lunes, 27 de agosto de 2012

EL GRAN NORTE




Existe una región donde las montañas no tienen nombre
Y donde los ríos corren hacia lo desconocido.
(Robert Service, 1897)

Para mis compañeros de tierras polares que escucharon la llamada:
José Luís, Felipe I, Bego, Felipe II, Susana, Joan, Elena,
Federico y nuestro guía y amigo, Javier "Cherry".

Hay una raza de hombres inadaptados,
una raza que no puede estarse quieta;
rompen los corazones de sus parientes y amigos,
mientras vagan por el mundo a su albedrío.
Recorren las llanuras, navegan sin rumbo en los ríos
y escalan las cumbres de las montañas.
Llevan en su interior el sino de la sangre gitana
y nunca aprenden a descansar
(Robert Service, Los hombres inadaptados)

     No sé con certeza cuando empezó este viaje. Debió arrancar en mi infancia, en esa etapa en la que se crecía entre la realidad y el mito, construyendo sueños a través de las lecturas de Jack London, Mark Twain, Emilio Salgari, o conociendo nombres como Malaspina, el almirante Valdés, el Capitán Cook o Vitus Bering; lecturas que hablaban de aventuras y supervivencia, de la búsqueda de oro en la cuenca del Klondike y el Yukón, de tierras boreales y noches de aurora, de peligros incontables, de bestias salvajes, tribus hostiles, bosques vírgenes e impenetrables y de grandes cordilleras montañosas; las lecturas que nos cambian para siempre, porque supone situarnos en ese camino “donde las cosas pueden ser” del que hablara Rosa Chacel.


     Y como ese camino nunca debe abandonarse, hace unos meses quise convertir el mito en realidad. Aprendí en Groenlandia que las distancias y los días se medían en sueños (sinik) y que lo que uno quiere que suceda puede suceder, por lo que el Gran Norte empezó a configurarse como un sueño que podía ser, una realidad.


     Al preparar el viaje, me acompañaban las palabras de Robert Service sobre Alaska: ¿Te has entregado a la desnuda grandeza de la inmensidad, donde no hay nada más que contemplar, donde las montañas alcanzan el cielo y los ríos roban el agua de los valles, atravesándolos hacia lo desconocido? ¿has borrado las huellas que tus botas dejaron, has osado adentrarte en lo lejano? ¿has entregado tu alma al silencio? Entonces, por amor de Dios, ve y hazlo. Escucha el desafío, aprende la lección, asume las consecuencias. Entonces, escucha lo salvaje, te está llamando.” (La llamada de lo Salvaje).


     Me llamó la naturaleza salvaje, escuché el desafío y asumí el reto. Inicié el viaje.


     Decía Jack London que en Alaska no se habla, se piensa. Y pensando en mí mismo me encontré sobrevolando, a la llegada a Anchorage, el McKinley (en indio, Denali, el Grande). Contemplar de cerca el techo de Norteamérica, la montaña más alta de los Estados Unidos y emblemática de Alaska, supone sensación de poderío de una naturaleza salvaje, grandiosa y única. No hubo palabras, solo emoción. Ya estaba preparado, la fiebre del aventurero, del trampero, del soñador, se había apoderado de mí. Y no me abandonó. Ni lo ha hecho aún.


     Anchorage, que olía a fiordo y parecía un mirador urbano hacia las montañas modeladas por glaciares y el mar; Anchorage, como bien señalizaba su centro histórico, encrucijada entre Europa, América y Asia; Anchorage, la ciudad tranquila y superviviente, nos recibía como antesala de montañas, ríos, glaciares, bahías, icebergs e islas; de alces, osos, caribús, linces árticos, lobos y águilas calvas que sobrevolaban por tundras, frondosos bosques, valles y cordilleras. En ese momento, con la mochila a nuestras espaldas, dejamos de ser personas condicionadas por el reloj, el trabajo o las responsabilidades. Respondíamos a la llamada de la naturaleza, y hacia ella nos dirigíamos. En plural, porque no viajaba sólo, sino acompañado por nueve aventureros que rápidamente anularon distancias, y crearon un vínculo de hermandad que no conocía diferencias y sí sonrisas, ilusión y la misma necesidad de desafío. Y allí conocimos a nuestro guía, Javier, “Cherry”, “el hombre más sociable que jamás hubiera silbado por los caminos o entonado una balada ante la hoguera de un campamento”, como diría nuestro compañero London. A quien quisimos ver, no sólo como guía, sino como amigo.


     Preparados, tuvimos unas horas para respirar el aire de la última frontera, como nos recordaba a cada rato hasta las matrículas de los coches: “the last frontier”. E igual que en la fiebre del oro bastaba un simple comentario acerca del lugar donde abundaba el preciado metal, para que decenas de aventureros se embarcaran sin más comprobaciones en empresas irracionales y sin garantías de éxito, así iniciamos nuestra propia estampida siguiendo las instrucciones de Javier y con nuestras mochilas cargadas de ilusiones y, con el tiempo, de sandwiches.


