viernes, 18 de noviembre de 2011

Escribir


    Decía Rosa Chacel que escribir es el deseo de irse por los tejados. Y creo que tenía razón. Suelo escribir, desde pequeño, porque anhelo nuevas realidades; realidades que las palabras me hacen sentir más cerca de mí mismo que las que afronto cada día en el trabajo o mi vida personal. Quizás sólo escribo cuando tengo el deseo de escapar de algo, de hacer la realidad más deseable, o de ir más allá de lo que puedo asumir. Escribo cuando tengo la necesidad de irme por los tejados, de volar por mi imaginación y de sentir real lo que parece no serlo, o sentir irreal lo que duramente lo es demasiado. Es muy parecido a soñar.

    Sé que escribir, en mí, surge de la necesidad. La necesidad de encontrarme a mí mismo, o de hallar nuevos caminos. Pero, a veces, la necesidad no es más que un deseo, y ya decía Cernuda que el deseo es una pregunta cuya respuesta nadie sabe. Por ello, quizás, también escribo, porque me canso de la espera sin esperar nada, porque busco en las palabras esa respuesta perdida por los tejados. Quizás, porque escribo para mí. Quizás, porque espero que, algún día, venga una persona con mirada transparente que, a través de mis palabras, me diga te quiero.





miércoles, 24 de agosto de 2011

GROENLANDIA: EL DIBUJO DE UN SUEÑO



Cuando cuento, sólo estamos tu y yo, juntos,
Pero cuando miro hacia delante en el camino blanco
Siempre hay otro que anda a tu lado.

T.S. Elliot, La tierra yerma.


Para mis compañeros de sueño: Aznar, Melania, Dámaso, Irene, Roberto, Giovanna, Pilar, Horacio, Mª Carmen, Paco y Conchi, y nuestros compañeros-guías Dani Sastre y Aroa.


    En los tiempos más antiguos, cuando tanto las personas como los animales vivían en la tierra, una persona podía convertirse en animal si quería y un animal podía convertirse en ser humano; a veces eran personas, y a veces, animales, y no había ninguna diferencia, hablaban todos el mismo lenguaje. Era la época en que las palabras eran como magia, la mente humana tenía poderes misteriosos; una palabra pronunciada por casualidad podía tener extrañas consecuencias, de repente cobraba vida y lo que la gente quería que sucediera podía suceder, lo único que tenías que hacer era decirlo. Nadie podía explicar esto: así es como era. (Leyenda Inuk)

    En esta época, en que las palabras han perdido parte de su magia, y en un tiempo en que el misterio de lo desconocido se ahoga por el conocimiento global, es necesario creer que puedes volar más allá de tu imaginación, más allá de tus sentidos, que aún existen fronteras que puedes rebasar. Y como en la leyenda inuk, el origen de este relato fue una palabra pronunciada por casualidad, y lo que quise que sucediera, sucedió: GROENLANDIA.

   ¿Cuándo se pronunció? Lo recuerdo con exactitud, fue a inicios de julio, cuando buscaba con cierta ansiedad una escapada a la rutina del trabajo, unos días de desconexión que le dieran sentido a un año cansado y difícil. Y allí apareció, bajo la forma de una expedición de aventura, de deporte, de comunión con la naturaleza, de un sueño de tierras polares, paisaje blanco y azul intenso. Y allí la pronuncié por primera vez, sin saber que con ello iniciaba una de las mejores experiencias de mi vida.

    Dejando atrás la inquietud sobre viajar solo, el equipaje necesario y las compras de última hora en ropa de alta montaña, el nerviosismo iba abriendo paso a la expectativa casi infantil de cumplir un sueño construido a partir de lecturas sobre Shackleton, Amundsen, Reverte… Pronto me daría cuenta que en esta tierra los sueños de los demás no son más que una guía para dibujar tu propio sueño, y el mío tenía la forma de una foca, una foca blanca.

    Al igual que Ulises, emprendí el viaje hacia el profundo mar abierto, con un único barco que era yo mismo, y con una pequeña banda de compañeros que conocí el primer día y que rápidamente se convirtieron en cómplices de una aventura de emociones. Leí que las distancias en Groenlandia se miden en sinik, en "sueños", en el número de pernoctas que dura un viaje; y abrí los ojos ante los 17 sueños que tenía ante mí.

