martes, 13 de octubre de 2015

EL CAMINO DEL CIELO: TRAS LOS PASOS DE LA SEDA




Donde el viajero aún percibe la luz de una estrella que murió hace siglos
R. Grousset.

No he contado ni la mitad de lo que ví
Marco Polo

A mis compañeros Pablo Cubi, Susana, Sofía, Lorena, Quique,
Juanjo, Laura, Elena, Ingrid, José María, Ilde, Maribel, Puri y Pedro,
quienes dieron sentido a estos pasos.
Y a Pablo Strubell, brújula en este sueño sobre el mapa.
A todos ellos, de corazón, Rahmat


Me costó alcanzar la cima. Tenía el corazón encogido. Hacía bastante rato que había dejado atrás los petroglifos y al grupo, pero sentía la fascinación que desprende la naturaleza virgen, los espacios intactos de la tierra. Solo el ruido de mis pasos y el de la brisa sobre la hierba quebraba el silencio. Paré y respiré profundamente. Y, lentamente, deslicé mi mirada a las cumbres nevadas del Tien Shan. Perdí la noción del tiempo. Sientes que estás muy lejos de donde vienes. Como si estuviera esperando mi mirada desde hace milenios.


La Ruta de la Seda solo recibió su nombre en el siglo XIX. Antes, mucho antes, era solo un camino, un viaje cargado de esperanzas y sueños de riqueza y conocimiento, una red de caminos bajo el cielo que unía destinos y pueblos. Un camino bajo el cielo que había enraizado en mis propios sueños desde la infancia, alimentado por cientos de lecturas y epopeyas, por palabras y visiones robadas a la noche, desde el corazón de un niño que abría la ventana para dejar entrar la aventura.
Durante quince siglos unió Asia con Occidente. Desde el s. II aC, sino mucho antes, cuando los chinos buscaron al norte de Afganistán “los caballos celestiales” para poder defenderse de los guerreros mongoles e intercambiar por seda, se estableció una ruta comercial que pronto se expandió por toda Asia. De India a Persia, de las estepas kazajas a las montañas del Karakorum o Tien Shan, el camino del cielo pronto unió China con Roma, Oriente con Occidente. Una ruta de rutas. Nombres de leyenda que al pronunciarlos dibujaban el hilo de la seda: Samarcanda, Bukhara, Khiva, Kashgar…Y entre sus mercancías no había sólo seda, desde jade a marfil, té y especias, oro, ámbar, porcelanas, animales exóticos o esclavos podías encontrar en su cargamento. Desde la tierra lejana en que nacía el sol a los lugares más alejados de la orilla de un mar que pueda haber en la Tierra, cualquier sueño material se transportaba en sus caravanas de camellos, a pesar del frío, la sed o la propia vida, a pesar de guerras y conquistadores, de Alejandro Magno o Gengis Khan. Y con ellos ideas, religiones, conocimiento… En sus huellas sobre la arena se construía la civilización.
            A partir del s. XV y XVI, paralelo a las victorias árabes en el oeste, la Ruta declinó, los mercaderes poco a poco fueron abandonándola, hasta que sus huellas se fueron borrando por el viento y la arena, enterrando en el olvido sus riquezas y sus ciudades míticas. Cómo no emocionarse por volver a andar sobre el camino, a buscar las huellas de sus pasos. El sueño de conocimiento que embargó a Marco Polo, Xuan Zang o Zhang Quian, o a los exploradores y saqueadores de Stein y Hedin, animaba ahora mi camino.
            Ahora que en las últimas décadas el capitalismo impuso sus leyes y Rusia y China desempolvaron los hitos de su historia para abrir las puertas al turismo extranjero, era el momento. Ahora, como en la Antigüedad, dos mundos convivían: el moderno en expansión, con su mercantilismo amenazante, y las ruinas de ciudades que testigos de la Historia luchaban por sobrevivir manteniendo aquello que las había hecho legendarias. Ahora, por eso, era el momento, antes de que se perdiera mientras soñaba observando mapas. Dejar de hablar de países, de montañas y desiertos. Deshacer los mapas en mi imaginación para hacerlos realidad. Descubrir, escuchar, comprender. Había que partir. Como dice Savater, el mapa nos convoca a la aventura.
           El camino siempre ofrece amigos. Viajar es hacer amigos en ruta, aún con el temor de perderlos al acabar el viaje. Y este no iba a ser una excepción. Rápidamente el camino propició que personas de todos los puntos cardinales de la península creáramos un equipo, que compartía el mismo sueño. Como una caravana de mercaderes nos pusimos en ruta, guiados por un moderno Marco Polo, Pablo Strubell, lo más cercano a un nómada que te podías encontrar. Con sus palabras parecían hablar voces de exploradores, geógrafos, aventureros, escritores, fotógrafos, historiadores. En su instinto depositamos no sólo nuestro rumbo, sino nuestras ilusiones y hambre de conocimiento. Pronto descubrimos que una de las mejores formas de andar por este camino era escuchándole. Y acertamos, plenamente.

Tras una breve parada en Estambul, el punto de partida de nuestro viaje fue la capital de Uzbekistán, Tashkent. Poco conocía de Uzbekistán, enmarcada en las cadenas montañosas del Tien Shan y el Pamir en pleno corazón de Asia, más allá de su lugar en la geografía de las repúblicas exsoviéticas. Ese desconocimiento me tenía desarmado y más cuando tome consciencia de que, como heredera de los grandes khanatos, entrábamos en el camino de las míticas ciudades-caravana: Samarcanda, Bukhara, Khiva…Y hacía allí nos dirigimos.

SAMARCANDA.
            Con casi tres mil años de historia, la legendaria ciudad de la Ruta de la Seda puede decepcionar a aquellos que busquen en todas sus calles un laberinto medieval repleto de caravansarais, mezquitas o palacios. Y es necesario comprender que el tiempo y los seres humanos han transformado esa ciudad de leyenda en un enclave poblacional que intenta vivir del turismo. Ha mantenido sus mezquitas y monumentos pero ha perdido su paisaje y casi su alma. Pero cuando tus ojos aceptan esa situación, y renuncias a querer descubrir en cada recodo un reflejo de la magia que ha alimentado su nombre, rápidamente te dejas sorprender por lo que sí conserva y te enmudece: la impresionante Plaza de Reguistán, el mausoleo de Tamerlán, las cúpulas construidas como capullos de flores que se abren al sol… Y la ciudad de las rosas vuelve a florecer ante tus ojos.
Su historia es casi tan antigua como el hombre. Alejandro Magno, cuando la tomó en el 329 aC atravesando el río Oxus (Amu Daria), exclamó: “todo lo que había oído de Maracanda era cierto, excepto que es mucho más hermosa de lo que había imaginado”. Tras destruirla Gengis Kan en 1220, Tamerlán (Timur el Cojo, o el castigador de Oriente, el último de los grandes conquistadores nómadas) y sus sucesores, los timúridas, la embellecieron con magníficas construcciones de cúpulas azuladas, convirtiéndola en la capital económica y cultural de Asia central en los s. XIV y XV. Es en este momento cuando el castellano Ruy González de Clavijo, embajador del rey Enrique III de Castilla, visitó la ciudad (a inicios del s. XV), para entablar relaciones diplomáticas con Tamerlán en la búsqueda de alianzas contra el poder turco. Su relato contribuyó a mitificar la ciudad en la cultura europea, pues a sus ojos esta ciudad era el recipiente de los tesoros y las artes de toda Asia. De ahí que el astrónomo y poeta persa Omar Jayyam escribiera en el siglo XII: "Samarcanda, el más bello rostro que la tierra volvió jamás hacia el Sol".



            Y su leyenda ha continuado hasta hoy, como recuerdan las palabras de Thubron: “el nombre de Samarkanda no evoca ninguna ciudad terrestre. Tiene un sonido que roba el corazón. Otras capitales del mundo islámico- El Cairo, Damasco, Estambul- brillan con una magnificencia accesible, mediterránea, pero Samarkanda apenas habita en los lindes de la geografía. Su nombre tiene un timbre de rareza que sale de la tierra; fue sede de un imperio tan lejano en sus estepas y desiertos que no rozó Europa sino para aterrorizarla…Tamerlán, el conquistador, volvió a la Samarkanda que amaba. Bajos sus manos, la ciudad de barro se cubrió de mosaicos”. No exagera, la mayoría de los monumentos que conserva la ciudad se deben a la época de Tamerlán. De origen mongol, unificó gran parte de la herencia de Gengis Khan para fijar su objetivo en la conquista del mundo conocido, de Moscú a la India, y anexionarse toda Asia Central. Al convertir Samarcanda en su capital, “la ciudad de barro se cubrió de mosaicos”, una bella forma de expresar el interés que tuvo en que su capital reflejara el poder que concentró en sus manos, trayendo arquitectos, artesanos y artistas de todos los rincones de Asia, gracias a su paralelo interés por el arte y la cultura. Esta fue la ciudad que nos relató Ruy González de Clavijo, y la ciudad que esperábamos conocer.

