martes, 29 de mayo de 2018

EL PAÍS DE LO INESPERADO


PAPÚA y SULAWESI. Peregrinación hacia lo salvaje




Dites, quávez-vous vu?
(Cuéntame que has visto)
Gauguin en Tahití, citando a Baudelaire.

Llena tus ojos de todo esto y ponle una fecha!
Suceden muchas cosas que luego parecen no haber ocurrido
si no están unidas a un día, un mes, un año.
A veces, invocamos al Sol y la Luna
contra el paso inquebrantable del tiempo para hacerle dar la vuelta,
con la intención de que regresen a nosotros los recuerdos perdidos…
Pero nada vuelve nunca.
Así pues agótate llorando o ayúdate con una sonrisa
Naguib Mahfuz

A mis compañeros de viaje: Jesús y Ana, Pacopé, Neus y Marc, Sergio, Ani,
Susana, Florián y Marc, es un privilegio compartir mundo con vosotros
Y a Alex, nuestra brújula en tierras salvajes

            Caí, de nuevo. Había perdido ya la cuenta de las caídas. Estaba cansado, dolorido, sucio, mojado. A mi alrededor, tan solo barro, piedras y troncos resbaladizos. Pensé en levantarme, pero desistí. Me dolía la espalda, la funda rígida de la cámara se había deslizado en los breves segundos de la caída hacia esa zona, y lejos de amortiguar el golpe, lo agravó. Y me sentí bloqueado, de nuevo. Alcé los ojos y alli estaba la sonrisa de mis compañeros. Respiré y todo cobró sentido. Sentado sobre el tronco, recuperando el aliento y escuchando a mi corazón palpitando nervioso, sentí por primera vez que estaba en algún lugar del límite del mundo, muy lejos de todo.

PAPÚA
            Hubo un tiempo en que recorrer tierra incógnita era cosa de exploradores o mercenarios. Como bien dice Javier Brandoli, antes, en los rincones oscuros de los mapas, estaba la gloria. Hoy parte de esa emoción viajera aún sigue viva, en las lecturas de libros de viaje, en los sueños de una infancia en que uno se perdía por los tejados, deseando volar hacia los lugares que un dedo inocente marcaba aleatoriamente en el mapa. Y hoy, también, la emoción viajera, como una semilla que ha encontrado una tierra infinita en la que germinar, surge de pronto en cualquier situación: en un artículo del periódico, en una fotografía que llama la atención sobre el papel, en una imagen de la televisión o, muchísimas veces, en una charla entre viajeros. Así, de un viaje suele salir otro. Y este tuvo su origen no solo en ese niño que se resiste a abandonar mi cuerpo y que lleva años recordándome que parte de la vida aún reside en perderme por los tejados, sino en un viaje a Etiopía, donde mi compañero de ruta, Gonzalo Valpuesta (gran viajero sevillano y experto en chistes y medicamentos) me habló sobre su aventura en Papúa, un trekking en el valle del Baliem en la zona Occidental, y Sulawesi, un mundo en el que se convive con la muerte. ¿Cómo resistirse a viajar al lugar más remoto del mundo?
            Durante meses el anhelo de aventura iba creciendo cada vez más. Al recuerdo de las novelas de Verne y Salgari le iba uniendo la Papúa que yo imaginaba, la que había visto representada en documentales y fotos del National Geographic: extensas colinas de chozas y hogueras humeantes, senderos imposibles entre selvas frondosas, flora y aves maravillosas de colores imposibles, un aire a supervivencia, a tierra remota. Observaba los mapas y veía como una realidad surcar el globo hasta alcanzar las antípodas, retrocediendo en el tiempo hasta alcanzar la prehistoria de la humanidad.
            A día de hoy siguen siendo pocos los que se deciden a llegar a Papúa. Es difícil y, a veces y según la zona, peligrosa (malaria, guerra civil contra Indonesia en la parte occidental). No posee impresionantes templos, ni ciudades míticas o ecos históricos. Para Lawrence Osborne y Margaret Mead, Papúa no se parece a ningún otro lugar: es una ventana al pasado de la humanidad, una isla que hasta hace poco se encontraba sellada al mundo o incluso fuera de él. Racionalmente es fácil descartar su peligrosidad, emocionalmente no tanto.
            Nueva Guinea es la segunda isla más grande del mundo, tras Groenlandia, emparentada geológicamente con Australia. Los primeros occidentales en avistarla fueron los portugueses, en los inicios del s. XVI, quienes la denominaron Papua, una palabra malaya en relación con el cabello crespo de sus indígenas. El lema de la Corona Hispana en ese mismo siglo, Plus Ultra (más allá), permitió que pronto llegaran los navegantes castellanos con su búsqueda comercial de definir los vacíos cartográficos: Álvaro de Saavedra, familiar de Cortés, en 1528 tocó la zona septentrional, denominándola Isla del Oro, por haber hallado polvo amarillo en sus aguas. Fue Ortiz de Retes, quien en 1545 la bordeó por el SO hasta el mar de Coral y la denominó Nueva Guinea porque sus habitantes les recordaban a los africanos de Guinea. Una tierra misteriosa que los navegantes españoles de la época denominaban “Isla de las malas gentes”. Hemos de suponer por ese nombre que los primeros contactos en la Terra Australis Incognita no debieron ser muy amistosos.
            Pasada la época de apuntes de bitácora, y enfrentamientos comerciales, hoy en día la isla está dividida artificialmente en dos países. El nombre oficial de la parte oriental es Papúa Nueva Guinea, independiente de Australia desde 1975 (y anglófona por tanto), mientras que la mitad occidental, colonia holandesa desde 1828, ha sido gobernada por Indonesia desde 1969 con el nombre de Irian Jaya, ahora sustituido por Papúa o Papúa Occidental (de lengua bahasa). Esta zona a la que nos dirigíamos, la occidental, es mucho más salvaje, dotada de menos infraestructuras, y donde la presencia extranjera más allá de la capital Jayapura y los enclaves mineros, es testimonial y rara. En verdad, dado su aislamiento, esta breve historia política poco ha afectado a sus habitantes, a pesar de la dura represión cultural indonesia, sobre todo con la población que ha vivido en las montañas del centro de la isla (como el valle de Baliem).
            Es precisamente ese aislamiento el que hace que, a pesar de los avances en los medios de transporte e infraestructuras, llegar a Papúa no sea algo fácil. Sin contar los casi dos días de vuelos, y a parte del calor, la humedad y los mosquitos transmisores de la malaria, nuestro destino, las selvas meridionales, hoy en día sigue siendo uno de los lugares más salvajes de Nueva Guinea, carente de carreteras y poblaciones, con rumores de hipotéticas desapariciones y canibalismo (como la prensa más sensacionalista se encarga de recordar periódicamente). Pero conseguir llegar allí todo lo compensa. Tierra salvaje de bosques y selvas de un verde imposible, montañas con nieves eternas (Puncak Jaya), marismas y caudalosos ríos, rebosa biodiversidad. Sus habitantes hablan más de mil lenguas, una sexta parte de las conocidas, muchas (como su flora y fauna) bastante desconocidas para la etnografía. Los más de dos mil especímenes de orquídeas, o los canguros trepadores, enormes cocodrilos de agua salada, cientos de especies de arañas y las mariposas más grandes del mundo así lo atestiguan. Un mundo remoto por descubrir.



            La llamada del turismo y el dinero fácil ha perturbado lógicamente esta realidad salvaje. Los valles de los ríos Baliem, Yanimura o Sepik, los más accesibles para el viajero que quiera hacer trekking o conocer naturaleza, en ocasiones presentan un rostro prefabricado para satisfacer las demandas occidentales (como las ceremonias de matanza del cerdo que celebran los dani). Aún así, pronto descubres que es un auténtico paraíso natural, y que el componente aventurero sigue presente, ya que apenas existe infraestructura turística y muy pocos medios de transporte. Dentro de mí late desde el primer momento la sensación de que me dirijo a una región del mundo casi fuera del mapa.
            Es verdad que en esencia, Papúa parece no haber querido formar parte del mundo. Irian Jaya, la Papúa Occidental a la que me dirigía, ha sido una de las últimas zonas en ser colonizada. Lawrence Osborne, en su libro El turista desnudo, recuerda que el primer extranjero que llegó a Wamena en 1938, el aviador estadounidense Richard Archbold, cuando vio desde el aire las montañas centrales de Irian Jaya (valle del Baliem) las describió como un Shangri-La, un paraíso perdido, escondido. Escribió que los bancales de los dani, de diez mil años de antigüedad, “recordaban a los países agrícolas de Europa central” pero, una vez en tierra, los pobladores resultaban mucho más irreales para los visitantes que empezaban a llegar. Desnudos salvo la calabaza hueca que les cubría el pene y la grasa de cerdo que embadurnaba su cuerpo, se adornaban con colmillos de jabalí y conchas de cauri. Con la colonización de África, la europeización de Polinesia y un Amazonas hablando portugués y español, Papúa era (y en cierto modo, lo sigue siendo) el último Mundo Perdido.

            Mi bai throwim way leg nau (“estoy empezando mi viaje ya”). En el libro de Tim Flannery A pie por Nueva Guinea e Irian Jaya, descubro que en pidgin, la lengua franca de Nueva Guinea, lanzando-camino-pierna significa ir de viaje, describiendo la acción de estirar la pierna para dar el primer paso de lo que puede ser una larga marcha. Y vaya si estiro la pierna para ese primer paso, volar hacia las antípodas. Tras tres vuelos en que recorremos casi medio mundo (Europa, Asia y Oceanía) alcanzamos Jayapura, la capital de Papúa Occidental, en la costa norte de la isla y cerca de la frontera con Nueva Guinea. Sentani es su pequeño aeropuerto, a modo de pedanía acariciada por los verdes y abruptos montes Cíclopes. Un viejo avión abandonado en una pista lateral anuncia un pobre entramado desconcertante de palmeras, pequeñas colinas y olor a mar. Las fotos y cristaleras de la terminal permiten intuir una isla en si misma, por sus minaretes, fuera de lugar con la realidad salvaje de Papúa. Cuando uno inicia un viaje, las esperas en los aeropuertos son una buena oportunidad para empezar a conocer, si coincides en los trayectos, a la gente que puede formar parte de tu grupo de expedición. Ya en Madrid partimos varios y, tras la primera escala, el grupo se completó: Pacopé, Florián, Jesús y Ana, Sergio, Marc, Susana, Ani, Neus y Marc, y Alex, nuestro guía. Así que compartimos ideas, sueños, viajes, lugares comunes. Nos ayuda a conocernos y empezar a crear lazos que con el paso de los días se van fortaleciendo. Ignoro, en ese momento, que tengo ante mí a personas que se van a convertir no sólo en compañeros de viaje, sino en un ángel de la guarda y grandes amigos.



     





    La mayoría de los viajeros en la terminal están por motivos de trabajo. Entre ellos, parecemos un pequeño grupo aislado, como perdido, con cierto miedo a separarse. En la espera hacemos piña porque aún nos queda un último vuelo, a Wamena, al norte de la isla. Un pequeño avión nos debe trasladar allí, ya que no existe ninguna carretera que conecte el valle de Baliem con la capital. La mañana amanece nublada, amanerando lluvia, y mentiría si no dijera que embarco con algo de miedo, culpa de las decenas de noticias sobre accidentes aéreos que habían pasado por mis manos cuando buscaba información sobre Papúa. No es de extrañar cuando descubres las condiciones de las pequeñas pistas de aterrizaje, en zonas remotas, de difícil acceso, entre montañas y selvas. Así que volamos inquietos mientras observamos Papúa envuelta en nubes. Nubes que nunca nos abandonan y que a veces nos sobresaltan cuando descubren cimas a las que las alas del avión casi acarician. Altas montañas que se elevan del mar, y, entre la bruma, unos bosques salvajes, atemporales, de un verde intenso que descienden hacia ríos con meandros color chocolate. Es difícil imaginar que allí habita el hombre, por muy primitivo que sea.
            La cordillera se extiende bajo nosotros, mientras el avión planea desde lo alto de cumbres de más de 4500 metros, perpetuamente cubiertas de nieve, hasta el pie del valle. Es imposible despegar la cara de la pequeña ventanilla. Durante el descenso a Wamena, el avión se desliza entre picos, una tierra montañosa húmeda salpicada de pequeñas aldeas tradicionales rodeadas de huertos. Una selva que se extiende hasta donde abarcan tus ojos. La mayor selva primigenia del mundo después del Amazonas.
            Wamena es la capital de las tierras altas, la frontera de la colonización indonesia en las montañas de los danis y los yalis. La Papúa indonesia es un territorio vacío en los mapas pero lleno de una escarpada orografía, valles perdidos, inmensas selvas y comunidades aisladas al contacto occidental. Al descender por la escalerilla, estremecido por el aire frío, te sientes algo extraño. La minúscula terminal que hace de aeropuerto, más bien aeródromo, también parece fuera de lugar. Hasta los indígenas dani que encuentras en las cercanías de la terminal parecen artificiales, de mirada perdida, como sacados de alguna aldea para hacer de figurantes en el recibimiento de los viajeros. Cuesta imaginar en ellos a los guerreros y cazadores de cabeza que hace tan solo cincuenta años habitaban libremente esta tierra. Pero la occidentalización gana cada día más terreno.



            ¿Qué decir de Wamena?. Es el principal asentamiento de las tierras altas de Papúa y el valle de Baliem. Prácticamente aislada salvo por su minúsculo aeropuerto, ha sabido conservar por esa razón su carácter melanesio por encima del colonialismo holandés y de la influencia indonesia. A pesar de que la mayor parte viste con ropas occidentales y javanesas no es extraño cruzarse, como nos ocurrió en el aeropuerto, con danis con su indumentaria tradicional, en busca de cigarros o fotografías remuneradas. Pero eso en cuanto a sus habitantes, apenas unos diez mil, porque la ciudad en sí misma, bastante descuidada y sucia, no tiene mucha personalidad. Por su juventud, no más de 40 años, responde al patrón de emplazamiento funcional que crece desordenadamente a partir de una cuadricula. Calles anchas de aceras altas, separadas por caminos de tierra o asfalto, con casas de colores pastel y pequeños edificios de tejado de uralita, entre los que destaca la mezquita principal instalada por las autoridades indonesias. Esa mezcla de mundo islámico y tradiciones papúes es su principal atractivo, sobre todo gracias a los rostros con los que te cruzas al pasear. El avance de la modernidad con la persistencia de la tradición, dos realidades unidas en el polvo de unas calles de tierra que son la puerta a los territorios salvajes de los Dani y Yali, el valle de Baliem.
            El valle se abrió al mundo en 1938, gracias al vuelo de reconocimiento científico del aviador estadounidense Richard Archbold. Él lo describió, desde el aire, como un Shangri-La, un paraíso perdido, escondido entre montañas de 1700 metros de altitud. Otras expediciones posteriores recorrieron parte de sus 80 kilómetros de longitud, descubriendo decenas de tribus viviendo en plena Edad de Piedra, complejas sociedades agrícolas y cazadoras, muchas enfrentadas entre sí que practicaban el canibalismo. Los últimos cincuenta años seguramente han cambiado esa realidad, pero ¿hasta qué punto? Pronto lo descubriría.
            Nuestro enlace en Wamena es una especie de terrateniente local, Amos, y su mano derecha, Kipenus. Ellos se han encargado previamente de toda la gestión de rutas y abastecimiento, así como de gestionar los permisos necesarios (el Surat Jalan, tuvimos que entregar una fotocopia del pasaporte para ello, de este modo, en caso de conflicto o problemas tienen localizados a los viajeros que están haciendo ruta). Contratar un guía local es vital, no solo por la dificultad orográfica de la zona, sino porque apenas hay mapas, los caminos no están señalizados y fuera de Wamena nadie habla inglés.
            Ambos, Kipenus y Amos, bajos y regordetes pero de complexión fuerte, son el producto del desarrollo local papú, conscientes de las ventajas de la llegada del turismo. Su expresión es todo sonrisa, y no hay problema para ellos. Amos ha transformado su casa en un hotel, y me da la impresión de que Sergio (mi compañero de habitación) y yo vamos a dormir en su propia habitación. Una ducha reparadora y tomar conciencia de que estoy en el extremo del mundo me permite tomar con humor que la mascota del lugar sea una rata o que la presencia de mosquitos despierte nuestra paranoia con la malaria. A pesar de que es una enfermedad endémica en toda Papúa, la altitud del valle nos protege, pero es todo un esfuerzo convencerse de ello cuando tus compañeros empiezan a medicarse delante de ti mientras oyes el zumbido de un mosquito a tu alrededor.
            Por la tarde es necesaria una excursión al mercado local. Las mujeres papúes acuden a diario desde los poblados cercanos a una encrucijada de manzanas del centro de la ciudad para vender sus productos (frutas, fresas, jengibre, tabaco, pescados variados, boniatos, plátanos, verduras, carne de cerdo hervida). Entre sus sonrisas, conversaciones y el humo del tabaco, aprovechamos para hacernos con las últimas cosas necesarias para el trekking (una mochila para Pacopé, chubasquero para Susana, gorra para Jesús). De regreso, Kipenus me invita a plátano frito bajo nuestra primera lluvia.


