al puente que acaba de atravesar y no creo que
haya podido lograrlo. Aún sigo sin creerlo.
Un duro ascenso, marcado por el calor y la falta de agua, nos conduce a un hermoso prado de hierba fresca salpicado de pequeñas chozas, donde hacemos un alto para reponer fuerzas, conseguir agua y comer. Tras el descanso y un breve trekking aparece Kilise. Es un poblado precioso, con unas hermosas vistas sobre el valle y chozas tradicionales honai. Limpio y ordenado da la impresión de que está construido para el turista. Nos distribuimos por chozas, y aunque preparadas para el viajero con finos colchones y alguna manta, tanta comodidad no evita que coloquemos nuestra esterilla encima y sigamos con nuestro fiel saco de dormir. Allí coincidimos con una pareja de senderistas italianos, se nota que nos acercamos a la civilización, al final de nuestro recorrido.
Como
un eco, nos llega un sonido que ya nos es familiar, como las nubes que
envuelven las montañas o la humedad del camino. En un mirador natural,
alrededor del cual se disponen las chozas, frente a la majestuosidad del valle,
los porteadores inician su último canto. El sonido de sus voces asciende,
desciende, como un viento leve y suave, llevando nuestra alma con él. Cerramos
los ojos, y poco a poco, unimos nuestras voces. Si mi mirada se cruza en
dirección a las montañas con la de algún compañero, Ana, Jesús, Marc, Neus,
Pacopé, los ojos húmedos de la emoción reflejan un mismo sentimiento: por este
momento, por este canto, todo merece la pena.
Con el corazón
encogido, nos acomodamos en las chozas. Hoy el ritual diario de la higiene se
desarrolla en una cueva natural (mandi)
con un afluente de agua fresca. Todo parece un regalo, casi un premio por los
días de cansancio, de vértigo y barro pienso al tumbarme en el claro que sirve
de mirador hacia las montañas para escribir un rato. El atardecer tiñe de
colores satinados el poblado, y se respira el olor a naturaleza, una mezcla de
hierba húmeda y madera quemada que transporta a otros viajes del pasado. Los
porteadores empiezan a diseminarse aunque unos pocos descansan a nuestro lado,
y no se me va de la cabeza, al observarlos, la idea de que por mucho que se
vistan con camisetas y viejos vaqueros, abandonando la desnudez y la koteka, a pesar de sus gafas de sol y
móviles de dudoso funcionamiento, su lugar no está en el pueblo al que nos
dirigimos, sino allí, en el claro de hierba al sol, al pie de montañas y
bosques frondosos de un verde inimaginable. Allí donde yo no dejo de ser un
elemento fuera de lugar, con mis gafas desconchadas, la cámara fotográfica sin
apenas batería, mis piernas cansadas y mi bolígrafo inquieto, ellos cobran
sentido, en su forma de sentarse, de comunicarse, de mirar la naturaleza y
respirar profundamente entre caladas de tabaco.
Pero
el día no está hecho aún. Antes de cenar oímos gritos y gente correr. Asomado a
la puerta de mi choza solo puedo distinguir grupos de personas que acuden a un
extremo del poblado, organizado en terrazas, y a nuestro guía que, de una forma
autoritaria, nos pide que no salgamos fuera de nuestro alojamiento. El barullo
dura unos minutos hasta que, poco a poco, el silencio va ganando terreno. Una
vez oscurece, acudimos a reunirnos a una choza central que ejerce de comedor, y
donde algunos de nuestros compañeros están jugando para matar el tiempo. Ya
cenando Kipenus nos comenta que se ha producido un altercado entre tribus, y
uno de nuestra aldea había recibido un flechazo. No es de extrañar, aún hoy en
Papúa se producen unas cuatro mil muertes al año por flechazo. Cenamos casi en
silencio, quizás esta mezcla de sensaciones, donde un día se puede construir
desde la emoción de un canto a las montañas junto con el estupor de un enfrentamiento
tribal, o del vértigo sobre un puente abandonado al viento a las caricias de la
hierba en tu piel, sea lo que en verdad significa Papúa.
Wamena
Me
despiertan los rayos de sol que se filtran por la puerta de mi choza. Aún
dentro del saco me incorporo y me acerco al umbral de madera. Un hermoso
amanecer me da la bienvenida, parece que el valle, desperezándose, me está
sonriendo. Y con esa sensación me dedico a recoger el saco y preparar la
mochila.
Al
descender en dirección a Kurima, vamos dejando atrás las altas montañas, que al
sucederse unas tras otras llegan a confundirse con las nubes. Antes de llegar a
Wamena hay que pasar por un último obstáculo, cruzar el Kali Yetni, un río que,
entre morrenas por las lluvias, en su parte central lleva el caudal suficiente
para cubrirte por encima de las rodillas. Nos descalzamos en un paisaje lunar,
y pasamos de uno en uno, evitando piedras y la fuerza de la corriente. Es la
frontera con la naturaleza salvaje, más allá el asfalto sustituye al sendero de
tierra húmeda. Un asfalto que sin esfuerzo pero también con desinterés, nos
transporta a Wamena, la ciudad donde acaban los caminos.
La
casa de Amos se convierte en el escenario de la despedida del grupo. Han sido
días muy intensos, y pensar que esta pequeña familia que hemos creado con
nuestros porteadores se va a disolver nos tiene con un nudo en el estómago
desde primera hora de la mañana. Cerca de la puerta, una anciana sopla jengibre
en varias direcciones, suele servir para ahuyentar los malos espíritus pero yo
creo que es una especie de bendición para nuestro grupo. Es muy difícil hablar
en momentos así, y Alex toma la voz en nuestro nombre, el de los blancos más
allá del mar, y Miles en el suyo, el de los hombres de la tierra y la montaña.
Poco hay que decir en palabras, solo cuerpos que necesitan un abrazo. Busco a
Derman, es tradición hacer un regalo, más allá del pago de unos servicios de
guía, y le entrego mi navaja, me acompaña desde mi época de arqueólogo y ha
estado conmigo en todos mis viajes, pero no me cuesta desprenderme de ella. Es
más, creo que es una minucia comparado no solo con el collar de conchas que
llevo en mi cuello desde hace días, sino con todo lo que he aprendido caminando
a su lado. Durante unos segundos nos observamos, con esa mirada especial que se
produce entre dos personas, cada una de las cuales espera que la otra comience
a decir algo que ambas desean, pero que ninguna se atreve a iniciar. Así que nos
abandonamos al efecto de awumbuk, una
palabra de Papúa que habla de la sensación de vacío que dejan los invitados al
marcharse, y nos fundimos en un fuerte abrazo. Miro a Derman a los ojos y por
primera vez no es una mirada fuerte lo que veo, son los ojos de un hombre
agradecido, al que le gustaría, como a mi, decir muchas más cosas de las que
podemos. Acaricia el collar de conchas y sonríe mientras coloca la palma de su
mano sobre mi corazón. Las lágrimas que caen sobre mis mejillas, como ocurre
con Ana, Anni, Pacopé, es nuestra forma de decir makasi (gracias). Gracias por hacer de las montañas de Papúa un
hogar para nosotros. Makasi, una y
otra vez, makasi.
A
veces se nos olvida que hay lugares como este, donde las mujeres llevan todo el
peso de la selva y donde los niños se afanan en ser hombres. Y los hombres han
de ser héroes todos los días. Necesitamos que existan, para seguir creyendo que
hay un lugar, aunque solo sea uno, donde nuestra especie es capaz de vivir en
libertad. Recordando estas palabras de Daniel Landa sobre Papúa, y con la
imagen de nuestros héroes en la retina, salimos de Wamena. Para finalizar el
trekking es común contemplar una ceremonia tradicional guerrera y la ceremonia
de la matanza del cerdo. A pesar de que lógicamente es algo montado para el
viajero, no deja de ser una forma de poder acercarse a sus tradiciones (como lo
había sido el Festival que tuvimos la suerte de presenciar antes de iniciar la
ruta) y, con el dinero que aportas, de que muchas de estas tribus puedan
mantener parte de sus rituales vivos en un mundo que, poco a poco, va
absorbiendo su identidad por la uniformidad de la modernidad. Así que nos
dirigimos hacia la aldea de Opiya, donde se van realizar las ceremonias, cerca
de Wamena, en el distrito de Jiwika.
Hacemos
una parada en el mercado de Jibama, para comprar el cerdo que vamos a llevar
como presente. El cerdo tiene un gran valor social y económico entre los
papúes. Su patrimonio se mide a través del número de cerdos que posee, y en el
valle, lejos de la ciudad, es la moneda de cambio más usual. Con él se pactan
los matrimonios o el respeto en los funerales. Por todo ello, una fiesta o
ceremonia del cerdo, es un gran acontecimiento social para todos los grupos
tribales de Papúa.
El
día es húmedo, y tras unos cuantos kilómetros, bajamos de las camionetas.