Narguiza, una estupenda guía local y nuestro enlace en Uzbekistán, guió nuestros pasos. En primer lugar nos dirigimos a la Mezquita de Tamerlán o de Bibi Khanum. Tamerlán quiso construir la mezquita más grande que hubiera visto ojo humano, pero su ambición no vino acompañada de la habilidad técnica y desde un principio los derrumbes fueron una constante en su devenir. Hoy en día, en ese estado de ruinas y reconstrucción, junto a su gran cúpula bulbosa de rombos de brillante lapislázuli, que asemeja un capullo de flor, parece que se abre al cielo. En el patio central se conserva un enorme atril de piedra, de mármol gris de Mongolia, originalmente destinado a sostener un Corán de grandes proporciones, pero que los años de abandono y el paganismo de la población había convertido en objeto de un curioso ritual de fertilidad. Aquellas mujeres que desearan tener un hijo debían pasar por debajo, casi arrastradas, para lograr su sueño. Era curioso ver como más de un ojo femenino desviaba imperceptiblemente la mirada para posarla en el atril, quizás esperando que abandonáramos el recinto para llevar a cabo el ritual en soledad y sin los rostros inquisitivos de los turistas.


 


En la parte norte, casi en las afueras, cerca de las ruinas de las antiguas murallas, se encuentra un recinto fúnebre de finales del s. XIV destinando a la familia y allegados de Tamerlán, Shah-i-Zinda (“el templo del rey vivo”). Uno de los lugares más bellos de la ciudad. Llegamos al atardecer, casi sin gente, para pasear lentamente por su estrecha avenida escalonada y protegida por estrechos y altos mausoleos embellecidos con mayólica, mosaicos persas y pequeñas cúpulas celestes. A diferencia del resto de la ciudad, la quietud y la pequeña escala dominaban un ambiente que resaltaba el silencio y el recogimiento que se buscó en origen. A un lado, la tumba de la sobrina de Tamerlán, cuya prematura muerte se conmemoraba con lágrimas de mosaico. Al otro, la tumba del astrónomo Kaziade, donde estrellas, símbolos geométricos y flores entrelazadas en un nudo sin fin, acompañaban sus restos. Al fondo, la presencia de la tumba de Abbas, un primo del Profeta, trae consigo que visiten el recinto continuos peregrinos. Desaparecimos entre sus mausoleos y las tumbas del cementerio moderno para contemplar la ciudad en la puesta de sol. Un hermoso prólogo para lo que nos esperaba por ver los siguientes días.

En el precario museo de la ciudad, en la zona de Afrosiyab, se podía constatar el pasado sogdio, en unos preciosos frescos del s. VII que los arqueólogos intentaban restaurar para sacar a la luz los atributos culturales de este antiguo pueblo comerciante iraní, que gobernaba la ciudad cuando la tomó Alejandro en el 329 aC. En los delicados trazos de los frescos que se conservaban, como supervivientes de una historia perdida, se podía adivinar una embajada china, camellos, caballos, elefantes, influenciados por el arte persa y budista. Y este camino histórico nos llevó hacia el mausoleo de Gur-e Amir (Gur Emir) (en farsi significa “la tumba del emir”). Es un pequeño edificio construido tras una vieja madraza del que resaltaba su enorme frontispicio flanqueado por dos minaretes y su alta cúpula estriada verde azulada, precedente del Taj Mahal. Una gran cámara interior, como símbolo del cielo y profusamente decorada con un mar de estalactitas y hojas sobre paredes de ónice verde y lapislázuli, alberga los restos de Timur, de dos de sus hijos y de dos de sus nietos (uno de ellos Ulughbeck). La piedra que señala el lugar de la tumba de Tamerlán es el bloque de jade más grande encontrado. Según la leyenda, quién lo arrancara de su sitio o lo rompiera entraría en desgracia, como así ocurrió a un Shah que intentó trasladarlo a Persia, rompiéndolo accidentalmente durante el camino. Sólo cuando lo devolvió pudo encontrar la paz.

 

            Y si hablamos de leyenda, era necesario acudir a la Plaza de Registán, un lugar clave para comprender la ruta y la historia milenaria de Asia Central. Durante muchos años fue el centro del mundo. El corazón de Samarcanda contiene tres grandes madrazas que enmarcaban el antiguo mercado. La arquitectura persa, la simetría, sus enormes frontispicios ojivales, las líneas geométricas que dibujan sus muros y minaretes, y el brillo de los azulejos de fachadas y cúpulas turquesas, convierten este lugar, sobre todo cuando el sol lo acaricia, en todo aquello en lo que imaginas cuando cierras los ojos y pronuncias el nombre de Samarcanda. El tiempo se detiene, y el poder de Tamerlán y de la Ruta reluce ante tus ojos. Y, simplemente, sientes. Sientes la historia, y el peso de ella sobre sus muros.




El hombre es un ser que olvida fácilmente. Escribe sobre agua. Pero esas cúpulas están escritas sobre piedra, para que el tiempo no pase sobre ellas. Y ahí están las tres madrazas para recordárnoslo: la madraza de Ulug Beg (el astrónomo y nieto preferido de Tamerlán), la más hermosa y antigua (1420); al sur la madraza de Tilla Kari (”Cubierta de Oro”), la más moderna (1660); y al poniente la tercera, Shir Dar, como una hermosa réplica de la que tenía al frente (la de Ulug Beg), de 1636, con dos felinos del mosaico en su fachada que parecen desafiar la ley islámica. En el interior de cada una de ellas, tras un amplio iwan decorado con epigrafía cúfica, las antiguas celdas de los estudiantes son ahora tiendas de souvenirs, pero pese a ello, alguna aún conservaba techos y puertas originales, y perderse en ellas era perderse en el tiempo y la cultura.
Del Observatorio de Ulug Beg, algo más alejado del centro, sólo quedan los restos de lo que fue una inmensa construcción de tres pisos y 30 metros de diámetro: parte de un enorme cuadrante o sextante de piedra sobre el que se extendió un gran astrolabio. Apenas quedan fragmentos de los frescos que imitaban esferas celestes. En este lugar, dentro del camino del cielo, se estuvo más cerca que nunca de estrellas, constelaciones y conocimiento. El fanatismo religioso acabó no sólo con él y su observatorio, algo a lo que desgraciadamente no somos ajenos hoy en día.
Aparte de por su pasado histórico reflejado en su legado arquitectónico, Samarcanda destacó en la antigüedad por la fabricación del papel. Cerca del casco urbano existía una pequeña fábrica tradicional donde pudimos observar todo el proceso artesanal desde la planta vegetal a la plancha y el tintado. El arte de su elaboración fue otro de los conocimientos que, desde China, recorrió la Ruta de la Seda hasta llegar a Damasco, El Cairo y Europa. Gracias a algo tan delicado como la seda, el papel blanco, se pudo transmitir el conocimiento. Y asistimos a su proceso artesanal que ha sobrevivido durante mil años en la zona dando fama a Samarcanda.

  



Un breve paseo por el barrio judío y la ciudad vieja nos permitió conocer el modo de vida de sus habitantes alejados del turismo. Era curioso que se encontraba separada por paneles y puertas de la avenida principal, casi como una frontera simbólica entre dos mundos: la ciudad de los monumentos y la real, pobre pero viva. Aquí, todo parecía cobrar más sentido: pequeñas mezquitas y sinagogas conviviendo pacíficamente, niños sonrientes correteando, casas pobres pintadas de cal, calles mal empedradas, y grupos familiares sentados en las plazas o junto a las puertas semiabiertas que daban a patios.
            La visita al bazar, donde mejor se conoce a un pueblo, sirvió de despedida. Hace mucho fue demolido por los soviéticos y lo que hoy encuentras es una cubierta edificación moderna que poco recuerda en cuanto a su arquitectura a los bazares orientales. Pero si bien sus muros no reflejan historia, los mercaderes y las gentes que circulaban por él poco habían cambiado con el paso del tiempo. Especias, panes, dulces, los colores y olores de las especias, frutos secos, gorros, sonrisas, regateos, miradas que te persiguen entre la curiosidad al extranjero y el interés por vender, marcaron un delicioso paseo del que salí con el gorro tradicional tayiko sobre mi cabeza.

BUKHARA.
            Como hace mil años, que se viajaba de oasis en oasis, nosotros viajábamos de ciudad caravanera a ciudad caravanera. Así que tomamos el camino hacia Bukhara, unas cinco horas, no en camello sino esta vez en tren. Ahora, las antiguas y exuberantes plantaciones de albaricoques, melocotones, manzanas, higos o cerezas, habían dejado paso a las grandes extensiones de algodón por mano soviética.
La más secreta y espiritual de las grandes ciudades-caravana: Bukhara “la noble, la sublime” para los musulmanes, la ciudad de Avicena, el gran erudito de la medicina y la filosofía; también fue un nudo de comunicaciones en la Ruta. Tras su etapa de gran esplendor, en los s. IX y X, fue destruida en 1220 por Gengis Khan, quien no respetó sus más de mil años de historia. Sólo salvó el gran alminar de Kalán, que se eleva desafiante hacia el cielo. En el s. XVI, emergió como ciudad santa, sustituyendo a Samarcanda, en el momento que la Ruta iniciaba su declive.