        

     En un viaje siempre hay que aprovechar las oportunidades, cosas que uno no espera hacer pero que el azar o el destino ponen en tu camino. En el avión de Jakarta a Jayapura, conocimos a una simpática holandesa que llevaba años viajando a Papúa para asistir al Festival de Wamena, una especie de concentración de las tribus de las zonas centrales de la isla. Nos recomienda fervientemente asistir y, aunque eso implica retrasar medio día nuestra expedición al valle, ni lo dudamos. Así que a primera hora de la mañana, con todo preparado para enlazar con nuestra ruta, nos dirigimos hacia Wosilimo para disfrutar durante unas horas del Lembah Baliem Festival. Dance and War.
            Tribus de diferentes zonas montañosas de la isla acuden a este punto al sur del Valle para convivir durante unos días y dar muestras de sus rasgos culturales. Hay representaciones de Dani, Yali, Lani, Kimaal, Yali upla, Komoro, Ekari, Amung-Me, Asmat, Java… Es Kipenus, nuestro guía papú, quien me ayuda a identificar cada tribu y escribe su nombre en mi diario. La parte principal es una lucha tribal simulada en la que los miembros de cada una de las tribus lucen sus atuendos típicos y representan antiguos rituales y batallas tribales. Es fácil distinguir las poblaciones papúes, de rostros más oscuros y cuerpos más pequeños pero fuertes y fibrados, de los indonesios, de clara raíz asiática. Pintados de arcilla, cada uno exhibe con orgullo sus calabacines fálicos (koteka en indonesio, horim en dani), tiras de caña en la cintura, tocados de plumas en la cabeza, tabiques nasales perforados por colmillos de cerdo o las aletas de las narices agujereadas para insertar todo tipo de adornos de hueso, espinas de sagú, plumas de casuario o vegetales. Con esos adornos, más que intimidar parecen competir con el ave del Paraíso. Las diferencias en los tocados de plumas indican la etapa de iniciación a la que ha llegado el hombre, mientras que las mujeres apenas se cubren con faldas de hierba o de sagú (yokal) y redes tejidas de fibras de la selva, teñidas de colores sacados de la tierra: rojo, negro y marrón. La koteca que cubre el pene a los hombres, da igual su edad, les sirve de protección contra la entrada de espíritus malignos, y su tamaño y forma ayuda a diferenciar unas tribus de otras. La gran mayoría mastican betel, una mezcla de una especie de nuez y hojas estimulantes parecidas al tabaco, que al masticarse de forma continua producen un color rojizo que tiñe sus dientes y labios El momento álgido del festival es un extraño baile de carácter guerrero, en el que con los pies quietos hacen girar las rodillas hacia dentro y hacia fuera, con inclinaciones rítmicas de hombros y caderas, provocando al enemigo y celebrando la superioridad de la fuerza. Arcos, flechas, lanzas, en sus danzas la guerra, la muerte y el cortejo están presentes. Al bailar se olvidan de su condición de campesinos y se vuelven guerreros. Se han entregado al orgullo de ser Yali, Dani o Lani.







            Para un antropólogo asistir a un espectáculo así (y acompañarlo de un recorrido por las colinas y escondidos valles del altiplano de la isla) deber ser lo más cercano al paraíso, información viva sobre nuestro pasado. Cada detalle, cada adorno o movimiento, parece ser importante para reivindicar su cultura, sus orígenes, su forma de entender el mundo. Cada tribu crea una coreografía, y representa historias diferentes sobre qué son y sobre dónde proceden. Aunque hasta hace unas décadas estaban ocultos al mundo los tiempos han cambiado, y ellos son conscientes, necesitan reafirmarse ante un mundo que puede acabar por difuminar todo aquello que los hace diferentes, únicos.





            Ya teníamos noticias que en los alrededores de Wamena no es difícil encontrar espectáculos de papúes que representan escenas de guerra y ceremonias rituales para el turista. Gracias a ello sobreviven algunos pueblos a los que la migración indonesia ha dificultado enormemente su supervivencia. El Festival nos brinda un adelanto, que no siento como un espectáculo para el viajero, sino como una afirmación de su cultura. Es inevitable imaginar que el trekking que nos aguarda nos va a dar la oportunidad de cruzarnos con papúes que viven acorde a sus ancestrales costumbres de una forma mucho más natural que la artificiosidad de un festival. .

RUTA
Kurima
            Nunca es tan hermoso el sol como el día en que uno se pone en camino, como decía Jean Giono. Al trasladarnos hacia el punto de partida de nuestra ruta, el pueblo de Kurima, uno siente como si cruzara una frontera invisible. Poco a poco vas dejando atrás el asfalto, el bullicio, los desagües malolientes, el polvo y los vehículos a motor para introducirte en el mundo sin tiempo de una naturaleza que, a cada árbol y hoja, va tornándose más virgen, más salvaje, más real. El trayecto no es fácil, hay que cruzar un tramo bastante accidentado por morrenas y saltos de tierra provocados por las frecuentes lluvias y los desbordamientos del Kali Yetni (río Yetni). .
            Ante nosotros se abre el Baliem, un valle que hasta hace setenta años había permanecido oculto al mundo. Al empezar a caminar tomo conciencia de que había recorrido medio planeta para llegar allí, pero que el viaje que ahora materializaba en estos primeros pasos sobre una tierra húmeda también es un viaje al otro lado de la historia, un viaje a un mundo que no comparte el mismo tiempo que yo. Y, al cerrar los ojos, se suceden palabras, imágenes e historias que hablan de un mundo primitivo, de canibalismo, de salvajes enfrentamientos tribales, de serpientes, arañas y pájaros del paraíso,… Pero, al abrirlos de nuevo, las instrucciones de Alex, el paso decidido de los guías, las risas de mis compañeros, me hacen dibujar una sonrisa, reírme yo también pero de mí mismo, y acelerar el paso. Hay un mundo nuevo que descubrir y no quiero perderme nada.


            El valle está delimitado por grandes montañas por el que discurre el caudaloso río Baliem. Todo el paisaje está salpicado por sus afluentes, crecidos por las frecuentes lluvias, y la única forma de cruzarlos son los puentes colgantes. Por esa razón, una vez entregado el permiso de viaje en un control policial, empezamos cruzando un sólido puente de madera y tensores de cuerda metálica sobre el Kali Mugi (río Mugi), que atraviesa el Baliem occidental y da acceso a un precioso sendero rodeado de huertos dani tradicionales. Iniciamos la ruta, y eso significa que andaremos por caminos centenarios que constituyen el único modo de contacto e intercambio de estas poblaciones durante generaciones. No puedes dejar de pensar las conchas, plumas de ave del paraíso, nuez moscada o clavo que pasaron por estas piedras y huellas. Vamos sin mapa, ni gps, ni nada que nos dirija salvo la orientación de nuestro guía. Empieza la aventura, aprieto mi diario en el bolsillo y camino.


            Rápidamente, tras un breve ascenso dejando atrás el río, llegamos a Seima, un poblado Dani rodeado de cercas de piedra y madera a mitad de una ladera. Como ocurrirá en cada poblado, nos reciben miradas amables y curiosas. Con el paso de los años, la llegada de un occidental es menos rara pero aún así llama la atención, y como mínimo sirve para romper la cotidianeidad. Aprovechamos para comer (una sopa de verduras y pasta que va a ser uno de nuestros platos estrellas durante la ruta) y aprender a contar con un grupo de niños que acuden enseguida a vernos (satu-dua-tiga-empat-lima, uno-dos-tres-cuatro-cinco). Allí Alex ya nos hace ver que la única forma de desplazarse es andar, y que la mayoría de ellos no han ido nunca a Wamena, ni saben su edad ni han tomado medicamentos en su vida.
            Un pequeño trekking tras comer nos sirve para ir preparando nuestras piernas al terreno. El camino poco a poco se hace complicado, tanto por el barro, con resbalones continuos, como por las fuertes pendientes cuesta arriba. El escenario para nuestro entrenamiento son sus zonas de cultivo, aterrazadas y atravesadas continuamente por niños, mujeres y ancianos, con sus sacos o bolsas de hilo de colores (noken), que tejen ellos mismos con filamentos de corteza de árbol, cogidos de la cabeza las mujeres o al hombro los hombres, portando hierbas, madera, alguna verdura, y todos pidiendo algo que fumar mediante signos. El poblado está cruzado por un riachuelo, que en un ligero meandro presenta una pequeña cascada, afluente del Kali Mugi, que nos sirve de baño para refrescarnos con agua fría y limpiar un poco el barro y la tierra de nuestra piel.
            El murmullo y la media sonrisa te reciben en cualquier rincón, en los grupos sentados en el suelo, en rostros esquivos en las puertas de las chozas o en los continuos trayectos de mujeres laboriosas por los senderos del poblado. Solo las risas curiosas y juegos de grupos de niños escapan de ese escenario. Como lo hacen las conversaciones que surgen entre ellos y algunos de los papúes de nuestro grupo. Nos acompañan porteadores locales, muchos de la etnia Yali y Dani, que, a parte de hacer de interpretes, ayudan a llevar parte del equipaje, la comida (poco puedes encontrar en el interior del valle que no sea pequeños plátanos o boniatos) y el material para cocinar. Pronto descubres que sin ellos ya no es que el viaje sería inabarcable sino que perdería una de sus razones de ser: el conocimiento del pueblo papú.



            Dormimos allí. Es el primer contacto continuo con las tribus Dani. Unos Dani occidentalizados en su vestimenta (ropa barata y vieja de importación asiática) y actitud (tabaco, revistas, algún que otro móvil pese a la falta de cobertura). Poco que recuerde a la imagen que uno tiene del salvaje desnudo del National Geographic. Con los días aprenderemos que conforme avancemos en la ruta y en altura las tribus son más auténticas, pero es obvio que ya no viven en la Edad de Piedra, aunque su subsistencia si es básica. Viven de la misma agricultura centenaria que les aporta la batata y plátanos, los pilares de su dieta. Apenas usan la luz (salvo por antiguos generadores en las chozas principales) y el agua la obtienen de ríos cercanos. En Seima, la cercanía con Kurima se nota y por ello, a parte de las chozas tradicionales, también tienen casas de madera de una sola planta y varias habitaciones, con tarima de madera en el suelo y ventanas de cristal. Por deferencia, siempre y cuando es posible a lo largo de la ruta, nos ceden una casa así para que durmamos. Normalmente es de la persona dirigente de la aldea, o del pastor protestante, que son los únicos que pueden permitirse estas construcciones. En mi diario tengo escrita la palabra con que definen el lugar mis compañeros de esterilla Pacopé y Florián: ¡¡inmundo!!. El humo que se filtra tras las tablas de madera que separan nuestro habitáculo del lugar de cocina, las decenas de cucarachas (alguna de las cuales deciden adoptar el neceser de Pacopé como hogar y forma de conocer mundo) y el hecho de ser la primera noche en ruta, contribuyen en buena medida a ese calificativo. Su recuerdo va a ser motivo de más de una risa a lo largo de la ruta.
           
Hitugi
            Madrugamos para dirigirnos a Hitugi. Hay que aprovechar las horas de luz y la ausencia de lluvia, que suele hacer acto de presencia a partir de medio día. Antes de partir es preciso crear un vínculo con nuestro grupo de porteadores. Nos asignan uno por persona, Derman para mí, Miles con Jesús, Pipir con Susana, Pacopé y Sem, Dange y Marc, Pinius y Ana, Kue y Sergio… Un baile de nombres que es preciso apuntar en el diario. Mientras se suceden lo apretones de manos, y tras contemplar atónito como Derman carga no solo con parte de mi petate sino con los bultos correspondientes de utensilios de cocina, hecho un vistazo al grupo. La mayoría de ellos se visten con camisetas, pantalones y chanclas que provienen de las misiones o de los regalos de viajeros previos. Algunos llevan un viejo móvil de segunda mano que no parece funcionar, quizás como elemento de modernidad conseguido en Wamena. Han tenido que dejar sus poblados para buscar un futuro que vaya más allá de las labores agrícolas, y el contacto con la ciudad los ha traído hasta este trabajo. La dureza de sus rasgos, la fortaleza de sus cuerpos, con unos brazos y piernas hechos a la montaña, contrasta enormemente con la seriedad o timidez a la hora de dirigirse a nosotros. Mis compañeros y yo tomamos como primer objetivo intentar romper ese obstáculo, reforzado por el idioma, y entre sonrisas y la atención mutua poco a poco lograríamos el acercamiento.

            Iniciamos la marcha. El tiempo del reloj empieza a dejar de importar (de hecho me lo guardo en la mochila). Es la luz, las nubes, la posibilidad de lluvia, lo que marca los tiempos del trekking. El camino, fresco aún por la escarcha de la mañana, es un leve transitar de pies desnudos, y cuando levanto la mirada me saludan tímidamente diciendo pagi (saludo matinal) dando la mano. Tengo fresca la lectura de Matthiessen (Al pie de la Montaña), y muchas ganas de preguntar, así que aprovecho que comienzo la ruta junto a nuestro cocinero Amius, que parece conocer muy bien el valle y sus habitantes, para conversar. Me llama la atención la forma en que diferencian la mañana de las primeras horas de sol, y mi interlocutor me confirma las palabras de Matthiessen: al período del amanecer y de la primera luz del día se le llama “la mañana de las voces de los pájaros”, diferente a la mañana ordinaria que llega después. La mañana de las voces de pájaros, qué hermosa manera de iniciar un camino y, mientras lo apunto en mi diario, empiezo a asociar los sonidos y las palabras con el paisaje que transitan mis pies.


            En el valle la lengua predominante, con variantes tribales, es el dani, pero es solo una de las decenas de lenguas de las tierras altas. Como nos cuenta Matthiessen, lo más probable es que los montañeses papúes salieran de Asia hacia aquí mucho antes que los polinesios, aunque después de los aborígenes australianos, y que se vieran empujados hacia las montañas por pueblos que llegaron después. Y en las montañas permanecieron hasta que, al inicio de la década de 1960, una expedición holandesa y norteamericana se adentró en el valle con el objeto de estudiar su cultura. Su población, distribuida en varios clanes, no había tenido contacto con la civilización, viviendo en un estado similar a la Edad de Piedra, donde la agricultura y la guerra continuaban siendo los pilares del desarrollo vital. La selva y la montaña, la muralla de nubes, los siglos, la protegieron de los navegantes y los exploradores que tocaron las costas y se fueron de nuevo. Un desarrollo que, desgraciadamente, las misiones religiosas y los ejércitos indonesio y australiano, se han encargado en pocas décadas de fagocitar y transformar, arrebatándoles poco a poco la belleza de su identidad. De ahí la importancia del Festival de Wamena. Trazos de una cultura que, con cada lectura, cada palabra o fotografía que pasa por mis ojos, más quiero conocer.
            Fluye la luz matinal entre palabras que aprendo (siam, saludo a mediodía; sore, buenas tardes) y el wa wa wa, una cantinela que la gente mayor pronuncia para expresar respeto o agradecimiento si nuestros pasos se cruzan. Y en esta mañana de trekking y aprendizaje vivo por primera vez la experiencia del canto a la montaña. Los porteadores poseen un ritual en su deambular por el valle, cuando se acercan a una pequeña cima, al poco de iniciar el camino: se detienen y juntos le cantan a la naturaleza, a las colinas, al valle, para agradecerles la vida que les ofrece y el buen viaje. Arraigado en el corazón de su cultura está la creencia en los espíritus de la naturaleza. Canciones que provienen de los orígenes del mundo, transmitidas de padres a hijos. Verlos cantar, con la mirada encendida y la voz alegre, comunicarse con las montañas que los rodean, me emociona y no puedo evitar pensar cómo, de donde venimos, hemos dejado de escuchar lo que nos dice la naturaleza, hemos dejado de comunicarnos con ella. Los papúes no solo la respetan sino que creen que están unidos a ella y, por ello, es necesario que hablen con ella, que le canten. Como para mi es necesario escucharles.
            En un texto de Carlos Muñoz, a raíz del libro de Chatwin Los trazos de la canción, leí que las culturas aborígenes cartografían el territorio y representan sus paisajes mediante canciones, aunando el tiempo mítico del origen con el mapa de su tierra. Canciones que perduran desde tiempos legendarios y que cualquiera, aunque hable otra lengua, aunque viva a cientos de kilómetros, puede entender y visualizar, ya que la música es un banco de memoria para encontrar el propio camino por el mundo.
            Sentado en una piedra, escuchando emocionado, escribo en mi diario que el recuerdo del paisaje de Papúa, de este trekking, no va a ser mudo, ni un mapa o fotografía, sino un recuerdo sonoro: el canto de mis amigos papúes a la montaña, a la naturaleza de la que provienen, voces que marcan el camino mientras su eco se pierde por el valle. Cada tierra tiene su canto, y este es el de Papúa.
            Con tantas emociones y frecuentes paradas el trayecto resulta accesible, unos diez kilómetros y 500 metros de desnivel (de 1570 a 2000mts de altitud). Solo la presencia de algunas cuestas y el persistente calor y humedad nos provoca algo de cansancio. Así que, casi sin darnos cuenta, llegamos a Hitugui, un pueblecito de montaña, en una explanada al borde de una especie de barranco rodeado de colinas y niebla, donde cerramos la etapa ante la irrupción de una fuerte lluvia.
            Sentados bajo un alero de madera para protegernos del aguacero, Neus, sin pretenderlo, se convierte en protagonista. Ser médico, vocacional, en un entorno así hace que no puedas descansar un segundo si te centras en atender las heridas en los pies de nuestros porteadores. Durante los días siguientes Neus será el ángel de la guarda del Valle, incluso para mí mismo. Verla limpiar las heridas, diligente, concentrada y con una sonrisa permanente en su rostro es uno de los mejores recuerdos que me llevo del viaje.
            Al salir el sol aprovechamos para recorrer los alrededores, entre el barro y el equilibrio, asistiendo fascinados a la habilidad, casi insultante, de los niños para andar y correr descalzos ante caminos imposibles. Mojados y sucios nos preparamos para el aseo, bajando hacia un afluente que estaba a la altura del camino. Una parte considerable del poblado, principalmente mujeres y niños, se sientan en un pequeño mirador de piedra, junto a una alberca, para observarnos. Está claro que somos la atracción del día, su divertimento, lo que rompe la rutina. Mientras regresa la lluvia, sus risas ante nuestras caídas en el barro o las pintas que llevamos para el baño (en ropa interior o bañador), rompen la tranquilidad del atardecer.
            Por la altura, la niebla, la humedad y el frío se acercan con rapidez conforme desaparece el sol. Con un té en la mano, nos abrigamos y asistimos de nuevo al hipnótico canto de los porteadores al compás de las gotas de lluvia. El tabaco, los juegos de cartas y las canciones son su descanso y alegría ante una vida, la del porteador, que, en ocasiones, carece de todo. Nos dicen que es una canción de amor tradicional de los valles meridionales de Irian Jaya, que sus voces relatan el regreso del camino y la búsqueda del amor entre las mujeres del pueblo: volvemos del trekking y necesitamos cariño escribo en mi cuaderno. Apunto que al regresar debo buscarla. Un mes después, en una lectura sobre poesía oral de Papua, el azar coloca ante mis ojos un pequeño canto de amor del Valle de Baliem. Me gusta pensar que sus voces, aquella tarde húmeda y tranquila, entonaban algo similar:
            Anhelo verte, mi corazón duele
            Estoy yendo hacia vos, pero las nubes te esconden.
            Estoy chocando, estrellándome en la tormenta, como un gato ciego.
            Estoy viniendo, pero no llegaré pronto.
            Espera pacientemente, espera pacientemente en tu casa
            que será nuestra casa algún día.

            Este es el encanto de Baliem, y lo que hace único este lugar. Y con ese pensamiento, arrullado con sus voces, me abandono al sueño.

Yogosem
            Al partir al día siguiente, abandonamos el pueblo cerca de la escuela, que debe agrupar a la mayoría de los niños de la zona. Hitugui es de los poblados más grandes de la zona. Conforme te adentras en el valle, los poblados son más pequeños y salvo alguna pequeña iglesia aislada, la fisonomía de los asentamientos es la propia de los dani y Yali, los kampungs, un conjunto de chozas con huertos y bancales formando aldeas.


