sábado, 26 de diciembre de 2009

Historia de un pequeño pinocho


A Rosa y Miguel, por hacer sueños realidad

Había frío, en una mañana de nieve y silencios, en la que un niño mayor fotografiaba la alegría ajena, quizás para atrapar migajas.
Había un viaje, con nieve en la carretera y encogimiento de corazón, donde la mirada comprensiva del chófer, una media sonrisa de ánimo al captar lágrimas que escapaban de los ojos del niño mayor, ayudó a mantener la compostura.
Había compañeros de viaje, perdidos en edades y descubrimientos, en querencias y proyectos.
Había un destino, una ciudad inundada, cargada de simbolismos y anhelos. Una ciudad perseguida por el tiempo y el mar, que esperaba, como siempre, cumplir algún sueño.
Había un paseo por la ciudad, con hechizo de cuento, en la que la nieve mutó en sol, el frío en risas, los dedos congelados en calcetas y guantes y donde los techos de las cafeterías eran sujetadores de colores.
Había una pareja de compañeros, que saltaron en el aire, contaron los copos en su rostro, agarraron de la mano al niño mayor, y con regalos de máscaras cumplieron sus deseos con sonrisas de ilusión.
Había una compañera, que iluminó la tarde con un sueño sobre canales, y que con una mano sobre el agua le robó al tiempo media hora para regalársela a sus dos amigos. Nunca los rayos del sol sobre la ciudad se reflejaron mejor, que en ese momento.
Había un compañero, que emocionó la tarde ante dos capuccinos y un chocolate, que secuestró una querida melodía a piano y se las brindó a sus dos compañeros. Nunca sonó mejor la ciudad, que en ese momento.
Había dos compañeros, uno titiritero escondido, que al anochecer le hicieron el mejor regalo: la historia de un pequeño pinocho, marioneta de la vida, en busca de la felicidad, bajo la luz tenue de un cuarto de hotel, con las cortinas como escenario y Somewhere over the rainbow como banda sonora. Nunca sentirán las paredes del hotel mayor abrazo, ni más sentido, que en ese momento.
Había un niño mayor, que inició el día con lágrimas de tristeza, y que, agarrado a un pequeño pinocho, en la noche robó estrellas, danzó en la nieve e inundó su rostro de lágrimas de felicidad. Nunca sentiría menos la soledad, que en ese momento.

No hubo final de historia, ni la habrá. No se le puede poner fin a una amistad verdadera, tan sólo palabras de agradecimiento. Guardo ese pequeño pinocho en el rincón de mis tesoros, y me abandono en su historia como reflejo de todo lo bueno que me queda por vivir.

jueves, 24 de diciembre de 2009

No os diré nunca adiós


Decía Cernuda que el deseo es una pregunta cuya respuesta nadie sabe, aunque sólo sea una esperanza. Últimamente deseo tantas cosas, y se diluyen algunas tan rápidamente que no puedo menos que darle toda la razón. En el cambio que me está reconstruyendo, los cimientos han ido mutando de deseos a esperanzas, y, por eso, el recuerdo de las palabras de Cernuda me han animado de nuevo a escribir.
He decidido. Voy a fabricar sueños, de nubes, de mares y de tierra; de ideas y de práctica, porque desde hace días la gente que me quiere me anima a hacerlo. Uno de estos días os voy a contar una historia, que encierra muchas y que guardo como un tesoro porque fue un regalo. Os voy a contar retazos de cappucino, góndolas, canales, piano-bar, de amigos que sueñan contigo y te cogen de la mano, que te dibujan la sonrisa y te retiran la lágrima con una caricia, que te preparan la magia del Bósforo y te retiran las piedrecitas del camino. Os voy a contar palabras que dejen atrás otra historia, la de un niño mayor perdido en la búsqueda de Nuncajamás.
Tengo una imagen de la que partir, un pequeño pinocho. Una melodía prestada. Y, de nuevo, una necesidad, que Esperanza Ortega me pidió robar en sus versos. La de no deciros nunca adiós. Hoy, por ayer, hizo ventiocho años de la muerte de mi padre. Su ausencia, y las palabras que nunca le dije ni él me dijo, me animan a decíroslo:

No os diré nunca adiós
viejas palabras malgastadas
amigos
fiestas
proyectos incumplidos

y esta alegría de palomas
a punto siempre de partir

países
que desaparecieron de nuestra geografía

no os diré nunca adiós
porque en vosotros
está más cerca el paraíso.