            Pronto descubrimos que era inútil buscar los grandes bazares que le habían dado fama, pero aún se conservan intactas las encrucijadas de mercado (toks o taqi), con sus cubiertas de cúpulas entrecruzadas, que se habían convertido en el refugio de los comerciantes y artesanos, de pequeños telares, tiendas de alfombras y fabricantes de cuchillos y tijeras. Al atardecer, Pablo nos acercó a una pequeña tetería, casi escondida en el laberinto de calles, cuyo gran mérito era una terraza en la azotea que nos brindó uno de los mejores momentos del camino, a golpe de cerveza, tés y pipas de girasol. Desde ella, Bukhara aparecía como la ciudad soñada, aquella que, a través de sus calles laberínticas, el barrio judío, sus mausoleos, mezquitas o madrazas, reflejaba todo aquello que uno podía imaginar cuando pensaba en una ciudad de la Ruta de la Seda. Aún tengo, grabado en mi retina, ese momento: la plaza de Poi Kalán, bañada por la luz crepuscular, donde el ocre del adobe luchaba contra el azul turquesa de los mosaicos de las cúpulas, y en esa lucha podías perderte entre los colores del camino, el ocre de la tierra, del polvo, y el azul del cielo. Como si las cúpulas atraparan el mismo cielo.
            Colores que también son la seña de identidad de Char Minor (“cuatro minaretes”), una pequeña joya perdida en medio de un animado barrio popular al que llegamos callejeando al este de la ciudad. Se trata de la antigua puerta monumental de una madraza que se reintegró en una pequeña mezquita con cuatro torres elevadas, rematadas por cúpulas vidriadas en un pálido verdemar, que parecís sacada de un cuento hindú.

 

          

El estanque de Lyab-i-Hauz, a la sombra de moreras y árboles centenarios, es el verdadero centro de la ciudad y punto de encuentro al anochecer. Alrededor, madrazas de altas puertas (Kukeldash y Divangegi).con una sencilla decoración coránica y bandas de mosaico persa; pequeños caravanserai dedicados a la artesanía, casas de té y restaurantes con divanes de madera que invitaban a descansar y tomar algo. Así que decidimos cenar allí, brochetas de pollo y verduras (shashlik), acariciados por la suave brisa del agua, mientras escuchabas música tradicional en directo, para acabar bailando al son de música española a petición de los vecinos de mesa, iniciando nuestro idilio con el vodka (que se mantendría durante todo el viaje).
Aislada del núcleo moderno y algo distanciada del histórico de la ciudad se encuentra el Mausoleo de Ismail Samani. Del siglo X, un pequeño cubo de adobe cubierto por una sencilla cúpula albergaba los restos del fundador de la dinastía samánida. Según la tradición, representa un simbolismo: el cubo hace referencia a la tierra y la cúpula al cielo, Una construcción que desde la simpleza de sus formas y el uso del ladrillo de terracota, que bajo una gran cúpula se intercalaba en un baile de formas geométricas para permitir el paso de la luz, había sobrevivido al paso de las dinastías, los asaltos a la ciudad y la pérdida de la memoria. Pensé que a veces, un ladrillo de barro cocido podía vencer a la barbarie y la palabra. Y reconfortaba.


La Fuente del profeta Job, parecía mantener el culto inmemorial de los manantiales pese a la imposición de las creencias islámicas. El lugar santo los rusos lo habían convertido en un museo sobre la evolución del sistema de abastecimiento de agua en la zona, cuya escasez había sido una de las razones del declive de la ciudad. Según la tradición, el agua que emanaba de la pequeña fuente era milagrosa. Pablo se atrevió, y yo, enfermo del estómago, debí hacerlo.
            No muy lejos se encontraba el Arca, gran palacio-fortaleza, asociada a las grandes murallas del s. VII de más de doce metros, en el noroeste de la ciudad. Dejando de lado las trágicas historias de ejecuciones y crueldad derivadas de sus últimos emires, al acceder por la gran rampa de acceso quedas impresionado por los vestigios del palacio fortaleza, hoy intento de museo, que te permiten obtener de las mejores vistas de la ciudad. Una sucesión escalonada de patios vacíos estimula la imaginación hasta dibujar soldados, centinelas, prisioneros británicos victimas del “gran juego” entre Rusia y Gran Bretaña por el control de Asia, harenes escondidos, secretas minas de oro o depravados emires, gracias a las fotografías conservadas en sus paredes. Tan sólo al acercarte a la desnuda cámara de audiencias, junto al trono del emir, tomas conciencia del paso del tiempo, del abandono del edificio y de la anulación soviética. Y, conscientemente, de la necesidad de pasar página.


Y lo hicimos a través de las madrazas enfrentadas de Ulug Beg, la más antigua de Asia Central, y Abdul Aziz, separadas por una pequeña calle. Al no restaurarse nunca, conservaban intactos azulejos de lapislázuli y una hermosa decoración vegetal, pero lo que más recuerdo son los nidos de cigüeña semiocultos por las cúpulas, que trajo a mi mente la vieja leyenda que menciona Thrubon, que profetizaba: “mientras vuelvan las cigüeñas, Bujara prosperará”. Ahora escaseaban, y como recuerda el autor, parte de la población lamenta que con ellas emigre el futuro de la ciudad.

Aguardaba para comer el tradicional plov (arroz con verduras y cordero), y mientras algunos descansaban en el antiguo hamman, otros optamos por visitar una pequeña tienda de marionetas. Casi escondida, muy cerca del estanque de Lyab-i-Hauz, esperando la llegada de aquellos que buscan dejarse llevar con la imaginación al mundo de Sherezade, de las mil y una noches. Y allí estaban, rescatadas de cuentos, leyendas y la vida real, decenas de marionetas. Hechas en pasta de papel, es un indicio de lo que fueron los espectáculos de marionetas, que educaron a una población que era iletrada; pero ahora tenían ese aura especial, de aquello que es capaz de trasladarte al reino de la fábula, y emocionarte. Sin duda, fue un momento mágico, sobre todo cuando descubrimos que José María también tenía su propia marioneta, en una estantería, como un pequeño espejo. E Ingrid, como Sherezade, se llevo de la tienda a ambos, José María y su marioneta.

 



Restos de caravasares, algunos reutilizados como tiendas de artesanía, telares, herrerías o souvenirs. Hombres jugando al ajedrez a la sombra recostados en alfombras. Paredes de barro, encaladas en parte, delimitaban barrios, casas y pequeñas plazas. Era fácil perderse entre sus calles, a pesar de las nuevas construcciones y el ruido de los vehículos a motor. Fácil y aconsejable, porque aunque las puertas de la mayoría de las casas y patios permanecían cerradas, se advertía el día a día de una población que continuaba con sus hábitos al margen de la historia de sus piedras.
Y por esas calles, cuando el sol empezaba a ponerse, regresamos al Arca. Desde el adarve y los restos de las almenas de sus murallas derruidas, quisimos contemplar el atardecer de la ciudad desde otra perspectiva. El marrón de las construcciones de adobe contrastaba con el azul intenso del cielo, haciendo brillar las cúpulas en un verde marino. Y, entre foto y foto, comprendimos porque la leyenda decía que en Bukhara la luz iba de la tierra al cielo.


            Al día siguiente visitamos con tranquilidad la plaza de Poi Kalán, un complejo en el que se fusionaban la Mezquita de Kalán, el Minarete del mismo nombre y la Madraza Mir-i-Arab, la madraza más antigua aún en funcionamiento. El alminar de Kalán, el más alto de Asia Central con sus bandas de mosaico de escritura coránica y cenefas de ladrillo, servía como señal para las caravanas en las noches del desierto. Y con el tiempo se ha convertido en el testigo y emblema del devenir de la ciudad a lo largo de los siglos. Junto a él, la gran mezquita del mismo nombre, la segunda más grande tras la de Samarcanda. Tras el monumental iwan se llega a un inmenso patio rodeado por centenares de columnas que sostienen pequeñas cúpulas que dan sombra a los soportales, para culminar en una hermosa cúpula de azulejos azul turquesa. Mientras me perdía en solitario fotografiando, descubrí a Pablo dibujando, dibujar atrapa más en la memoria que fotografiar, me dijo, y esa frase pasó a encabezar un nuevo capítulo en mi libreta de viajes.
   