            Las chozas, como cabañas cónicas, reciben el nombre de ebeais o honais. Son construcciones circulares con paredes de madera y techo de paja o palma seca. Una técnica ancestral que permite la impermeabilización ante las frecuentes lluvias tropicales. Suelen presentar dos alturas, aunque desde fuera, la cubierta de paja y palma lo disimule. Se entra por una pequeña apertura que da acceso a la planta baja, un piso ligeramente sobreelevado por encima de la tierra que tiene un altillo donde se duerme a metro y medio aproximadamente del piso inferior y por el que se accede a través de una apertura cuadrada con una escalera de bambú. Los dos pisos tienen un lecho de hierba seca a modo de alfombra y en el más bajo un hogar central de pavimento duro, delimitado por soportes verticales de madera. El humo del fuego solo puede salir libremente por la puerta, por lo que el interior suele estar ahumado y oscuro. Para ellos no es molesto, espanta los mosquitos, decora las paredes de negro, y al filtrarse por la hierba del techado (ya que no tiene otra salida más que la puerta) ahuyenta los insectos que se comen la techumbre. Una arquitectura que no ha cambiado en miles de años.


            El día parece sonreírnos y marchamos tranquilos con un marcado descenso hasta el precioso pueblo de Yalimo, donde los honais empiezan a ganar protagonismo. Debemos hacernos a un lado por la llegada de una comitiva de danis para la ofrenda de un cerdo. Poco después, el río Mugi nos obliga a utilizar un puente colgante que atravesamos de uno en uno dejando unos metros de distancia para no desestabilizarlo. Mientras vamos ganando altura alcanzamos la aldea de Yuarima, donde hacemos una parada para comer. Rápidamente un hombre de la aldea localizó a nuestro guía Kipenus. Alguien le ha dicho que en nuestro grupo viaja un médico y pide que revisen a su hijo enfermo. Desde hace dos semanas apenas puede abrir los ojos, plagados de costras y pus. El hospital más cercano está en Wamena, a varios días andando. Neus no vacila en atenderlo pero el miedo y el dolor hacen gritar y llorar desesperadamente al pequeño. Con delicadeza le limpia los ojos y le ofrece medicamentos (antibióticos y calmantes) al padre explicando cómo y cuándo tomarlos. Hay un riesgo grande de que pierda la vista o que la infección se extienda. A pesar de las instrucciones, el gesto del padre es despreocupado. Alex nos comenta, abatido, que nada más irnos se repartirían seguramente los antibióticos y analgésicos entre los adultos, haciendo caso omiso a las recomendaciones de Neus. No compartimos su realidad, por lo que a veces nos cuesta mucho comprender su forma de actuar y de enfrentarse a los problemas. Pero eso no impide que nos marchemos del pueblo con tristeza y una cierta desazón. 
            Nos espera un largo y duro trayecto hasta Yogosem, el final de la etapa. Conforme el valle se cierra hay que desviarse por las laderas, progresando en altura a través de diferentes collados de gran desnivel o por el cauce de aguas de altura. Casi tres horas de continuo ascenso y una constante humedad. Mientras sufro ascendiendo la pendiente, mi forma de comunicarme con mis compañeros y los porteadores son las medias sonrisas. Tengo la sensación de que no dejan huellas mis pies. Las piernas poco a poco dejan de responderme y creo que estoy al límite de mis fuerzas. El bochorno intenso apenas me deja respirar, y me frustra llegar cada tramo a lo que creo es el final de la pendiente para encontrarme con otra pendiente superior. Empiezo a obsesionarme con que no voy a poder, con que voy a descolgarme, si no lo hecho ya, del grupo. Te sientes perdido en un mundo en que ya nadie se pierde. En esos momentos, por duro que sea, solo piensas en seguir, si es que piensas en algo. Continuar y avanzar, porque no hay otra alternativa. Y si hay vacilación, solo necesito parar, dedicar un tiempo a respirar, profundamente, descansar en una piedra, tomar alguna fotografía, y, si se puede, escribir algo, ya sea en el diario o mentalmente, en la cabeza, para plasmarlo sobre el papel esa noche. Agradezco la compañía de Alex, Susana, Pacopé, Marc, Neus, Ana y Jesús, que disminuyen su marcha para no dejarme solo. El cansancio no me arrastra del todo gracias a esas paradas, no solo para recuperar el aliento cuando el desnivel ascendiendo es grande, sino porque me permite observar con tranquilidad el paisaje. Contornos de montañas sobre otras montañas. Helechos, rododendros, palmeras, mariposas, orquídeas, pequeñas flores de colores imposibles, marsupiales como un pequeño quol, …Rincones de una belleza tan extraordinaria que hasta me impide fotografiarla. Y no por la humedad, el cansancio, o la pereza. No. Una naturaleza tan salvaje, acercándose al cielo y a las nubes con tanta delicadeza, fusionando el verde, el blanco, el gris, en colores que escapan a mi imaginación; es imposible de atrapar a través del objetivo. Tampoco hace falta, solo es necesario parar, dedicar un tiempo a respirar. Cuando mis dedos húmedos renuncian a seguir con la cámara, tomo conciencia. Esta visión está aquí para que la respire, para darme energía. Una naturaleza de miles de años que me regala segundos de vida. No necesito fotografiarla, basta con vivirla.


            Llegar arriba significa una pequeña victoria. Apenas puedo hablar, no tanto del cansancio, que también, sino por esa sensación extraña mezcla de alegría por lograr un objetivo e incredulidad por conseguirlo. Algunos compañeros me miran entre incrédulos y comprensivos, para alguno de ellos tampoco ha sido tanto esfuerzo. Y me doy cuenta de que debí prepararme mejor para esta ruta, de que es necesario administrar fuerzas y utilizar la cabeza en el ritmo y los pasos, de que el tiempo pasa y ya no soy ese chico de veintitantos al que no le asustaba un desnivel o una larga caminata. Pero sentirme débil también me ayuda a enfrentarme al viaje, a Papúa, de otra forma, desde la desorientación, desde la confianza en cualquiera que puede ayudarte a cada paso, y eso, empiezo a tomar consciencia , me regala una fortaleza, sino física si emocional, que pocas veces había sentido en un viaje.



            Allí estamos, aún con las piernas cargadas del ascenso, en Yogosem. La vista es espectacular, un pequeño asentamiento a la sombra de escarpadas paredes, decenas de chozas sobre un pequeño prado al abrigo de montes circundantes. Un intenso color verde envuelve todo, destacando una cascada al fondo de la aldea, cayendo libre entre tanta vegetación. Y la gente, gente que sonríe fácilmente, pese a miradas de cautela, de interés o incluso desconfianza, nada que ver con la antigua fama de caníbales de parte de esta región. El poblado transmite más bien todo lo contrario, una calma de pueblos que han olvidado tiempos de guerra. La vida parece algo sencillo, y seguramente lo sea. Y a uno no le queda otra cosa más que verlo y compartirlo.
            Un afluente cercano, seguramente vinculado a la cercana cascada, y canalizado a través de una pequeña tubería en uno de los laterales de la aldea, nos sirve de rápido baño ante las risas de los más jóvenes. Solo queda esperar la noche y el descanso con la cena, té y charlas sobre viajes y fotografía.

Kiroma
            Madrugamos, como ya es y será costumbre, para aprovechar horas de luz y la ausencia de lluvia, y nos encaminamos hacia Kiroma. Se encuentra al fondo del valle, tras un vaivén de descensos y ascensos, y es uno de los tramos más bonitos del trekking. Un lienzo de selva sin fin. Caminar ahora es adentrarse en bosques densos y húmedos, repletos de mantos de musgo. Bosques primarios alfombrados de helechos, begonias y orquídeas, repletos de toda clase de árboles tropicales. Pero la belleza no hace fácil el camino, en las zonas de umbría la humedad y el barro son permanentes. Entre plantas aéreas y bajo una tenue llovizna, surgen a cada tramo sobre un suelo de turba inesperados arroyos que fluyen desde lo más profundo del valle, y que podemos salvar gracias a troncos de árboles caídos cubiertos de capas de musgo y a la ayuda de nuestros porteadores. Una naturaleza primigenia que entra en armonía con el sonido de nuestro caminar y el canto apagado de los hombres que nos guían.
            El camino no les es extraño, por eso aprovechan las paradas y los tiempos muertos para cortar pequeñas flores con las que fabrican pulseras y adornos que se colocan en el pelo o la barba, en brazaletes para los hombros o en nuestras mochilas. En estos momentos no parecen ser porteadores, casi se mimetizan con el entorno, el valle les hace volver a sus orígenes. En algún sitio leí que a algunas tribus los llaman por ello los Hombres Flor. Como llevan haciendo desde el primer día, hacen un alto en las cimas y cantan una polifonía adornada de miles de años de bosque. Parecen pequeñas canciones sin letra, de respeto y amor hacia las montañas. Apunto en mi diario un canto que comparten los Huli y los Mekeo:
            Hoy está seco, mañana nublado. Ayer una tomenta: todos vienen y van. Tapura (el nombre de la primavera) es eterna.
            La fruta madura y se pudre, la caña de azúcar florece y se seca, el hombre llega hoy y se ha ido mañana: Tapura es eterna.
            El sol y la tierra conferencian, el día y la noche conferencian, el sol apura el día, el día apura la noche, Tapura es eterna.
            El sol, la tierra, el día, la noche, Todos tuercen el brazo del hombre, todos lo apuran. El hombre llega hoy, se ha ido mañana: Tapura es eterna.


            Si su mirada se cruza con la nuestra, sonríen con dientes que van del blanco al rojo de masticar betel, murmurando wa wa wa. Les encanta fumar, por lo que un gran regalo es el tabaco, pero ante la ausencia de éste en ruta, se arreglan con hojas frescas. Jesús y Susana me señalan a Derman, mi porteador, entre la maleza. Parece que la naturaleza forma parte de él, lo mismo que él es parte de la naturaleza, de sus valles, montañas, la bravura del río, el verdor del musgo y los helechos arborícolas. No sé si él se adorna con las flores y helechos o si la naturaleza se engalana con él.




            Con ese pensamiento alegre continúo la marcha. De vez en cuando, dirijo mi atención a Alex. Por momentos, se confunde con un porteador, camina con destreza entre los senderos húmedos, y si cae, seguramente es porque va pensando o vigilando a alguno de nosotros. No me extraña que hace años no dudara en abandonar la vida de ciudad para viajar y conocer territorios como Papúa. Siguiendo sus pasos observo la forma en que se dirige a los aldeanos, cómo bromea con los porteadores, la expresión de sus ojos al llegar a una cima, pequeñas cosas que me hacen difícil dibujarle en una ciudad. Aquí mucha gente suele conocerle, resultado de años de ejercer de intermediario entre los guías locales y los viajeros. Conversar con él respecto a viajes, política (o la ausencia de ella), y la importancia de vivir al día y aprovechar cada momento, es otro de los regalos del viaje.

            El bochorno nos va deshidratando, y el agua se convierte a cada paso en un bien preciado. No es tanto la falta de ella, aunque en algunos tramos esto también es importante, sino que la que encontramos, ya sea en afluentes o riachuelos, no es apta para nuestro consumo. Es algo que ya sabíamos desde antes de partir, por lo que en mi mochila llevo pastillas potabilizadoras. Salvo por la necesidad de esperar unos 45 minutos para que la pastilla haga su efecto, uno pronto se acostumbra. Otras veces aprovechamos el agua hervida que sobra en la preparación de las comidas y el té.
            Entre consecutivas bajadas y subidas, y repletos de barro, llegamos a Kiroma. La comida ayuda a restablecernos, pero es pronto, la tarde larga y la perspectiva de un baño en el río Mugi estimulante. Así que, pese a la amenaza de lluvia que esconde un cielo encapotado, nos dirigimos un grupo liderados por Alex pendiente abajo. Son un par de kilómetros y la lluvia pronto hace acto de presencia. Desde aquí todo es más complicado, los montes se estrechan en profundos barrancos y caminar se convierte en algo técnico y difícil en ocasiones. El terreno suele tener pendiente, tanto en ascenso como en descenso, y bastante resbaladizo por la lluvia y el barro. Caes al suelo, una vez y otra, y otra, y otra…

            Sintiéndome el tío más torpe del mundo, y cuando estaba esperando la siguiente caída, aparece el río, bravo, caudaloso y crecido tras tantos días de aguacero. En pocos minutos, aprovechando un descanso de la lluvia y procurando dejar la ropa protegida de la humedad, varios del grupo nos sumergimos en las marrones aguas del Mugi. Debemos limitarnos a una zona recorrida por rocas, la corriente avanza con fuerza y nos arrastra, salir del parapeto rocoso es arriesgarse a no volver. Gritamos como niños, nos salpicamos agua los unos a los otros y andamos como borrachos para evitar resbalarnos y acabar río abajo. Poco importa el frío, la lluvia que ha vuelto a arreciar o la caminata de vuelta que nos espera. La sensación es la de sentirse libre, una felicidad plena, aunque los ojos de nuestro sequito local transmitan una risa velada por lo que tiene de ridículo nuestra actitud infantil.

Yogosem
            Me despierto temprano y salgo en la mañana de las voces de los pájaros. El aire fresco de las montañas trae consigo agua así que recogemos rápido y nos encaminamos, por una ruta diferente, de regreso a Yogosem. Un grupo de niños nos acompaña gran parte del trayecto, ayudándonos en el duro ascenso, mostrando sus habilidades ya no solo para ascender sino para disparar con su tirachinas o incluso con arco y flechas. Es común verlos en cada aldea, casi siempre en pequeños grupos, a decenas. Fuera de los horarios de las escuelas, y ante la ausencia de éstas en algunas aldeas, es hermoso verlos correr, saltar o detenerse bruscamente para mirarte con seriedad si algo en ti les llama la atención. Vuelan libres, o al menos así me parece verlos.


            Una pequeña cima a tres mil metros permite descansar y jugar con el arco de uno de los niños. Desde Alex a los porteadores, todos quieren utilizarlo. Son los niños que nos acompañan los que nos dan una lección de su manejo. Forma parte de su forma de ser. Su ayuda es vital para alguno de nosotros en los pasos difíciles, sobre todo mientras cruzamos el bosque por estrechos senderos que apenas se distinguen, pequeños pasos bajo árboles inmensos más grandes que el cielo en densos pantanos de sagú, entre troncos caídos llenos de musgo, muy resbaladizos, y una pendiente que queda escondida entre ramas y helechos. Empapados en una mezcla tóxica de sudor, repelente de insectos y barro negro, avanzamos por encima de los troncos como funámbulos sin pértiga, con miedo a las sanguijuelas e insectos. Para variar, los troncos se tambalean y me precipito en el lodo del pantano, con media pierna en el barro. Cuando consigo erguirme, para darme ánimos, creo sinceramente que soy el primero que está abriendo esta senda.



            Los primeros días de ruta el entusiasmo y la ilusión son evidentes. Crees que en cada ascensión, o al salir de un follaje frondoso, vas a encontrar a un guerrero con su koteka, arco y flechas; que en cualquier risco montañoso te sorprenderá un hombre adornado con plumas y tatuajes en el cuerpo, o que cruzarás una aldea con mujeres de pechos desnudos que te sonreirán tímidamente mientras de forma apresurada se esconden en sus honai. Poco a poco tomas conciencia de que no va a ser así, y eso crea en muchos una ligera decepción. ¿Dónde están esas legendarias tribus de la isla Perdida? ¿Dónde ese miedo irracional a lo salvaje? Deseos que nos han llevado hasta aquí con la idea preconcebida de una Papúa aún sin descubrir por el occidental. Afortunadamente, esa decepción va desapareciendo, diluyéndose con cada gota de sudor que cae por tu frente, en el esfuerzo de pequeñas y grandes ascensiones, en contemplar, sentir y vivir un paisaje que protegido por las montañas y las nubes aún mantiene en su frondosidad, en su barro, en su flora, la ausencia del ser humano moderno. Pararse a descansar en una elevación, en unas vistas que te dejan sin aliento, mientras oyes cantar a los porteadores se convierte, apenas sin darte cuenta, en la verdadera Papúa, en la Papúa que había imaginado, la que te pone al límite, te hace sentir y emociona.

            Lo auténtico también reside en los poblados al amanecer o al atardecer, dentro de los honais, en la vida diaria de los papúes, en la compañía de los niños. A lo largo de nuestro camino es común encontrarte con personas cultivando la tierra. Los bancales en terraza te dejan sin aliento, porque se construyen en la ladera de montañas con un gran desnivel. La mayoría son plantaciones de ubi (batata dulce), cañas dulces, verduras, hortalizas. Prácticamente acaban de salir del Neolitico y descubrimos que fue en los años sesenta del siglo pasado cuando adoptaron el uso del hierro. Las tierras suelen ser de la comunidad, aunque cada familia trabaja su propia huerta, a la que intentan sacar la máxima rentabilidad en abruptos aterrazamientos. Normalmente son las mujeres quienes las trabajan, desde el amanecer y antes de que el sol llegue a su cénit, utilizando un pequeño palo excavador llamado koa. Siguiendo una primitiva organización del trabajo, los hombres se suelen dedicar a la caza con arco, principalmente de aves, aunque la escasez de ellas (como el Pájaro del Paraíso, de un plumaje bellísimo) ha provocado que se centren más en la protección de sus aldeas.
            A lo largo de la mañana y al atardecer, se ve regresar a las mujeres a sus chozas tras cultivar la tierra. Las mujeres, a parte de trabajar la tierra, caminan grandes distancias descalzas portando todo tipo de cosas. Es normal cruzarse con ellas llevando un bilim o noken cargado colgado de la frente. Son bolsas de red tejidas con fibras de colores llamativos que obtienen de la corteza de un árbol llamado kabi. Muy duraderas y flexibles, incluso hasta algo suaves al tacto, se usan para transportar desde taro, boniatos, leña, cerdos o los hijos. Más de una vez me acerco a curiosear y rozar con mis dedos la textura de esas bolsas, y me sorprendo sintiendo sus propios dedos tocando mi chaleco o la bolsa fotográfica. Nos devolvemos miradas de asombro entre risas. Algunas de ellas llevan la cara embadurnada de barro amarillento en señal de luto.
            Y es en estos cruces de sendero, donde brillan los deshechos plásticos cuando sale el sol, cuando nos sorprenden los primeros dani con koteka. La distancia respecto a Wamena, y la altura, va haciendo más común encontrarse con dani que viven de la forma tradicional. Sus ojos no denotan sorpresa, si acaso cierta curiosidad. Piden tabaco y rozan sus manos con las tuyas. El dulce olor a hierba mojada y las nubes enmarcando el valle me hacen pensar que de verdad es otro tiempo.