Primer Sueño.

    Enzia Verduchi, poeta italiana, describía Groenlandia recordándola, sin conocerla, como si se pudiese añorar lo que se desconoce: “tu nombre es un continente. Kalaallit Nunaat; tu nombre es una herida, una elipsis, una isla entre el Atlántico y el Ártico; tu nombre es el deseo, el olvido; es la tundra, la corriente del Labrador; tu nombre es un destello en la nieve; la bahía de Baffin y el Estrecho de Davis, tu nombre, arde”. En el vuelo desde Reykjavik, pronunciaba su nombre, en silencio, mientras observaba desde la ventanilla la costa de Tierra verde, un relieve abrupto y erosionado dominado por una banquisa que se fragmentaba entre glaciares, montañas nevadas, fiordos helados y un blanco que teñía de solemnidad todo el trayecto. Y cuando aterrizamos, en Narsarsuaq, un pequeño aeropuerto huella de la presencia norteamericana durante la II Guerra Mundial y la Guerra Fría, mis ojos fueron más allá de la pequeña torre de control y la exigua pista de aterrizaje para posarse en los icebergs, que, enmarcando toda la costa, parecían darnos la bienvenida flotando impasibles en el agua azul ante nuestro ajetreo. Y no nos abandonarían en el resto del viaje.

    En ese momento, no podías dejar de sentirte como un expedicionario, cargando con tu mochila y afinando los sentidos ante un mundo nuevo, en el que el blanco esperado contrastaba con el verde y la tundra, sin carreteras, sin ciudades, tan sólo la naturaleza y algo que descubriríamos muy importante, el tiempo. Y, como expedicionarios, nos recibió nuestro guía, Dani, una persona que el paso de los días confirmaría no sólo como cicerone sino como un soñador más. Él fue quién nos introdujo en el condicionamiento del tiempo, enseñándonos una palabra inuit que nos acompañaría cada día: immaqa, quizás. Porque de nada servían los itinerarios prefijados, las rutas establecidas o las previsiones de más de un día, si el tiempo y la naturaleza decían que no, quién sabe que podríamos hacer en cada momento. Había que valorar cada día. Immaqa, esa fue la primera lección que aprendimos de los inuit.

    Alojados en Qassiarsuk, a modo de campamento base, nuestro primer sueño cobró la forma de una pequeña aurora boreal. Esa noche dudo que hubiera alguien en el mundo que tuviera más ilusión en sus ojos, lo que para los habitantes del campamento era algo normal, para nosotros era un acontecimiento extraordinario, una auténtica danza verde en el cielo por pequeña que fuera. Un guía nos contó que la leyenda del Ártico decía que estas fascinantes luces se las denominaba “Revontulet” o “Los Fuegos del Zorro”, y que resultaban de los golpes que daban los zorros contra los montones de nieve en las montañas de Laponia, el golpe de estos producía en el cielo estos reflejos. Sin embargo, los inuit creían que la Aurora Boreal no era más que el camino celestial a un mundo más allá, y su luz se desprendía de la llegada de espíritus nuevos. Recuerdo que me dormí pensando en que era un espíritu nuevo en una tierra desconocida, blanca y verde, y que aún me quedaban sinik, una quincena de sueños por vivir.

De la Tierra Verde al hielo del Inlandis.

    El espíritu del oso polar, considerado a su vez el espíritu del Ártico, ha estado presente en la historia oral del pueblo inuit a través de varias leyendas, como la del oso Nanoq y la madre-humana. Dicen que Nanoq mantenía una estrecha relación con la madre-humana y vivían en armonía. Hasta que un día los hombres del pueblo, los cazadores, mataron a Nanoq. La madre-humana se convirtió entonces en una piedra de dolor ante el desamparo de su pérdida. La leyenda representa la pérdida espiritual de la cultura inuit ante las adversidades del mundo externo y la lucha por sobrevivir en los tiempos modernos.