 
       



 


Cerca de una de las puertas de la ciudadela se encuentra la Mezquita de Bolo-Hauz, la mezquita del emir. Abierta a una plaza con estanque te recibe con un sencillo pero altísimo pórtico de columnas de madera trabajada, cuyos capiteles recordaban una exquisita mezcla de mocárabes con la decoración corintia clásica y que sostienen un precioso artesonado de motivos geométricos propio de la artesanía árabe. Apenas había gente y eso nos permitió apreciarla en silencio. Y, como despedida, el Palacio del último emir, pastiche de elementos orientales y occidentales, de influencia zarista. Una decoración ecléctica, de molduras de yeso, puertas árabes, estufas de cerámica europea y muebles chinos. Quizás el último intento de elevar la ciudad al lugar que tuvo siglos anteriores, como un telón de teatro ante el que recibir a los diplomáticos y comerciantes extranjeros que visitaban la ciudad en los albores del s. XX.
Y, tras la ciudad, el camino. El camino del desierto hacia Khiva. A través del Kizilkum (“arenas rojas”), separado del Karakum (“arenas negras”) por el Amu Daria (el antiguo Oxus, en turco Amu Dariya, “el mar río”), al que los geógrafos árabes del medievo consideraban el río más poderoso de la tierra. Dejábamos Bukhara, entrando en los valles de Transoxiana, “la tierra que se extiende más allá del río”. Un desierto monótono, pedregoso, estéril salvo por las matas de saxátila; y un río denso y abundante, color terroso. No pudimos dejar de andar por sus dunas, y coger un puñado de arena, fina, que resbalaba entre mis dedos. Al guardar un poco en un bote pensé en las huellas sobre las dunas de incontables hombres sin nombre que acariciaron con sus dedos esta misma arena. Y quise ser uno más, bajo el mismo sol, en la misma historia.

KHIVA.
            La más remota, casi pérdida en un océano de arena. Última parada para las caravanas antes de encaminarse a Persia. Su origen fue un oasis entre dos desiertos: al norte del Kizilkum y al este del Karakum. Y precisamente esa aridez y aislamiento ha permitido que se conserve desafiando al hombre y al tiempo, permitiéndonos contemplar las milenarias murallas de adobe que han visto desfilar caravanas de camellos mucho antes que los occidentales medievales siquiera soñaran con su existencia.


Si en Samarcanda uno a veces lamentaba la pérdida de la identidad, de la ciudad en sí misma, para conformarse con la pervivencia de los monumentos aislados; en Khiva, por el contrario, encuentras la ciudad congelada en el tiempo, quizás demasiado. Obviamente, la restauración soviética ha tenido mucho que ver, reconstruyendo o construyendo la ciudad-caravana para configurarla en todo un museo amurallado a los ojos del visitante. Es necesario bordear su perímetro para sentirte vivo, entre las calles de barro adyacentes y los pequeños patios de sus habitantes, donde la vida respira en cada rincón, en las risas de los niños que nos cruzábamos, en las señoras que limpiaban con agua y jabón los suelos y alfombras, las escuelas taller de madera labrada o los grupos de vecinos que charlaban animadamente en las esquinas tras saludarse con el gesto de la mano en el corazón.



Una vez los mercados y bazares cierran sus puertas la ciudad, en su soledad, parece recuperar su luz atemporal, inmemorial. Calles de tierra, losas y piedras, minaretes ahogados por el atardecer, cúpulas que parecen querer elevarse al cielo a través de los rayos del sol. Desde la ausencia de vida, precisamente todo parecía recobrarla. Y elegimos permanecer allí, así que cenamos en una madraza reconvertida en restaurante. La noche despejada, iluminados casi únicamente por estrellas, con la excepción de unas tímidas velas, la comida especiada…, era un escenario de Las mil y una noches.


            La ciudad histórica, fortificada mediante macizas murallas, se conoce como Itchan Kala. En la calle principal, casi como un signo megalómano de bienvenida, impresiona un minarete, sin terminar, que pretendía ser uno de los más altos de Asia Central: el Kalta, de finales del s.XIX, con su base cónica y sucesivos frisos azules de mosaico decorado. Cuenta la leyenda que, mientras se construía, uno de los delegados del khan subió a inspeccionar las obras. Desde la parta más alta pudo ver a las mujeres del harén del khan, sin el velo que las cubría, paseando por los patios de palacio, confiando que nadie las observaba. Alarmado, mandó paralizar la construcción. Seguramente, la razón verdadera fuera la falta de presupuesto para finalizar la obra, pero la leyenda aporta un matiz de fábula que encaja a la perfección con lo que esperas de la ciudad.


Al doblar una pequeña calle, encontramos un camello en la puerta de un viejo caravasar. Seguramente alguien lo colocó allí para ganar unas monedas al fotografiarlo, pero, pese a ello y aunque estaba aislado, su presencia trajo a mi mente la llegada de caravanas, la búsqueda de los caravansai, la entrada de mercancías… Cerca, en la mezquita Juma, un bosque de doscientas columnas de madera bellamente talladas como tulipanes invertidos, apenas dejaban filtrar los rayos del sol, permitiendo una agradecida sombra donde respirar el silencio de una antigua oración, por otro lado, casi olvidada. No había signos del culto, ni piernas cruzadas o arrodilladas hacia la Meca, tan sólo turistas y explicaciones pilladas al vuelo sobre la magnificencia de su construcción. Como gran parte de la ciudad, ese parece ser su destino.


Entre calles cercadas por altos muros de ladrillo te vas adentrando en la ciudad, donde el azulejo pierde su lucha contra el adobe. Asociado a las murallas, al exterior, encuentras el mercado o bazar de Khiva, sencillo, dirigido más a la población local que al turismo. Y es esa vida que respiras en cada puesto lo que le da tanta fuerza en comparación con los mausoleos, o monumentos de la ciudad, carentes de ese latir de corazón. Te cruzas con una pareja de novios, ella tímida mirando al suelo, él orgulloso, paseando luciéndola como un trofeo. Unos pasos más allá, grupos de chicas uzbekas estallando en risas y fotografiándose en los monumentos. Y, a falta del canto del muecín, prohibido por los soviéticos, una bailarina con su baile hipnótico en la sombra de un minarete. Y te sorprendes llevando tímidamente la mano derecha al corazón, para agradecer cada sonrisa en señal de respeto.

Kunya Ark es el palacio-fortaleza del khan, una sucesión de patios y estancias que alguna vez acogieron el lujo de los khanes pero que en la actualidad, salvo en la sala del trono, la mezquita de verano (de magníficos azulejos azules y columnas de madera labrada), y las zonas de representación, solo presentaba estancias vacías y desnudas de historia. No muy lejos, el palacio Tash Hovli (“casa de piedra”), de mediados del s. XIX que venía a sustituir la fortaleza del Arca para dotar a la residencia del khan de un mayor lujo a través de azulejos orientales procedentes de China, exquisitas columnas de madera labrada y los preciosos techos de madera policromada del patio interior. Y cerca, el Mausoleo de Pahlavon Mahmud. Un hombre santo, filósofo y poeta, del s.XIII-XIV, muy venerado en Khiva, que yace en el centro de un complejo funerario de estilo persa bajo una delicada cúpula azulada. Muchas personas estaban rezando, los contemplamos en silencio y Narguiza nos llevó ante el mullah para que nos bendijera a través de una pequeña oración. Arrodillados, seguimos el ritual y, al finalizar, comimos parte de un churro que se entrega de ofrenda. No importó la religión de cada uno, la espiritualidad del lugar llegó a nosotros.


La vida sigue en una señora sonriente que horneaba hogazas de pan en un tradicional tandoor. Por la abertura superior de el horno, introducía las hogazas para cocerlas. Las tortas se pegaban en las paredes con un rápido movimiento de muñeca, y cuando el pan ya estaba cocido se despegaba y cae en las brasas, por lo que se ha de estar muy pendiente para cogerlo justo cuando está a punto de caer o quemarse un poco salvándolo de las brasas. Nuestro repostero, Ilde, probó y superó la prueba con nota.
Comiendo pan volvimos al Arca por la tarde, para subir a su azotea y muralla, ver atardecer y despedirnos de la ciudad. Más allá de las murallas y las terrazas de barro, nos esperaba un horizonte ocre sobre el que brillaban hermosas cúpulas azules, de las que el cielo parece ser una copia. Quizás el mismo horizonte que contemplaron miles de caravanas cuando llegaban a la ciudad, entre el cansancio, el polvo y la alegría del descanso. El mismo horizonte que encerró ilusiones, sueños e innumerables vidas. El horizonte que, tras las fotografías y la algarabía inicial, nos regaló un momento de silencio de todo el grupo, sin risas, tan solo nosotros y la luz del atardecer acariciando la ciudad, sintiendo la verdadera Khiva. Y el murmullo del viento antiguo del desierto.

            Camino a Tashkent, la capital, hicimos escala en Urgench. Paso obligatorio si visitas Khiva. Ciudad plenamente soviética, que utilizamos únicamente para coger un avión dirección la capital. En el vuelo, la ventanilla nos regaló preciosas imágenes de desiertos y montañas antes de llegar a la ciudad de piedra, Tashkent.
A los pies de las montañas Chatkal, ciudad verde y mosaico de etnias (uzbecos, tayikos, kazajos, tártaros, kirguises, ucranianos, figures), aún seguía viviendo del pasado inmediato ruso, cuya huella era inconfundible en avenidas, explanadas, plazas y edificios. Precisamente, esa huella casi hacia olvidar que en origen la ciudad recibía el sobrenombre de Ming-uruk (“mil melocotoneros”), y hacía más apropiado el propio nombre de Tashkent (“ciudad de piedra”). Una ciudad enorme, industrial, de grandes y amplias avenidas asociadas a edificios de deprimente hormigón. De planta y fisonomía soviética, tras la reconstrucción por el terremoto de 1966, sólo escapaba de tanto gris y orden las abundantes alamedas de árboles (encinas y robles) que salpicaban la ciudad, dándole un toque de color y aire fresco; y el espectacular metro, único en toda Asia Central y bellísimo en sus sucesivas estaciones, como símbolo de la propaganda soviética en su época de máximo esplendor.