            En este momento de la ruta las piernas, endurecidas con cada caída, estén cubiertas de cortes y arañazos, una uña a punto de caerse y moratones en los lugares más insospechados. El sendero asciende cimas, baja desfiladeros, cruza pantanos y helechos con la misma antigüedad que la tierra. Parece que fuera de Papúa no hay nada, todo es este sendero, el camino, las montañas. Uno cree que esta tierra lleva tiempo esperándote para que hagas sendero al pisar, donde solo ha habido piedra y hojas caídas de una naturaleza salvaje.
            Y claro, tanta emoción pasa factura. Al llegar a Yogosem, Neus, con la ayuda de Pacopé, pacientemente me cura los dedos de los pies, eliminando una ampolla e intentado salvar una uña. Observo a Neus mientras trabaja. En la delicadeza con que venda mis dedos, la sonrisa cuando me pregunta si me duele, la atención que le presta a los porteadores cuando le piden ayuda, puedo apreciar una vocación hacia su profesión sin límites, pero también, y sobre todo, una bondad innata, que en este mundo tan primigenio encuentra su lugar sin fisuras.


            Estamos en torno a 2000 metros de altitud por lo que, en cuanto el sol se pone, la temperatura desciende rápidamente, y hay que abrigarse y refugiarse en los honai o alojamientos. Cada tarde, al llegar al lugar donde pernoctamos, Amius, el cocinero, y sus ayudantes se sitúan en la zona que van a destinar a cocina, la mayoría de ocasiones un pequeño habitáculo de madera o una choza. Alrededor de un fuego central, pasan las horas preparando la cena, hirviendo agua para té, riendo y charlando mientras se dan masajes para desentumecer los músculos tras el trekking. Se ofrecen para secar nuestras botas del agua y el barro, o incluso para hacernos un sitio y compartir sonrisas y conversación. Marc, que desde Tortosa se lanza acompañado de Neus a conocer mundo, es de esa raza de viajeros que necesita sentir el viaje compartiendo la vida cotidiana de los habitantes de la tierra que pisa. Tras varios días de ruta, poco a poco se ha ido creando un cierto compañerismo entre los integrantes de la expedición y nosotros, así que Marc no duda en acercarse al fuego y convertirse en cocinero a través de su plato estrella: la tortilla de patatas. Mientras cocina me acerco curioso, diario en mano. Me atrae el calor, y las risas. Sentado grabo la escena en mi mente: la felicidad de Marc, las risas de los ayudantes, casi escondidos en la penumbra, el desparpajo de Amius aprendiendo la receta de la tortilla y contando historias, y la mirada cómplice de Susana desde la pequeña puerta. Momentos así dan sentido a un viaje. En la cena creo que tengo ante mi la mejor tortilla de patatas del mundo.



Saikama
            La bruma matinal, suspendida alrededor del valle, es nuestra fiel compañera cada mañana. Hay una expresión indonesia para caminar sin una finalidad, sin un propósito claro, Makan angin (“comiendo viento”). Y sí, parece que nos lanzamos hambrientos a devorar el viento con cada paso entre la hierba escarchada con plata, con el entusiasmo de unos niños a los que se les promete ver el mar por primera vez.


            En un recorrido circular regresamos a Yuarima pero en dirección Saikama. Un fuerte descenso que complica los pasos ante un suelo húmedo repleto de barro y piedras resbaladizas. A pesar de que somos un grupo numeroso, nos vamos desperdigando a lo largo de kilómetros, y sólo nos reunimos para hacer descansos puntuales y comer. Helechos arbóreos y laderas cubiertas de musgo, que ocultan orquídeas camufladas en el verde, dificultan identificar aves. Seguramente la caza indiscriminada, ya sea por la alimentación o por fabricar los adornos y tocados que suelen llevar en sus ceremonias o vender en los mercados locales, tenga algo que ver.
            Kipenus, nuestro guía principal, me deja preguntarle a través de un inglés macarrónico (el suyo y el mío) sobre las poblaciones del valle. A veces dudo de que sepa de lo que me habla, o de que me haya entendido, o yo a él, pero logró apuntar en mi diario que hay decenas de tribus en este valle y que su forma de vida, conforme te adentras es más primitiva, con herramientas de piedra para las labores agrícolas (como el kapak hacha de piedra que alguno de mis compañeros compró de recuerdo). Es cierto que la religión a través de las misiones ha llegado a sus poblados, al igual que la autoridad indonesia, como indica la ropa occidental de segunda mano, revistas y posters y algún aparato moderno, pero también lo es que siguen viviendo básicamente de la agricultura, de la batata o patata dulce, como hace cientos de años. La carne, como comprobamos en nuestra dieta, es también escasa conforme profundizas en el valle, ya que solo en ocasiones señaladas (festividades o ceremonias) comen cerdo, que se convierte por ello en un animal de una importancia casi ritual, muchas veces utilizado como medio de cambio y estatus social.
            Durante la conversación le observo, estamos en un tiempo de descanso. A su lado reposa Amius, nuestro cocinero. Apenas miden metro y medio. Visten pantalones cortos vaqueros, de deporte, deshechos occidentales enviados a alguna misión holandesa de la zona. En sus pies, y en la de nuestro sequito, chancletas de goma, botas de agua, pies desnudos. Collares de colmillo de perro, y una bolsa de fibra, noken o bilum, les cuelga del cuelo y hombro. No suelen ir más allá del padre de sus padres. No creo que sepan cuántos años tienen. Tampoco les importa más allá de adecuar su edad a sus necesidades: son jóvenes cuando hay coquetería por en medio, más mayores cuando lo que hay que recalcar es la experiencia. Me fascina leer en sus arrugas tanta experiencia de vida.



            Al llegar a Yuarima preguntamos por el niño que atendió días atrás Neus. Desconcertados comprobamos que sigue igual, apenas le han dado la medicación. El semblante de Neus se entristece, es difícil luchar contra la realidad del entorno. Aunque les da nuevas indicaciones, cuando partimos hacia Saikama todos podemos imaginar qué ocurrirá. Con impotencia descubrimos la cara menos amable del valle.
            A pesar de que es la estación seca, casi todos los días llueve. Al parecer la diferencia entre la estación húmeda y la seca es únicamente el número de horas que llueve al cabo del día. El tiempo nos trata bien, y el sol protagoniza gran parte de las mañanas. Sin embargo, a partir del medio día la lluvia suele hacer acto de presencia para desatarse, generosa, durante la noche. Y hay tardes, como ésta, en la que la lluvia es continua. Apenas se distingue nada, salvo el barro y mis botas, y ni siquiera el chubasquero tiene gran utilidad. El sendero se complica, con piedras y barro resbaladizo, y el caminar se convierte en algo muy técnico, sobre todo cuando andas por una senda estrecha y lo único que tienes a tu derecha es una ladera de fuerte pendiente sin ningún tipo de agarre. Lleno de barro y agua, tras varias caídas, llega un momento en que la lluvia deja de importarte. Forma parte sin más de un camino que la humedad en mis gafas y ojos casi me impiden ver. Y aunque alce la vista, la niebla tiñe de gris el aire. La naturaleza cuando no se ve se escucha y es entonces cuando te sobrecoge más.
            Llegar a Saikama significa bañarse en un caño, un té reconstituyente y que Alex regatee en mi nombre por un bilum, bolso artesanal, que un anciano nos ofrece. El olor ahumado, de tierra mojada y hojas verdes, tabaco natural y batata, que desprende el bolso acompañará a mi petate, donde lo guardo con cariño, durante semanas. Y aún hoy, el olor a Papúa, persiste en él.

Userem (Wuserem).
            Muchos de los pueblos que viven río arriba en la costa septentrional de Irian Jaya se encuentran fuera del mapa etnográfico. Cada día conocemos pueblos cuyo nombre y lengua soy incapaz de asimilar. Gracias a que esta noche hemos dormido en las habitaciones del kantor (oficina administrativa del gobierno local), sobre unas alfombras de rafia en el suelo y junto a arañas juguetonas que se han convertido en la delicia de Sergio, han caído en nuestras manos sellos administrativos de la zona: Saikama, Yogosem, Yokosimo, Kiroma, …, dejan de ser nombres impronunciables y me permiten cartografiar mi diario a primera hora de la mañana, mientras sacudo mis botas para evitar sorpresas indeseables.
            Para abandonar el poblado, superamos varias barreras de piedra y madera. Son comunes encontrarlas en el camino, no significan el fin del sendero pues tan solo sirven para impedir que los cerdos se escapen de sus propietarios. Lo normal es saltarlas y continuar. Hoy nuestra dirección es Wuserem (Userem).
            En el valle es una señal de respeto saludar y dar la mano cuando te encuentras con una persona. El contacto con el mundo exterior para estas poblaciones viene únicamente de los caminos y senderos. Rozan sus palmas con las nuestras y articulan “wa wa wa” (bienvenidos, hola, cómo estáis). Sonrisas y estrechar manos. Es un ritual que alegra el camino, sobre todo cuando vas cansado, y te ayuda a conocer mejor a los papúes. Así puedo comprobar en algunas mujeres mayores algo que había leído en mi preparación del viaje: que les faltaban algunas falanges en los dedos. Esta costumbre forma parte de una tradición del pasado, de antes de la llegada de los misioneros en la década de los 60, pero que en las zonas más aisladas se ha seguido manteniendo hasta hace muy poco: cuando fallecía un familiar muy cercano, para demostrar su dolor y como medio de respeto al difunto, las niñas se cortaban falanges de las manos. Su amplia sonrisa al saludar borra mi sorpresa inicial pero nunca dejo de pensar durante el recorrido cómo el dolor ante la pérdida necesita dejar esas huellas en pequeñas niñas. La complejidad de los rituales de estas culturas contrasta con la sencillez de su vida diaria. Quizás es lo único que les pertenece junto a una tierra que poco a poco escapa de sus manos. No me extraña que muchos luchen por no perder su identidad ante el nuevo colonialismo indonesio o del cristianismo protestante.


            El hijo de Amius y uno de los guías me enseñan el saludo tradicional, un apretón de manos con un chasquido que se consigue colocando el nudillo del dedo índice entre dos nudillos de los dedos de la otra persona, que ha de retirar la mano rápidamente produciendo un sonido fuerte. Así que, entre risas, chasquidos y humedad, vamos subiendo y bajando colinas y entrando en una pequeña selva tropical, con una alfombra de musgo. Poco a poco el camino se complica, el barro lo ocupa todo y vuelven las caídas. A veces creo adivinar en la media sonrisa de nuestros guías su percepción sobre mi torpeza, la idea de que de dónde venimos nosotros no saben caminar sobre unos simples troncos resbaladizos. Atentos, te ayudan en los tramos difíciles. Seguro que más de uno cree que parte de la culpa será de mis zapatos, sobre todo teniendo en cuenta que ellos suelen ir descalzos o con unas simples chanclas. Siglos de instinto en los pies, les permiten correr sobre los troncos resbaladizos sin perder el equilibrio o disminuir el paso, como si crearan con cada paso un mapa para orientarnos.




            Un poco más adelante, otro dani parece custodiar un puente de lianas entrecruzadas y madera, al pie de una pequeña cascada, hermoso en su fragilidad. Aunque encontramos otra forma más segura de salvar el afluente del Mugi, dedicamos unos minutos a contemplar la escena, a comprarle botellas de calabaza y sentir que de verdad estamos en otro tiempo, en otro lugar. Y con ese pensamiento alcanzamos Yokosimo, una pequeña aldea a la vega del río (Lubuka o Kah Walley, el río del valle) donde no dudamos en bañarnos y refrescarnos. Transcurre algo bravo, y la arcilla de estos días le da un tono oscuro, achocolatado, así que con más cuidado que el de los niños del poblado, que se lanzan y dejan llevar por la corriente sin miedo, tan solo agarrados de viejos bidones, nos sumergimos en un pequeño recodo. Geles, champús, pasan de mano en mano, mientras intentamos no perder el equilibrio agarrándonos entre nosotros y las piedras.
            Tras la comida, continuamos subiendo y bordeando colinas, a través de estrechos y embarrados senderos no aptos para el vértigo. A un lado, una fuerte pendiente a modo de precipicio repleta de una frondosa vegetación; al otro la ladera abrupta con ramas caídas que parecen invitarte a que las agarras pensando que resistirán hasta que caes y descubres que no es una buena idea. Un marcado descenso nos conduce a Wuserem, localizado en una escarpada ladera con hermosas vistas hacia el valle del río y los cultivos aterrazados en la ladera de enfrente.


            Cada pueblo que conocemos es singular. Por mucho que se parezca, siempre hay algo (disposición, distribución, o algo que no es físico, sino social) que lo hace diferente. Como leí en un artículo, en Papúa un pueblo o una aldea es algo más que una concentración de viviendas. Representa tanto un territorio como un lenguaje, es una tribu, clan, que habla el mismo lenguaje, los que comparten el misma habla. Algo que es vital para un territorio donde hay más de ochocientas lenguas diferentes. Y la pertenencia a ese pueblo les lleva a ayudarse y protegerse más allá de donde se encuentren. Lo que siempre es común es la amabilidad y curiosidad con la que nos reciben, quizás porque poco a poco van acostumbrándose a la llegada de grupos de locos extranjeros que dan una nota de singularidad al transcurrir de los días. Y en eso, Wuserem no se diferencia.


            Tras el aseo, en ese tiempo regalado para el descanso antes de la cena, sentado en un lateral del alojamiento, mirando hacia el valle, aprovecho para escribir y repasar las fotografías del día. Un padre joven y su hijo se acercan curiosos, les enseño e intento que se familiaricen con la cámara, dejándosela usar. Tras marcharse continuo con la escritura y es cuando varios porteadores se sientan a mi lado, sonriendo ante la rapidez de mi escritura. Conforme más escribo su sonrisa es más amplia. Me dedico unos minutos a terminar unos párrafos porque no quiero perder el hilo del relato, pero pronto desisto ante las carcajadas amplias de mi grupo. Yo mismo acabo sonriendo. Les acerco mi cuaderno de viaje para que escriban algo. Al principio les da vergüenza y simplemente niegan con la mano, pero cuando escribo mi nombre y con gestos les pido hagan lo mismo, poco a poco se aventuran. Y, con más interés que eficacia, entre risas y monosílabos, logramos mantener una conversación sobre por qué escribo.


            La neblina avanza lenta pero sin pausa. Se extiende suavemente como quien extiende con delicadeza una sábana limpia sobre su lecho. Casi sin darte cuenta todo desaparece a unos metros de ti, solo intuyes pequeñas sombras y el crepitar de algún fuego cercano. La temperatura baja y el forro polar ya no es suficiente. Tras cenar, las risas en el interior del alojamiento invitan a entrar y descansar el cuerpo, así que ideamos juegos como el veo veo para atraer la invitación del sueño. Pero los cánticos y el inconfundible olor a humo atraen nuestra atención a la choza que queda más cerca de nuestro alojamiento. Alex y los dos Marc ya están de avanzadilla y nos llaman para que acudamos. Para entrar por la estrecha puerta casi hay que hacer contorsionismo. El interior del honai es oscuro, y el humo acumulado por el fuego y el tabaco crea una nueva neblina que al principio me irrita los ojos. Cuando logro acomodarme, sentado en la hierba seca que hace de lecho, mis ojos van acostumbrándose y voy perfilando las caras y gestos del grupo. El cruce de miradas denota el orgullo de sus costumbres ancestrales, pese a su ropa moderna, deshecho de mercados de segunda mano o misiones. Sentado sobre un tapiz de hierba seca, imbuido de los cantos, el tabaco y la euforia del grupo, supe ver en la fuerza de sus ojos que, pese haber cruzado medio mundo para llegar allí, pese a todo el conocimiento acumulado tras años de estudio, lecturas y viajes, nosotros, los extranjeros, los que no necesitábamos nombre, no éramos más que unos niños perdidos en un mundo de mayores. Supe ver en la fuerza de sus ojos, que ahí, en esa choza, en ese momento de comunión de cantos y risas, en el que no había ninguna barrera de comunicación, nos aceptaban, nos hacían partícipes de su mundo, de su vida. Y quise ver en los regalos que nos dieron algo más que el agradecimiento por contratarles. Porque en el juego de cánticos y bailes depositan en nuestros cuellos y brazos presentes, muchas veces arrancados de su propio cuerpo. El collar de conchas que pone sobre mi cuello Derman va a ser el recordatorio de que me aceptan en su mundo, un mundo en el que la naturaleza y las emociones aún siguen siendo una guía de vida. Es la Papúa que he imaginado, la que todos hemos imaginado siempre.
            Dos culturas alrededor de un fuego. Dos mundos opuestos tratando de entenderse, de adaptarse el uno al otro. O, sencillamente, un grupo de amigos compartiendo una cena. Acaricio toda la noche el collar ceñido en mi cuello. Las conchas llevan siglos subiendo de la costa por las desconocidas y difíciles rutas comerciales de la montaña, la moneda del valle. Su valor es grande porque la mayoría no conoce el mar. Y al deslizar mis dedos sobre él reconozco el valor del regalo, me abrumo y cierro los ojos pensando en qué hermoso es dar y recibir estas conchas, un pacto de amistad, de aceptación, bajo la forma de una promesa de mar. No hay nada que merezca más la pena. Si un viaje verdadero es aquel en que se logra abrirse uno mismo y permitir que el lugar deje su huella en ti, este lo ha conseguido. Con creces.

Kilise
            El sol de la mañana se filtra a través de las ramas de los helechos arborícolas, y las hojas parecen despertar buscando la luz como el que necesita el aire para respirar. La brisa matinal y el sonido de la rústica guitarra de un porteador (increíble como con cuatro cuerdas y tres acordes logra una música preciosa), me reciben cuando salgo del saco a estirar las piernas. Tropiezo con Derman y, pese a nuestra barrera lingüística, logro preguntarle si el collar que llevo en el cuello de verdad es para mí, y con una sonrisa tan grande como su rostro me dice que sí, que es un regalo de corazón, mientras deposita su mano sobre mi pecho. No logro reprimirme y nos fundimos en un largo y emotivo abrazo. Hermosa manera de empezar la mañana.


