miércoles, 22 de diciembre de 2010

Ser profesor


Siempre he preferido el reflejo de la vida a la vida misma. Si he elegido los libros y el cine desde la edad de once o doce años, está claro que es porque prefiero ver la vida a través de los libros y del cine.

(F. Truffaut).

Desde que leí estas palabras, hace ya unos cuántos años, me identifiqué en el sentido de entender la vida más allá de su realidad, quizás como un medio de reconciliarme ante un devenir vital con el que no estaba del todo conforme. Todos tenemos nuestras razones para estar más o menos satisfechos con la realidad que nos ha tocado vivir, o con la realidad que hemos construido de forma más o menos consciente. Desde pequeño, como Truffaut, opté por el reflejo, dolía menos y excitaba más mi imaginación y los sueños de cómo quería construir un camino. Me equivoqué, seguramente, porque acentuó demasiado una sensibilidad que de por sí me desbordaba y condujo a desengaños innecesarios para alguien con los pies en la tierra. Pero cada uno es como es, y yo era, soy, y supongo que seré, así. Ciertamente, un problema.

Por ello, entrar como invitado de última hora en un mundo tan real y poco dado al reflejo utópico como el de la educación, me obligó a replantearme muchas cosas. No sólo la vocación (ya sabéis que mi ilusión era la arqueología), sino planteamientos vitales de primer grado. Quise evitar el vértigo de las reflexiones refugiándome en la entrega, en la ilusión de un trabajo, profesor, que me abría mil y un caminos de acercarme, incluso de reconciliarme, a la realidad.

Han pasado años, tampoco muchos, desde ese punto de partida. Mentiría si no dijera que en algunos momentos el vértigo de las dudas, las inseguridades, me ha llevado a detenerme y hacer balance. Os ahorro las conclusiones. Pero estas semanas situaciones, comentarios, evaluaciones, amigos, y, sobre todo lo que está ocurriendo hoy, me ha traído de nuevo a la cabeza una serie de preguntas: qué es la realidad, qué es ser profesor, qué hago yo aquí, …, que quizás atiendan a una única respuesta.

Desde el primer día que entré a una clase como profesor, muchos de los referentes que tenía de cuál era mi función en el aula se tambalearon. La diferenciación de roles, la autoridad, la transmisión de conocimientos, quizás no eran tan importantes como la comprensión, la aceptación y la lucha de afrontar o cambiar una realidad. Y me desbordó, y me desborda. Porque cada vez que abría la boca e intentaba enseñar, aceptaba, rechazaba o buscaba cambiar una realidad. Y con ello, me desnudaba un poco.

Un proceso tan personal no ha encajado nunca bien con una profesión en la que cada vez más se ha ido imponiendo la gestión: reuniones, papeles, autorizaciones, guardias, clases de 55 minutos; y olvidando al alumno (y al profesor) como personas, a sus preguntas, a sus acciones, a sus inquietudes…

Nadie me enseñó a ser profesor, nadie enseña a serlo, somos nosotros quiénes aprendemos con cada clase, con cada año; y por ello nadie te enseña cómo desnudarte, si es necesario o no, cómo asumir la realidad del aula, del instituto, de la sociedad de la que emana todo. Nadie te enseña más que uno mismo.

Me ha costado llegar a hoy. Me sigue costando abandonar los miedos de las preguntas de los alumnos, de no llevar bien preparada la materia, de no lograr transmitir, de esconder los nervios ante un grupo que desconozco. Me ha costado alcanzar una mínima libertad, poder decidir que es igual de importante lo que sabe el alumno como lo que siente, que no se debe tener miedo a decir la palabra no sé, a desnudarme.

Me ha costado ser un poco libre, y partir de esa libertad para intentar comprender el mundo en el que habitamos. Y cada día, desde hace unos años, he dirigido mi función como profesor a que mis alumnos comprendieran, y sintieran y se expresaran. Y escucharan. A que la Historia no es lo que aprendí en la Universidad, sino que es comprensión, y palabra. Mi palabra, sus palabras. Que es silencio y miradas. Mi silencio, mis miradas. Su silencio, sus miradas.

Me ha costado esa libertad, y hoy he tenido la sensación de que me la robaban. Que la realidad, esa realidad con la que la educación me reconciliaba, me decía a la cara que todo esto no importa. Que no importa la comprensión, el sentimiento, la expresión, la escucha. Que no importan las palabras. Que no importa la dignidad del profesor, porque hay crisis; porque la realidad no entiende que hay una persona detrás del profesor, que no quiere ser policía de la cultura, sino inductor y promotor de deseo, de imaginación, de comprensión. La realidad no entiende que no es una cuestión de dinero, sino de respeto. Que no hay educación sin respeto.