Sigo siendo un niño mayor, pero ya no busco Nuncajamás. Porque en vosotros tengo lo más parecido al paraíso, no puedo deciros adiós. Porque os necesito, termino como empecé, con Cernuda: tú justificas mi existencia, si no te conozco no he vivido; si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido. No penséis en tristeza, sino en esperanza, porque yo así lo he escrito y así voy a hacerlo.

sábado, 12 de diciembre de 2009

Construir un cambio

Llevo un par de días queriendo escribir en el blog. Se ha convertido para mí, y algunos lo sabéis ya, en una terapia necesaria. Pero no he podido. Todo lo que intentaba escribir salía triste, gris, melancólico. Ya se que es el reflejo de cómo me siento, incluso que es el intento de lo que hay dentro de mí que necesita salir para calmar las aguas turbulentas en las que navego últimamente, no tanto por el trabajo como a nivel personal. Si las cosas no van bien, no pueden encontrar un reflejo divertido, ameno, de colores.
Pero no quiero. No quiero una imagen de mí retraída, de ojos llorosos, de semblante serio. No quiero un Álvaro demasiado reflexivo, que camina por el Instituto agobiado, que habla demasiado diciendo cosas que no debe decir y sintiendo cosas que no debe sentir., Las cosas no van bien, sí, pero eso no justifica todo lo demás. Releo lo que acabo de escribir y sigue desprendiéndose esa imagen triste. Me suena a victimista, y nunca he sido, o he querido ser, victimista. Siempre le digo a mis alumnos (muchos, los pobres, me tienen a primera hora) que sonrían, que sonriendo las cosas se ven de diferente forma, que con una sonrisa, quien se dirija a ti lo hará de forma positiva. No puedo decir eso y actuar de forma contraria. Yo soy de sonrisas, yo quiero ser de sonrisas, y no de cara a la galería.
Algunos me estáis siguiendo en esta aventura, me conocéis, se que no os gusta este rollo de tristeza o pesimismo. Ni a mí. Y quiero rebelarme. Claro que he de empezar por solucionar los problemas, y, sin embargo, aquí estoy, involucionando, queriendo arreglar mis palabras para reconstruirme por fuera. He de ser sincero conmigo mismo, reconstruirme por dentro, dejarme de tontunas de adolescente, dejarme de sensibilidades exacerbadas. Yo mismo me he sorprendido diciéndole a compañeros de lo bueno que es llorar, y de lo que me gusta ver cine de llorar. Es cierto, me gusta en el cine, pero no soy de llorar, no disfruto llorando en mi vida. Y últimamente lo hago.
Llevaba años sin hablar del pasado. En el Instituto he tenido una vida nueva, una oportunidad de cambio, no hablaba demasiado de arqueología, de universidad, de doctorados, de cosas que me hicieran daño. Y últimamente lo hago.
Tampoco solía hablar de mí, y ahora es yo, mi, me, conmigo.
He de ser sincero, construir el cambio y el camino, dejar de andar dando círculos, por mucho que el círculo sea cómodo y reconforte. Es irónico que vengan mis alumnos cada día a la mesa de jefatura a que les de consejos, les anime o les escuche, cuando no me escucho ni me ayudo. No puedo ser el don Manuel de Unamuno, eclipsar mi vida paulatinamente o llegar a ser una forma sin contenido. He de construir un cambio. Perdonad, pero escribo para mí. Es el final de la escapada.



miércoles, 9 de diciembre de 2009

Hoy


Hoy he estado en el cumpleaños de dos grandes amigos. Desde hace años, en mi vida, cumplir años se está convirtiendo en una celebración de la amistad y los buenos momentos. Algo que te hace sentir afortunado. El de hoy no podía ser menos, y hemos aprovechado para hacer lo de siempre, de una forma distinta: mofarnos los unos de los otros, comer y beber hasta hartarnos y echar de menos a los que no estaban por la distancia. Esto, que de por sí hace que esta noche duerma con una sonrisa tonta en la boca, también ha propiciado reflexiones de todo tipo. Pero me quedo con una. Quizás haya sido la primera. Además, en la intimidad de un café a dos bandas antes del alboroto.
Cuando alguien que te importa, de una forma totalmente lúcida, pese a sus circunstancias, es capaz de darte una lección sobre lo que es el amor. Cuando alguien a quien le importas, a pesar de que las cosas no le vayan bien, te sonríe y te hace ver lo que es “estar enamorado hasta las trancas”, uno (por no decir yo) confía. Confía en lo inesperado, en lo que puede suceder sin esperar, y en que esa confianza tiene sentido, que está contrastada en la sinceridad de alguien que te importa y a quien le importas.
Mi educación sentimental, para qué engañarme, no ha sido lo maravillosa (ni abundante en experiencias) que imaginé en mi adolescencia. Es más, la mayoría de ocasiones el amor, con lo rotunda que es la palabra, ha sido sinónimo de desilusión (que no frustración) y de inseguridad (por el traje de pequeño fracaso). Y los años han forjado en mí una perspectiva de no esperar nada y de intentar dejarme sorprender por lo que pueda ocurrir. Como es normal, y humano, en ocasiones no me creo nada de esta racionalidad, y soy el primero que construyo castillos en el aire y me inundo de ilusiones ante una mirada especial, un roce de manos o una cercanía sensible.
El caso es que estaba dejando de creer en la rotundidad de esa palabra, por mucho que en mi carácter ese pensamiento jugara a contracorriente. Y ese alguien que me importa, con la transparencia de sus palabras, me ha recordado lo hermoso que es amar y sentirse amado, aunque sólo sea un momento en tu vida. Suena a cliché, suena a canción repetida o a verso barato. Pero me da igual lo que suene a los demás. Hoy, para mí, sonaba a mil trompetas en el cielo, a cosquillas en el estómago, a querer ser mejor persona, a piel erizada y sonrojo. Hoy sonaba a ti, que me esperas en la esquina de los días que vienen, que quizás ya estás en mi vida. Hoy, gracias a alguien que me importa, me acuesto feliz, y eso es mucho más de lo que hago cualquier día.