Mientras hacemos los últimos metros a pie, observamos desde lejos las lanzas de
los Yalis apostados en torres de vigilancia. Cuando te aproximas, los cuerpos
semidesnudos, con músculos definidos de pura fibra, untados con grasa de cerdo
y arcilla, son lo que uno siempre imagina cuando se menciona un guerrero
salvaje de Papúa. Torsos desnudos, contorsionándose en una coreografía guerrera
de arcos y lanzas sobre caminos embarrados. Representan una batalla en nuestro
honor y se persiguen en una pequeña explanada, una danza desenfrenada en la que
corren, giran y brincan en el aire. Fingen que disparan flechas desde su
atalaya de madera que preside el espacio. Las lanzas y flechas ya hace tiempo
que no matan a nadie. Los hombres adultos llevan, junto al horim o koteka de
calabacín en el pene, ajustados brazaletes de fibra de helecho o sagú; bandas
de pequeñas caracolas y blancas conchas de cauri, y en la cabeza plumas negras
del ave del paraíso, sobre bases de plumas de periquitos, loros, papagayos de
colores brillantes (rojo carmín, dorados, blancos), prendidas en coronas de
piel y fibra. Las mujeres, con los pechos descubiertos, llevan collares de
semillas y conchas, faldellines de fibra, coronas con aves enteras disecadas, y
guirnaldas de flores. Invitando a nuestras mujeres, se lanzan a bailar en
grupo, en una danza circular, avanzando y retrocediendo, con frecuentes giros
que hacen oscilar en el aire sus faldas de sagú y las coronas de plumas sobre
su cabello.
El
cerdo se cocina mumuado, es decir,
asado en un hoyo forrado de piedras. Es una ancestral forma de cocinar, común a
los centenares de tribus de Papúa, que utilizan como ritual en ocasiones
señaladas. Se cava un gran hoyo en la explanada central de la aldea,
encendiendo junto a él una gran pira de leña, sobra la que se amontonan
piedras. El cerdo se encuentra agarrado, muy cerca, y pronto uno de los líderes
del clan, todavía adornado con las vestiduras de guerra, se adelanta, tensa lentamente
un arco y, de un flechazo certero, hiere el animal que habíamos traído, que
resiste con movimientos cada vez más espaciados hasta desangrarse en unos
segundos. Otros dos compañeros, utilizando cuchillos de bambú trocean en
grandes porciones al cerdo, envolviéndolo en hojas. Con plataneras y las
piedras que se habían calentado en la pira se forra el hoyo, echando encima
diferentes capas de hojas, hierbas y patatas/boniatos. Se deja cocinar durante
más de una hora para finalmente abrir el mumu.
La mayor parte de la carne troceada y asada es devorada por los hombres, mientras
los restos y la patata son el alimento de las mujeres. A las mujeres no se les
permite sentarse con los hombres, pero para nosotros no existen esas
diferencias y comemos y nos sentamos con plena libertad. Es difícil saber qué
hay de tradición y qué de verdad en la representación. Como dice Osborne, un
pueblo indígena debe de acabar creyendo que su primitivismo es lo más valioso a
ojos de los extranjeros, su único patrimonio.
Hay
un mito sobre la creación de los pueblos en Papúa. En el principio, Api, el
espíritu de la Tierra, llegó a este lugar y encontró los ríos llenos de peces,
el monte lleno de cerdos, y muchos árboles altos de sagú, pero no había gente.
Api pensó: este sería un buen lugar para la gente, así que abrió una grieta en
la cueva. El primer pueblo que surgió fue el de los awin, luego de los imboin otros
grupos (dani, yali), y finalmente los meakambut. Estaban todos desnudos y
apenas pudieron salir a la luz. Otros pueblos seguían dentro, pero una vez que
aparecieron los meakambut, Api cerró la grieta y los demás tuvieron que
quedarse en la oscuridad.
Los
pueblos se esparcieron por las montañas y vivieron en guaridas rocosas.
Hicieron hachas de piedras y arcos de flechas, y la caza fue buena. No había
odio, ni matanzas ni enfermedades. La vida era bella y tranquila, y toda la
gente tenía el estómago lleno. En esa época, hombres y mujeres vivían en cuevas
separadas. Por la noche los hombres subían a una cueva especial a cantar. Pero
una noche, cierto hombre fingió estar enfermo y se quedó atrás. Cuando pudo oír
el canto de los hombres, bajó a hurtadillas a la cueva de las mujeres y tuvo
sexo con una. Cuando los hombres regresaron, sintieron que algo andaba mal. Un
hombre sintió repentinamente celos; otro, odio; otro, cólera, y uno más,
tristeza. Fue entonces cuando el hombre aprendió todas las cosas malas. También
entonces empezó la hechicería.
En
las lecturas previas al viaje me encontré con este mito de la creación de los
pueblos de Papúa Nueva Guinea, que apareció en un artículo de National
Geographic de 2012. Habla sobre uno de los últimos pueblos seminómadas de
Papua, que habitan en chozas y cavernas en acantilados, las que hacía tiempo
los defendían de sus enemigos. Apenas quedan cerdos en las montañas, ni
casuarios en la selva ni peces en los arroyos. Hoy sus enemigos son la malaria,
la tuberculosis y las empresas mineras que ambicionan sus tierras. Volviendo de
la ceremonia del cerdo, cuando recuerdo el canto de los hombres de mi grupo, no
sé discernir hasta que punto las cosas malas que ha aprendido el hombre papú
son responsabilidad de un Occidente que les abrió una puerta al mundo.
La
imaginación se desborda en un territorio que es tan diferente a nosotros, y los
pensamientos van y vienen. Regresamos en silencio a la casa de Amos, tan
cansados física y emocionalmente que apenas nos damos cuenta del trayecto, pese
a que unos cuantos lo hacemos en la descubierta parte de atrás de la camioneta,
salvando baches y las gotas intermitentes de una lluvia cercana. Me pregunto
cómo voy a poder conciliar el sueño tras la cena cuando Marc y Neus
protagonizan uno de los momentos del viaje. De sus mochilas rescatan un par de
botellas de vino y paquetes de jamón serrano para celebrar el final del
trekking, una costumbre que iniciaron en una expedición anterior a Uganda. En
una tierra donde la carne escasea y el alcohol está prohibido por las autoridades
islámicas, tras una ruta de atravesar valles y montañas y la resaca emocional
de una despedida del grupo de papúes que había formado nuestra familia durante
todo ese tiempo, encontrarnos con esta sorpresa nos deja sin palabras. No es
sólo por lo inesperado, ver a Marc abrir con ilusión las botellas y a Neus
despegar con delicadeza las lonchas de jamón ante nuestros ojos alucinados, es
como sentir que toda la energía del grupo construye esa escena. Cada copa de
vino nos habla de las huellas en ruta, de los porters y su abrazo, de las nubes ciñendo las montañas o la
escarcha en el camino. Cada trozo de jamón sabe a leña quemada, a una sopa de
verduras en boles de colores, a hierba fresca y trazos de barro. Marc y Neus,
con ese pequeño gesto, transforman un día de despedida en una celebración de la
alegría de vivir, de viajar, de sentir, de dotar de autenticidad los pasos del
camino. Makasi, una y otra vez,
vuestra compañía es más que suficiente para andar por el camino de los sueños.
Sentani
No
es fácil dejar atrás una tierra que te ha dado tanto, pero aún queda camino por
recorrer, en otras islas, otro mundo. Partimos temprano, cargados con mochilas,
petates y emociones, de la mano de Amius y Kipenus, que nos acompañan al
aeropuerto. Creo adivinar en su mirada la satisfacción del trabajo bien hecho,
de haber cumplido con lo prometido, así como la despedida de aquél que sabe que
nunca regresaríamos. En la puerta de embarque tienden la mano mientras silabean
wa wa wa. No es necesario nada más.
No puedo evitar que me inunde, una vez más, una repentina tristeza y cuando
observo a mis compañeros de ruta, los ojos llorosos de Ana, la mirada hacia
debajo de Marc, el silencio de la mayoría, sé que todos comparten la misma
sensación, que Papúa siempre va a formar parte, por una razón u otra, de
nuestra vida.
Volamos
de vuelta a la costa norte, no lejos de la frontera con Nueva Guinea, a
Jayapura y Sentani. De vuelta al mundo conocido, al agua caliente en la ducha,
las cervezas, coches y motos, carreteras…El mundo primigenio da paso al mundo
de la modernidad, o lo que allí es modernidad. Aún quedan cosas por descubrir.
Jayapura,
que significa Ciudad Victoriosa, es,
sobre todo comparada con Wamena y el resto de Papúa, una ciudad moderna. Capital
de la isla, está vertebrada por una avenida-carretera repleta de tráfico, edificada
en las laderas de unas frondosas colinas, las montañas Ciclópeas, que llevan al
mar. No posee mayor atractivo que sus hermosas vistas desde la parte alta. Por
ello, subir al templo budista que se encuentra allí es la mejor forma de
conocerla. El dorado de sus paredes y techo brillando al sol, es la antesala de
un enorme jardín que mira a la ciudad y al mar. Nos descalzamos y caminamos sin
prisa, poco nos atrapa las historias que una guía local nos cuenta y que nada
puede hacer ante la competencia que le hace el vuelo de una enorme mariposa
azul.
Un
punto de interés sobre una alta colina, al que apenas se puede acceder por ser
área militar restringida, es el campamento del General McArthur. Durante la
Segunda Guerra Mundial, con la toma de los japoneses del oeste del Pacífico,
Papúa fue un lugar de batallas importantes y, en este lugar, el general
norteamericano instaló su campamento para hacer frente al Imperio del Sol
Naciente. Un monumento conmemorativo lo recuerda, y desde él las vistas deben
ser espectaculares.