            Pero también era una ciudad de paso, nuestro destino era continuar el camino del cielo, la seda, y embutidos en taxis oyendo música popular turca, nos adentramos en el Valle de Fergana. Un lugar repleto de historia, al ser vía de comunicaciones y comercio hacia el oeste de China. Los persas de Ciro, Alejandro, todos se habían aprovechado de la fertilidad del valle. Los chinos esperaban encontrar en sus praderas los “caballos celestiales”, y los mercaderes los oasis que necesitaban para descansar y reponerse en las diferentes vías de la Ruta de la Seda. Abrigado por una impresionante red de montañas, regado por afluentes del Sir Dariya, las antiguas plantaciones de moreras, frutas y flores habían dado paso al impuesto algodón soviético, pero aún así, la belleza del verde, los álamos, los pequeños huertos y la fertilidad exuberante del territorio nos incitaba a dibujar en nuestro camino el paso de los mercaderes y la búsqueda de los caballos que permitió el desarrollo de la Ruta. Sólo los sucesivos enfrentamientos entre el mosaico de etnias de la zona (sobre todo entre uzbecos, kirguises, tayikos y turcos), por razones nacionalistas y religiosas, ensombrecía la belleza de un oasis natural que llevaba dos mil años resguardando a sus habitantes y aquellos que cruzaban su verdor a la sombra de las cumbres nevadas del Pamir.

En Marguilan, olvidada ciudad de la ruta de la seda, visitamos una fábrica de Seda. No obstante, había sido la capital de la seda en tiempos soviéticos. En una pequeña hacienda rural presidida por un gran patio y almacenes de adobe encalados, vimos el proceso de fabricación que se ha mantenido generación tras generación, y cómo evolucionó de los telares de madera a los industriales y mecanizados. Los frágiles capullos de seda, con la crisálida viva, se calientan al vapor en una vieja caldera para evitar que reviente el caparazón y se rompan sus delicadas hebras. Tras ablandarlos, los imperceptibles hilos de seda se desprenden en cientos de filamentos que se engarzan en una gran rueca de madera para crear las hebras y los ovillos. Más tarde, con tintes naturales se les regala el color: el rojo de la granada, amarillo de la cebolla, marrón de semillas… Anduvimos a través de los telares con sus pesas dónde un reducido grupo de mujeres nos obsequiaron con su agilidad en el manejo de las lanzaderas, los pedales y el hilado, en un lenguaje secreto que escapaba de nuestros sentidos. Y en nuestras manos, aprendimos a diferenciar y enamorarnos de la seda artesanal, una manufactura delicada, frágil: pañuelos de vaporosa seda que se escurría entre los dedos, como lo hacía desde hace siglos.



La ruta pasaba por KOKAND, uno de los khanatos más importantes en el s.XIX de toda Asia Central, junto con Bukhara y Khiva, gracias a su control de gran parte del valle de Fergana. De la gran ciudad amurallada poco se conserva más allá de trazos de la misma y el palacete emiral, que reflejaba la opulencia de sus últimos y crueles khanes. Los bolcheviques la habían arrasado al tomarla y dado una retícula plenamente soviética. A estas alturas, ya estábamos familiarizados con este tipo de construcciones, pero aún así nos impresionó su entrada flanqueada por torres, la profusa decoración de mosaicos y la sucesión de estancias y patios porticados a la sombra de los árboles. La riqueza del interior había sido saqueada por los rusos y transformada en unos pobres y decadentes minimuseos para informar a la población de la historia local.

Tras Kokand, la frontera con Kirguizistán, que nos serviría de paso para llegar a China, Kashgar. Dos serían los elementos vertebradores: Giulia, nuestro enlace local; y el paisaje kirguís. Osh, capital del valle en la zona kirguís, al sur, separada del valle uzbeko por los caprichos políticos para fijar fronteras; compartía las mismas características tanto de fertilidad como de conflicto étnico. La ciudad, ya fuera por los terremotos o el dominio soviético, poco recordaba al enclave que había destacado en el s. XII y XIII. Para nosotros, sólo fue una ciudad de paso, un enjambre de casas y patios bajo la sombra de los árboles en las estribaciones de la montaña.
            Una vez dejabas atrás Osh, desaparecía el color verde del valle. Paisajes esteparios, llanos dominados por montañas nivosas y yermas, y por grandes picos que aún enlazan con el Pamir y ya enlazan el Kunlún. Atravesando el paso de Taldyk, por encima de los 3500 metros, pasamos por sierras con escarpes de colores profundos, en los que resaltaban estratos de colores rojos oscuros y verdes. Y en la lejanía, un azul intenso. Llegamos a Sary Tash (piedra amarilla), donde entre verdes colinas nos dio la bienvenida un grupo local de turismo, que entre risas quiso fotografiarse con nosotros. En el trayecto, un oxidado vagón de tren reconvertido en vivienda y puesto comercial de carretera, en el que una gruesa mujer de amplia sonrisa nos ofreció las bolas de queso típico. No sólo cambiaba el paisaje, los kirguises nos introducían al mundo nómada.


Con los últimos rayos de sol llegamos a nuestro destino. Dormimos en una casa local a modo de albergue y cenamos en una yurta. Mientras bebíamos vodka, Giulia nos habló de cómo se construyen las yurtas y de las tradiciones de su país desde su punto de vista: el rapto de la novia (todo buen matrimonio empieza con llanto, proverbio kirguís) y la situación de la mujer. Cuando desayunamos, las montañas nevadas del Pamir casi se confundían con el cielo. Y durante todo el trayecto hacia la frontera sus cimas parecían rasgar las nubes. Es la cuenca del Pamir para alcanzar Kashgar, el mayor oasis de Asia Central, la ciudad de las mil historias, las mil razas, las mil culturas.



KASHGAR.
            Procedentes del Paso del Irkeshtam, que actúa como frontera entre Kirguizistán y China, llegamos a este acceso, en principio sólo para mercancías y el tránsito de la población local. La dureza del mismo rápidamente nos hizo entender por qué.
En época soviética estuvo cerrado. Los lentos trámites de las aduanas, de 6 a 8 horas, reflejan tanto la herencia de la enemistad chino-soviética como el cambio de mundo que íbamos a experimentar. Al igual que en los controles de los funcionarios imperiales de la Ruta en la Antigüedad, que establecidos en fortificaciones examinaban los visados de los mercaderes y los viajeros (de los que habla Marco Polo), les concedían permiso para alquilar o comprar monturas nuevas (camellos) y les permitían seguir su camino; a nosotros nos registraron varias veces con minuciosidad cámaras, libros, ropa y regalos. Parecía que aún existía la tensión del “Gran Juego” (como lo denominó Kipling) entre Rusia y Gran Bretaña, los grandes imperios colonialistas de finales del XIX, que usaron este territorio como escenario para sus intrigas, influencias, luchas, invasiones, alianzas o traiciones.


            Nos encontrábamos en Xinjiang, la provincia más noroccidental de China, frontera con la antigua Unión Soviética. El nombre de la provincia significa “nueva frontera”, seguramente acuñado en la antigüedad cuando el término nuevo no chirriaba tanto ante los miles de años de historia de la zona. De paisaje desértico, antes de cederle el paso a las montañas, en su centro se encuentra la cuenca del Tarim. En ese punto, la Ruta de la Seda se bifurcaba en la ruta norte y la ruta sur para bordear el Tarim, salpicando el camino de pequeños núcleos establecidos en oasis. Ambas rutas se reunían en Kashgar, en la parte occidental de Xinjiang. Hoy zona fronteriza y mosaico de minorías, uigures, kazajos, tayikos, tártaros, los habitantes de esta histórica tierra de nadie de Asia Central, no entienden de ilógicas fronteras políticas. Antes de integrarse en China en 1955, como región autónoma de Xinjiang, estos territorios fueron república independiente bajo el nombre de Turquestán Oriental. Los pueblos que las habitan pertenecen también al viejo corazón de Asia, vienen de él, allí siguen. Y allí nos dirigíamos.

Kashgar, la antigua ciudad de los azulejos, se levanta en el fondo de la fosa del Tarim, entre el Tien Shan al norte, el Pamir al oeste y al sur, y el Kunlún al sureste. De la mano de Mohammed, nuestro enlace local, un uigur de ojos vivaces y voz aguda, entramos en la ciudad. Tráfico, ruido, gente, letreros con caracteres chinos, árabes y latinos te envuelven hasta hacerte desaparecer. Tenías que esforzarte mucho, ante esta primera impresión y la desesperación de la frontera, por enamorarte de Kashgar. Pero allí estaba, la ciudad menos china de China.
Gran cruce de caminos, rosa de los vientos, ciudad de viaje y de paso entre China, las tierras bajas de Siberia, el Próximo Oriente, India y Persia. El lugar donde volvían a reunirse los itinerarios norte y sur que desde Xian y Dunhuang bordeaban las arenas del Taklamakán (que en uigur significa “quien entra no consigue salir”). Lugar de descanso de las caravanas antes de afrontar los puertos de montaña del Karakorum o Pamir en Occidente, o los desiertos hacia oriente. Kashgar era el corazón de la Ruta, de ahí su adjetivo “brillante perla de la ruta de la seda”. Pero como siempre ocurre con aquello que mitificas, en un primer vistazo, parecía haber perdido todo aquello que la había invitado a la Historia. Pero también, como casi siempre ocurre, tan sólo había que buscar, y esperar. Y encerrada en un rincón de la gran metrópoli, luchando por no ahogarse en la vorágine del crecimiento de la moderna ciudad china, allí se encontraba lo que quedaba de la antigua Kashgar: un cada vez más pequeño núcleo de calles y callejas cubiertas, pasadizos y patios, alrededor de una plaza presidida por una mezquita y los restos de una gran muralla de adobe. En esas calles aún respiraba la Kashgar medieval, y en ella nos sumergimos.