    Por ello, viajar por Groenlandia, querer ser por unos días expedicionario, es respetar a la naturaleza y a la cultura inuit. Olvidarse de las comodidades y las infraestructuras de un viaje ordinario y abrir la mente y el espíritu a un entorno virgen y a un modo de vida tradicional, algo que desde un principio tuvimos claro y que desarrolló en nosotros un enorme sentimiento de libertad. Cada sinik nos ofreció diferentes lecturas de un mundo que seguía siendo auténtico, real, sin la contaminación del prejuicio y la diferencia. Poco importaba, más bien se disfrutaba, lo que significaba ser autosuficientes: los traslados continuos, el ponerse todas las capas de abrigo para los viajes en zodiac (¡gafas, guantes, gorro!), el montaje de tiendas, las cadenas humanas para el transporte del equipaje y los familiares bidones azules estancos que contenían nuestra comida (¡nunca nos supo mejor el paté, la nutella, la leche y el capuccino en polvo, el té, la manzanilla, el arroz, el queso cortadito por navajas, arenques, las lentejas, los garbanzos, las adictivas galletas digestive, “el cuando no hay lomo de todo como”…!). Es increíble cómo, en un pequeño hornillo, Dani nos pudo preparar, en su faceta escondida de gran chef, deliciosos cous-cous, cocido, lentejas, revueltos, postres…Como bien decía nuestro compañero Horacio, “dadme una lata de paté y echaré a andar…”.

    Nuestra ruta nos llevó desde Qassiarsuk al glaciar Qoorooq en el hermoso barco ballenero Puttut; un glaciar activo que nos permitió iniciarnos en el espectáculo de observar el desprendimiento de bloques de hielo y su conversión en icebergs, rodeándonos en silencio en su desplazamiento por el agua. En el lento acercamiento al glaciar, evitando el contacto con los grandes bloques de hielo, creímos ser Melville degustando literalmente el blanco hielo, tan sólo interrumpidos en el silencio por el ruido seco del desprendimiento.

    De ahí, en un tiempo que no avanzaba al compás de un reloj, sino en amaneceres y atardeceres, recorrimos en trekking y zodiac Igaliku hasta Qacortoq, un pequeño pueblo de pescadores donde nos enseñaron palabras inuit (sila= tiempo; ajunngilaq= bueno; sila ajunnqilaq, el buen tiempo que durante toda la expedición nos brindó el espíritu del ártico); de allí al fiordo de Unartoq, para bañarnos al atardecer en sus naturales aguas termales entre icebergs y donde pasamos la noche en un campamento a la orilla del fiordo, despertando con el arrullo de las olas y las gaviotas. Se sucedieron los sinik en trayectos en zodiac y trekking por Tasiusaq, el pequeño campamento de Qusuak (el valle del río salmonete) en el fiordo de Tasermiut (combinando un imponente glaciar con un rincón de tundra verde que nos permite practicar la pesca del salmón y la recogida de mejillones) hasta llegar al inolvidable campamento de Tasermiut. No se puede describir con palabras la sensación de dormir en tiendas a los pies de una de las maravillas del ártico, refugio de escaladores de todas las nacionalidades, los trekking a los pies de Nalumartosoq y Ulamertorsuaq, llenando la cantimplora en los innumerables arroyos de agua dulce mientras observas un águila real en su nido; o lavando la ropa (y el cuerpo) en la cascada junto al campamento producto del deshielo; sin contar las risas y conversaciones con los compañeros a la hora de la cena en el duomo-comedor bebiendo una infusión a la luz de las velas.

    El regreso a la civilización en forma de ducha caliente que supuso las dos noches de Nanortalik y Narsaq, nos permitieron disfrutar de las casas modernas de los inuit, que asomaban prefabricadas entre el blanco del hielo y el azul del mar, como fichas de colores, azul, verde, rojo, amarillo. A través de sus ventanas, apenas cubiertas con visillos y colgantes, se podía entrever una vida cotidiana que hablaba de cientos de historias a través de los amuletos colgando, los juguetes de los niños, los trineos y kayaks a sus pies o los restos de electrodomésticos. Todos tuvimos la impresión de que había más ciudades y nombres en Groenlandia que habitantes o inuit habitándolas…, y que la modernización había destruido en parte una sociedad tradicional, sin dar tiempo a construir una nueva con sus propias raíces. Pese a ello, la cercanía de los niños y la sonrisa de los inuit, daban la calidez necesaria para abandonar rápidamente esos pensamientos.