viernes, 4 de diciembre de 2009

La vie devant soi

Hace años que ví esta película francesa. "Madame Rosa" ha sido su título en castellano, si bien el original, La vie devant soi (La vida ante tí) le hacía más justicia por el simple hecho de conservar el título de la pequeña novela que adaptó, de Romain Gary (Emile Ajar). Mi recuerdo de ella fue, durante mucho tiempo, la impresionante actuación de Simone Signoret (un canto de cisne) y pequeños retazos de un historia dura, triste, tierna y bellísima a la vez. Madame Rosa es una ex prostituta judía de cerca de 70 años (superviviente de Auschwitz) que se gana a duras penas la vida dando albergue temporal en su casa de París a los hijos no deseados de las prostitutas del barrio. Su edificio está lleno de personajes pintorescos, en un mosaico de razas, religiones y nacionalidades, que tienen en común el drama y la comedia de la vida, ahí es nada. Por ello, cuando encontré el libro no dudé en comprarlo (y en regalarlo, en alguna ocasión). Película y libro me atraparon, y aún siguen en mi cabeza en puntuales ecos.
Anoche, ese recuerdo ha mutado. Escenario, Teatro Principal de Cartagena. Madame Rosa no era Simone Signoret sino Concha Velasco, en su propio canto de cisne. Disfruté, reí, lloré, me emocioné de nuevo ante el reflejo de la vida, tanto la que está marcada por un pasado demasiado doloroso, como la que no tiene sentido por la ausencia y el vacío. Fue imposible no sentir, no identificarse ante retazos de amor, soledad, esperanza, ilusión, tristeza y abandono. Imposible no salir a tu mundo y permanecer ajeno al andar rápido del transeúnte, al comentario del compañero o a la esperanza de un mail, sin el peso de la mirada gastada y benévola de Madame Rosa o la pasión de Momo. Quizás estoy demasiado sensible estos días, pero aún sigue en mi mente la frase final de la obra: "las cosas son como las personas, sólo tienen valor cuando alguien las ama". Aunque me encuentre solo en estos momentos, sonrío. Sonrío porque tengo conciencia de lo afortunado que soy por tener este maravilloso grupo de amigos que me recuerda cada día la vida. Y me gustaría, en esos tontos juegos de ilusiones que creamos de vez en cuando, prestaros a Madame Rosa y a Momo, que os conozcan para dibujar una sonrisa en su rostro que le devuelva dignidad a la vida. Sé que he repetido muchas veces la palabra vida, pero mucha vida no hace daño, si estáis en ella.

martes, 1 de diciembre de 2009

Sentirse gris


La tristeza fumigó de tristeza las ráfagas de viento seco.
La tristeza encendió hoy los vendavales de la desilusión.
La tristeza es una señora gris vestida de gris rasgada de gris.

Hoy soy de la tristeza
-mañana igual vuelvo a sonreir-

Hay días, no preguntes por qué, que todo parece gris, que los anhelos, las querencias y hasta las necesidades se encuentran un pasito más allá del que puedes dar en ese momento. Que miras a tu alrededor y te emociona el juego de los niños en el parque de los Juncos, el paseo de los ancianos con la compra o las manos entrelazadas de la gente. La sonrisa más cercana parece la más lejana, y, cualquier cosa, hasta la más tonta (casi siempre la que me recuerda a mí) te humedece los ojos. Con el frío, el gris del cielo me hace sentirme gris, y me resalta mis ratos (últimamente demasiado largos) de soledad. No hacen falta divagaciones sobre depresión prenavideña, sobre la soledad auto-impuesta o la lejanía de lo que quieres. Lugares comunes. Es más sencillo que todo eso. En mi pueblo dicen para esto "que uno no se encuentra", y , como siempre, la sabiduría del pueblo acierta. No me encuentro, y por eso soy "tristegris", porque quizás me estoy ilusionando en colores que no me van a vestir, o porque quizás hoy la sensibilidad me anuncia que necesito un cambio, un "encuentro". Así que, para mañana, me marco un propósito, encontrarme en tí, en tí y en tí (ya sabéis quiénes sois), y por favor, ayudarme a vestirme de colores. No me gusta ser gris.