     El poeta Robert Service escribió una vez “los caminos de Alaska tienen sus historias secretas”. Cabalgando sobre Denali Highway a lomos de una furgoneta, que se convirtió en un miembro más de la expedición, nos lanzamos al descubrimiento de esos secretos. Las cúpulas azules de la catedral ortodoxa de Anchorage parecía marcarnos el camino. La carretera atravesaba unos paisajes impresionantes en torno a la cordillera que nos adelantaban lo que iba a ser la naturaleza de los bosques de Alaska, y para prepararnos espiritualmente hicimos parada e Eklutna, aldea de los indios atabascos, para observar su cementerio plagado de coloridas casas de espíritus a modo de panteón. Talkeetna, que significa confluencia de los ríos, fue la siguiente parada. Puerto fluvial durante la fiebre del oro, fue el lugar idóneo donde degustar nuestro primer sándwich, a los pies del McKinley y rodeados de jóvenes mochileros y montañeros que preparaban sus expediciones a la gran montaña en los almacenes históricos del pueblo.


     El primer contacto directo con la naturaleza salvaje nos lo ofreció el Parque Nacional Denali, en torno al McKinley. Toda una inmensidad de taiga y tundra, una alfombra de flores silvestres que iban mudando su color hacia la ventana del otoño, en un terreno abrupto con puertos de montaña que servían de miradores para cordilleras de rocas volcánicas de vivos colores y la majestuosidad del Denali. El autobús del parque, con su inefable Wendy al mando, nos permitió encontrarnos con caribús, alces, y una osa grizzly con sus oseznos; mientras que un pequeño trekking ascendiendo un sendero de montaña nos empequeñeció ante la visión nebulosa de los 6200 metros del McKinley. Un paisaje indómito que nos recordó el escenario primitivo de London: “yo me ví con el oro en el punto de mira, y descubrí la ética del mundo salvaje”. Quizás, como London, comenzaba a recoger la verdadera perspectiva de mi mismo. En la cabaña del Denali donde pernoctábamos recogí esta impresión del guest book: “we need more time to spend, to share, to explore…”.



     Según las narraciones de las poblaciones inuit de Alaska, el corto verano de las tierras del Norte es especial. Bajo la luna llena la nieve es azul, y también son azules las nubes que cruzan el cielo. En la brisa se distingue el olor de la hierba fresca que empieza a brotar alimentada por las aguas del primer deshielo. El viento agita los amuletos colgados a la entrada de la casa, el hueso suena ligero entre los sueños y se confunde con el sonido de las pequeñas esquilas de los caribús. Entre la nieve y la luna se marcan los caminos, y el nuestro nos dirigía a McLaren River. Dejando a tras la tundra de Denali Highway, una lancha nos recogió para remontar el río hasta su inicio, en plena cordillera de Alaska, donde instalamos el pequeño campamento de tiendas de campaña alejados de cualquier punto habitado. La cena de salmón rojo fue la excusa perfecta para reír, contar historias y hablar de nosotros a la luz de las velas. Dormimos mecidos por la lluvia, en plena libertad. Al día siguiente, Cherry nos guió a través de la lluvia y la tundra, vadeando pequeños ríos, hasta las cercanías del glaciar, que, imponente, había sido nuestro horizonte a lo largo de todo el trekking. La soledad, el musgo, el agua tejía el paisaje. No nos sentíamos solos, la naturaleza nos acompañaba donde las montañas no tenían nombre, y el río nos llevó en el descenso en canoa por el McLaren, en silencio, donde los ríos corren hacia lo desconocido…



     La soledad y el infinito tejen los paisajes y los relatos que narran cada rincón de Alaska. Como los aborígenes australianos; los indígenas de Alaska han trazado una narración que recoge infinitos caminos: los recodos de los ríos, barrancos, lagos y montañas tienen nombre y sentido. El hombre no esta solo: la naturaleza siente. Y la mejor prueba de todo ello fueron los días de convivencia con los tramperos Steve y Joy Hobbs (y su perro Sugar), en Slana, al norte del parque Wrangell-St. Elias, en la frontera con Canadá. Alojados en unas cabañas de madera construidas por ellos mismos, quedamos inmersos en una zona salvaje, de bosques de coníferas y arroyos junto al río Slana. Ni los mosquitos ni el miedo al encuentro con osos o lobos impidió que exploráramos la zona, con la recompensa de la excelente cocina casera de Joy (alce, salmón, ¡esas american pie!) y divertidos juegos de carta (are you ready? Spoon!). El descenso en canoa por el río Slana (en indio Slow River), nos hizo transfigurarnos en buscadores de la última frontera, haciendo piruetas entre canoas y donde hasta el aventurero Federico, nuestro fichaje italiano, cambió su nombre a indígena, the boy with the camera on his head. Escuchar el golpe de nuestros remos y el rumor del agua, nada más. Pero, quizás, lo más hermoso y sentido de estos días de tramperos fue la velada a guitarra de Steve, cuando nos emocionó dedicándonos canciones que hablaban de hospitalidad, generosidad, y sentimientos. Nos abrió su corazón, sus inquietudes, sus miedos y esperanzas. No pude evitar derramar alguna lágrima, que me hizo comprender que no necesitábamos más para sentir el sueño de naturaleza salvaje y lo que significaba la amistad en ese entorno. Esa noche, regada por la cerveza típica, Alaskan Amber, nos fuimos a dormir pensando que, en la naturaleza, el idioma no es una barrera, quien no entiende una mirada no entiende una larga explicación.