Los uigures, la gran mayoría de piel morena, ojos grandes de un marrón claro y pelo castaño, a veces recordaban a los mongoles, y su sonrisa era la propia de las etnias de Asia central. A través de sus ojos recorrimos el mercado, nos sumergimos en callejuelas de casas de adobe y plazas atestadas de pequeñas tiendas y puestos de carne y pilas de melones y sandías, sombreros, dentistas, ebanistas, ceramistas, herreros y plateros que forjaban y fundían ante tus ojos; zapateros, especias, panaderos en hornos de barro tandoori; y cientos de rostros, comiendo pipas de girasol junto a hermosas puertas de madera tachonadas en metal. Transitamos por los edificios originales (hoy hoteles y restaurantes) donde a finales del XIX rusos y británicos establecieron sus consulados para vigilarse mutuamente en el escenario del “Gran Juego”, por el control de Asia Central. Paseamos por la plaza de la mezquita Id Kah, entre fotógrafos ambulantes y entramos en la mezquita con cuidado de no pisar los delicados turbantes que descansan en las paredes para los fieles que van a rezar ante la llamada a la oración. Nos perdimos por la estrechez de sus calles, anduvimos tras su muralla acompañados de la suave música de un flautista y un timbal.
En la colina de los ceramistas, cerca de la muralla antigua, encontramos a Abdullah, que había heredado su oficio de alfarero tras seis generaciones. Unas manos con arrugas modelaban unas cerámicas toscas pero que destilaban más artesanía e historia que cualquiera de las brillantes y coloridas de Samarcanda. Con orgullo nos enseñó su horno y almacén, pequeñas estancias alumbradas por frágiles haces de luz. Mientras, su familia nos ofrecía todo lo que podía aportar su casa, y comimos un melón como el que degusta el más exquisito de los manjares. Creo que todo el grupo compartimos la misma sensación de hospitalidad, o al menos eso me transmitía nuestras miradas cruzadas y abiertas sonrisas. Y fue como si la ruta abandonara de nuevo la historia para ofrecernos realidad. Porque en la boca de quienes la viven, la realidad se convierte en vida cotidiana que es, en definitiva, vida.


Decidí seguir saboreando más vida, y por la tarde me perdí en solitario por las callejuelas de la ciudad vieja, muchas sin salida, abandonándome al placer de la sorpresa y fotografiando arcos de piedra y entreabiertas puertas de madera, mientras los niños jugaban conmigo a desaparecer en cada esquina. Busqué la tetería que me recomendó Pablo, que tenía una visión excelente sobre la vida en la calle, pero se encontraba cerrada, y me conformé con un té en la acera mientras leía, escribía y me dejaba llevar por las voces, los rostros, los olores y las conversaciones de la gente, acogedora y sencilla. Y el broche de oro lo puso cenar el famoso pato lacado pequinés en un restaurante tradicional chino. No sólo por la comida, nuestras risas atrajeron a las mesas de al lado y acabaron regalándonos un licor local (en eso Cubi y Quique eran unos expertos, y sus cuñaos, una tradición ya). Al volver al hotel, entramos en un karaoke para continuar la fiesta. Y de nuevo nos invitaron a la celebración de un cumpleaños, cervezas, risas y tarta con velas de flor de loto incluida. Son esos momentos en que te dejas llevar, sin importarte nada más, y que nos unieron más como grupo a nuestra pequeña expedición.


Pero si te encuentras es uno de los lugares míticos de la Ruta es obligatorio acudir a sus mercados, huella imborrable del tiempo de las caravanas. Así que nos lanzamos camino del mercado de animales, el más grande de Asia Central y relatado por Marco Polo. Y sigue inalterable en su esencia tras mil años. Por la carretera era fácil observar ruinas de muros de arcilla, que a pesar de desmoronarse, siguen sobreviviendo, conservados hasta cierto punto por la sequedad del desierto. Pero de vez en cuando, como pequeños oasis, encontrabas huertos con pequeñas acequias donde crecen uvas, granada, sandías y melones. Campesinos uigures, pastores kirguises con gorro de fieltro blanco, uzbecos con sus bonetes y vehículos de todo tipo transportando animales. Y, en una gran explanada, cerca del río, entre cañizales, aparece el mercado. Al aire libre, es el más famoso de Asia Central, reuniendo a miles de personas, comerciantes de largas barbas y viejas americanas que conservan el encanto del viejo corazón de Asia. En sus manos y en sus rostros las arrugas delatan generaciones de intercambios. Junto a animales de todo tipo, vacas, burros, yaks, cabras, ovejas, caballos, camellos, …; encuentras aperos agrícolas y ganaderos, artesanos de la pasta que elaboran fideos estirándolos en un baile hipnótico, y puestos de antigüedades donde puedes adquirir monedas chinas perdidas por un mercader hace cientos de años, fragmentos y vasijas de artesanía milenaria o adornos de piedras semipreciosas. Olores, multitudes, regateos, polvo, conversaciones, miradas, todo sigue igual que hace siglos.




En el centro de la ciudad, el Gran Bazar: especias, tejidos de mil y un colores en los que se transparenta la luz, sedas, paños, lanas, especias, marquetería, orfebrería, una muchacha de ojos verdes que te observa curiosa mientras la fotografías, escorpiones, serpientes, caballitos de mar, cuernos…O el Bazar de las palomas, en el que una multitud curiosa contempla el espectáculo de la exhibición de las palomas, examinarlas, regateos, conversar, fumar. Vida, intensa, de nuevo.




En uno de los extremos de la ciudad, en una pequeña aldea que prácticamente ha sido absorbida por el crecimiento urbano, descansa el Mausoleo de Abakh Hoja (un hombre santo que gobernó la región en el s. XVII). Se trata de un lugar sagrado para los musulmanes, y por ello recibe mucha gente, entre el turismo y el peregrinaje, quizás también por la leyenda de la Concubina Fragante. Se trata de una tierna historia sobre una de las concubinas, de origen uigur, de un emperador de la dinastía Quing, quien al morir quiso ser enterrada en su tierra de origen. De pleno carácter islámico, muy similar a las mezquitas uzbecas e iraníes, resurge dentro de unos pequeños jardines con la originalidad de sus florales azulejos verdes y su hermosa cúpula.

En su periferia, más allá de las montañas del Pamir, en dirección al Taklamakan (“en él se entra, pero no se sale”), mirando se divisaba la larga, inacabable ruta. En ese trayecto de la ruta, el único dueño era la fuerza del desierto. Pero optamos por continuar hacia la última etapa de la ruta de la seda en China, a 160 kms de Kashgar a través de la Karakorum Highway. Cerca del paso del Khunjerab (4700 mts), centro de todos los relieves que unen y separan Taxila de la Ruta de la Seda (Karakorum, Himalaya e Hindu Kush), nos encaminamos al Lago Karakul.
A 3800 metros de altitud, es el último enclave antes del paso del Khunjerab que lleva a Pakistán. Testigos del trayecto fueron un rebaño de camellos salvajes de dos jorobas, bactrianos, de alta montaña y más robustos, paseando lentamente entre la arena, con las montañas al fondo, fijando un horizonte. No había que esforzarse mucho en imaginar el descanso de una caravana, e, inquietos, entre foto y foto, esperamos avistar algún mercader rescatado del tiempo tras  los arbustos o las pequeñas dunas creadas por el viento.


            En el lago Karakol, el marrón de las dunas dio paso a un paisaje verde y llano flanqueado a la derecha por la gran cordillera nevada del Tien Shan. Al pie del gran Muztag Ata (7546mts ), bordeamos el lago celestial. Un paseo tranquilo, plagado de yaks y preciosas vistas que invitó a Susana y a mí a remojarnos los pies al finalizar, y comer un picnic (de embutido ibérico cortesía de Elena para entusiasmo de Pablo) ante unos vendedores ambulantes uigures, que no cesaban de mirarnos entre la burla y las ganas de colarnos algún souvenir.


De nuevo, la frontera con Kirguizistán y sus tramites, unos cien kilómetros de polvorienta tierra de nadie hacia el Paso de Torugart (3752m), que separaba dos mundos diferentes, el de la civilización china y los bazares orientales, y el de las montañas, la naturaleza y la vida nómada.