Entre
las montañas y la ciudad se desliza el lago Sentani, un lago de agua dulce que
presenta numerosas playas, islotes, ensenadas y bahías. Decenas de pequeños
asentamientos pesqueros de casas tradicionales de madera, construidas sobre
pilotes (pilares hechos con troncos toscamente tallados) y con techos de paja o
uralita, descansan a la sombra de cocoteros y palmeras. Desde un pequeño
malecón rodeado de palmeras embarcamos hacia una de las islas más grandes. En
ella habitan los Asei, humildes pescadores, entre casas flotantes alrededor de
una iglesia protestante de estilo colonial. Grupos de niños juegan a saltar al
agua desde los pantanales de madera, mientras las mujeres lavan a mano en cubos
junto a las puertas o venden artesanía local hecha con cortezas de árboles de
manglar.
Tras
la isla, a ambos lados de la carretera, sobre endebles construcciones de madera
y cemento, pequeños puestos de venta de verduras, carne o cocos. Y en uno de
ellos despedimos el día y Jayapura, sorbiendo un coco al atardecer en un
mirador a la bahía. Nos espera una nueva etapa, al día siguiente de Papúa
volamos a Sulawesi, bautizada por los antiguos griegos como las Islas Célebes. Entre
el archipiélago de las Molucas y la gran isla de Borneo. Dejamos de peregrinar
en lo salvaje para adentrarnos en los caminos que honran la muerte. Seguimos en
la tierra de lo inesperado.
SULAWESI (ISLAS CÉLEBES)
Sulawesi
es una isla de forma extraña, casi imposible. Presenta cuatro penínsulas con
una parte central muy montañosa, por lo que son más cortas las comunicaciones
por mar que por los caminos insulares. Con 16 millones de habitantes y
diferentes etnias: minahasa en el norte, Toraja (se pronuncia toraya) en la zona central y suroeste, los
bugui en la costa y los macasar en el sur; religiosamente es igual de
heterogénea: el sur islámico y centro-norte cristiano y protestante.
En
Sulawesi, conocida como la Tierra de los
Reyes Celestiales, nuestro objetivo es llegar a los Tana Toraja, una
comunidad de medio millón de personas que habitan en las montañas del interior
de Sulawesi. Su nombre alude a su ubicación, así los llamaban los bugui, el grupo mayoritario de la isla,
para referirse a los to riaja (hombres
de las tierras altas, de las montañas). La etnia Toraja, como ha ocurrido con
los pueblos del interior de Papúa, permaneció ajena a la influencia extranjera,
escondida en las montañas, hasta hace un siglo. Aunque Holanda controlaba el
comercio de las islas de Indonesia desde el siglo XVII, los primeros misioneros
no llegaron a su hábitat hasta entrado el siglo XX, debido a las dificultades
de acceso a su territorio y la poca productividad que aportaba. Poco a poco,
impulsado por las autoridades, se fueron cristianizando dentro del
protestantismo. Hoy son un reducto cristiano en el país que alberga la mayor
población musulmana del mundo, y que aún conserva viva una de sus tradiciones
más características, que convierten en su signo de identidad: la forma en la que
se enfrentan a la muerte. En mi mente vuelven una y otra vez las conversaciones
con mis compañeros de Etiopía Gonzalo, Carmen, Javier, Eduardo, Mariví, sobre
la cultura a los muertos, los funerales, sus paisajes, que en gran parte han
impulsado este viaje.
Con
toda naturalidad, la muerte va a ser el hilo conductor del itinerario que va a
marcar nuestros próximos días, entre paisajes ondulantes, escarpados, con todos
los verdes imaginables, y alguna que otra tormenta de lluvia cálida.
Makassar.
La
entrada a Sulawesi es a través de Makassar, su capital, conocida hasta 1999
como Ujung Padang (nombre que aún conserva el aeropuerto). Hace apenas un siglo
Joseph Conrad la describió como la más
hermosa y, quizás, la que parece más limpia de todas las ciudades de las islas.
Actualmente ese encanto lo ha perdido, para pasar a ser un enclave urbano
anodino a pesar de haber sido el antiguo reino de Gowa (un sultanato que se
erigió como gran potencia marítima y comercial en el s. XVI en la ruta de las
especias). Entre barrios de edificios administrativos, hoteles, mezquitas y
viviendas, solo destaca su puerto y paseo marítimo donde, frente al calor, hace
vida la gente local entre puestos de comida; y el fuerte Roterdam, base del
colonialismo holandés y su Compañía de las Indias Orientales. Uno se pregunta
qué ha sido de esa visión de Conrad, de la huella de comerciantes chinos,
indios, malayos, siameses, árabes, portugueses y holandeses, del aroma a
canela, clavo y nuez moscada, de una ruta de las especias que parece olvidada
por el tiempo, como si la isla hubiera engullido historia con cada nuevo barrio
gris de administración.
Escribo
que la ciudad no es muy grande, tampoco bonita. Quizás hubo un tiempo en que lo
fue. Hoy ya no. Tan solo el mar le aporta un cierto encanto. Y una tarde noche
en ella tampoco contribuye a crear recuerdos o una huella imborrable. Sin
embargo, dos momentos me van hacer recordarla con cariño: uno, una chancleta
perdida en el barro, donde un charco puede parecer un océano, bajo una lluvia torrencial,
que lleva a Marc descalzo a hacer de funambulista y arqueólogo en su lucha por
encontrarla contra los estratos de tierra mojada; y dos, el reencuentro con una
persona especial que conocí en la Ruta de la Seda, un viajero para el que el
mundo inventó los caminos, el turolense Enrique, cuyo tremendo abrazo en la
puerta del hotel seguiré sintiendo meses después. Unas cervezas bajo la noche
estrellada de Makassar no es solo testigo del reencuentro, sino de cómo la
amistad, la de verdad, no conoce de tiempo ni de distancias. Solo por eso, esta
ciudad merece un lugar en mi cartografía personal.
Rantepao.
Si
uno quiere conocer el mundo de los Toraja, debe acudir a Rantepao, que se erige
como base de operaciones para conocer la cultura Toraja. Pero el viaje no es
fácil, Rantepao se encuentra a más de 300 kms de Makassar, unas 9 h de trayecto
por carretera y caminos de tierra. Aunque parece mucho tiempo, no debes dejar
de pensar que los primeros europeos necesitaron más de 400 años para llegar de
la costa a las montañas.
Afortunadamente,
el trayecto no se hace monótono, de una llanura con escasos árboles a una zona
montañosa y frondosa, con valles. Una estrecha carretera, sobre todo al llegar
a la zona central, plena de curvas, marca la ruta. Un asfalto que aparece y
desaparece, más bien un camino ancho de tierra pedregosa, pero con una gran
vida a los lados donde encuentras todo lo que puedes necesitar para sobrevivir.
Infinidad de puestos, levantados con madera, bambú y hojas de palma, te ofrecen
cacao, café, canela, clavo, terrazas para té, miradores a las montañas…, cuando
no cruzamos pequeños pueblos de carretera en plena vida: desde desfiles
festivos, a gente trabajando, comerciando. Es agradable hacer paradas en los
puertos de montaña, donde al aroma de un café o un té de jengibre contemplar frondosas
montañas, extensos arrozales y grandes plantaciones de café y cacao.
Entre
galletas y especias compradas en los puestos de carretera, y las canciones del
móvil de Jesús, reinterpretadas por Pacopé, conseguimos llegar a Rantepao. Es
la capital provincial, una bulliciosa y polvorienta ciudad que ha ido creciendo
como base de operaciones para conocer la cultura Toraja y, sobre todo, sus
funerales. Poco interesante se puede decir de ella más allá de su caótico
mercado central y su avenida principal repleta de tiendas y locales para comer,
avenida que llegamos a conocer bien tras elegirla como destino principal para
beber cervezas bintang y cenar varias
noches. La distancia entre el centro de la ciudad y nuestro alojamiento, a las
afueras, no es un problema. Una carretera muy transitada, con una vegetación
que se excede en sus laterales, se convierte en nuestro mejor aliado. Nos
acostumbramos rápido al tráfico y a los rickshaws o becak (motocarro) y no hay
tarde o anochecer que no hagamos el trayecto en busca de paseo, mercadeo,
cervezas o cena.
Los
siguientes días, desde la ciudad, recorremos el territorio Toraja. Cerca es
posible observar la actividad del mercado de búfalos y cerdos de Bolu, junto a
Sa’dan River. En torno a una explanada abierta al cielo, con diferentes
construcciones de madera y bambú, jalonadas en ocasiones por viejas telas
desteñidas que en un tiempo poseyeron vivos colores, descansan entre tierra y
barro cientos de bueyes amarrados por una anilla en su hocico. Paseamos entre
trabajadores concentrados tras básculas, cubos de agua para refrescar, viveros
repletos de pienso y hierbas que sirven de alimento. Cerca, en la carretera,
unas rampas de hormigón comunican con pequeños camiones para transportarlos.
En
el lateral, en una plaza cubierta y cerrada por corrales y grandes travesaños
de madera, se encuentra el mercado de cerdos y gallinas. Los gruñidos y
quejidos de los animales que se seleccionan para su venta, a los que se ata a
un madero para llevarlos a hombros, crea una polifonía de sonidos estridentes
que, junto al aroma animal, no invita a quedarse mucho rato.
Entre
una vegetación exuberante de un intenso verde y frentes rocosos de pequeñas
montañas escarpadas, impacta ver las casas en forma de barco donde viven,
algunas de ellas centenarias. Son las Tongkonan.