            Durante el desayuno Alex nos cuenta que a medianoche Kipenus, nuestro guía principal, le ha despertado porque han bajado los jefes de las aldeas de las montañas cercanas para decir que estaban en guerra, ya que uno de los suyos había sido atravesado por una flecha, solicitando tabaco para proteger la seguridad del grupo. No llegamos a saber si es verdad o solo una estrategia para conseguir el tabaco, pero como mínimo nos hace pensar en la realidad del valle y en su pasado.
            Partimos hacia Kilise, adornados de flores y brazaletes que con cariño nos han estado elaborando desde primera hora de la mañana. El sol brilla y se nota en el ambiente que se acerca el final del viaje, el buen humor se respira al caminar a través de pequeñas chozas rodeadas de huertos, sin importar lo accidentado del terreno o los descensos radicales hacia el río Baliem, ladeando las colinas por estrechísimos caminos.
      Poco a poco ha ido cambiando el paisaje, ha quedado atrás la flora tropical y la humedad, dando paso a sencillos pastos, mariposas revoloteando, algún pájaro aventurero y puestecillos de niños ofreciendo collares y fósiles.
Así, casi sin darnos cuentas alcanzamos el gran puente colgante por encima del río Baliem. Se balancea, al compás del viento, por lo que hay que caminar por el centro para evitar que venza hacia un lado. Igualmente, se pasa de persona en persona para evitar las vibraciones y el rebote. Hay que vigilar por donde se pisa, ya que algunas maderas están podridas o rotas. El río, de agua marrón y turbulenta, es de un gran caudal que baja con fuerza. Si he de ser sincero, el miedo provocado por un vértigo que me acompaña desde niño me paraliza. Además, la seriedad con la que nuestro guía y Alex afrontan el hecho de cruzarlo no me ayuda precisamente a relajarme. Me siento sobre una piedra a esperar. Ver a mis compañeros cruzarlo con alegría y serenidad, a pesar de su inclinación y vaivenes, y sus palabras de ánimo desde el otro lado me impulsan a cruzarlo. La primera consigna es hacerlo despacio y procurando mirar los travesaños de madera para no tropezar o colocar el pie ante algún hueco o rotura. Pero no hago caso, es más intento mantener la mente ocupada con todos los rezos que sé, y cruzo lo más rápido que puedo dirigiendo la vista al frente lo máximo posible. Los abrazos y gritos de júbilo de mis amigos al llegar no logran evitar las lágrimas que asoman a mis ojos y el temblor descontrolado de mi cuerpo, de puro nerviosismo y miedo. Al cabo de unos minutos, tras beber un poco de agua, dirijo mi vista al puente que acaba de atravesar y no creo que haya podido lograrlo. Aún sigo sin creerlo.


       

 Un duro ascenso, marcado por el calor y la falta de agua, nos conduce a un hermoso prado de hierba fresca salpicado de pequeñas chozas, donde hacemos un alto para reponer fuerzas, conseguir agua y comer. Tras el descanso y un breve trekking aparece Kilise. Es un poblado precioso, con unas hermosas vistas sobre el valle y chozas tradicionales honai. Limpio y ordenado da la impresión de que está construido para el turista. Nos distribuimos por chozas, y aunque preparadas para el viajero con finos colchones y alguna manta, tanta comodidad no evita que coloquemos nuestra esterilla encima y sigamos con nuestro fiel saco de dormir. Allí coincidimos con una pareja de senderistas italianos, se nota que nos acercamos a la civilización, al final de nuestro recorrido.
            Como un eco, nos llega un sonido que ya nos es familiar, como las nubes que envuelven las montañas o la humedad del camino. En un mirador natural, alrededor del cual se disponen las chozas, frente a la majestuosidad del valle, los porteadores inician su último canto. El sonido de sus voces asciende, desciende, como un viento leve y suave, llevando nuestra alma con él. Cerramos los ojos, y poco a poco, unimos nuestras voces. Si mi mirada se cruza en dirección a las montañas con la de algún compañero, Ana, Jesús, Marc, Neus, Pacopé, los ojos húmedos de la emoción reflejan un mismo sentimiento: por este momento, por este canto, todo merece la pena.




Con el corazón encogido, nos acomodamos en las chozas. Hoy el ritual diario de la higiene se desarrolla en una cueva natural (mandi) con un afluente de agua fresca. Todo parece un regalo, casi un premio por los días de cansancio, de vértigo y barro pienso al tumbarme en el claro que sirve de mirador hacia las montañas para escribir un rato. El atardecer tiñe de colores satinados el poblado, y se respira el olor a naturaleza, una mezcla de hierba húmeda y madera quemada que transporta a otros viajes del pasado. Los porteadores empiezan a diseminarse aunque unos pocos descansan a nuestro lado, y no se me va de la cabeza, al observarlos, la idea de que por mucho que se vistan con camisetas y viejos vaqueros, abandonando la desnudez y la koteka, a pesar de sus gafas de sol y móviles de dudoso funcionamiento, su lugar no está en el pueblo al que nos dirigimos, sino allí, en el claro de hierba al sol, al pie de montañas y bosques frondosos de un verde inimaginable. Allí donde yo no dejo de ser un elemento fuera de lugar, con mis gafas desconchadas, la cámara fotográfica sin apenas batería, mis piernas cansadas y mi bolígrafo inquieto, ellos cobran sentido, en su forma de sentarse, de comunicarse, de mirar la naturaleza y respirar profundamente entre caladas de tabaco.
           
            Pero el día no está hecho aún. Antes de cenar oímos gritos y gente correr. Asomado a la puerta de mi choza solo puedo distinguir grupos de personas que acuden a un extremo del poblado, organizado en terrazas, y a nuestro guía que, de una forma autoritaria, nos pide que no salgamos fuera de nuestro alojamiento. El barullo dura unos minutos hasta que, poco a poco, el silencio va ganando terreno. Una vez oscurece, acudimos a reunirnos a una choza central que ejerce de comedor, y donde algunos de nuestros compañeros están jugando para matar el tiempo. Ya cenando Kipenus nos comenta que se ha producido un altercado entre tribus, y uno de nuestra aldea había recibido un flechazo. No es de extrañar, aún hoy en Papúa se producen unas cuatro mil muertes al año por flechazo. Cenamos casi en silencio, quizás esta mezcla de sensaciones, donde un día se puede construir desde la emoción de un canto a las montañas junto con el estupor de un enfrentamiento tribal, o del vértigo sobre un puente abandonado al viento a las caricias de la hierba en tu piel, sea lo que en verdad significa Papúa.

Wamena       
            Me despiertan los rayos de sol que se filtran por la puerta de mi choza. Aún dentro del saco me incorporo y me acerco al umbral de madera. Un hermoso amanecer me da la bienvenida, parece que el valle, desperezándose, me está sonriendo. Y con esa sensación me dedico a recoger el saco y preparar la mochila.
            Al descender en dirección a Kurima, vamos dejando atrás las altas montañas, que al sucederse unas tras otras llegan a confundirse con las nubes. Antes de llegar a Wamena hay que pasar por un último obstáculo, cruzar el Kali Yetni, un río que, entre morrenas por las lluvias, en su parte central lleva el caudal suficiente para cubrirte por encima de las rodillas. Nos descalzamos en un paisaje lunar, y pasamos de uno en uno, evitando piedras y la fuerza de la corriente. Es la frontera con la naturaleza salvaje, más allá el asfalto sustituye al sendero de tierra húmeda. Un asfalto que sin esfuerzo pero también con desinterés, nos transporta a Wamena, la ciudad donde acaban los caminos.
            La casa de Amos se convierte en el escenario de la despedida del grupo. Han sido días muy intensos, y pensar que esta pequeña familia que hemos creado con nuestros porteadores se va a disolver nos tiene con un nudo en el estómago desde primera hora de la mañana. Cerca de la puerta, una anciana sopla jengibre en varias direcciones, suele servir para ahuyentar los malos espíritus pero yo creo que es una especie de bendición para nuestro grupo. Es muy difícil hablar en momentos así, y Alex toma la voz en nuestro nombre, el de los blancos más allá del mar, y Miles en el suyo, el de los hombres de la tierra y la montaña. Poco hay que decir en palabras, solo cuerpos que necesitan un abrazo. Busco a Derman, es tradición hacer un regalo, más allá del pago de unos servicios de guía, y le entrego mi navaja, me acompaña desde mi época de arqueólogo y ha estado conmigo en todos mis viajes, pero no me cuesta desprenderme de ella. Es más, creo que es una minucia comparado no solo con el collar de conchas que llevo en mi cuello desde hace días, sino con todo lo que he aprendido caminando a su lado. Durante unos segundos nos observamos, con esa mirada especial que se produce entre dos personas, cada una de las cuales espera que la otra comience a decir algo que ambas desean, pero que ninguna se atreve a iniciar. Así que nos abandonamos al efecto de awumbuk, una palabra de Papúa que habla de la sensación de vacío que dejan los invitados al marcharse, y nos fundimos en un fuerte abrazo. Miro a Derman a los ojos y por primera vez no es una mirada fuerte lo que veo, son los ojos de un hombre agradecido, al que le gustaría, como a mi, decir muchas más cosas de las que podemos. Acaricia el collar de conchas y sonríe mientras coloca la palma de su mano sobre mi corazón. Las lágrimas que caen sobre mis mejillas, como ocurre con Ana, Anni, Pacopé, es nuestra forma de decir makasi (gracias). Gracias por hacer de las montañas de Papúa un hogar para nosotros. Makasi, una y otra vez, makasi.
           
            A veces se nos olvida que hay lugares como este, donde las mujeres llevan todo el peso de la selva y donde los niños se afanan en ser hombres. Y los hombres han de ser héroes todos los días. Necesitamos que existan, para seguir creyendo que hay un lugar, aunque solo sea uno, donde nuestra especie es capaz de vivir en libertad. Recordando estas palabras de Daniel Landa sobre Papúa, y con la imagen de nuestros héroes en la retina, salimos de Wamena. Para finalizar el trekking es común contemplar una ceremonia tradicional guerrera y la ceremonia de la matanza del cerdo. A pesar de que lógicamente es algo montado para el viajero, no deja de ser una forma de poder acercarse a sus tradiciones (como lo había sido el Festival que tuvimos la suerte de presenciar antes de iniciar la ruta) y, con el dinero que aportas, de que muchas de estas tribus puedan mantener parte de sus rituales vivos en un mundo que, poco a poco, va absorbiendo su identidad por la uniformidad de la modernidad. Así que nos dirigimos hacia la aldea de Opiya, donde se van realizar las ceremonias, cerca de Wamena, en el distrito de Jiwika.
            Hacemos una parada en el mercado de Jibama, para comprar el cerdo que vamos a llevar como presente. El cerdo tiene un gran valor social y económico entre los papúes. Su patrimonio se mide a través del número de cerdos que posee, y en el valle, lejos de la ciudad, es la moneda de cambio más usual. Con él se pactan los matrimonios o el respeto en los funerales. Por todo ello, una fiesta o ceremonia del cerdo, es un gran acontecimiento social para todos los grupos tribales de Papúa.




            El día es húmedo, y tras unos cuantos kilómetros, bajamos de las camionetas. Mientras hacemos los últimos metros a pie, observamos desde lejos las lanzas de los Yalis apostados en torres de vigilancia. Cuando te aproximas, los cuerpos semidesnudos, con músculos definidos de pura fibra, untados con grasa de cerdo y arcilla, son lo que uno siempre imagina cuando se menciona un guerrero salvaje de Papúa. Torsos desnudos, contorsionándose en una coreografía guerrera de arcos y lanzas sobre caminos embarrados. Representan una batalla en nuestro honor y se persiguen en una pequeña explanada, una danza desenfrenada en la que corren, giran y brincan en el aire. Fingen que disparan flechas desde su atalaya de madera que preside el espacio. Las lanzas y flechas ya hace tiempo que no matan a nadie. Los hombres adultos llevan, junto al horim o koteka de calabacín en el pene, ajustados brazaletes de fibra de helecho o sagú; bandas de pequeñas caracolas y blancas conchas de cauri, y en la cabeza plumas negras del ave del paraíso, sobre bases de plumas de periquitos, loros, papagayos de colores brillantes (rojo carmín, dorados, blancos), prendidas en coronas de piel y fibra. Las mujeres, con los pechos descubiertos, llevan collares de semillas y conchas, faldellines de fibra, coronas con aves enteras disecadas, y guirnaldas de flores. Invitando a nuestras mujeres, se lanzan a bailar en grupo, en una danza circular, avanzando y retrocediendo, con frecuentes giros que hacen oscilar en el aire sus faldas de sagú y las coronas de plumas sobre su cabello.








            El cerdo se cocina mumuado, es decir, asado en un hoyo forrado de piedras. Es una ancestral forma de cocinar, común a los centenares de tribus de Papúa, que utilizan como ritual en ocasiones señaladas. Se cava un gran hoyo en la explanada central de la aldea, encendiendo junto a él una gran pira de leña, sobra la que se amontonan piedras. El cerdo se encuentra agarrado, muy cerca, y pronto uno de los líderes del clan, todavía adornado con las vestiduras de guerra, se adelanta, tensa lentamente un arco y, de un flechazo certero, hiere el animal que habíamos traído, que resiste con movimientos cada vez más espaciados hasta desangrarse en unos segundos. Otros dos compañeros, utilizando cuchillos de bambú trocean en grandes porciones al cerdo, envolviéndolo en hojas. Con plataneras y las piedras que se habían calentado en la pira se forra el hoyo, echando encima diferentes capas de hojas, hierbas y patatas/boniatos. Se deja cocinar durante más de una hora para finalmente abrir el mumu. La mayor parte de la carne troceada y asada es devorada por los hombres, mientras los restos y la patata son el alimento de las mujeres. A las mujeres no se les permite sentarse con los hombres, pero para nosotros no existen esas diferencias y comemos y nos sentamos con plena libertad. Es difícil saber qué hay de tradición y qué de verdad en la representación. Como dice Osborne, un pueblo indígena debe de acabar creyendo que su primitivismo es lo más valioso a ojos de los extranjeros, su único patrimonio.
            Hay un mito sobre la creación de los pueblos en Papúa. En el principio, Api, el espíritu de la Tierra, llegó a este lugar y encontró los ríos llenos de peces, el monte lleno de cerdos, y muchos árboles altos de sagú, pero no había gente. Api pensó: este sería un buen lugar para la gente, así que abrió una grieta en la cueva. El primer pueblo que surgió fue el de los awin, luego de los imboin otros grupos (dani, yali), y finalmente los meakambut. Estaban todos desnudos y apenas pudieron salir a la luz. Otros pueblos seguían dentro, pero una vez que aparecieron los meakambut, Api cerró la grieta y los demás tuvieron que quedarse en la oscuridad.
            Los pueblos se esparcieron por las montañas y vivieron en guaridas rocosas. Hicieron hachas de piedras y arcos de flechas, y la caza fue buena. No había odio, ni matanzas ni enfermedades. La vida era bella y tranquila, y toda la gente tenía el estómago lleno. En esa época, hombres y mujeres vivían en cuevas separadas. Por la noche los hombres subían a una cueva especial a cantar. Pero una noche, cierto hombre fingió estar enfermo y se quedó atrás. Cuando pudo oír el canto de los hombres, bajó a hurtadillas a la cueva de las mujeres y tuvo sexo con una. Cuando los hombres regresaron, sintieron que algo andaba mal. Un hombre sintió repentinamente celos; otro, odio; otro, cólera, y uno más, tristeza. Fue entonces cuando el hombre aprendió todas las cosas malas. También entonces empezó la hechicería.
            En las lecturas previas al viaje me encontré con este mito de la creación de los pueblos de Papúa Nueva Guinea, que apareció en un artículo de National Geographic de 2012. Habla sobre uno de los últimos pueblos seminómadas de Papua, que habitan en chozas y cavernas en acantilados, las que hacía tiempo los defendían de sus enemigos. Apenas quedan cerdos en las montañas, ni casuarios en la selva ni peces en los arroyos. Hoy sus enemigos son la malaria, la tuberculosis y las empresas mineras que ambicionan sus tierras. Volviendo de la ceremonia del cerdo, cuando recuerdo el canto de los hombres de mi grupo, no sé discernir hasta que punto las cosas malas que ha aprendido el hombre papú son responsabilidad de un Occidente que les abrió una puerta al mundo.


            La imaginación se desborda en un territorio que es tan diferente a nosotros, y los pensamientos van y vienen. Regresamos en silencio a la casa de Amos, tan cansados física y emocionalmente que apenas nos damos cuenta del trayecto, pese a que unos cuantos lo hacemos en la descubierta parte de atrás de la camioneta, salvando baches y las gotas intermitentes de una lluvia cercana. Me pregunto cómo voy a poder conciliar el sueño tras la cena cuando Marc y Neus protagonizan uno de los momentos del viaje. De sus mochilas rescatan un par de botellas de vino y paquetes de jamón serrano para celebrar el final del trekking, una costumbre que iniciaron en una expedición anterior a Uganda. En una tierra donde la carne escasea y el alcohol está prohibido por las autoridades islámicas, tras una ruta de atravesar valles y montañas y la resaca emocional de una despedida del grupo de papúes que había formado nuestra familia durante todo ese tiempo, encontrarnos con esta sorpresa nos deja sin palabras. No es sólo por lo inesperado, ver a Marc abrir con ilusión las botellas y a Neus despegar con delicadeza las lonchas de jamón ante nuestros ojos alucinados, es como sentir que toda la energía del grupo construye esa escena. Cada copa de vino nos habla de las huellas en ruta, de los porters y su abrazo, de las nubes ciñendo las montañas o la escarcha en el camino. Cada trozo de jamón sabe a leña quemada, a una sopa de verduras en boles de colores, a hierba fresca y trazos de barro. Marc y Neus, con ese pequeño gesto, transforman un día de despedida en una celebración de la alegría de vivir, de viajar, de sentir, de dotar de autenticidad los pasos del camino. Makasi, una y otra vez, vuestra compañía es más que suficiente para andar por el camino de los sueños.

Sentani
            No es fácil dejar atrás una tierra que te ha dado tanto, pero aún queda camino por recorrer, en otras islas, otro mundo. Partimos temprano, cargados con mochilas, petates y emociones, de la mano de Amius y Kipenus, que nos acompañan al aeropuerto. Creo adivinar en su mirada la satisfacción del trabajo bien hecho, de haber cumplido con lo prometido, así como la despedida de aquél que sabe que nunca regresaríamos. En la puerta de embarque tienden la mano mientras silabean wa wa wa. No es necesario nada más. No puedo evitar que me inunde, una vez más, una repentina tristeza y cuando observo a mis compañeros de ruta, los ojos llorosos de Ana, la mirada hacia debajo de Marc, el silencio de la mayoría, sé que todos comparten la misma sensación, que Papúa siempre va a formar parte, por una razón u otra, de nuestra vida.
            Volamos de vuelta a la costa norte, no lejos de la frontera con Nueva Guinea, a Jayapura y Sentani. De vuelta al mundo conocido, al agua caliente en la ducha, las cervezas, coches y motos, carreteras…El mundo primigenio da paso al mundo de la modernidad, o lo que allí es modernidad. Aún quedan cosas por descubrir.
            Jayapura, que significa Ciudad Victoriosa, es, sobre todo comparada con Wamena y el resto de Papúa, una ciudad moderna. Capital de la isla, está vertebrada por una avenida-carretera repleta de tráfico, edificada en las laderas de unas frondosas colinas, las montañas Ciclópeas, que llevan al mar. No posee mayor atractivo que sus hermosas vistas desde la parte alta. Por ello, subir al templo budista que se encuentra allí es la mejor forma de conocerla. El dorado de sus paredes y techo brillando al sol, es la antesala de un enorme jardín que mira a la ciudad y al mar. Nos descalzamos y caminamos sin prisa, poco nos atrapa las historias que una guía local nos cuenta y que nada puede hacer ante la competencia que le hace el vuelo de una enorme mariposa azul.