KIRGUIZISTÁN.
            Un país de montaña que aún no ha sido invadido por el turismo, con montañas salvajes que se convierten en un sueño para escaladores, montañeros y senderistas. Un país que, a diferencia de los anteriores, no parecía hablar de si mismo en pasado, sino en presente y futuro.
            El nombre del pueblo parece venir de la palabra Kira kiz, “cuarenta mujeres”, refiriéndose a los cuarenta clanes matriarcales nómadas que habitaban en las montañas del sur de Siberia (y por eso 40 rayos son los que tiene el sol de la bandera nacional). Llegaron aquí en torno al siglo X huyendo de las guerras y en busca de pastos. A través de sus montañas se decía que las nubes transmiten aún las llamadas de los camellos perdidos. Por eso, la denominación de las montañas del cielo le es más que propia.
            Para servirnos de guía apareció Timur, kirguis y mezcla entre boxeador y economista, entre ajedrecista, historiador y guía turístico. De ojos inquietos que ocultaba bajo unas sempiternas gafas de sol, hablaba con pasión de su país, lo que me hacía imaginarlo como un bardo manaschi, los transmisores orales generación tras generación de las leyendas de su país. De su mano, nada más cruzar la frontera, comimos un picnic cerca de un manantial de agua ferrosa y conocimos de primera mano la amabilidad de los kirguises a través de una familia que acampó cerca de nosotros y compartió su almuerzo, vodka y baile.


            Con una enorme sonrisa dibujada en la cara, abordamos la ruta septentrional de la Seda por la estepa de los kirguises, alternativa a la tradicional por el Tarim, bordeando por el sur el lago Chatyrkul a unos 3500 metros de altura. Siguiendo una pista de tierras que atraviesa pequeños valles, se llega al caravanserai de Tash Rabat, al parecer una parada en las caravanas que provenientes de China acababan de superar el paso de montaña de Torugat. Datado en el s. XV (primero, probablemente, como monasterio nestoriano en el s. X), debió ofrecer descanso ante la duras condiciones derivadas de la altitud y el clima. Al permanecer semienterrado, ha llegado hasta hoy bastante intacto. La construcción, toda de piedra, amurallada y de planta rectangular, destaca por su sala central abovedada, que aún conservaba vestigios de una arcada decorada en yeso, y salas adyacentes de descanso y almacenaje. Dentro, la oscuridad, apenas violada por haces de luces de pequeños ventanales, y el silencio, eran reverenciales. Si cerrabas los ojos, podías imaginar a los mercaderes entregados al descanso sobre sus mercancías.


Aún se engrandecía más por el paisaje que lo enmarcaba, verdes praderas, caballos, riachuelos, y entre esa naturaleza, nuestro campamento de yurtas junto al río. Un conjunto de cuatro yurtas (los kirguíses las llaman casa gris, los kazajos casa de fieltro, y los mongoles ger, que significa hogar) serían nuestro refugio durante un par de noches. Descalzos en su interior, sobre las alfombras de fieltro hechas a mano (shyrdaks), esperábamos a que las estufas de leña calentaran la yurta y recuperarnos del aire gélido del exterior y la falta de oxigeno por la altura. Un rápido vistazo al armazón de madera y las vistosas mantas de fieltro que reforzaban la lona exterior dejaba entrever cómo podía ser la vida de los nómadas. Una vida con la que quise soñar al intentar conciliar el sueño mirando los restos de noche a través de la abertura central en lo alto del techo.



            A la mañana siguiente madrugué para respirar y admirar el paisaje, pese al frío. Estas montañas se estaban convirtiendo en mis palabras y aproveché para escribir un poco mientras la vida iba despertándose. Al rato iniciamos un trekking por las montañas que protegían el valle, hacia el Chatyr Pass, y poder avistar el lago de mismo nombre a unos 3500 mts. La ruta sería de varias horas, así que Quique optó por acompañarnos a caballo, y, al observarlo, con esa felicidad que transmitía recordé el proverbio kirguís que me había dicho Timur: “un kirguiz sin caballo es como un pájaro sin alas”. Frecuentemente asomaban las marmotas, curiosas, a la expectativa, entre una abundante vegetación anegada por el agua de un riachuelo. Y con ellas, águilas, yaks, ánades, íbices del Himalaya y nuestro cazador Cubi con ojos avizor.
            Andar por las cercanías del campamento te ofrecía pequeñas sorpresas: un niño, vestido de colores, que conducía con maestría su rebaño de ovejas y cabras entre el pasto cerca del agua.; o una senderista francesa de Québec que hablaba castellano y estudiaba kirguís y que decidió acompañarme en el paseo. Cuando cayó la noche, la única luz era la de las estrellas. Así que, tendidos sobre una manta kirguís, Susana, Laura, Lorena, Sofía y yo contemplamos el cielo más estrellado que habíamos visto en nuestras vidas, contando estrellas fugaces e inventando cuentos y leyendas. Soñando con los ojos abiertos hasta que el cansancio pudo con nosotros.
           
Nos esperaban las montañas, transitar por las montañas celestes. Por el valle At Bashy (cabeza de caballo), con las lecciones de historia de Timur, alcanzando el Puerto Moldo, de 3400 mts con unas vistas impresionantes; y el paso de Kalmak (3445m). Ascendíamos por cañones de paredes imposibles a través de montañas que parecían no acabar nunca.

 

            En Naryn, tras la separación de las sierras del Tien Shan y a través de un valle de coníferas, se asciende por una complicada pista a unos 3500 metros de latitud que solo se abre en los meses de verano. De repente, te sorprende una hermosa estepa donde pastan caballos, que te conduce en un leve descenso a la ribera de un lago azul cobalto, que se confunde con el cielo a través de las cumbres nevadas del Tien Shan que lo rodean. Se trata del lago Song-Kul, el segundo más grande del país, y uno de los más hermosos de toda Asia Central.


No podía haber mejor momento para llegar que al atardecer, cuando el lago refleja las montañas como un espejo, y con la algarabía de decenas de niños que recogen agua dulce de un viejo sifón. Con semejante bienvenida, nos abandonamos a su alegría y sin darnos cuenta estábamos ayudándoles y disfrutando de sus risas. Inmediatamente, decidimos subir a las cercanas colinas, entre prados repletos de flores de nieve y manadas de caballos y ovejas. Quedas impresionado, en ningún momento ves la otra orilla. Un mar entre montañas. Y mientras contemplas la puesta de sol, uno piensa que existen nómadas kirguises que nunca han contemplado el océano, a miles de kilómetros. Para ellos, lo más cercano al mar es esto, sereno, tranquilo, su mar. Ahora, nuestro mar. Al bajar, no me resistí a escribir en la puerta de la yurta, saboreando el silencio y el momento de soledad.


Dormir en un campamento de yurtas varios días, nos permitió conocer la vida diaria y las costumbres de los kirguises. La vida no es fácil, tanto por el clima como por la altura, pero es un modo de vida que no ha cambiado en cientos de años y es un privilegio compartir y observar. Sus habitantes practican el nomadismo vertical, se desplazan a finales de la primavera en busca de los pastos de altura, con sus ganados y yurtas, al lago, para regresar a finales de verano e inicios del otoño a sus pueblos, cuando el frío empieza a arreciar.
A pesar de que nos encontrábamos por encima de los tres mil metros, y que alguno ya empezaba a sufrir de mar de altura, decidimos ascender a buscar petroglifos y visualizar el lago en su plenitud. En el ascenso eran continuas las paradas, tanto por la aclimatación como porque uno se queda ensimismado contemplando las montañas reflejadas en sus tranquilas aguas. Tienes la sensación de que el cielo puede confundirse con la tierra y el agua. El aprovechamiento de material rocoso para grabar ha sido siempre una antigua costumbre, como demostraban las antiguas figuras esquemáticas de íbices, asociables a cultos naturalistas. Pasear entre estas huellas es recobrar el escenario del pasado y de su evolución en el tiempo. Como lo es subir al Pico Moai, por encima de 3400mts y contemplar las cumbres con nieve, mientras se acerca un pastor kirguís a caballo. A pesar de que utilizamos a Timur para hablar con él, no le hice preguntas. Sólo era necesario mirar sus ojos. En las arrugas de su rostro, y su escasa disposición a hablar, sentías las inclemencias y la dureza de vivir en un clima extremo. Pero aún así, su actitud era de una extrema amabilidad y cierta curiosidad hacia nosotros.


            No hay experiencia nómada sin montar a caballo. Dice un proverbio kirguís que quien no tiene un caballo, no camina. Por ello, montar a caballo fue uno de los momentos más emotivos de la expedición. Caballos pequeños pero robustos, resistentes a las bajas temperaturas de las montañas y las estepas. Al grito de “chuuuuuuu”, se inició el recorrido, en el que rodeamos parte del lago, primero en un relajado paso, para más tarde empezar a trotar e incluso galopar a través de los prados. Cuesta mucho describir la sensación de libertad que experimentamos bajo la cálida luz del atardecer y ante el brillo plateado del lago. La brisa, las risas y un leve miedo inicial en alguno de nosotros fue nuestro único lenguaje. Lo demás, quedó grabado en nuestras miradas.