Su nombre proviene de la palabra toraja tongkon
(sentarse), donde se reunía la familia. Se trata de grandes construcciones
de madera, unidas y sujetas con estacas, que se alzan del suelo sobre pilotes,
con fachadas pintadas y grabadas con una hermosa decoración de dibujos
geométricos, cabezas de búfalos, aves y hojas. El tejado está formado por
bambú, entrelazado en varias capas. Orientadas hacia el norte, por respeto a
los antepasados, suelen presentar delante de la fachada principal un alto pilar
o poste que llega hasta la cresta del tejado, donde se colocan los cuernos de
los búfalos sacrificados en los funerales. Dado que el búfalo es símbolo de
riqueza y estatus, cuantas más astas más rico será el dueño de la casa. En
ocasiones, junto a las casas existe la misma construcción pero a pequeño
tamaño, mini casas Toraja que tiene
la función de graneros de arroz. Bajo los aleros presentan plataformas de
madera donde la población con las piernas cruzadas desarrolla la vida diaria,
desde tejer, separar el arroz, a conversar o recibir a los huéspedes.
Según
cuenta el antropólogo Nigel Barley, no es extraño que los primeros viajeros que
llegaron a la zona sugirieran a los Toraja que la construcción de sus casas
podía responder al modelo de los barcos de alguna emigración originaria,
opinión que los propios Toraja han llegado a creer. Piensan que algunos
utilizaron los mismos barcos en que llegaron, atravesando ríos desde la costa a
las montañas centrales, como casas. Una vez el caudal de los ríos disminuyó y
dejó varados los barcos, se les pusieron pilares de soporte para evitar su
caída, para posteriormente ser utilizados como hogares. A partir de ahí
seguirían construyendo las casas con la forma de los barcos porque sus hijos,
nacidos en el mar, querrían seguir viviendo en ellos. Como si la historia
recordara que el viaje está grabado en sus genes. La impresión que causaría en
estas poblaciones la visión de los barcos, les llevaría a imitar la forma de
los cascos de los navíos en la techumbre de sus hogares. O quizás intentasen
emular la forma de la cuerna del búfalo, el animal más sagrado para ellos.
Los
mitos y leyendas son muy atractivos, pero la arquitectura Toraja no solo responde
a un sentido ritual o ancestral, sino que cumple una función práctica: la
curvatura de su techumbre evita la concentración de agua ante las grandes
lluvias de la región, mientras que los pilares que elevan la casa impide que
animales no deseados, como las grandes ratas endémicas de la zona, penetren en
el hogar o los almacenes.
Encontramos,
dispersos en el territorio, varios poblados tradicionales. Continuamente vas
cruzando pequeñas poblaciones y puedes adentrarte en ellos, como Palawa, Karasik
(sobre una loma) o Ke´te Kesu. Protegidos por la Unesco como Patrimonio
Mundial, son un sitio único: pequeños pueblos en torno a una explanada común rodeados
de zonas de cultivo, con varios siglos de historia y conservando la esencia de
la arquitectura tradicional torajense. Bajo tejados de bambú donde crecen
verdes helechos, sus edificaciones crean una sinfonía de colores y formas
curvas, con fachadas que huyen del vacío a través de complejas decoraciones con
dibujos geométricos y bajorrelieves, cada detalle dotado de un significado
desconocido para nosotros pero vinculado con la divinidad, la fertilidad y el
respeto a sus antepasados. En ese sentido, el color también cumple una función:
el blanco representa lo sagrado, el rojo el valor y la fuerza, y el negro la
tristeza y la oscuridad.
Tras
recorrer los pueblos, en Bori te
encuentras con una zona repleta de piedras megalíticas de entre dos y cinco
metros de altura que, en ocasiones, también cumplen la función de lápidas. Esta
especie de monolitos es vital para el desarrollo de las ceremonias fúnebres.
Cuánto más grande sea el monolito más ostentación para la familia, y más puedes
honrar al difunto.
FUNERALES
Una
de las cosas que más llaman la atención de los Tana Toraja es cómo atesora
antiguas tradiciones y ritos en torno a la muerte, de origen animista, sobreviviendo
incluso a la llegada del cristianismo, ya sea católico o protestante, que hoy
en día profesa la mayor parte. Los misioneros desarrollaron un cristianismo
sincrético para poder echar raíces en una tierra inhóspita a las creencias
occidentales. Y si bien logró ganar la partida en lo referente a la vida,
claramente tuvo que adaptarse a la muerte. Las fiestas Toraja se dividen entre
las del este y la vida, y las del oeste y la muerte.
Agosto
es tiempo de ceremonias funerarias; es época de vacaciones y eso ayuda a que
acudan familiares de otras zonas de la isla, y también hay turismo lo que
propicia que algunos toraja hagan negocio con ello. Conscientes de ello, nos
lanzamos a la aventura de asistir a sus funerales. Se aconseja siempre llevar
un regalo como acto de respeto a la familia del difunto, así que paramos para
comprar unos cuantos cartones de tabaco (que suele ser lo más adecuado). Un
primer intento en la propia ciudad, y dentro de una marea de turistas, que van
y vienen como el que asiste a un cine (donde el azar del mundo viajero hace que
coincida con Antonio, compañero del viaje a Etiopía y con el que comparto
buenos recuerdos), resulta decepcionante. Llegamos en los momentos finales,
tras los sacrificios, sin entender el ceremonial y rodeados de decenas de
grupos de extranjeros que entre cámaras, conversaciones y empujones impiden que
puedas comprender lo que acontece ante tus ojos. Con tristeza y esa sensación
de no haber cumplido las expectativas, abandonamos la ciudad en dirección a los
lugares de sepultura. Pero llega a nuestros oídos que en un pequeño y cercano
pueblo en las montañas se está iniciando otro funeral. Y allí que nos dirigimos
para asistir a una gran celebración de la vida a través de la muerte.
Es
el rumor y el vocerío de las grandes concentraciones lo que nos señala el lugar
donde se está celebrando el funeral. El ranta
es el campo donde se instalan los funerales. En un lado, los búfalos pacen
tranquilos atados a postes de madera. Cerca, cerdos atados con cinchas y palos
de bambú. Un gran rectángulo de recintos de madera y bambú se ha construido
únicamente con el propósito de celebrar estos funerales. En una zona destacada
se alza la torre mortuoria, un tongkonan
(la casa en forma de barco tradicional) orientado hacia el oeste, donde
descansa el difunto entre guirnaldas de flores. Estos recintos se dividen en
pequeñas estancias en las que se sitúan los miembros de la familia. Dependiendo
de su importancia y relación con el fallecido ocupan un lugar más o menos
central. Los invitados deben aportar un regalo a la familia organizadora del
funeral, desde tabaco, arroz o vino de palma, a gallinas, cerdos o, los más
ricos, búfalos.
Por
lo general, la familia espera meses o incluso años para ahorrar y poder ofrecer
una ceremonia digna. Lo deseable es que asistan a la ceremonia todos los
parientes del difunto, lo que implica cientos de personas desperdigadas no solo
por la isla sino toda Indonesia. No acudir a la ceremonia de un allegado sería
una ofensa. El viaje, el alojamiento y la alimentación corren a cargo de sus
familiares, que a menudo contraen fuertes deudas para poder respetar la
tradición. Durante todo ese tiempo, se conserva el cuerpo de quien aún no es
considerado un muerto, sino un enfermo, un to
masaki en la lengua toraja, en una estancia de la casa mediante ungüentos
elaborados con flores y hierbas especiales. Y se le cuida y atiende como si
estuviera vivo, con toda naturalidad, ya que su espíritu deambula libremente por
la casa, pudiendo adquirir cualquier forma. Una bandera blanca en el camino
hace saber que en ese hogar hay un muerto que espera. La línea entre la vida y
la muerte queda difuminada.
El
funeral suele durar varios días (generalmente 3 o 4, según la capacidad
económica de la familia), y nosotros llegamos en uno de los momentos centrales.
Después de tanto tiempo organizándolo, todas las lágrimas han sido derramadas y
solo queda celebrar su paso a la otra vida. El ambiente es festivo, porque la
llegada al cielo del alma del difunto es motivo de alegría. Parece que llevan
toda su vida preparándose para la muerte. Tras una procesión de mujeres, que
encabeza la familiar más cercana al fallecido, vestidas de negro y rojo en
referencia al color de la muerte en Sulawesi, se suceden cánticos, comida y
vino de palma agrio, y se procede a un ritual sangriento, el sacrificio de
búfalos.
Un
hombre arrastra un búfalo hasta el centro del ranta. Otro se acerca a él, y tras echar una rápida ojeada al
público, acariciar la cabeza del animal y pasarse de una mano a otra un
cuchillo afilado, efectúa un corte rápido, casi una caricia en la garganta del
búfalo. Un potente chorro de sangre es el anticipo inmediato de las cabriolas
grotescas del sufrimiento del animal, que poco a poco pierde fuerzas hasta caer
desplomado sobre el suelo. Entre enormes charcos de sangre, surge rápidamente
un pequeño grupo de personas que desuella en pocos minutos su cuerpo para dejar
paso al siguiente sacrificio.
En
las creencias Toraja, es necesario
este ritual sangriento si se quiere asegurar el tránsito al mundo de las almas
del difunto. Creen que el alma no abandona el cuerpo cuando muere. El viaje a puya (el cielo, el mundo secreto de los
ancestros o la tierra de las almas) es difícil, hay que cruzar montañas y
valles, por lo que se necesitan animales fuertes que lo ayuden. Por eso
utilizan a los búfalos, porque son animales fuertes capaces de asegurar el
camino. Y para ello es necesario sacrificarlos. Cuanta más poderosa sea una
familia, más búfalos y más hermosos se sacrificarán. Su valor aumenta conforme
su piel es más blanca.
