martes, 16 de febrero de 2010

Pentimento


Las pinturas al óleo sobre el lienzo, al ir envejeciendo a veces se hacen transparentes; y así es posible ver en determinados cuadros los trazos originales. Aparecerá un árbol a través de un vestido de mujer; un niño dejará paso a un perro; un barco dejará de estar en alta mar. A esto se le llama pentimento, porque el pintor se arrepintió, cambió de idea. Fue una gran escritora, Lillian Hellman, quien me descubrió esa palabra y su reflexión hace unos años, y últimamente no abandona mis pensamientos.
El contemplar un camino recorrido a veces ayuda a evitar piedras y obstáculos en los nuevos senderos que hemos de iniciar cada día, pero cuando el camino lleva mucho andado deja entrever en esa vista atrás que algunos de los sueños que te movían no han sido tales, o que, simplemente, estabas equivocado en muchas cosas. Redundar en que el camino es lo importante no sirve cuando no te reconoces en mucho de lo que te rodea en esta parada. Tengo la sensación de que partí hace tanto tiempo que el rumbo ha terminado por perderse, y me cuesta identificar los árboles que me servían de guía, porque observándolos ahora, desde la distancia, se han desnudado, mostrando su corteza original, libre del musgo y las ramas que el trayecto vital le fue añadiendo. Esos trazos originales quizás marcaban otro camino que no he sabido seguir. Y, sin embargo, me sorprendo a mi mismo en el sentimiento que queda al echar la vista atrás, en esta parada. No es dolor, quizás un poso de tristeza, un barniz de melancolía que siempre tiñe un retrato pasado.
El camino, aunque en principio señalara un viaje muy distinto al que he andado, me ha tatuado afectos, afectos que me hablan, me transmiten, y que, en todo caso, me permiten hoy tener el sostén necesario para poder cambiar de idea, o, simplemente, vivir. Mi barco no está en alta mar, donde lo pinté en un inicio, y lo difícil para mí ahora es saber dónde está, y si esta parada es el mar, y si pueden existir árboles en el mar, o estrellas a las que bailar cada noche. Ayer tuve miedo, porque el camino estuvo a punto de cortarse, el mar de secarse. No fue así, sigue el mar, sigue el camino, y lo contemplo de forma distinta. Cambié de idea. A veces, es bastante con poder andar.

lunes, 1 de febrero de 2010

Una historia


A estaba sentado junto a su madre en los primeros asientos del vagón. Tenía siete años y el pelo moreno, tan corto que el remolino que tenía en la nuca era imposible de dominar. Su palidez y delgadez contrastaban graciosamente con unas mofletes regordetes y sonrosados que A odiaba, porque a su tío le encantaba pellizcarlos apenas le veía, como si fuera un chiquillo de tres años. Apenas había dejado de reír, ante el barullo que acaba de montar ese joven estudiante con gafas al caérsele la carpeta. Su madre, una señora de unos cuarenta y tantos años, le había reprendido con la mirada por reírse, y, acto seguido, A recordó que estaban de luto y que había cosas que, seguramente, no podrían hacerse. Mirando el mar, se dispuso a pensar qué cosas podría hacer, y qué cosas no, mientras su madre llevara el luto.

Le gustaba viajar en tren, y, sobre todo, mirar por esas ventanillas que además de observar el paisaje te permitían ver el interior del vagón. Así, además de mirar el mar pudo ver a su madre, que le observaba con ternura, un tanto arrepentida por haberle reprendido en una de las pocas ocasiones en que su hijo, últimamente, había podido reír con naturalidad. Su madre, una señora de pelo castaño, cuyos hermosos y bondadosos rasgos empezaban a ser invadidos por las arrugas, iba enteramente de luto, producto de su arraigada educación católica, pero igualmente por necesidad íntima: en verdad no le nacía vestirse de color tras la muerte de su marido. Se deslizó una lágrima por su mejilla, no por lo mucho que se habían amado, ni siquiera por los problemas derivados de la pensión o de los prodigios que a partir de entonces iba a tener que realizar para llevar un nivel de vida decente, sino porque su marido no iba a ver crecer a su hijo, ni su hijo tendría el cariño paterno. Sacaría fuerzas de dónde fuera, pero no crecería con falta de cariño. El tiempo le ayudaría.

A, en el cristal, vio la lágrima de su madre. Una congoja grande por ella inundó su pecho. La quería mucho, pero fue incapaz de darle un abrazo o coger su mano y apretársela. No sabía cómo comportarse en esos momentos. De pronto, sacó una foto de su padre y él cogidos de la mano, que desde hacía un tiempo guardaba en su pantalón. Con disimulo, para no alterar a su madre, la miró. Tenía la creencia de que si su padre vivía en su memoria nunca moriría de verdad, y la foto le ayudaba a tener presente su imagen, siempre cogidos de la mano, con su tacto cálido y el olor a colonia Varón Dandy. En esos momentos pensaba que mamá seria feliz cuando supiera que papá no había muerto, que vivía en él.