    La penúltima etapa de nuestro viaje nos llevó a Fletanes, un impresionante campamento frente a tres lenguas de un glaciar en el fiordo de Qalerallit, que servía de inicio a las rutas de ascenso al casquete polar, al inlandis. Un campamento que te hacía enmudecer, cerca de una playa de arena fina, casi una base espacial, en un valle de aspecto desértico que miraba hacia los glaciares. No podías apartar la vista del fiordo donde constantemente caían seracs (enormes bloques de hielo), produciendo un estruendo, un ruido seco, que nos recordaba lo pequeños y frágiles que éramos en comparación con la naturaleza. Tu mente se desnudaba, se abría a la libertad que te ofrecía la proximidad del inlandis, de una naturaleza virgen. Durante las tres noches que pasamos allí, no importaron los ronquidos de los compañeros, el estruendo de los seracs desprendiéndose era el mejor de los bálsamos.

    Tras el avistamiento de los caribús, liebres árticas, lagos escondidos entre montañas y una ruta sobre el inlandis para practicar el desplazamiento con crampones y la escalada en hielo, iniciamos la última etapa de nuestra expedición regresando a Qassiarsuk, el punto de origen. El día amaneció gris, con una niebla que lo cubría todo, y los glaciares que la noche antes nos habían brindado un espectáculo de luces de atardecer, ahora parecían hielos fantasmales acompañando el rugido de la banquisa sobre el casco de la zodiac. Puede que el tiempo se hiciera cómplice de nuestro ánimo, que preveía el fin de nuestro viaje. Pero dado que aún nos quedaban unos días y muchas cosas que hacer, ambos, tiempo y ánimo, mutaron hacia un sol brillante y unas expectativas renovadas cuando llegamos a la casa de Tierras Polares.

    Un trayecto en kayaks entre icebergs, trekking por el valle de las mil flores, rodeados de montañas con pequeñas cascadas que caían por sus laderas, en un paisaje de tundra sembrado de pequeñas florecillas y algodón artico que culminaba en un fuerte desnivel. Una vez lo escalamos, ayudados por una cuerda, la visión que pudimos grabar en nuestra retina merecía la pena: la lengua en descenso del inlandis del glaciar Kiattuut. Nos sentamos, en silencio, para respirar profundamente y despedirnos inconscientemente de la naturaleza ártica. Ahora, en el recuerdo, lo asocio a un poema inuit que leí hace poco: dos hombres llegaron a un agujero en el cielo; uno le pidió al otro que le ayudara a subir… pero el cielo era tan bonito que el hombre que miraba por encima del margen lo olvidó todo, olvidó a su compañero al que había prometido ayudar y salió corriendo hacia todo el esplendor del cielo. Así permanecimos un rato, observando el glaciar, olvidándonos de todo. Un precioso final para nuestro último trekking. Nuestro último sinik.


    Decía Javier Reverte en su último libro, En Mares Salvajes, que en el Ártico percibía que no había felicidad en la nieve y en el hielo, mientras sentía que viajaba hacia la nada. No puedo estar más en desacuerdo. Para mí, Groenlandia, la nieve, el hielo, no sólo me aportaron algunos de los momentos de mayor felicidad de toda mi vida, sino que me hizo sentir libre y en paz como pocas veces lo he podido sentir, en un viaje hacia mi mismo, el viaje más importante de todos. Pero todo viaje adquiere un color y una forma especial, dependiendo de algo tan sencillo como al lado de quién se estuvo, porque todos los lugares lo son gracias a la gente que conocimos y amamos en ellas. El color, el blanco y el azul, en todas sus tonalidades. La forma, un dibujo, un dibujo especial, que dio forma a Groenlandia y al sueño que la configura: el de una pequeña foca blanca que me dibujó el último día el compañero Dámaso.