Hoy hace años que murió mi padre, quizás la primera persona que vio en mis ojos la necesidad de comprensión, de ser profesor. Hoy la realidad no sólo me ha recordado su ausencia, sino que ha querido arrebatarme la necesidad e ilusión de ser docente. Y he recordado a Truffaut, y sus 400 golpes, y la preferencia al reflejo de la vida antes que la vida misma. Y hoy no quiero acostarme con la sensación de que ser profesor no tiene sentido, de que no me voy a poder reconciliar con la realidad. Hoy no quiero que me roben la libertad, porque soy profesor a pesar de todo. Y quiero serlo.


domingo, 12 de diciembre de 2010

El Reino de la pequeña altura


A los once soñadores de Fez, Volubilis y Alhucemas.

“He aquí el paraíso en el que yo vivía antes:

mar y montaña.

Hace de eso toda una vida.

Antes de la ciencia, antes de la civilización

y la conciencia.

Y, tal vez, volveré,

para morir en paz, un día…”

Driss Chraïbi.

Nada es más difícil que hablar de lo que amamos. En mi caso, es aún más difícil hablar de lo que pierdo, de lo que duelo. Lo intento a través de las palabras, pero las no habladas, las escritas, aquellas que me guían hacia el lugar en el que las cosas se ven mejor, hacia el lugar en el que la mirada expresa lo que amo, lo que duelo. Desde hace un tiempo intento llegar a ese lugar, pero me he perdido muchas veces. El problema me parece claro, necesito guía.

Martín Garzo me habló del reino de la pequeña altura, un reino que se encuentra suspendido a tan sólo unos centímetros del suelo, donde habitan las palabras que guían. Un reino al que, para acceder, cada cierto tiempo hay que escaparse de tus amigos, de tu familia, de ti mismo, y andar por ese camino insignificante sin buscar nada, sin comprender por qué lo haces. Un reino del que no tienes gran cosa que contar, y del que una vez y otra vuelves tan pobre como te fuiste, aunque con los ojos llenos de lágrimas, como si hubieras visto en él algo que no acertaras ni a explicar ni explicarse. Un reino en el que las palabras te explican lo que no podemos tener de la vida, para aceptarlo o trascenderlo.

Utilizando la única guía que conozco, mi corazón, y a pesar de que a veces no es certero, ni siquiera sabio, emprendí hace poco un viaje, abrí un camino. Tenía que recorrer ese reino, lo necesitaba. Y lo emprendí de la única forma que sé, entre sueños. Soñé un camino real, bañado por el Mediterráneo, un camino que llevara a un paraíso de mar y montaña, a una tierra que cada caricia de aire hablara de historia, de ciencia, de vida milenaria. Un camino de ida y vuelta que me refugió a la luz de las estrellas, al compás del mar y los delfines. Un camino que no andaba solo, aunque la soledad me acechara. A cada paso sentí once soñadores, portadores de risas y abrazos, en una extraña pero cercana lengua. Un camino que desembocó en un lugar en el que no había nacido, pero que no me era extraño.

Es una tierra que no dormía, ni me dejaba dormir, acogedora de exiliados y aventureros, que oculta en sus entrañas los cuentos de las mil y una noches; y que, por ello, era igual de hermosa vista desde lo alto. Porque desde lo alto comprendías por qué en cada rincón de su laberinto de minaretes y callejuelas podías desaparecer, por qué en algunas zonas decenas de cubetas encerraban los colores del arco iris dormidos en ellas para teñir telas, pieles y sueños, mutando la putrefacción en hierbabuena; por qué en cada rincón los muros te abrían ventanas de madera trabajada de cedro hacia mezquitas, escuelas coránicas, plazuelas, pequeños patios que ocultaban té, cerámica, arrieros con borricos cargados de mercancías, decenas de zocos de babuchas, adornos, pequeños laúdes, carteras y estuches de piel, alfombras, y cuencos con sopas y una gastronomía robada al tiempo.

Es una tierra para sentir, para imaginar, para buscar esas palabras del reino de la pequeña altura. Un mundo cercano que baña un cielo protector, que une ruinas romanas con un mundo casi medieval, suspendido en el tiempo, donde lo importante no es el dinero, ni las distancias, sino el contacto, el lenguaje del cuerpo, de las manos, de las miradas; un mundo en el que el saber se encuentra en el vivir, no en la palabra escrita.

Once soñadores se postraron. Once soñadores respiraron y observaron. Once soñadores bailaron en el tiempo, al son de tres pequeños laúdes. Cada uno buscó su sueño, y en la búsqueda estaba el sentido del baile, del viaje.

Busqué el mío, y me perdí en el reino de la pequeña altura. Sentí demasiado, y demasiado poco apresé. La verdad no cabe en un solo sueño, necesita del entrelazarse de los muchos sueños para revelarse. Y la verdad necesita de lugares reales, más allá de ese reino. Lugares donde soñadores te brinden su apoyo y su sonrisa. Lugares donde la soledad se pierda buscándote, y donde se nombren las cosas. Lugares como esta tierra, de mar y montaña. Antes de la ciencia, antes de la civilización y la conciencia.

Necesito este lugar. Y, tal vez, volveré. Un día.