Cuando
el espíritu, el alma, alcance el paraíso, el mundo de los ancestros, actuará
como protector de la familia. Es importante que el funeral funcione bien. Solo
así se completa el ritual de la muerte que asegurará que el alma del fallecido
irá a Puya, al cielo. Solo así el
difunto quedará satisfecho, tendrá asegurado el cielo y velará, protegerá y
traerá suerte a su familia. Por eso, tras el funeral, el cuerpo será transportado
a través de los campos de arroz hacia los sagrados cortados de piedra que
constituyen los lugares de enterramiento. Hasta que depositan su cuerpo en una
oquedad rocosa, creen que el muerto camina entre ellos. Los cuernos de los
búfalos sacrificados pasarán después a decorar la entrada de la casa.
No
dejas de sentirte un intruso, como si tu mera presencia allí, acompañada de
cámaras o tu pequeño diario, fuera el reflejo de la falta de respeto del mundo
moderno hacia costumbres ancestrales o la expresión del dolor de una familia. En
teoría somos bien recibidos, porque el asistir como invitados y entregar una
ofrenda es un honor para los Toraja. Sin embargo, pronto intuyes que para algunos
de ellos, siempre y cuando actúes con respeto, es una ayuda económica esencial,
no sólo para financiar estos ritos, sino para su supervivencia diaria. Y es ahí
donde aparece la contradicción moral del viajero, la atracción turística frente
a la necesidad local. Impresionado por lo que acabo de ver, durante el regreso
a Rantepao escribo en mi diario que aquí la muerte no es el fin, sino un
comienzo.
Lemo.
En
el interior de Sulawesi el hombre también alza a sus muertos en las montañas, en
acantilados. Creen que deben ser enterrados entre el cielo y la tierra, pero
quizás otras razones expliquen también por qué son depositados allí. Desde
antiguo creen que pueden llevarse sus posesiones a su otra vida, y de ahí que
se enterraran con algunas de sus pertenencias. Sin embargo, esta costumbre
atrajo a saqueadores por lo que comenzaron a esconder a sus muertos en cuevas y
montañas. Se les conoce como las tumbas colgantes, pero los ataúdes no están
colgados, sino que los difuntos se introducen en nichos excavados en la roca.
Solo las clases más altas descansan en estos nichos.
Entre
los numerosos cortados de piedra que caracterizan la región del norte de
Sulawesi, y que utilizan como lugar de enterramiento, visitamos Lemo. En un
paisaje de arrozales, desde el siglo XVI mantiene la tradición de excavar
tumbas en la roca a modo de cuevas donde sitúan los ataúdes. Las oquedades
presentan pequeños balcones repletos de imágenes talladas en madera de los
difuntos enterrados allí: los tau tau.
Tau significa hombre, y el repetirlo
connota doble intención, como es común en las lenguas polinésicas, por lo que tau tau significa hombre y también
estatua. Una estatua que es la persona, el hombre, a la que representa. Estas
figuras que custodian las tumbas, privilegio de aquellos con un cierto poder
adquisitivo, se visten con la ropa y los detalles de los fallecidos. Al
tallarlas y pintarlas, buscan un parecido, sobre todo en sus expresiones, lo
que les confiere una extraña humanidad. Desde los balcones de madera parecen
observar como pasa la vida. De esta forma, los tau tau intentan dar continuidad entre la vida y la muerte, de una
forma natural.
El
día es agradable, y aprovechando la ausencia de lluvia caminamos un rato por un
pequeño sendero entre arrozales, visitando tiendas de souvenirs y tallistas de
tau tau. El tiempo anima a seguir recorriendo los rituales toraja y así
llegamos a Kambira. Al bajar con
cuidado una pequeña ladera repleta de escalones resbaladizos, en un bosque
repleto de bambúes, vas adivinando la majestuosa silueta de un enorme árbol. A
sus pies, te sorprendes reconociendo grandes cicatrices que desgarran su
tronco, encerrado en un viejo recinto de madera.
Los
Toraja tienen la creencia de devolver a la naturaleza todo lo que de ella
procede, y aquí se ubica una de las necrópolis más conocidas de los Toraja, en
el que las tumbas de los bebés se alojan en los troncos de los árboles de
panapén. Los lugareños creen que hasta que a los niños no les crecen los
dientes de leche son seres sagrados y si fallecen por algún motivo, esta es la
manera de devolverlos al mundo espiritual mientras siguen alimentándose con la
savia del árbol. Ya no es costumbre enterrar a los bebés dentro de un árbol. El
último fue en los años 50 o 60 del siglo XX. Se les introducía en posición
fetal y con una manta, no en ataúdes, sino en una oquedad practicada en el
tronco. El árbol seguía creciendo y cerraba esa oquedad, recubierta por hojas
de palma, “desapareciendo” el bebé en su interior, en dirección a la copa, al
cielo, al paraíso.
Como
leí por algún lado, estos árboles de las almas son un conjuro poético que
planta cara a la muerte para convertirla en nueva vida. A la sombra del árbol
quedamos un rato en silencio. Una triste pero hermosa ceremonia de renacer. Con
el paso de las estaciones, cada vez que en el árbol nazcan sus hojas o crezcan sus
ramas, una parte del niño seguirá vivo, creciendo hacia el cielo. Como el árbol
de los toraya, seguiremos haciendo crecer ese recuerdo en lo más profundo de
nosotros mismos.
Antes
de regresar a Rantepao, alcanzamos Londa,
otra zona de enterramientos. Un pequeño valle, en cuyo centro hay un
arrozal, y al frente una pequeña colina donde se abre un frente rocoso con
cuevas. En su base, un saliente con decenas de ataúdes colgantes, tumbas en
estilo tongkonan, flores secas, calaveras y un gran balcón con tau taus mirando al valle. El paso del
tiempo ha hecho que los ataúdes se hayan podrido y abierto, esparciendo los
huesos por las grietas y el suelo, mezclados con la tierra y con las hojas. Al
alzar los ojos uno no sabe si se encuentra ante un lugar sagrado afectado por
el paso del tiempo y el descuido, o ante una escenografía toscamente construida
para provocar escalofrío y llamar la atención del viajero de turno. Seguramente
sea el resultado de la mezcla de ambas realidades, pero eso no impide sentirte
como un elemento profanador, casi irrespetuoso al fotografiar. En la gruta todo
está oscuro y húmedo, y cuando el haz de luz de nuestra linterna se posa en un
rincón brillan huesos y calaveras, ataúdes en descomposición, antiguas
cerámicas y ruinosas botellas.
Actualmente,
las tumbas Toraja son una mezcla extraña de cristianismo y animismo, de flores
y crucifijos. En su origen se trataba de un animismo politeísta llamado Aluk,
“el camino” o “la ley”. No era un sistema de creencias, sino de mitos,
costumbres y leyes, diferenciando entre la vida y la muerte en sus rituales. La
llegada de los primeros misioneros protestantes en la década de 1920 consiguió
erradicar los ritos centrados en la vida, pero no así los del mundo funerario
que en un sincretismo religioso se adaptó al cristianismo. De este modo, Puya, el mundo de las almas de los
Toraja, se asimila al cielo cristiano. Por esta razón, es frecuente observar en
las tumbas, como en Londa, crucifijos junto a botellas de agua, dinero y comida
para que los espíritus de los muertos se aprovisionasen en su estancia en este
mundo. Creen que los espíritus siguen cerca de la casa y sus tumbas por lo que
es necesario alimentarlos. Sobre piedras o fragmentos de papel inscripciones en
las que se lee Selamat Jalan, buen
viaje. Es un lugar de gran veneración, porque hay una leyenda que cuenta que
los que hay aquí enterrados son descendientes de Tangdilinoq, uno de los jefes
Toraja cuando este pueblo fue obligado a desplazarse hasta las montañas, tras
ser expulsados de la costa.
Limbong.
Pero
el misticismo de los toraja no pude entenderse sin sus paisajes. No hay mejor
forma de conocer un territorio y su paisaje que caminando sobre él. Así que,
mochila en hombro, nos lanzamos a un trekking de dos días por el este de Rantepao,
en el Valle del río Maiting, para perdernos por la magia de sus caminos. Tras
los momentos duros de Papúa, esta ruta es un pequeño regalo, cercano, íntimo. Para
llegar a las aldeas, de preciosa arquitectura toraja, se atraviesan pequeños
senderos que serpentean las terrazas de cultivo donde las mujeres trabajan
sumergidas en el agua, con el sombrero cónico balanceándose sobre la espalda, mientras
la bruma asciende sobre los campos de arroz inundados.
Durante horas
ascendemos y descendemos por pequeños senderos que cruzan un amplio valle
envuelto de picos grises que atraviesan las nubes. Una tierra montañosa, entre
bosques de bambú, bañada por la lluvia e iluminada por el verde, donde la vida
agrícola sigue su ritmo cadencial: campesinos aventando grano, entre plantas de
café y árbol del cacao, extendiendo sobre viejos plásticos o tejidos trozos de
coco al sol, para alimentar cerdos, y búfalos, muchos búfalos, que se
restriegan en el barro para refrescarse o pastan pacíficamente amarrados por el
hocico. Es hermoso jugar a adivinar su silueta entre la bruma, de pie en medio
de los arrozales, dormitando con la cabeza inclinada hacia el barro.