    Un dibujo que me permitió ver, como indica Martín Garzo, que en la vida, como en los viajes, todos vamos trazando un dibujo desconocido, y que nuestra tarea es hacer todo lo posible para que no quede incompleto. Esa foca la empezamos a dibujar todos desde el primer día, en el inicio de nuestro sinik, en nuestro camino blanco, y por eso terminó de dibujarse, sobre papel, el último. La verdad no cabe en un solo sueño, y necesita del entrelazarse de los muchos sueños para revelarse. En este caso, el sueño de Groenlandia necesito de un dibujo y doce sueños, el de cada uno de mis compañeros. ¿Volveremos a Groenlandia? ¿Mantendremos vivo el sueño? Immaqa.

"Nunca la bandera arriada, nunca la última empresa". Sir Ernest Shackleton.


Álvaro.

miércoles, 5 de enero de 2011

Saber mirar



Tristeza de mis manos,
demasiado graves para no abrir llagas,
demasiado ligeras para dejar huella.
Tristeza de mi boca,
que dice tus mismas palabras
-otras cosas entienden-
y este es el modo
de la lejanía más desesperada.
A. Pozzi

Me has pedido que te escriba. Con tu mirada siempre encontraste mis palabras, perdidas en hojas de cuartilla entre apuntes de estudio o en pequeños trozos de papel, abandonados en los bolsillos de pantalones que lavabas una vez tras otra.
Me has pedido que te escriba, en estos días que no nos gustan a ninguno de los dos. Quizás porque nos parecemos mucho, quizás porque no hemos dejado de mirarnos, sin decir nada, desde una niñez que ya no me recuerda.
Y he decidido escribirte, porque cuando hablamos casi siempre dejamos las cosas importantes a un lado, porque duelen y porque ya estamos cansados. Y he decidido escribirte a partir de tu mirada, porque entre todas las cosas que me enseñaste, y que más amo, se encuentra el cine y la literatura; porque, al inicio, lo que me enseñabas lo veía a través de tus ojos. Y es precisamente de la unión de cine y literatura que los dos nos emocionamos, cada uno a nuestra manera, con una frase que siempre asociaré a ti: saber mirar es saber amar.
Pocas veces me has dicho te quiero. Supongo que para alguien que ha tenido que ser padre y madre la mayor parte del tiempo, esas palabras serían un lujo del que no se podía disponer. Pero yo, que he vivido de las palabras, de las pequeñas emociones, sentí su ausencia. Por eso, con los años, me centré en tu mirada, crecí con ella, para adivinar en su intensidad, en su atención, en su caricia, qué sentías.
Los cuadros más reales de la vida son aquellos formados por las pequeñas cosas, aquellas que forman parte de ti, que te rodean a diario y que parecen no tener importancia. Y con tu mirada he aprendido que a veces la vida sabe a naranja, y otras a limón, que tiene una luz desnuda, suave, pero que a veces deslumbra, y eso te ciega; pero que si se la sabe mirar, amarla es fácil.
Y siempre he querido mirar. Mirar cómo lavabas la ropa, aspirando su aroma al tender; mirar cómo cocinabas los platos de la abuela, que nunca he aprendido a hacer; mirar cómo leías, al atardecer, en el pequeño sillón de casa o junto al mar. Hasta cuando he cerrado los ojos, me he sorprendido regresando a tu imagen, a tu caricia en mi rostro infantil, suspendida en el tiempo desde aquella tarde en el parque. Y siempre he querido mirar porque callaba tus silencios, hasta el silencio de aquello que no existe, y tenía miedo. Y tengo miedo. Y siempre he querido mirar porque me castigabas con la mirada, me perdonabas con la mirada, y, como descubrí aún sin darme cuenta, siempre me has amado con la mirada.
No he tenido el tiempo necesario para aprender todo lo que tengo que aprender, si es que hay un mínimo. No puedo evitar tener la sensación de que algo se me escapa entre los dedos en estos días tristes. Y tengo miedo, de no saber mirar, de no saber amar, de perder tu mirada.
Hoy soy una ventana abierta que escucha, y todo me ha traído hasta aquí, hasta estas palabras. Me has pedido que te escriba, y quizás no leas estas palabras nunca, aunque las esperas. Pienso en otra cosa que amamos los dos, que tú me enseñaste a mirar, el mar. Y, como siempre, cierro los ojos, y te miro, esperando, junto al mar, esperando.