            Un punto de interés sobre una alta colina, al que apenas se puede acceder por ser área militar restringida, es el campamento del General McArthur. Durante la Segunda Guerra Mundial, con la toma de los japoneses del oeste del Pacífico, Papúa fue un lugar de batallas importantes y, en este lugar, el general norteamericano instaló su campamento para hacer frente al Imperio del Sol Naciente. Un monumento conmemorativo lo recuerda, y desde él las vistas deben ser espectaculares.
            Entre las montañas y la ciudad se desliza el lago Sentani, un lago de agua dulce que presenta numerosas playas, islotes, ensenadas y bahías. Decenas de pequeños asentamientos pesqueros de casas tradicionales de madera, construidas sobre pilotes (pilares hechos con troncos toscamente tallados) y con techos de paja o uralita, descansan a la sombra de cocoteros y palmeras. Desde un pequeño malecón rodeado de palmeras embarcamos hacia una de las islas más grandes. En ella habitan los Asei, humildes pescadores, entre casas flotantes alrededor de una iglesia protestante de estilo colonial. Grupos de niños juegan a saltar al agua desde los pantanales de madera, mientras las mujeres lavan a mano en cubos junto a las puertas o venden artesanía local hecha con cortezas de árboles de manglar.





            Tras la isla, a ambos lados de la carretera, sobre endebles construcciones de madera y cemento, pequeños puestos de venta de verduras, carne o cocos. Y en uno de ellos despedimos el día y Jayapura, sorbiendo un coco al atardecer en un mirador a la bahía. Nos espera una nueva etapa, al día siguiente de Papúa volamos a Sulawesi, bautizada por los antiguos griegos como las Islas Célebes. Entre el archipiélago de las Molucas y la gran isla de Borneo. Dejamos de peregrinar en lo salvaje para adentrarnos en los caminos que honran la muerte. Seguimos en la tierra de lo inesperado.

SULAWESI (ISLAS CÉLEBES)
            Sulawesi es una isla de forma extraña, casi imposible. Presenta cuatro penínsulas con una parte central muy montañosa, por lo que son más cortas las comunicaciones por mar que por los caminos insulares. Con 16 millones de habitantes y diferentes etnias: minahasa en el norte, Toraja (se pronuncia toraya) en la zona central y suroeste, los bugui en la costa y los macasar en el sur; religiosamente es igual de heterogénea: el sur islámico y centro-norte cristiano y protestante.
            En Sulawesi, conocida como la Tierra de los Reyes Celestiales, nuestro objetivo es llegar a los Tana Toraja, una comunidad de medio millón de personas que habitan en las montañas del interior de Sulawesi. Su nombre alude a su ubicación, así los llamaban los bugui, el grupo mayoritario de la isla, para referirse a los to riaja (hombres de las tierras altas, de las montañas). La etnia Toraja, como ha ocurrido con los pueblos del interior de Papúa, permaneció ajena a la influencia extranjera, escondida en las montañas, hasta hace un siglo. Aunque Holanda controlaba el comercio de las islas de Indonesia desde el siglo XVII, los primeros misioneros no llegaron a su hábitat hasta entrado el siglo XX, debido a las dificultades de acceso a su territorio y la poca productividad que aportaba. Poco a poco, impulsado por las autoridades, se fueron cristianizando dentro del protestantismo. Hoy son un reducto cristiano en el país que alberga la mayor población musulmana del mundo, y que aún conserva viva una de sus tradiciones más características, que convierten en su signo de identidad: la forma en la que se enfrentan a la muerte. En mi mente vuelven una y otra vez las conversaciones con mis compañeros de Etiopía Gonzalo, Carmen, Javier, Eduardo, Mariví, sobre la cultura a los muertos, los funerales, sus paisajes, que en gran parte han impulsado este viaje.
            Con toda naturalidad, la muerte va a ser el hilo conductor del itinerario que va a marcar nuestros próximos días, entre paisajes ondulantes, escarpados, con todos los verdes imaginables, y alguna que otra tormenta de lluvia cálida.

Makassar.
            La entrada a Sulawesi es a través de Makassar, su capital, conocida hasta 1999 como Ujung Padang (nombre que aún conserva el aeropuerto). Hace apenas un siglo Joseph Conrad la describió como la más hermosa y, quizás, la que parece más limpia de todas las ciudades de las islas. Actualmente ese encanto lo ha perdido, para pasar a ser un enclave urbano anodino a pesar de haber sido el antiguo reino de Gowa (un sultanato que se erigió como gran potencia marítima y comercial en el s. XVI en la ruta de las especias). Entre barrios de edificios administrativos, hoteles, mezquitas y viviendas, solo destaca su puerto y paseo marítimo donde, frente al calor, hace vida la gente local entre puestos de comida; y el fuerte Roterdam, base del colonialismo holandés y su Compañía de las Indias Orientales. Uno se pregunta qué ha sido de esa visión de Conrad, de la huella de comerciantes chinos, indios, malayos, siameses, árabes, portugueses y holandeses, del aroma a canela, clavo y nuez moscada, de una ruta de las especias que parece olvidada por el tiempo, como si la isla hubiera engullido historia con cada nuevo barrio gris de administración.
            Escribo que la ciudad no es muy grande, tampoco bonita. Quizás hubo un tiempo en que lo fue. Hoy ya no. Tan solo el mar le aporta un cierto encanto. Y una tarde noche en ella tampoco contribuye a crear recuerdos o una huella imborrable. Sin embargo, dos momentos me van hacer recordarla con cariño: uno, una chancleta perdida en el barro, donde un charco puede parecer un océano, bajo una lluvia torrencial, que lleva a Marc descalzo a hacer de funambulista y arqueólogo en su lucha por encontrarla contra los estratos de tierra mojada; y dos, el reencuentro con una persona especial que conocí en la Ruta de la Seda, un viajero para el que el mundo inventó los caminos, el turolense Enrique, cuyo tremendo abrazo en la puerta del hotel seguiré sintiendo meses después. Unas cervezas bajo la noche estrellada de Makassar no es solo testigo del reencuentro, sino de cómo la amistad, la de verdad, no conoce de tiempo ni de distancias. Solo por eso, esta ciudad merece un lugar en mi cartografía personal.



Rantepao.
            Si uno quiere conocer el mundo de los Toraja, debe acudir a Rantepao, que se erige como base de operaciones para conocer la cultura Toraja. Pero el viaje no es fácil, Rantepao se encuentra a más de 300 kms de Makassar, unas 9 h de trayecto por carretera y caminos de tierra. Aunque parece mucho tiempo, no debes dejar de pensar que los primeros europeos necesitaron más de 400 años para llegar de la costa a las montañas.
            Afortunadamente, el trayecto no se hace monótono, de una llanura con escasos árboles a una zona montañosa y frondosa, con valles. Una estrecha carretera, sobre todo al llegar a la zona central, plena de curvas, marca la ruta. Un asfalto que aparece y desaparece, más bien un camino ancho de tierra pedregosa, pero con una gran vida a los lados donde encuentras todo lo que puedes necesitar para sobrevivir. Infinidad de puestos, levantados con madera, bambú y hojas de palma, te ofrecen cacao, café, canela, clavo, terrazas para té, miradores a las montañas…, cuando no cruzamos pequeños pueblos de carretera en plena vida: desde desfiles festivos, a gente trabajando, comerciando. Es agradable hacer paradas en los puertos de montaña, donde al aroma de un café o un té de jengibre contemplar frondosas montañas, extensos arrozales y grandes plantaciones de café y cacao.



            Entre galletas y especias compradas en los puestos de carretera, y las canciones del móvil de Jesús, reinterpretadas por Pacopé, conseguimos llegar a Rantepao. Es la capital provincial, una bulliciosa y polvorienta ciudad que ha ido creciendo como base de operaciones para conocer la cultura Toraja y, sobre todo, sus funerales. Poco interesante se puede decir de ella más allá de su caótico mercado central y su avenida principal repleta de tiendas y locales para comer, avenida que llegamos a conocer bien tras elegirla como destino principal para beber cervezas bintang y cenar varias noches. La distancia entre el centro de la ciudad y nuestro alojamiento, a las afueras, no es un problema. Una carretera muy transitada, con una vegetación que se excede en sus laterales, se convierte en nuestro mejor aliado. Nos acostumbramos rápido al tráfico y a los rickshaws o becak (motocarro) y no hay tarde o anochecer que no hagamos el trayecto en busca de paseo, mercadeo, cervezas o cena.





            Los siguientes días, desde la ciudad, recorremos el territorio Toraja. Cerca es posible observar la actividad del mercado de búfalos y cerdos de Bolu, junto a Sa’dan River. En torno a una explanada abierta al cielo, con diferentes construcciones de madera y bambú, jalonadas en ocasiones por viejas telas desteñidas que en un tiempo poseyeron vivos colores, descansan entre tierra y barro cientos de bueyes amarrados por una anilla en su hocico. Paseamos entre trabajadores concentrados tras básculas, cubos de agua para refrescar, viveros repletos de pienso y hierbas que sirven de alimento. Cerca, en la carretera, unas rampas de hormigón comunican con pequeños camiones para transportarlos.




            En el lateral, en una plaza cubierta y cerrada por corrales y grandes travesaños de madera, se encuentra el mercado de cerdos y gallinas. Los gruñidos y quejidos de los animales que se seleccionan para su venta, a los que se ata a un madero para llevarlos a hombros, crea una polifonía de sonidos estridentes que, junto al aroma animal, no invita a quedarse mucho rato.

            Entre una vegetación exuberante de un intenso verde y frentes rocosos de pequeñas montañas escarpadas, impacta ver las casas en forma de barco donde viven, algunas de ellas centenarias. Son las Tongkonan. Su nombre proviene de la palabra toraja tongkon (sentarse), donde se reunía la familia. Se trata de grandes construcciones de madera, unidas y sujetas con estacas, que se alzan del suelo sobre pilotes, con fachadas pintadas y grabadas con una hermosa decoración de dibujos geométricos, cabezas de búfalos, aves y hojas. El tejado está formado por bambú, entrelazado en varias capas. Orientadas hacia el norte, por respeto a los antepasados, suelen presentar delante de la fachada principal un alto pilar o poste que llega hasta la cresta del tejado, donde se colocan los cuernos de los búfalos sacrificados en los funerales. Dado que el búfalo es símbolo de riqueza y estatus, cuantas más astas más rico será el dueño de la casa. En ocasiones, junto a las casas existe la misma construcción pero a pequeño tamaño, mini casas Toraja que tiene la función de graneros de arroz. Bajo los aleros presentan plataformas de madera donde la población con las piernas cruzadas desarrolla la vida diaria, desde tejer, separar el arroz, a conversar o recibir a los huéspedes.


            Según cuenta el antropólogo Nigel Barley, no es extraño que los primeros viajeros que llegaron a la zona sugirieran a los Toraja que la construcción de sus casas podía responder al modelo de los barcos de alguna emigración originaria, opinión que los propios Toraja han llegado a creer. Piensan que algunos utilizaron los mismos barcos en que llegaron, atravesando ríos desde la costa a las montañas centrales, como casas. Una vez el caudal de los ríos disminuyó y dejó varados los barcos, se les pusieron pilares de soporte para evitar su caída, para posteriormente ser utilizados como hogares. A partir de ahí seguirían construyendo las casas con la forma de los barcos porque sus hijos, nacidos en el mar, querrían seguir viviendo en ellos. Como si la historia recordara que el viaje está grabado en sus genes. La impresión que causaría en estas poblaciones la visión de los barcos, les llevaría a imitar la forma de los cascos de los navíos en la techumbre de sus hogares. O quizás intentasen emular la forma de la cuerna del búfalo, el animal más sagrado para ellos.


            Los mitos y leyendas son muy atractivos, pero la arquitectura Toraja no solo responde a un sentido ritual o ancestral, sino que cumple una función práctica: la curvatura de su techumbre evita la concentración de agua ante las grandes lluvias de la región, mientras que los pilares que elevan la casa impide que animales no deseados, como las grandes ratas endémicas de la zona, penetren en el hogar o los almacenes.
            Encontramos, dispersos en el territorio, varios poblados tradicionales. Continuamente vas cruzando pequeñas poblaciones y puedes adentrarte en ellos, como Palawa, Karasik (sobre una loma) o Ke´te Kesu. Protegidos por la Unesco como Patrimonio Mundial, son un sitio único: pequeños pueblos en torno a una explanada común rodeados de zonas de cultivo, con varios siglos de historia y conservando la esencia de la arquitectura tradicional torajense. Bajo tejados de bambú donde crecen verdes helechos, sus edificaciones crean una sinfonía de colores y formas curvas, con fachadas que huyen del vacío a través de complejas decoraciones con dibujos geométricos y bajorrelieves, cada detalle dotado de un significado desconocido para nosotros pero vinculado con la divinidad, la fertilidad y el respeto a sus antepasados. En ese sentido, el color también cumple una función: el blanco representa lo sagrado, el rojo el valor y la fuerza, y el negro la tristeza y la oscuridad.




            Tras recorrer los pueblos, en Bori te encuentras con una zona repleta de piedras megalíticas de entre dos y cinco metros de altura que, en ocasiones, también cumplen la función de lápidas. Esta especie de monolitos es vital para el desarrollo de las ceremonias fúnebres. Cuánto más grande sea el monolito más ostentación para la familia, y más puedes honrar al difunto.

FUNERALES
            Una de las cosas que más llaman la atención de los Tana Toraja es cómo atesora antiguas tradiciones y ritos en torno a la muerte, de origen animista, sobreviviendo incluso a la llegada del cristianismo, ya sea católico o protestante, que hoy en día profesa la mayor parte. Los misioneros desarrollaron un cristianismo sincrético para poder echar raíces en una tierra inhóspita a las creencias occidentales. Y si bien logró ganar la partida en lo referente a la vida, claramente tuvo que adaptarse a la muerte. Las fiestas Toraja se dividen entre las del este y la vida, y las del oeste y la muerte.
            Agosto es tiempo de ceremonias funerarias; es época de vacaciones y eso ayuda a que acudan familiares de otras zonas de la isla, y también hay turismo lo que propicia que algunos toraja hagan negocio con ello. Conscientes de ello, nos lanzamos a la aventura de asistir a sus funerales. Se aconseja siempre llevar un regalo como acto de respeto a la familia del difunto, así que paramos para comprar unos cuantos cartones de tabaco (que suele ser lo más adecuado). Un primer intento en la propia ciudad, y dentro de una marea de turistas, que van y vienen como el que asiste a un cine (donde el azar del mundo viajero hace que coincida con Antonio, compañero del viaje a Etiopía y con el que comparto buenos recuerdos), resulta decepcionante. Llegamos en los momentos finales, tras los sacrificios, sin entender el ceremonial y rodeados de decenas de grupos de extranjeros que entre cámaras, conversaciones y empujones impiden que puedas comprender lo que acontece ante tus ojos. Con tristeza y esa sensación de no haber cumplido las expectativas, abandonamos la ciudad en dirección a los lugares de sepultura. Pero llega a nuestros oídos que en un pequeño y cercano pueblo en las montañas se está iniciando otro funeral. Y allí que nos dirigimos para asistir a una gran celebración de la vida a través de la muerte.





            Es el rumor y el vocerío de las grandes concentraciones lo que nos señala el lugar donde se está celebrando el funeral. El ranta es el campo donde se instalan los funerales. En un lado, los búfalos pacen tranquilos atados a postes de madera. Cerca, cerdos atados con cinchas y palos de bambú. Un gran rectángulo de recintos de madera y bambú se ha construido únicamente con el propósito de celebrar estos funerales. En una zona destacada se alza la torre mortuoria, un tongkonan (la casa en forma de barco tradicional) orientado hacia el oeste, donde descansa el difunto entre guirnaldas de flores. Estos recintos se dividen en pequeñas estancias en las que se sitúan los miembros de la familia. Dependiendo de su importancia y relación con el fallecido ocupan un lugar más o menos central. Los invitados deben aportar un regalo a la familia organizadora del funeral, desde tabaco, arroz o vino de palma, a gallinas, cerdos o, los más ricos, búfalos.




            Por lo general, la familia espera meses o incluso años para ahorrar y poder ofrecer una ceremonia digna. Lo deseable es que asistan a la ceremonia todos los parientes del difunto, lo que implica cientos de personas desperdigadas no solo por la isla sino toda Indonesia. No acudir a la ceremonia de un allegado sería una ofensa. El viaje, el alojamiento y la alimentación corren a cargo de sus familiares, que a menudo contraen fuertes deudas para poder respetar la tradición. Durante todo ese tiempo, se conserva el cuerpo de quien aún no es considerado un muerto, sino un enfermo, un to masaki en la lengua toraja, en una estancia de la casa mediante ungüentos elaborados con flores y hierbas especiales. Y se le cuida y atiende como si estuviera vivo, con toda naturalidad, ya que su espíritu deambula libremente por la casa, pudiendo adquirir cualquier forma. Una bandera blanca en el camino hace saber que en ese hogar hay un muerto que espera. La línea entre la vida y la muerte queda difuminada.
            El funeral suele durar varios días (generalmente 3 o 4, según la capacidad económica de la familia), y nosotros llegamos en uno de los momentos centrales. Después de tanto tiempo organizándolo, todas las lágrimas han sido derramadas y solo queda celebrar su paso a la otra vida. El ambiente es festivo, porque la llegada al cielo del alma del difunto es motivo de alegría. Parece que llevan toda su vida preparándose para la muerte. Tras una procesión de mujeres, que encabeza la familiar más cercana al fallecido, vestidas de negro y rojo en referencia al color de la muerte en Sulawesi, se suceden cánticos, comida y vino de palma agrio, y se procede a un ritual sangriento, el sacrificio de búfalos.