Una tierra
amable y fértil en la que atravesamos minúsculos puentes de bambú que vadean
los pequeños canales de regadío o las fuentes de agua que surgen de las colinas
para saciar el arroz. Desde los caminos en altura es posible distinguir los
poblados Toraja a través de sus característicos tejados de madera curva, como
rojas salpicaduras en un manto de hierba. Es frecuente encontrarse con casas en
obras, en las que siempre reservan un lugar central a un tongkonan. La pena es que la mayoría hoy en día son de uralita,
apenas quedan con la tradicional techumbre de paja o cortezas de madera a modo
de escamas sobre listones de madera y bambú.
Los
ladridos de los perros y la algarabía de los niños anuncian la llegada a
Limbong, donde dormimos en una casa tradicional tongkonan. En el piso de abajo la cocina, la mesa del comedor, y
hasta un baño en la parte trasera con un pilón para la ducha. Arriba los
cuartos para dormir con colchones y nuestros amigos los insectos. En la parte
delantera, un sencillo porche donde bebemos te, cervezas y jugamos a las cartas,
mientras se prepara la comida tradicional, el papiong (carne que se deja macerar entre cañas de bambú, con
verduras y coco).
Nos
despiertan los gallos de la aldea a partir de las 4 de la mañana, acompañados
de una lluvia cálida y persistente que desde medianoche nos ha visitado
resonando en la techumbre de Uralita de la casa toraja. Tras desayunar, y con
la compañía de la lluvia, continuamos el trekking intentando no acabar en el
suelo ante el barro, el agua y las piedras resbaladizas. Como ya va siendo
típico en mí, resbalo y caigo unas cuantas veces, sintiendo la presencia de
nuevos moratones. A pesar de que este recorrido parece ser un imprescindible en
el circuito toraja, apenas divisamos extranjeros (o balanda, holandeses, como los niños suelen gritarnos al vernos
pasar).
Nos
encaminamos hacia un rafting por el cañón del río Ma´ting, disfrutando de la
flora y fauna que jalonan todo el recorrido. Un cañón casi prehistórico,
deslizándonos a través de acantilados escarpados, con paredes de un verde
exuberante y luminoso y cascadas naturales. La poca dificultad del rafting
permite que avistemos murciélagos, mariposas, iguanas y hasta un pequeño dragón
de Komodo. No hay construcciones, no hay nada que recuerde a la civilización.
Solo el sonido del agua, de la fuerza de la corriente y del vuelo de los
pájaros.
Impulsados
por la corriente llegamos a las cercanías de Rantepao, toca lavar ropa,
escribir y preparar la mochila, dejamos tierra Toraja.
Sengkang.
Nos dirigimos
rumbo al sur por otra ruta diferente a la de la ida, en dirección a Sengkang,
entre viviendas construidas sobre palafitos, bananeros y cocoteros. Se trata de
un enclave musulmán, a orillas del lago Tempe, en pleno corazón de la tierra
Bugui. Allí nos esperan pequeñas lanchas para navegar el lago, entre pescadores
que manejan sus livianas barcas como si fueran una prolongación de su propio
cuerpo, aves y palmeras o árboles acuáticos. Sobre él familias en casas
flotantes que se dedican a la pesca, viviendo del agua que les da sustento y
hábitat. Casas sin cimientos que se mueven al ritmo del lago, por lo que las
barcas son las piernas con las que desplazarse de un lugar a otro. Algunas
sobreviven de las propinas de los que les visitan, ofreciéndote plátano frito o
un té. Nómadas por obligación, pues se mueven al compás de la marea o del cauce
del lago y la época de lluvias. Gitanos del mar. Estos palafitos ejercen una atracción
irresistible, un pueblo que no necesita más que el agua para vivir. El regreso
al atardecer, con su juego de luces sobre el agua fresca del lago, fija el
recuerdo de Sengkang de una forma imborrable.
Bira
Se
acerca el final del viaje, y la mejor opción es descansar los últimos días en
el suroeste de la isla, relativamente cerca de Makasssar, en la playa, pantai, de Bira. De nuevo un trayecto
largo, unas ocho horas, hacinados en una pequeña furgoneta que acaba
convirtiéndose en un seminario de viajes, trabajo, familia y educación. Una
forma imprevista de enriquecer el camino y conocernos mejor.
Bira
es un pequeño pueblo turístico y su playa el gran atractivo turístico de la
zona, sobe todo para la población local de Makassar durante los fines de
semana. Presenta las típicas casas de madera de colores, con la entrada por una
pequeña escalera, con diversos tejadillos. Los viajeros extranjeros no suelen
acceder mucho a esta zona, y la mejor prueba es que los que llegamos allí somos
objeto de cientos de fotos, el centro de atención de indonesios y sus móviles,
sin nada mejor que hacer que un selfie
con el extranjero de turno.
Después
de una lucha encarnizada con una araña peluda del tamaño de una pelota de golf,
que había decidido que el mejor lugar en el que fijar su hogar era mi retrete,
logré asentarme en mi habitación y salir a pasear por el pueblo en dirección a
la playa. Un breve paseo por la calle principal, plagada de hoteles locales,
bungalows, restaurantes, puestos de playa, casetas de souvenirs y chiringuitos,
te permite llegar en apenas cinco minutos a la playa. Es imposible perderse
porque el mar está al final de cada callejón. Y es aquí cuando caes rendido de
Bira: una playa de arena fina y agua cálida y cristalina, de un tono que oscila
entre el azul y el verde esmeralda. Solo la marea le pone límite, por lo que
aprovechamos la marea baja para bañarnos y pasear. Hay que andar con cuidado
porque la zona es abundante en rocas y grandes fragmentos de coral que el mar
arrastra hacia la orilla. En el horizonte, salpicando un mar inmenso, se pueden
apreciar varias islas en dirección al archipiélago de Flores. Es la primera vez
que mis pies tocan el Pacífico, el mayor océano de la tierra, y me siento
pequeño, inmensamente pequeño.
El mar. El Océano Pacífico se salía del mapa. No había dónde ponerlo. Era tan grande, desordenado y azul que no cabía en ninguna parte. Por eso lo dejaron frente a mi ventana. Los humanistas se preocuparon de los pequeños Hombres que devoró en sus años. No cuentan ni aquel galeón cargado de cinamomo y pimienta que lo perfumó en el naufragio. No. Ni la embarcación de los descubridores que rodó con sus hambrientos, frágil como una cuna desmantelada en el abismo. No. El hombre en el océano se disuelve como un ramo de sal. Y el agua no lo sabe.
El mar. El Océano Pacífico se salía del mapa. No había dónde ponerlo. Era tan grande, desordenado y azul que no cabía en ninguna parte. Por eso lo dejaron frente a mi ventana. Los humanistas se preocuparon de los pequeños Hombres que devoró en sus años. No cuentan ni aquel galeón cargado de cinamomo y pimienta que lo perfumó en el naufragio. No. Ni la embarcación de los descubridores que rodó con sus hambrientos, frágil como una cuna desmantelada en el abismo. No. El hombre en el océano se disuelve como un ramo de sal. Y el agua no lo sabe.
El
agua no sabe, como en el poema de Neruda, que una parte de mí lo conoce desde
pequeño. Desde que, con la marea baja, llegaba al atardecer en mis lecturas de
piratas y descubrimientos. No sabe que una parte de mi mismo se reencuentra, en
esta playa de Bira, en el agua que se filtra entre mis dedos hasta desaparecer
en la arena, con un viejo amigo. No lo sabe, como yo tampoco puedo saber si las
lágrimas en mis ojos cuando intento conciliar el sueño esta misma noche se debe
a un exceso de spray contra los mosquitos o a la emoción de hacer realidad un
sueño de infancia.
Esa
noche, tras la cena, asistimos a una actuación en un restaurante local. La
brisa nocturna invita a estar en la calle. El cantante Bob empatiza rápidamente
con nosotros, y con su grupo pone cielo a las estrellas de nuestro viaje.
Cantamos y bebemos, con solo una guitarra y un entusiasmo que poco a poco da
paso a una cierta melancolía, esa sensación de fin de viaje que te agarra el
estómago y el alma. El sonido de las olas en la playa a tan sólo unos metros de
distancia nos atrae como un pequeño encantamiento. En un mirador, en silencio,
contemplamos las estrellas en una noche clara. Florián y Pacopé nos enseñan las
constelaciones. En el cielo hay estrellas como ojos, mirándonos. A veces el
silencio parece el diálogo profundo de quienes se comprenden. Y nos dejamos
vencer por el sueño, siguiendo el camino de luz que deja la luna sobre el mar.
Al
margen de moverse entre las islas, Bira es un lugar idóneo para hacer snorkel y
buceo, un paraíso natural y relativamente virgen. Así que a la mañana siguiente
subimos a una pequeña embarcación y nos dirigimos a una isla cercana. El sol
parece desorientado por el rumbo cambiante del barco, y el mar tiene el azul de
las historias de Kipling justo cuando decidimos parar para sumergirnos en el
azul. No hace falta descender mucho bajo el agua para descubrir que existe la
magia, pequeños arrecifes de coral, un tesoro por descubrir. Dondequiera que
dirija la mirada, aguarda una sorpresa: jardines de coral donde parecen danzar
cientos de peces de arrecife de colores inimaginables que no sé identificar,
salvo los famosos peces payaso, nadando entre anémonas, corales y esponjas de
mar. Hay un poco de corriente por lo que tengo que estar atento de no alejarme
demasiado de la barca, pero es imposible no hacerlo. Los lugares donde uno se
encuentra cómodo suelen ser silenciosos y este es uno de ellos. Tan sólo el
aleteo cercano de algún compañero me saca de mi ensimismamiento. Es increíble
encontrarnos con una tortuga y observarla nadar mientras se hace cada vez más
pequeña al alejarse de nosotros. Y sacar la cabeza del agua y descubrir una playa
paradisíaca. No se necesita más, ni rumbo, ni techo, ni puertas ni ventanas.