Abandonamos el lago, y tras rodear tres cuartas partes del mismo, cruzamos otro puerto, el de Kalmyk (3200mts), para llegar a Kochkor, ciudad de mercado y pueblo carretera en uno. Todavía las mujeres se dedican a trabajar el fieltro de la forma tradicional, prensando la lana con agua caliente, así que visitamos a una de ellas y colaboramos en elaborar el shirdak mientras comimos comida tradicional (pilov y laghman).
En el camino, las montañas no sólo nos acompañan sino que adoptan miles de formas y colores diferentes. Y junto a ellas, los cementerios, auténticas ciudades de muertos sobre pequeñas dunas donde solo hay tumbas y armazones de yurtas como monumentos funerarios, cuyos perfiles se resaltaban bajo un cielo nublado. Túmulos que recuerdan el antiguo chamanismo de los nómadas, solitarios, a merced de la fuerza del viento, la arena y el olvido. Para un pueblo nómada, sus raíces devienen del lugar donde están enterrados, y eso nos infundía un gran respeto.


Así alcanzamos Tamga, una población que ha crecido como destino turístico a modo de ciudad balneario, en torno a un sanatorio militar lugar de descanso de las fuerzas aéreas soviéticas, siendo Yuri Gagarin el más conocido de los que se hospedó allí. Allí, en el guesthouse de Luba y Sasha, pasamos buenos momentos jugando a las cartas bajo la lluvia y las parras de uva, disfrutando de los árboles frutales.

            De regreso a la ruta, el paisaje te regala impresionantes cañones, modelados por los ríos que van a desembocar al lago Issy-Kul. Sus rocas petrificadas de arenisca de color rojizo adquieren caprichosas formas, como en la colina de Jeti-Oguz (“los siete toros”) o el “Corazón partido”. Allí, entre leyendas sobre el origen de esas formaciones, aprendes como los antiguos nómadas descubrieron que la respuesta a la protección de sus rebaños estaba en el cielo, y por eso fueron los primeros en adiestrar águilas reales, una de las pocas especies que se enfrenta a los lobos, y desarrollar la cetrería. Por ello, la población local, a cambio de dinero, te deja fotografiarte con preciosas águilas rapaces que llevan agarradas al brazo. Y sí, Cubi, nuestro cazador, no pudo evitar hacerlo, como no puedes dejar pasar un entorno de tal calibre sin adentrarte en él. Así que nos pusimos en marcha para hacer un trekking en el hermoso valle de las flores y ascender hasta la Cascada de Jety Oguz para disfrutar de las panorámicas de abetos azules, praderas y la alta montaña, acompañados de niños a caballo que te ofrecen su montura para evitar el cansancio.


            En la parte oriental, a los pies de la cordillera Teskey-Alatoo, entre las cordilleras del Tien Shan y en pleno territorio nómada, se encuentra KARAKOL. Pequeña ciudad de casas de madera y gran influencia rusa, también posee un porcentaje de población uigur, emigrados de Xin Jiang un siglo antes, de ahí que uno de sus tesoros sea una mezquita construida por chinos dunganos: asemejaba un templo oriental, con vigas de delicadas pinturas de paisajes y coloridos aleros con dragones bajo su tejado y con una pequeña pagoda de madera como minarete. Un reflejo más del palimpsesto cultural que era Asia Central. Su otro tesoro es la Iglesia ortodoxa de la Santísima Trinidad, catedral de hermosas cúpulas verdes totalmente construida en madera sobre cimientos de piedra.
            Desde aquí, nos encaminamos a las estribaciones montañosas lindantes con la frontera china, sumergiéndonos en un salvaje y verde paisaje alpino, plagado de abetos, casi de cuento suizo. Esta nueva etapa nos permitió alcanzar el Lago Issy-Kul (“aguas calientes”). Rodeado de cumbres nevadas del Tien Shan, que la protegen de los vientos fríos del norte, es uno de los lagos entre montañas más profundos del mundo y el segundo lago de altura más grande tras el Titicaca: 180 kms de largo y 61 de ancho. La combinación de sus playas de fina arena dorada con un sol ardiente trajo como resultado inevitable, para los que fuimos valientes, un baño fresquito pero reparador. Al sumergir la cabeza bajo su azul infinito tenías presente como en sus aguas se absorbían restos de la antigua ruta, cuando las caravanas descansaban en sus orillas tras el duro paso de las montañas.
            El turismo que se creó en la zona en época soviética desarrolló importantes balnearios, como el de Cholpon Alta. Allí pudimos pasear  por una zona protegida, casi como un museo al aire libre, en el que en rocas traídas por avalanchas desde las montañas cercanas se conserva un espectacular conjunto de petroglifos de la Edad del bronce. Y, casi sin darnos cuenta, llegamos a Bishkeck, punto final de nuestro camino. Como ya nos parecía costumbre, la ciudad tenía una clara fisonomía soviética, grandes avenidas y explanadas, frondosos parques, edificios institucionales de gris hormigón…De mano de Timur observamos como la falta de identidad se suplía con los recientes monumentos y esculturas que paulatinamente iban sustituyendo los emblemas comunistas por elementos del folklore e historia kirguís, con más o menos validez histórica. Principalmente el pasado escita y la canción épica Manas, que se había transmitido oralmente de generación en generación por los manaschi como en la tradición épica griega.
De nuevo, la visita a los bazares (Gran Bazar de Osh) fue lo que más nos acercó a la población local, pero si algo guardo en mi mente fue la última noche, donde una compañía de músicos locales interpretó, como regalo de Timur, canciones tradicionales, en una noche fresca que olía a despedida. A través de la flauta, el arpa de boca, el komuz (guitarra de tres cuerdas propia de la zona) y del violín de dos cuerdas, que creó un príncipe mongol para expresar su dolor a su caballo moribundo; y con sus voces crearon una hermosa música del espíritu de Asia Central, que hablaba de sus amantes y sus montañas. Las mujeres no tocaban sus instrumentos, los acariciaban y sus dedos bailaban literalmente sobre ellos, unas veces formando pájaros y otras asemejando el viento que nos traía su melodía. Escuchamos en silencio, ensimismados, quizás siendo conscientes de que con esa música una nueva etapa se acababa.

 

Al regresar al hotel, un grupo no quisimos, pese al cansancio, irnos a dormir. Necesitábamos compartir más, vivir más, respirar más. Y, tras unos vodkas en los que a través de nuestros sueños queríamos dibujar el futuro, subimos a la terraza del hotel. Allí, los siete, un burgalés, una segoviana, dos madrileños, un turolense, una valenciana y un alicantino-murciano, contra un amanecer común, buscando atrapar el sueño de mantener el momento, de arrancar del tiempo nuestras ilusiones y mantenerlas por siempre allí, en ese baile frenético en la terraza de un hotel, bajo un cielo estrellado que se resistía a despedirnos.
 He olvidado hasta mi nombre, del mismo modo los caminos recorridos,
las venas abiertas de una tierra donde alguna vez habitamos.
Índigo, lapislázuli, turquesa, así el camino atravesado en sueños,
a veces turbulentos, otras veces quietos,
lo importante es el camino que dejó atrás nuestro pasado.
Corpus sin retorno a la tierra dorada,
entre las cartografías de lugares y cielos.
Lo importante es recordar que nuestros cuerpos son nómadas
en rutas de viento, historias apenas hilvanadas por el débil rojo de la seda.
Y, aunque el tiempo pase… seguiré habitando este mapa
y aunque el tiempo pase, seguiré anocheciendo con el cielo
Todo esto, hasta que el tiempo pase.
Ventura.

Hay lugares que se desvanecen por el peso de su propia leyenda. Y esta suma de lugares que conforma el camino del cielo, la ruta de la Seda, es uno de ellos. A pesar de que parte de su territorio ha perdido hace tiempo su huella y su recuerdo, y que el cambio y el avance de la modernidad puede ensombrecer el poder de los nombres míticos, cada paso mereció la pena. A pesar de que, en ocasiones, el nacionalismo, real o ficticio, parece querer filtrarse en la reconstrucción de países que nunca conocieron el significado político de esa palabra, más allá de encerrarles en fronteras sin sentido. Quizás sea esa la lección más importante de la cultura caravanera y de Asia Central, el rechazo a la frontera o la necesidad de traspasarla. A pesar de los intentos por amputar o manipular la Historia, aquí seguía viva, en sus gentes, en sus rostros, en las conversaciones, bazares, montañas, caminos…Una tierra de pasado perdido y futuro incierto, un canto a la diversidad en la que es más fácil aprender que comprender. Una ruta en la que es inevitable perderse entre el pasado asociado al cielo y el futuro ligado a la tierra.
Sé que el rastro de mis pasos se habrá borrado con las huellas de viajeros anónimos que, antes y después, han recorrido el mismo camino. Lo sé, y no puedo evitar hacer el gesto de la mano en el corazón. Cierro los ojos y siento que mi alma parece anterior a todo aquello, veo cúpulas azul turquesa robadas al cielo, escucho el rumor de las caravanas, el viento del desierto azotando mi rostro. Y siento que aún me queda viaje, y caminos por andar.

ÁLVARO