            Un hombre arrastra un búfalo hasta el centro del ranta. Otro se acerca a él, y tras echar una rápida ojeada al público, acariciar la cabeza del animal y pasarse de una mano a otra un cuchillo afilado, efectúa un corte rápido, casi una caricia en la garganta del búfalo. Un potente chorro de sangre es el anticipo inmediato de las cabriolas grotescas del sufrimiento del animal, que poco a poco pierde fuerzas hasta caer desplomado sobre el suelo. Entre enormes charcos de sangre, surge rápidamente un pequeño grupo de personas que desuella en pocos minutos su cuerpo para dejar paso al siguiente sacrificio.




            En las creencias Toraja, es necesario este ritual sangriento si se quiere asegurar el tránsito al mundo de las almas del difunto. Creen que el alma no abandona el cuerpo cuando muere. El viaje a puya (el cielo, el mundo secreto de los ancestros o la tierra de las almas) es difícil, hay que cruzar montañas y valles, por lo que se necesitan animales fuertes que lo ayuden. Por eso utilizan a los búfalos, porque son animales fuertes capaces de asegurar el camino. Y para ello es necesario sacrificarlos. Cuanta más poderosa sea una familia, más búfalos y más hermosos se sacrificarán. Su valor aumenta conforme su piel es más blanca.
            Cuando el espíritu, el alma, alcance el paraíso, el mundo de los ancestros, actuará como protector de la familia. Es importante que el funeral funcione bien. Solo así se completa el ritual de la muerte que asegurará que el alma del fallecido irá a Puya, al cielo. Solo así el difunto quedará satisfecho, tendrá asegurado el cielo y velará, protegerá y traerá suerte a su familia. Por eso, tras el funeral, el cuerpo será transportado a través de los campos de arroz hacia los sagrados cortados de piedra que constituyen los lugares de enterramiento. Hasta que depositan su cuerpo en una oquedad rocosa, creen que el muerto camina entre ellos. Los cuernos de los búfalos sacrificados pasarán después a decorar la entrada de la casa.


            No dejas de sentirte un intruso, como si tu mera presencia allí, acompañada de cámaras o tu pequeño diario, fuera el reflejo de la falta de respeto del mundo moderno hacia costumbres ancestrales o la expresión del dolor de una familia. En teoría somos bien recibidos, porque el asistir como invitados y entregar una ofrenda es un honor para los Toraja. Sin embargo, pronto intuyes que para algunos de ellos, siempre y cuando actúes con respeto, es una ayuda económica esencial, no sólo para financiar estos ritos, sino para su supervivencia diaria. Y es ahí donde aparece la contradicción moral del viajero, la atracción turística frente a la necesidad local. Impresionado por lo que acabo de ver, durante el regreso a Rantepao escribo en mi diario que aquí la muerte no es el fin, sino un comienzo.

Lemo.
            En el interior de Sulawesi el hombre también alza a sus muertos en las montañas, en acantilados. Creen que deben ser enterrados entre el cielo y la tierra, pero quizás otras razones expliquen también por qué son depositados allí. Desde antiguo creen que pueden llevarse sus posesiones a su otra vida, y de ahí que se enterraran con algunas de sus pertenencias. Sin embargo, esta costumbre atrajo a saqueadores por lo que comenzaron a esconder a sus muertos en cuevas y montañas. Se les conoce como las tumbas colgantes, pero los ataúdes no están colgados, sino que los difuntos se introducen en nichos excavados en la roca. Solo las clases más altas descansan en estos nichos.






            Entre los numerosos cortados de piedra que caracterizan la región del norte de Sulawesi, y que utilizan como lugar de enterramiento, visitamos Lemo. En un paisaje de arrozales, desde el siglo XVI mantiene la tradición de excavar tumbas en la roca a modo de cuevas donde sitúan los ataúdes. Las oquedades presentan pequeños balcones repletos de imágenes talladas en madera de los difuntos enterrados allí: los tau tau. Tau significa hombre, y el repetirlo connota doble intención, como es común en las lenguas polinésicas, por lo que tau tau significa hombre y también estatua. Una estatua que es la persona, el hombre, a la que representa. Estas figuras que custodian las tumbas, privilegio de aquellos con un cierto poder adquisitivo, se visten con la ropa y los detalles de los fallecidos. Al tallarlas y pintarlas, buscan un parecido, sobre todo en sus expresiones, lo que les confiere una extraña humanidad. Desde los balcones de madera parecen observar como pasa la vida. De esta forma, los tau tau intentan dar continuidad entre la vida y la muerte, de una forma natural.
            El día es agradable, y aprovechando la ausencia de lluvia caminamos un rato por un pequeño sendero entre arrozales, visitando tiendas de souvenirs y tallistas de tau tau. El tiempo anima a seguir recorriendo los rituales toraja y así llegamos a Kambira. Al bajar con cuidado una pequeña ladera repleta de escalones resbaladizos, en un bosque repleto de bambúes, vas adivinando la majestuosa silueta de un enorme árbol. A sus pies, te sorprendes reconociendo grandes cicatrices que desgarran su tronco, encerrado en un viejo recinto de madera.




            Los Toraja tienen la creencia de devolver a la naturaleza todo lo que de ella procede, y aquí se ubica una de las necrópolis más conocidas de los Toraja, en el que las tumbas de los bebés se alojan en los troncos de los árboles de panapén. Los lugareños creen que hasta que a los niños no les crecen los dientes de leche son seres sagrados y si fallecen por algún motivo, esta es la manera de devolverlos al mundo espiritual mientras siguen alimentándose con la savia del árbol. Ya no es costumbre enterrar a los bebés dentro de un árbol. El último fue en los años 50 o 60 del siglo XX. Se les introducía en posición fetal y con una manta, no en ataúdes, sino en una oquedad practicada en el tronco. El árbol seguía creciendo y cerraba esa oquedad, recubierta por hojas de palma, “desapareciendo” el bebé en su interior, en dirección a la copa, al cielo, al paraíso.
            Como leí por algún lado, estos árboles de las almas son un conjuro poético que planta cara a la muerte para convertirla en nueva vida. A la sombra del árbol quedamos un rato en silencio. Una triste pero hermosa ceremonia de renacer. Con el paso de las estaciones, cada vez que en el árbol nazcan sus hojas o crezcan sus ramas, una parte del niño seguirá vivo, creciendo hacia el cielo. Como el árbol de los toraya, seguiremos haciendo crecer ese recuerdo en lo más profundo de nosotros mismos.

            Antes de regresar a Rantepao, alcanzamos Londa, otra zona de enterramientos. Un pequeño valle, en cuyo centro hay un arrozal, y al frente una pequeña colina donde se abre un frente rocoso con cuevas. En su base, un saliente con decenas de ataúdes colgantes, tumbas en estilo tongkonan, flores secas, calaveras y un gran balcón con tau taus mirando al valle. El paso del tiempo ha hecho que los ataúdes se hayan podrido y abierto, esparciendo los huesos por las grietas y el suelo, mezclados con la tierra y con las hojas. Al alzar los ojos uno no sabe si se encuentra ante un lugar sagrado afectado por el paso del tiempo y el descuido, o ante una escenografía toscamente construida para provocar escalofrío y llamar la atención del viajero de turno. Seguramente sea el resultado de la mezcla de ambas realidades, pero eso no impide sentirte como un elemento profanador, casi irrespetuoso al fotografiar. En la gruta todo está oscuro y húmedo, y cuando el haz de luz de nuestra linterna se posa en un rincón brillan huesos y calaveras, ataúdes en descomposición, antiguas cerámicas y ruinosas botellas.





            Actualmente, las tumbas Toraja son una mezcla extraña de cristianismo y animismo, de flores y crucifijos. En su origen se trataba de un animismo politeísta llamado Aluk, “el camino” o “la ley”. No era un sistema de creencias, sino de mitos, costumbres y leyes, diferenciando entre la vida y la muerte en sus rituales. La llegada de los primeros misioneros protestantes en la década de 1920 consiguió erradicar los ritos centrados en la vida, pero no así los del mundo funerario que en un sincretismo religioso se adaptó al cristianismo. De este modo, Puya, el mundo de las almas de los Toraja, se asimila al cielo cristiano. Por esta razón, es frecuente observar en las tumbas, como en Londa, crucifijos junto a botellas de agua, dinero y comida para que los espíritus de los muertos se aprovisionasen en su estancia en este mundo. Creen que los espíritus siguen cerca de la casa y sus tumbas por lo que es necesario alimentarlos. Sobre piedras o fragmentos de papel inscripciones en las que se lee Selamat Jalan, buen viaje. Es un lugar de gran veneración, porque hay una leyenda que cuenta que los que hay aquí enterrados son descendientes de Tangdilinoq, uno de los jefes Toraja cuando este pueblo fue obligado a desplazarse hasta las montañas, tras ser expulsados de la costa.

Limbong.
            Pero el misticismo de los toraja no pude entenderse sin sus paisajes. No hay mejor forma de conocer un territorio y su paisaje que caminando sobre él. Así que, mochila en hombro, nos lanzamos a un trekking de dos días por el este de Rantepao, en el Valle del río Maiting, para perdernos por la magia de sus caminos. Tras los momentos duros de Papúa, esta ruta es un pequeño regalo, cercano, íntimo. Para llegar a las aldeas, de preciosa arquitectura toraja, se atraviesan pequeños senderos que serpentean las terrazas de cultivo donde las mujeres trabajan sumergidas en el agua, con el sombrero cónico balanceándose sobre la espalda, mientras la bruma asciende sobre los campos de arroz inundados.


Durante horas ascendemos y descendemos por pequeños senderos que cruzan un amplio valle envuelto de picos grises que atraviesan las nubes. Una tierra montañosa, entre bosques de bambú, bañada por la lluvia e iluminada por el verde, donde la vida agrícola sigue su ritmo cadencial: campesinos aventando grano, entre plantas de café y árbol del cacao, extendiendo sobre viejos plásticos o tejidos trozos de coco al sol, para alimentar cerdos, y búfalos, muchos búfalos, que se restriegan en el barro para refrescarse o pastan pacíficamente amarrados por el hocico. Es hermoso jugar a adivinar su silueta entre la bruma, de pie en medio de los arrozales, dormitando con la cabeza inclinada hacia el barro.



Una tierra amable y fértil en la que atravesamos minúsculos puentes de bambú que vadean los pequeños canales de regadío o las fuentes de agua que surgen de las colinas para saciar el arroz. Desde los caminos en altura es posible distinguir los poblados Toraja a través de sus característicos tejados de madera curva, como rojas salpicaduras en un manto de hierba. Es frecuente encontrarse con casas en obras, en las que siempre reservan un lugar central a un tongkonan. La pena es que la mayoría hoy en día son de uralita, apenas quedan con la tradicional techumbre de paja o cortezas de madera a modo de escamas sobre listones de madera y bambú.


            Los ladridos de los perros y la algarabía de los niños anuncian la llegada a Limbong, donde dormimos en una casa tradicional tongkonan. En el piso de abajo la cocina, la mesa del comedor, y hasta un baño en la parte trasera con un pilón para la ducha. Arriba los cuartos para dormir con colchones y nuestros amigos los insectos. En la parte delantera, un sencillo porche donde bebemos te, cervezas y jugamos a las cartas, mientras se prepara la comida tradicional, el papiong (carne que se deja macerar entre cañas de bambú, con verduras y coco).




            Nos despiertan los gallos de la aldea a partir de las 4 de la mañana, acompañados de una lluvia cálida y persistente que desde medianoche nos ha visitado resonando en la techumbre de Uralita de la casa toraja. Tras desayunar, y con la compañía de la lluvia, continuamos el trekking intentando no acabar en el suelo ante el barro, el agua y las piedras resbaladizas. Como ya va siendo típico en mí, resbalo y caigo unas cuantas veces, sintiendo la presencia de nuevos moratones. A pesar de que este recorrido parece ser un imprescindible en el circuito toraja, apenas divisamos extranjeros (o balanda, holandeses, como los niños suelen gritarnos al vernos pasar).


            Nos encaminamos hacia un rafting por el cañón del río Ma´ting, disfrutando de la flora y fauna que jalonan todo el recorrido. Un cañón casi prehistórico, deslizándonos a través de acantilados escarpados, con paredes de un verde exuberante y luminoso y cascadas naturales. La poca dificultad del rafting permite que avistemos murciélagos, mariposas, iguanas y hasta un pequeño dragón de Komodo. No hay construcciones, no hay nada que recuerde a la civilización. Solo el sonido del agua, de la fuerza de la corriente y del vuelo de los pájaros.




            Impulsados por la corriente llegamos a las cercanías de Rantepao, toca lavar ropa, escribir y preparar la mochila, dejamos tierra Toraja.

Sengkang.
            Nos dirigimos rumbo al sur por otra ruta diferente a la de la ida, en dirección a Sengkang, entre viviendas construidas sobre palafitos, bananeros y cocoteros. Se trata de un enclave musulmán, a orillas del lago Tempe, en pleno corazón de la tierra Bugui. Allí nos esperan pequeñas lanchas para navegar el lago, entre pescadores que manejan sus livianas barcas como si fueran una prolongación de su propio cuerpo, aves y palmeras o árboles acuáticos. Sobre él familias en casas flotantes que se dedican a la pesca, viviendo del agua que les da sustento y hábitat. Casas sin cimientos que se mueven al ritmo del lago, por lo que las barcas son las piernas con las que desplazarse de un lugar a otro. Algunas sobreviven de las propinas de los que les visitan, ofreciéndote plátano frito o un té. Nómadas por obligación, pues se mueven al compás de la marea o del cauce del lago y la época de lluvias. Gitanos del mar. Estos palafitos ejercen una atracción irresistible, un pueblo que no necesita más que el agua para vivir. El regreso al atardecer, con su juego de luces sobre el agua fresca del lago, fija el recuerdo de Sengkang de una forma imborrable.





Bira
            Se acerca el final del viaje, y la mejor opción es descansar los últimos días en el suroeste de la isla, relativamente cerca de Makasssar, en la playa, pantai, de Bira. De nuevo un trayecto largo, unas ocho horas, hacinados en una pequeña furgoneta que acaba convirtiéndose en un seminario de viajes, trabajo, familia y educación. Una forma imprevista de enriquecer el camino y conocernos mejor.
            Bira es un pequeño pueblo turístico y su playa el gran atractivo turístico de la zona, sobe todo para la población local de Makassar durante los fines de semana. Presenta las típicas casas de madera de colores, con la entrada por una pequeña escalera, con diversos tejadillos. Los viajeros extranjeros no suelen acceder mucho a esta zona, y la mejor prueba es que los que llegamos allí somos objeto de cientos de fotos, el centro de atención de indonesios y sus móviles, sin nada mejor que hacer que un selfie con el extranjero de turno.


            Después de una lucha encarnizada con una araña peluda del tamaño de una pelota de golf, que había decidido que el mejor lugar en el que fijar su hogar era mi retrete, logré asentarme en mi habitación y salir a pasear por el pueblo en dirección a la playa. Un breve paseo por la calle principal, plagada de hoteles locales, bungalows, restaurantes, puestos de playa, casetas de souvenirs y chiringuitos, te permite llegar en apenas cinco minutos a la playa. Es imposible perderse porque el mar está al final de cada callejón. Y es aquí cuando caes rendido de Bira: una playa de arena fina y agua cálida y cristalina, de un tono que oscila entre el azul y el verde esmeralda. Solo la marea le pone límite, por lo que aprovechamos la marea baja para bañarnos y pasear. Hay que andar con cuidado porque la zona es abundante en rocas y grandes fragmentos de coral que el mar arrastra hacia la orilla. En el horizonte, salpicando un mar inmenso, se pueden apreciar varias islas en dirección al archipiélago de Flores. Es la primera vez que mis pies tocan el Pacífico, el mayor océano de la tierra, y me siento pequeño, inmensamente pequeño.
            El mar. El Océano Pacífico se salía del mapa. No había dónde ponerlo. Era tan grande, desordenado y azul que no cabía en ninguna parte. Por eso lo dejaron frente a mi ventana. Los humanistas se preocuparon de los pequeños Hombres que devoró en sus años. No cuentan ni aquel galeón cargado de cinamomo y pimienta que lo perfumó en el naufragio. No. Ni la embarcación de los descubridores que rodó con sus hambrientos, frágil como una cuna desmantelada en el abismo. No. El hombre en el océano se disuelve como un ramo de sal. Y el agua no lo sabe.
            El agua no sabe, como en el poema de Neruda, que una parte de mí lo conoce desde pequeño. Desde que, con la marea baja, llegaba al atardecer en mis lecturas de piratas y descubrimientos. No sabe que una parte de mi mismo se reencuentra, en esta playa de Bira, en el agua que se filtra entre mis dedos hasta desaparecer en la arena, con un viejo amigo. No lo sabe, como yo tampoco puedo saber si las lágrimas en mis ojos cuando intento conciliar el sueño esta misma noche se debe a un exceso de spray contra los mosquitos o a la emoción de hacer realidad un sueño de infancia.
            Esa noche, tras la cena, asistimos a una actuación en un restaurante local. La brisa nocturna invita a estar en la calle. El cantante Bob empatiza rápidamente con nosotros, y con su grupo pone cielo a las estrellas de nuestro viaje. Cantamos y bebemos, con solo una guitarra y un entusiasmo que poco a poco da paso a una cierta melancolía, esa sensación de fin de viaje que te agarra el estómago y el alma. El sonido de las olas en la playa a tan sólo unos metros de distancia nos atrae como un pequeño encantamiento. En un mirador, en silencio, contemplamos las estrellas en una noche clara. Florián y Pacopé nos enseñan las constelaciones. En el cielo hay estrellas como ojos, mirándonos. A veces el silencio parece el diálogo profundo de quienes se comprenden. Y nos dejamos vencer por el sueño, siguiendo el camino de luz que deja la luna sobre el mar.



            Al margen de moverse entre las islas, Bira es un lugar idóneo para hacer snorkel y buceo, un paraíso natural y relativamente virgen. Así que a la mañana siguiente subimos a una pequeña embarcación y nos dirigimos a una isla cercana. El sol parece desorientado por el rumbo cambiante del barco, y el mar tiene el azul de las historias de Kipling justo cuando decidimos parar para sumergirnos en el azul. No hace falta descender mucho bajo el agua para descubrir que existe la magia, pequeños arrecifes de coral, un tesoro por descubrir. Dondequiera que dirija la mirada, aguarda una sorpresa: jardines de coral donde parecen danzar cientos de peces de arrecife de colores inimaginables que no sé identificar, salvo los famosos peces payaso, nadando entre anémonas, corales y esponjas de mar. Hay un poco de corriente por lo que tengo que estar atento de no alejarme demasiado de la barca, pero es imposible no hacerlo. Los lugares donde uno se encuentra cómodo suelen ser silenciosos y este es uno de ellos. Tan sólo el aleteo cercano de algún compañero me saca de mi ensimismamiento. Es increíble encontrarnos con una tortuga y observarla nadar mientras se hace cada vez más pequeña al alejarse de nosotros. Y sacar la cabeza del agua y descubrir una playa paradisíaca. No se necesita más, ni rumbo, ni techo, ni puertas ni ventanas.