La
playa forma parte de nuestro destino el día de hoy. Es la isla de Liukang
(Lihukan). Solo posee un pequeño y típico poblado bugui, con pequeñas casas
donde de vez en cuando se alojan viajeros. Allí solo puedes comer pescado que
te cocinan a la brasa, acompañado de cerveza Bin tang de tradición holandesa. Pescado de verdad, del que sabe a
mar y no desperdicia en espinas. Creyéndonos Robinson Crusoe nos lanzamos a explorar
los rincones de la isla, dejando huellas en la blanca arena, recogiendo decenas
de conchas y caracolas y observando pasmados un dragón de komodo. Desde una
hamaca rustica que amenaza con desplomarse ante mi peso, pero que aguanta
dignamente, juego cerrando y abriendo los ojos al vaivén de mi cuerpo ante una
luz que va perdiendo la intensidad del mediodía para acompañar la tarde de
calma. Calma en el mar, calma en el cielo, calma al cruzar los brazos sobre mi
pecho. Quizás estoy en el paraíso, pienso al cerrar los ojos. El rato de
descanso finaliza con las voces de mis compañeros, recogiendo lo poco que
llevamos encima. Es hora de regresar a la costa. Volvemos despacio a Bira,
despidiéndonos de Liukang con esa sensación del que parte sabiendo que no va a
regresar.
De
regalo, en ese tiempo robado al día que aprovecha la marea para ir avanzando, un
maravilloso atardecer que nos sobrecoge. Más allá de las fotos, nuestras
miradas, cruzándose ante un mar de plata que se tiñe de naranja y rojo, parecen
anunciar la despedida. Andando en silencio, mientras el día da paso a la noche
y el mar nos abre su camino en la arena, sonreímos. Pienso que es un digno
final para una aventura que se ha iniciado casi un mes antes, y acariciando con
los dedos la arena de Bira, mirando la silueta de mis compañeros al trasluz de
un sol que se esconde, sonrío. Ellos, al igual que Papúa y Sulawesi, ya forman
parte de ese lugar que habita muy dentro de mí, ese lugar del que saco fuerzas
en los momentos de debilidad, en los desvíos de la vida. Ya forman parte de mí,
para siempre.
Al
partir de la ciudad, a unos pocos kilómetros, encuentras los astilleros de Marumasa
y Tana Beru, pueblos dónde todavía se construyen barcos de forma artesanal. Son
los pinisis, grandes embarcaciones
tradicionales de madera, sin piezas de metal. Allí trabajan los Bugui, mítica
raza comerciante y marinera (antiguos corsarios), conocida por su destreza en
la navegación y la construcción de barcos de madera. Dominaron las aguas del
este de Indonesia durante cientos de años, acechando a los comerciantes holandeses
de la Compañía de las Indias Orientales. Ahora ya no hacen barcos para
transportar especias y maderas nobles, pero el cuidado con el que siguen
desarrollando sus técnicas ancestrales te deja sin respiración. El astillero
que visitamos está en la misma playa, y las herramientas y andamios reposan
directamente en la arena blanca. Fotografiar el barco que está en construcción
es casi fotografiar una huella del pasado que sigue fresca. Muy cerca, un
pescador frente al mar, de espaldas a mí, arregla absorto su red con ágiles
movimientos. La imagen es preciosa y me acerco procurando no hacer algún ruido
que estropee la escena. Tras disparar varias fotos, me sorprendo a mi mismo
contemplando, como el pescador, el mar. Un mar tranquilo, de un azul casi imposible,
en el que imagino navegando el barco de madera que están construyendo los
bugui. Imposible no pensar en Salgari, en Stevenson, …, imposible no ser ese
niño que navegó esta misma mar azul fabricando sueños. Paso a paso, lentamente,
vuelvo a nuestro coche, cerca de la playa, donde esperan mis compañeros. Antes
de salir de la arena, me inclino y cojo un puñado y lo dejo resbalar entre los
dedos, no puedo evitar volverme al mar y pensar que ese niño hoy seria feliz.
Tanto como lo soy yo en ese momento.
MAKASSAR
De
nuevo regresamos a Makassar. No deja de ser una ciudad de paso. Si superas el
rechazo inicial, conserva en sus calles, pese al tráfico y el crecimiento
desordenado de una malentendida modernidad, el aire húmedo del mar al que mira.
Un laberinto de calles en torno a los ejes principales parece encontrar solo
sentido al acercarse al puerto que le ha dado origen. Y caminar un rato al
atardecer por el paseo marítimo, que es lo que hizo la gran parte del grupo, se
convierte en el principal atractivo para conocer la vida de la ciudad. Es la
última noche, y a pesar de que la ciudad es mítica porque en su puerto atracó
varias veces Joseph Conrad, quien describió las goletas javanesas de Madura y
las puntiagudas proas de los pinisi,
prefiero pasar las últimas horas escribiendo y asimilando la partida, el día y
medio de vuelos que me alejarán de esta tierra que durante un mes me ha dado
vida.
Han
pasado meses desde que regresé. Organizar este diario de viaje después de todo
ese tiempo creo que ha sido una respuesta de mi cuerpo a la necesidad de
distanciarme para asimilar todo lo que he visto y vivido. Durante esos días
pude conectar, como cuando era niño, mi vida con mis sueños. Y vivir aventuras
en los confines del mundo para darme cuenta de lo mucho que nos hemos alejado
de la cadencia de la naturaleza. Convivir con los papúes nos permitió aprender
a escuchar y mirar alrededor, a mirar la montaña y el cielo sin tiempo. Todavía
hoy, al coger el bilum (bolso de red
de hilo) o algún recuerdo de Papúa, persiste el olor a humo y acre de las
chozas y su gente. Y, al cerrar los ojos, me transporto a algún lugar de Nueva
Guinea.
Nueva
Guinea siegue siendo una tierra para la aventura y el descubrimiento. Como
siempre lo ha sido. En palabras de Flannery, aunque las culturas de sus
habitantes estén cambiando muy deprisa, aún regala una forma muy diferente de
ver el mundo. Caminar por sus montañas, aún vírgenes de turismo masivo y de
occidentalización, es caminar por una vida desnuda de artificios y complejidades.
Es caminar por una vida que arranca del origen de lo que somos y aún no
abandona su vínculo con aquello de lo que formamos parte, la naturaleza en su
expresión más sagrada y bella, en su realidad más cercana, en la huella de un
pie sobre la tierra húmeda.
Llegará
un tiempo en que apenas recuerde ese tiempo en Papúa y Sulawesi. Quizás, a lo
más que llegaré será a enlazar anécdotas que se modificarán con el paso de los
años, engrandeciendo hechos o añadiendo notas de humor o aventura. Y puede que
solo tenga estas palabras para traerme de nuevo ese tiempo de descubrimiento,
en el que creí ser un viajero, en el que lo fuí. Y aún así, más allá de este
relato, más allá de las imágenes, de las fotografías que guardaré con esmero,
creo que cuando se cruce ante mi Papúa y Sulawesi reconoceré que, durante unas
semanas, hubo un lugar para mí en el mundo. Pero todo es más fácil cuando uno
cae en la cuenta de que hay todo un mundo por delante, por descubrir. Makasi
ÁLVARO
Texto emocionante y fotos espectaculares. Como siempre gracias por llevarnos con tus relatos como compañeros de viaje. Un abrazo Álvaro. Pepe Miguel
ResponderEliminarNo hay relato de viajes tuyo que no me emocione, me haga revivir muchos momentos y no me ponga los pelos de punta. Grande Alvaro!!! Y mil gracias por compartir vivencias tan bonitas.
ResponderEliminarEs como una guía de viaje culta, delicada y extremadamente precisa.
ResponderEliminarLas fotografías que acompañan al relato son espectaculares.
Mi más sincera enhorabuena.
Pd: he de ir!!!!!
Gracias por conpartirlo con tus seguidores.
Compartirlo, perdón. Dedos demasiado gruesos para un Smartphone demasiado pequeño.
ResponderEliminarEn la mirada de otro ser un humano está todo el universo,pero es mucho más espectacular cuando lo experimentas de una manera tan alucinante.Gracias por compartirlo.
ResponderEliminarSilvia
Las mejores descripciones son las que apelan a los sentidos y éstas, entremezcladas con las emociones, se perciben en este relato. La vista de una naturaleza salvaje, imposible de guardar en la cámara: valles, laderas, montañas y hasta un mar con arrecifes de coral. Infinitos colores de colgantes, estatuas, insectos, flores, amaneceres... El olor de la madera quemada, de lo ahumado, de la hierba seca o mojada, del humo del fuego, la canela o el clavo...Sabores como el del té de jengibre, el vino de palma agrio o el vino y jamón de fin de fiesta. Y el tacto. Se palpa la naturaleza; el musgo resbaladizo, el agua del mar o lluvia, el barro, los choques de palmas y los abrazos, el barro, las caricias de la hierba, la humedad, la niebla, el noken de red con fibras de las mujeres de Yogosén, tus pies heridos y cuidadosamente curados o incluso flechazos letales. La descripción de los sentidos terminan de enriquecerla los sonidos: las risas de los niños, los cantos de tus amigos, los de las aves, y los de tantos animales que acompañan la aventura. También imagino el producido por el del jengibre soplado por una anciana.
