lunes, 5 de abril de 2010

Volver


No había vuelto a pisar ese sendero desde hacía años, desde que la vida me llevó a dejar de lado cosas que amaba, para encontrar otras que también le dan sentido a lo que soy. Y lo he hecho hoy, un día de sol que significa mucho. No he podido dejar de emocionarme cuando, antes de subir por el camino, me he sentado en el banco de piedra junto a la fuente, a la sombra de la entrada de la casa-museo, donde viví cinco meses al año durante casi seis años. Años de formación, de trabajo, de entusiasmo, de ganas de comerse el mundo, de pensar que todo y para todos era posible. Los que me conocen saben que era mi rincón, donde me abandonaba cada atardecer, donde soñaba con mi futuro como arqueólogo e investigador, dónde arreglaba el mundo con Charo o mis compañeros, mientras tomaba una copa o nos mirábamos a los ojos. Y desde ahí, desde mi lugar, frente al cerro con la mejor imagen posible, he cerrado los ojos, me he bañado por el sol y he respirado, lenta y profundamente, escuchando Calle Melancolía. Y he abierto los ojos, con fuerza, para ver, con la misma inocencia de esos años, Segóbriga.
Ascender por el sendero, ver mis huellas de nuevo por el camino de tierra, ir dejando a un lado el Teatro, y al otro el Anfiteatro, traspasar la muralla y la puerta principal, avanzar hacia el Foro, e ir buscando con los ojos los lugares dónde aprendí a amar la tierra gris, me ha hecho recordar. Ante mi he creído ver de nuevo a un pequeño arqueólogo, de gafas inclinadas y pantalones desgastados, que desechaba sus viejas alpargatas de excavación por las botas manchegas, para bailar al son de Harris y perderse entre cardos, piedras y cenizas que tatuaban piel y dientes. Que recorría las Termas con el flexo en el bolsillo y la mira al hombro, en busca del punto cero; que dibujaba (o lo intentaba) con viento, lluvia y sol; al que tomaban el pelo unos obreros que se hicieron familia, y que pese a jornadas de 7 a 20 h (más las noches de inventario en el museo), era feliz.
Y ese pequeño arqueólogo me ha llevado al teatro, a sentarme en su graderío, frente a la inmensidad del campo manchego, al atardecer. No me ha dejado solo, he tenido a todos mis amigos sentados junto a mí, mirándome a los ojos, apoyando su mano sobre mi hombro, diciéndome adelante. Entre mis manos un pequeño libro, regalo de un gran amigo (que es hermano y más), Cuentos del Mundo que ayudan a educarnos, páginas que hablan de poder realizar los sueños. Mentiría si dijera que no he llorado, pero no me averguenzo. Ya dejé atrás la verguenza por mis emociones.
Y he pensado, mucho, mientras descendía por el sendero, en la necesidad de los sueños. En poder hacerlos realidad. Y sobre todo en uno, pequeño y grande a la vez : no dejar que ese pequeño arqueólogo se pierda una vez más, que vuelva a saltar sobre los muros, que vuelva a respirar Historia, a vivir. He cerrado de nuevo los ojos, sin volver la vista atrás, pero con una certeza: volver a lo que soy.