            La playa forma parte de nuestro destino el día de hoy. Es la isla de Liukang (Lihukan). Solo posee un pequeño y típico poblado bugui, con pequeñas casas donde de vez en cuando se alojan viajeros. Allí solo puedes comer pescado que te cocinan a la brasa, acompañado de cerveza Bin tang de tradición holandesa. Pescado de verdad, del que sabe a mar y no desperdicia en espinas. Creyéndonos Robinson Crusoe nos lanzamos a explorar los rincones de la isla, dejando huellas en la blanca arena, recogiendo decenas de conchas y caracolas y observando pasmados un dragón de komodo. Desde una hamaca rustica que amenaza con desplomarse ante mi peso, pero que aguanta dignamente, juego cerrando y abriendo los ojos al vaivén de mi cuerpo ante una luz que va perdiendo la intensidad del mediodía para acompañar la tarde de calma. Calma en el mar, calma en el cielo, calma al cruzar los brazos sobre mi pecho. Quizás estoy en el paraíso, pienso al cerrar los ojos. El rato de descanso finaliza con las voces de mis compañeros, recogiendo lo poco que llevamos encima. Es hora de regresar a la costa. Volvemos despacio a Bira, despidiéndonos de Liukang con esa sensación del que parte sabiendo que no va a regresar.

            De regalo, en ese tiempo robado al día que aprovecha la marea para ir avanzando, un maravilloso atardecer que nos sobrecoge. Más allá de las fotos, nuestras miradas, cruzándose ante un mar de plata que se tiñe de naranja y rojo, parecen anunciar la despedida. Andando en silencio, mientras el día da paso a la noche y el mar nos abre su camino en la arena, sonreímos. Pienso que es un digno final para una aventura que se ha iniciado casi un mes antes, y acariciando con los dedos la arena de Bira, mirando la silueta de mis compañeros al trasluz de un sol que se esconde, sonrío. Ellos, al igual que Papúa y Sulawesi, ya forman parte de ese lugar que habita muy dentro de mí, ese lugar del que saco fuerzas en los momentos de debilidad, en los desvíos de la vida. Ya forman parte de mí, para siempre.
           

            Al partir de la ciudad, a unos pocos kilómetros, encuentras los astilleros de Marumasa y Tana Beru, pueblos dónde todavía se construyen barcos de forma artesanal. Son los pinisis, grandes embarcaciones tradicionales de madera, sin piezas de metal. Allí trabajan los Bugui, mítica raza comerciante y marinera (antiguos corsarios), conocida por su destreza en la navegación y la construcción de barcos de madera. Dominaron las aguas del este de Indonesia durante cientos de años, acechando a los comerciantes holandeses de la Compañía de las Indias Orientales. Ahora ya no hacen barcos para transportar especias y maderas nobles, pero el cuidado con el que siguen desarrollando sus técnicas ancestrales te deja sin respiración. El astillero que visitamos está en la misma playa, y las herramientas y andamios reposan directamente en la arena blanca. Fotografiar el barco que está en construcción es casi fotografiar una huella del pasado que sigue fresca. Muy cerca, un pescador frente al mar, de espaldas a mí, arregla absorto su red con ágiles movimientos. La imagen es preciosa y me acerco procurando no hacer algún ruido que estropee la escena. Tras disparar varias fotos, me sorprendo a mi mismo contemplando, como el pescador, el mar. Un mar tranquilo, de un azul casi imposible, en el que imagino navegando el barco de madera que están construyendo los bugui. Imposible no pensar en Salgari, en Stevenson, …, imposible no ser ese niño que navegó esta misma mar azul fabricando sueños. Paso a paso, lentamente, vuelvo a nuestro coche, cerca de la playa, donde esperan mis compañeros. Antes de salir de la arena, me inclino y cojo un puñado y lo dejo resbalar entre los dedos, no puedo evitar volverme al mar y pensar que ese niño hoy seria feliz. Tanto como lo soy yo en ese momento.

MAKASSAR
            De nuevo regresamos a Makassar. No deja de ser una ciudad de paso. Si superas el rechazo inicial, conserva en sus calles, pese al tráfico y el crecimiento desordenado de una malentendida modernidad, el aire húmedo del mar al que mira. Un laberinto de calles en torno a los ejes principales parece encontrar solo sentido al acercarse al puerto que le ha dado origen. Y caminar un rato al atardecer por el paseo marítimo, que es lo que hizo la gran parte del grupo, se convierte en el principal atractivo para conocer la vida de la ciudad. Es la última noche, y a pesar de que la ciudad es mítica porque en su puerto atracó varias veces Joseph Conrad, quien describió las goletas javanesas de Madura y las puntiagudas proas de los pinisi, prefiero pasar las últimas horas escribiendo y asimilando la partida, el día y medio de vuelos que me alejarán de esta tierra que durante un mes me ha dado vida.



            Han pasado meses desde que regresé. Organizar este diario de viaje después de todo ese tiempo creo que ha sido una respuesta de mi cuerpo a la necesidad de distanciarme para asimilar todo lo que he visto y vivido. Durante esos días pude conectar, como cuando era niño, mi vida con mis sueños. Y vivir aventuras en los confines del mundo para darme cuenta de lo mucho que nos hemos alejado de la cadencia de la naturaleza. Convivir con los papúes nos permitió aprender a escuchar y mirar alrededor, a mirar la montaña y el cielo sin tiempo. Todavía hoy, al coger el bilum (bolso de red de hilo) o algún recuerdo de Papúa, persiste el olor a humo y acre de las chozas y su gente. Y, al cerrar los ojos, me transporto a algún lugar de Nueva Guinea.
            Nueva Guinea siegue siendo una tierra para la aventura y el descubrimiento. Como siempre lo ha sido. En palabras de Flannery, aunque las culturas de sus habitantes estén cambiando muy deprisa, aún regala una forma muy diferente de ver el mundo. Caminar por sus montañas, aún vírgenes de turismo masivo y de occidentalización, es caminar por una vida desnuda de artificios y complejidades. Es caminar por una vida que arranca del origen de lo que somos y aún no abandona su vínculo con aquello de lo que formamos parte, la naturaleza en su expresión más sagrada y bella, en su realidad más cercana, en la huella de un pie sobre la tierra húmeda.
            Llegará un tiempo en que apenas recuerde ese tiempo en Papúa y Sulawesi. Quizás, a lo más que llegaré será a enlazar anécdotas que se modificarán con el paso de los años, engrandeciendo hechos o añadiendo notas de humor o aventura. Y puede que solo tenga estas palabras para traerme de nuevo ese tiempo de descubrimiento, en el que creí ser un viajero, en el que lo fuí. Y aún así, más allá de este relato, más allá de las imágenes, de las fotografías que guardaré con esmero, creo que cuando se cruce ante mi Papúa y Sulawesi reconoceré que, durante unas semanas, hubo un lugar para mí en el mundo. Pero todo es más fácil cuando uno cae en la cuenta de que hay todo un mundo por delante, por descubrir. Makasi
ÁLVARO


            

17 comentarios:

  1. Texto emocionante y fotos espectaculares. Como siempre gracias por llevarnos con tus relatos como compañeros de viaje. Un abrazo Álvaro. Pepe Miguel

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  2. No hay relato de viajes tuyo que no me emocione, me haga revivir muchos momentos y no me ponga los pelos de punta. Grande Alvaro!!! Y mil gracias por compartir vivencias tan bonitas.

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  3. Es como una guía de viaje culta, delicada y extremadamente precisa.
    Las fotografías que acompañan al relato son espectaculares.
    Mi más sincera enhorabuena.

    Pd: he de ir!!!!!

    Gracias por conpartirlo con tus seguidores.

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  4. Compartirlo, perdón. Dedos demasiado gruesos para un Smartphone demasiado pequeño.

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  5. En la mirada de otro ser un humano está todo el universo,pero es mucho más espectacular cuando lo experimentas de una manera tan alucinante.Gracias por compartirlo.
    Silvia

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  6. Las mejores descripciones son las que apelan a los sentidos y éstas, entremezcladas con las emociones, se perciben en este relato. La vista de una naturaleza salvaje, imposible de guardar en la cámara: valles, laderas, montañas y hasta un mar con arrecifes de coral. Infinitos colores de colgantes, estatuas, insectos, flores, amaneceres... El olor de la madera quemada, de lo ahumado, de la hierba seca o mojada, del humo del fuego, la canela o el clavo...Sabores como el del té de jengibre, el vino de palma agrio o el vino y jamón de fin de fiesta. Y el tacto. Se palpa la naturaleza; el musgo resbaladizo, el agua del mar o lluvia, el barro, los choques de palmas y los abrazos, el barro, las caricias de la hierba, la humedad, la niebla, el noken de red con fibras de las mujeres de Yogosén, tus pies heridos y cuidadosamente curados o incluso flechazos letales. La descripción de los sentidos terminan de enriquecerla los sonidos: las risas de los niños, los cantos de tus amigos, los de las aves, y los de tantos animales que acompañan la aventura. También imagino el producido por el del jengibre soplado por una anciana.

    Me complace que compartas esta bella aventura, -peligrosa en ocasiones- pero que mereció la pena vivir y contar. En cierto modo nos transportas hacia esos escenarios. Es un relato vívido, interesante, altamente descriptivo y rebosante de datos interesantes en lo que respecta a las gentes de allí y sus curiosas costumbres. Nunca dejes de escribir esos valiosos diarios de viaje. Lo que no se escribe, puede olvidarse. Lo que plasma la pluma rememora cada momento y estos permanecen para siempre. Un beso.

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  7. Álvaro, gracias por hacerme volver a sentir Papua de nuevo. Volver a recordar lugares, momentos y sentimientos. Leerlo ha sido como volver a realizar el viaje, y me gustaría poder compartir otro contigo, y por supuesto con el resto del grupo, ya que eres una gran persona con muchísima sensibilidad y un gran compañero de viaje.

    Lo dicho, gracias de nuevo y sigue así.

    PD: Anímate este verano a Madagascar con nosotros.

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  8. Álvaro, el mundo a través de tus ojos es mucho mejor y, por lo tanto, no encuentro palabras para definir lo que me haces sentir cuando leo cada uno de los relatos de tus viajes. Gracias

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  9. Oh pagi, oh pagi, pagi …
    No sé cómo empezar Álvaro.
    Hoy he terminado de leer tu relato. Desde que lo compartiste con nosotros hasta hoy, cada día esperaba con anhelo, la llegada de la noche para retirarme a la cama y poder así rememorar junto a ti, con tus palabras, nuestro increíble viaje a Papúa y Sulawesi, día por día, etapa por etapa, como si fuera nuestro particular libro de viaje.
    A lo largo de esta semana me he calzado nuevamente esas botas todavía impregnadas del humo de las fogatas alrededor de las cuales nuestros cocineros, guías y porteadores se sentaban, hablaban, compartían y reían, he escuchado sus cánticos de agradecimiento a la montaña, los propios, he sentido sus sonrisas, sus manos amigas que me sostenían e impedían que me cayera, he agradecido de nuevo sus regalos: flores, collares, pulseras, con tus caídas he revivido las mías y las de otros, he vuelto a cruzar los puentes colgantes con adrenalina en el cuerpo, he revivido la tensión en aquellos caminos junto a los precipicios, aquella maravillosa noche que compartimos con nuestros porteadores en la cabaña, la belleza de los paisajes, los ritos, costumbres de aquellas tribus y pueblos, he reído recordando todas las anécdotas del grupo y mucho más.
    Hemos compartido muchos momentos entrañables todos y tú, Álvaro, nos los has traído de vuelta. Muchas gracias amigo.
    Ha sido un estupendo viaje de vuelta.
    Susana
    MAKASI ÁLVARO

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  10. El país de lo inesperado..., todo un privilegio de nuevo, conocer un poco más de mundo de tu mano, de tu puño y letra. Leído "a ratitos" en los que me he ido deleitando, me has hecho viajar como otras veces y olvidar por momentos la realidad que me acompañaba. Una gozada, como lo es también poder tenerte ahí, aunque a veces pase tiempo sin vernos. Un abrazo Álvaro. GRACIAS.

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  11. Álvaro..., una maravilla poder leerte. Siempre decimos que algún día nos iremos contigo..., pero hace falta tener una madera especial, como la que tú tienes. Gracias por compartir esta maravillosa experiencia con nosotros y por compartir tu don, ese don de trasladar con esa capacidad los lugares visitados, hasta el punto de poder recrear amaneceres, paisajes de ensueño, personajes, vivencias. Te agradeceremos que continúes contándonos tus experiencias por esos lugares tan lejanos. Esperamos verte pronto para que nos desveles tus próximos planes!!!. Un beso Alvaro

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  12. Como cada año, vuelves a descubrirnos un paraíso que la mayoría de nosotros no tendremos ocasión de ver. Gracias por compartir esas magníficas fotos de gentes, lugares y paisajes lejanos. Espero que sigas abriendo ventanas al pasado de la humanidad para que podamos mirar a través de tus ojos. Enhorabuena por el relato hermano.
    Un besito

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  13. Makasi!!! mi querido Alvaro, makasi por descubrirme la naturaleza salvaje del comienzo de tu viaje, porque aún con el tremendo esfuerzo y cansancio de los primeros días, has descrito de manera sublime, como siempre, cada detalle, cada rincón, haciendo que lo disfrute con todos los sentidos, los sonidos, su música, la comida de Amius e incluso el olor de Papúa. Makasi por hacerme disfrutar del viaje incluso a través de los ojos de aquel pequeño con destino incierto. Te conozco y sé que lo pasaste realmente mal para cruzar aquel puente, pero mereció la pena. Makasi por tus descripciones de las "casas barco", de los rituales funerarios, me ha impactado especialmente el del enterramiento de niños en árboles, realmente mágico. Nunca olvidarás tus viajes y gracias a tus escritos los podrás recordar así como a través de tus compañeros de viaje. Y por último, makasi por tu amistad Alvaro, que como tu bien dices, no conoce de tiempo ni distancias. Ya estoy deseando que me cuentes tu próximo destino y próximo relato. Te quiero amigo.

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  14. Termino de leer tu relato. Como en la historiografía de los antiguos, haces una mezcla perfecta entre la precisión y la literatura. Esta mezcla me transporta a la emoción y a la experiencia, las que, con tanto talento de alma, transmites. Lo he disfrutado y aún lo disfruto; es un relato con olores y sabores, con silencios sagrados y con músicas que traspasan y empapan igual que la lluvia y el agua del océano majestuoso que se gozan mientras se leen. Gracias, Álvaro.

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  15. Deliciosamente impresionante Álvaro. He disfrutado muchísimo conociendo de tu mano esta parte del mundo tan lejana y desconocida para mí. Valoro tu valentía y fortaleza, y la forma tan exquisita en que transmites tus vivencias. Emoción y conocimiento se funden en esta maravillosa aventura. Desearte que nos sigas regalando tus experiencias con tanta intensidad. Gracias y enhorabuena. Un privilegio tenerte de compañero.

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  16. El alma del ser humano tiene que recuperar la pasión de la aventura. Y la gran aventura es siempre el viaje. En Papua además fue con gente especial.
    Nos vemos en Sócotra la isla de los genios, amigo.

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  17. Tras muchos intentos de leer este relato, no por falta de ganas, sino de tiempo y cabezonería porque como siempre, quería leerlo tranquila y de una vez, para disfrutarlo como se merece y me gusta, sin que ninguna de las sensaciones que me produce se escape. Hoy al fin lo he conseguido, con el vello aun de punta y un sinfín de sensaciones por dentro como me suele pasar, por una lectura con la que me vuelven al faltar las palabras y el aliento. Qué puedo decir o destacar, si es que es todo, mi más profunda enhorabuena y admiración por esas descripciones, citas, mitos, poesías,cantos, preciosas vivencias, paisajes, olores, miradas, emociones intensas, imagenes preciosas que describen tanto, historia muy bien contada.. que se yo, si me mantengo sentada porque me cuesta hasta ponerme en pie.
    Sinceramente los nombres de los lugares los mezclo en mi cabeza, sólo recuerdo Bira, quizás por ser de los últimos, o más bien por esa playa y esa luz, que no puedo imaginar como serán en verdad cuando en fotos ya impresionan tanto. Creo que como dices en algún momento, es un viaje de naturaleza y emociones; y a través del tiempo también pienso yo. A lo más profundo del ser humano donde el día a día, no tiene nada que ver con el nuestro. Naturaleza pura, sus cantos de agradecimiento, la profundidad del verde de cada paisaje, el caminar por lo salvaje, los trekking, las caídas que hemos compartido cada uno de los que hemos leído, estoy segura, las danzas de las tribus, la dureza de la situacion del niño enfermo, sobretodo para tu compañera; la dulzura en semblantes duros como el de tu porteador, Derman, creo, los lazos que se crean
    cuando uno se comunica principalmente con el corazón y miradas, recuerdos y regalos cargados de valor que no tienen precio,niños riendo y correteando siempre por cualquier lugar aportando lo más bonito e inocente. El reto y superación al cruzar miedos, ese puente, que corriendo he sentido cruzar contigo, tienes que estar muy orgulloso, ya en foto impresiona bastante. Lo escalofriante de los funerales, sus sacrificios y su significado cultural. Destacando lo que hacen con los cuerpos sin vida de los bebés, que a la vez de triste parece mágico. El cielo nocturno y su infinidad de estrellas vigilantes, el mar siempre el mar.
    El significado de la vida y la muerte para otras gentes con las que comprartimos mundo y tiempo aunque, de verdad que parezca alucinante. Donde parece que se vive siempre en la misma época, y que se adapta a turistas, porque al fin y al cabo todos somos más iguales de lo que parece.
    Sin más agradecerte una vez más, que nos hagas compañeros de viaje desde ese cuaderno que tanto nombras y llevas contigo cada momento, destacando a los de verdad, seguro que ya familia; importantisimo encontrar tan buena gente, acorde a tales experiencias.
    De nuevo gracias de corazón por compartir viaje, aventura, sueño del niño que todos vemos en ti, en un relato que no puede ser mejor contado que con cada letra e imagen nos lleva en este caso Papua a lo más profundo nuestro ser. Makasi, una y otra vez, Álvaro. Un abrazo gigante ♡

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