ResponderEliminarMe complace que compartas esta bella aventura, -peligrosa en ocasiones- pero que mereció la pena vivir y contar. En cierto modo nos transportas hacia esos escenarios. Es un relato vívido, interesante, altamente descriptivo y rebosante de datos interesantes en lo que respecta a las gentes de allí y sus curiosas costumbres. Nunca dejes de escribir esos valiosos diarios de viaje. Lo que no se escribe, puede olvidarse. Lo que plasma la pluma rememora cada momento y estos permanecen para siempre. Un beso.
Álvaro, gracias por hacerme volver a sentir Papua de nuevo. Volver a recordar lugares, momentos y sentimientos. Leerlo ha sido como volver a realizar el viaje, y me gustaría poder compartir otro contigo, y por supuesto con el resto del grupo, ya que eres una gran persona con muchísima sensibilidad y un gran compañero de viaje.
ResponderEliminarLo dicho, gracias de nuevo y sigue así.
PD: Anímate este verano a Madagascar con nosotros.
Álvaro, el mundo a través de tus ojos es mucho mejor y, por lo tanto, no encuentro palabras para definir lo que me haces sentir cuando leo cada uno de los relatos de tus viajes. Gracias
ResponderEliminarOh pagi, oh pagi, pagi …
ResponderEliminarNo sé cómo empezar Álvaro.
Hoy he terminado de leer tu relato. Desde que lo compartiste con nosotros hasta hoy, cada día esperaba con anhelo, la llegada de la noche para retirarme a la cama y poder así rememorar junto a ti, con tus palabras, nuestro increíble viaje a Papúa y Sulawesi, día por día, etapa por etapa, como si fuera nuestro particular libro de viaje.
A lo largo de esta semana me he calzado nuevamente esas botas todavía impregnadas del humo de las fogatas alrededor de las cuales nuestros cocineros, guías y porteadores se sentaban, hablaban, compartían y reían, he escuchado sus cánticos de agradecimiento a la montaña, los propios, he sentido sus sonrisas, sus manos amigas que me sostenían e impedían que me cayera, he agradecido de nuevo sus regalos: flores, collares, pulseras, con tus caídas he revivido las mías y las de otros, he vuelto a cruzar los puentes colgantes con adrenalina en el cuerpo, he revivido la tensión en aquellos caminos junto a los precipicios, aquella maravillosa noche que compartimos con nuestros porteadores en la cabaña, la belleza de los paisajes, los ritos, costumbres de aquellas tribus y pueblos, he reído recordando todas las anécdotas del grupo y mucho más.
Hemos compartido muchos momentos entrañables todos y tú, Álvaro, nos los has traído de vuelta. Muchas gracias amigo.
Ha sido un estupendo viaje de vuelta.
Susana
MAKASI ÁLVARO
El país de lo inesperado..., todo un privilegio de nuevo, conocer un poco más de mundo de tu mano, de tu puño y letra. Leído "a ratitos" en los que me he ido deleitando, me has hecho viajar como otras veces y olvidar por momentos la realidad que me acompañaba. Una gozada, como lo es también poder tenerte ahí, aunque a veces pase tiempo sin vernos. Un abrazo Álvaro. GRACIAS.
ResponderEliminarÁlvaro..., una maravilla poder leerte. Siempre decimos que algún día nos iremos contigo..., pero hace falta tener una madera especial, como la que tú tienes. Gracias por compartir esta maravillosa experiencia con nosotros y por compartir tu don, ese don de trasladar con esa capacidad los lugares visitados, hasta el punto de poder recrear amaneceres, paisajes de ensueño, personajes, vivencias. Te agradeceremos que continúes contándonos tus experiencias por esos lugares tan lejanos. Esperamos verte pronto para que nos desveles tus próximos planes!!!. Un beso Alvaro
ResponderEliminarComo cada año, vuelves a descubrirnos un paraíso que la mayoría de nosotros no tendremos ocasión de ver. Gracias por compartir esas magníficas fotos de gentes, lugares y paisajes lejanos. Espero que sigas abriendo ventanas al pasado de la humanidad para que podamos mirar a través de tus ojos. Enhorabuena por el relato hermano.
ResponderEliminarUn besito
Makasi!!! mi querido Alvaro, makasi por descubrirme la naturaleza salvaje del comienzo de tu viaje, porque aún con el tremendo esfuerzo y cansancio de los primeros días, has descrito de manera sublime, como siempre, cada detalle, cada rincón, haciendo que lo disfrute con todos los sentidos, los sonidos, su música, la comida de Amius e incluso el olor de Papúa. Makasi por hacerme disfrutar del viaje incluso a través de los ojos de aquel pequeño con destino incierto. Te conozco y sé que lo pasaste realmente mal para cruzar aquel puente, pero mereció la pena. Makasi por tus descripciones de las "casas barco", de los rituales funerarios, me ha impactado especialmente el del enterramiento de niños en árboles, realmente mágico. Nunca olvidarás tus viajes y gracias a tus escritos los podrás recordar así como a través de tus compañeros de viaje. Y por último, makasi por tu amistad Alvaro, que como tu bien dices, no conoce de tiempo ni distancias. Ya estoy deseando que me cuentes tu próximo destino y próximo relato. Te quiero amigo.
ResponderEliminarTermino de leer tu relato. Como en la historiografía de los antiguos, haces una mezcla perfecta entre la precisión y la literatura. Esta mezcla me transporta a la emoción y a la experiencia, las que, con tanto talento de alma, transmites. Lo he disfrutado y aún lo disfruto; es un relato con olores y sabores, con silencios sagrados y con músicas que traspasan y empapan igual que la lluvia y el agua del océano majestuoso que se gozan mientras se leen. Gracias, Álvaro.
ResponderEliminarDeliciosamente impresionante Álvaro. He disfrutado muchísimo conociendo de tu mano esta parte del mundo tan lejana y desconocida para mí. Valoro tu valentía y fortaleza, y la forma tan exquisita en que transmites tus vivencias. Emoción y conocimiento se funden en esta maravillosa aventura. Desearte que nos sigas regalando tus experiencias con tanta intensidad. Gracias y enhorabuena. Un privilegio tenerte de compañero.
ResponderEliminarEl alma del ser humano tiene que recuperar la pasión de la aventura. Y la gran aventura es siempre el viaje. En Papua además fue con gente especial.
ResponderEliminarNos vemos en Sócotra la isla de los genios, amigo.
Tras muchos intentos de leer este relato, no por falta de ganas, sino de tiempo y cabezonería porque como siempre, quería leerlo tranquila y de una vez, para disfrutarlo como se merece y me gusta, sin que ninguna de las sensaciones que me produce se escape. Hoy al fin lo he conseguido, con el vello aun de punta y un sinfín de sensaciones por dentro como me suele pasar, por una lectura con la que me vuelven al faltar las palabras y el aliento. Qué puedo decir o destacar, si es que es todo, mi más profunda enhorabuena y admiración por esas descripciones, citas, mitos, poesías,cantos, preciosas vivencias, paisajes, olores, miradas, emociones intensas, imagenes preciosas que describen tanto, historia muy bien contada.. que se yo, si me mantengo sentada porque me cuesta hasta ponerme en pie.
ResponderEliminarSinceramente los nombres de los lugares los mezclo en mi cabeza, sólo recuerdo Bira, quizás por ser de los últimos, o más bien por esa playa y esa luz, que no puedo imaginar como serán en verdad cuando en fotos ya impresionan tanto. Creo que como dices en algún momento, es un viaje de naturaleza y emociones; y a través del tiempo también pienso yo. A lo más profundo del ser humano donde el día a día, no tiene nada que ver con el nuestro. Naturaleza pura, sus cantos de agradecimiento, la profundidad del verde de cada paisaje, el caminar por lo salvaje, los trekking, las caídas que hemos compartido cada uno de los que hemos leído, estoy segura, las danzas de las tribus, la dureza de la situacion del niño enfermo, sobretodo para tu compañera; la dulzura en semblantes duros como el de tu porteador, Derman, creo, los lazos que se crean
cuando uno se comunica principalmente con el corazón y miradas, recuerdos y regalos cargados de valor que no tienen precio,niños riendo y correteando siempre por cualquier lugar aportando lo más bonito e inocente. El reto y superación al cruzar miedos, ese puente, que corriendo he sentido cruzar contigo, tienes que estar muy orgulloso, ya en foto impresiona bastante. Lo escalofriante de los funerales, sus sacrificios y su significado cultural. Destacando lo que hacen con los cuerpos sin vida de los bebés, que a la vez de triste parece mágico. El cielo nocturno y su infinidad de estrellas vigilantes, el mar siempre el mar.
El significado de la vida y la muerte para otras gentes con las que comprartimos mundo y tiempo aunque, de verdad que parezca alucinante. Donde parece que se vive siempre en la misma época, y que se adapta a turistas, porque al fin y al cabo todos somos más iguales de lo que parece.
Sin más agradecerte una vez más, que nos hagas compañeros de viaje desde ese cuaderno que tanto nombras y llevas contigo cada momento, destacando a los de verdad, seguro que ya familia; importantisimo encontrar tan buena gente, acorde a tales experiencias.
De nuevo gracias de corazón por compartir viaje, aventura, sueño del niño que todos vemos en ti, en un relato que no puede ser mejor contado que con cada letra e imagen nos lleva en este caso Papua a lo más profundo nuestro ser. Makasi, una y otra vez, Álvaro. Un abrazo gigante ♡