     El río era un hombre, y el hombre marcó el camino hacía el río, y así, a través del Copper River y Kuskulana River, continuamos por la carretera McCarthy, siguiendo parte del trazado del ferrocarril que explotaba las minas de cobre de las montañas (el ferrocarril que por la orografía del terreno se le apodó “el que no circula y nunca lo hará”), impresionados por sus atrevidos puentes de hierro y madera. Y de tramperos pasamos a ser mineros a través de un viaje al pasado que nos instaló en el viejo pueblo minero de McCarthy. Poco importaba que su vocación fuera claramente turística, su ambiente de Old West te recuerda a Jack London y, como él, se sucumbe al influjo del Norte. A ello ayudaba las hermosas montañas de cinco mil metros y los dos glaciares del parque nacional de Wrangell-St.Elias que nos rodeaban. Como mineros, avanzamos hacia la mina de cobre abandonada de Kennicott, reflejo del apogeo de la Fiebre del Oro del Klondike en 1898, en un camino al que no quiso faltar la presencia de un oso negro. No podía cerrar los ojos.


     Kennicott, hermosa huella histórica de un tiempo de oportunidades y sueños rotos, con su infraestructura minera deteriorada por el paso del tiempo, construida en madera rojiza y hierro oxidado; nos abrió las puertas hacia el Glaciar del mismo nombre en un sendero plagado de señales de la presencia de osos. El recuerdo del oso negro y las advertencias de Cherry fueron suficientes para agudizar nuestros sentidos y armarnos de piedras, bien representados por la minera Bego. A cada paso, el “miedo” se fue mutando en emoción ante el glaciar, y con los crampones bien sujetos quedamos inmersos en el inmenso silencio blanco de la lengua de hielo. Avanzar sobre grietas y ondulaciones de todas las tonalidades imaginables de blanco y azul en un glaciar que, vivo, retrocede ante el peso de la historia, te impulsa a respirar y lanzarte a escalar sus verticales paredes. Nuestras huellas anunciaban los caminos secretos de Alaska de los que hablaba Service, y sólo podías respirar profundamente y perderte en el blanco.


     Y el silencio blanco nos brindó la oportunidad de sobrevolar sus cumbres en avioneta, y empequeñecerte al mirar por la ventanilla lo que exhibía la naturaleza: glaciares, montañas nevadas, infinitos ríos que atravesaban bosques o un antiguo barracón de la mina Erie, abandonada y desafiante en la cumbre de las montañas Kennicott. Mis ojos eran conscientes de lo irrepetible del momento, y sólo unas palabras venían a mi mente: «donde las luces del Norte bajan por la noche para bailar sobre la nieve deshabitada.».


     Fue todo un esfuerzo dejar de ser minero para volver a ser viajero, pero la perspectiva del trayecto hacia el mar ayudó, y mucho. De los fish wheels del río Chitina, donde avistamos un alce hembra y su cría bañándose, a la exploración del Glaciar Worthington que fluye por la ladera de la montaña en ramales hasta prácticamente la carretera, y las cataratas de cola de caballo en cuyas aguas cristalinas el atardecer dibujaba pequeños arcoiris; hasta el Thompson Pass a 2618 pies de altura (unos 816 metros), el punto donde más nieva de Alaska, y en cuyos picos asemejamos ser agrestes montañeros. La llegada a Valdez te permitía observar el Solomon Gulch, un criadero de salmones aprovechando su remonte de las aguas, y en el que esperamos contemplar a un oso pardo atrapar en mitad de su brinco a los rosados salmones en ruta hacia sus lugares de desove. Una cría de oso, en las cercanías, no nos defraudó.



     El puerto de Valdez nos recordó la nueva fiebre del oro negro, cuando la Richardson Highway se convirtió en el oleoducto Trans-Alaska que comunica los campos de petróleo con el puerto. Valdez, donde la naturaleza de Alaska reclamó su lugar frente a los excesos del hombre por la nueva fiebre de oro, el oro negro. Valdez, otra ciudad superviviente, que nos trasladó por ferry a través del estuario del Príncipe Guillermo hasta Whittier, y de allí, en nuestra entrañable furgo, hacia Seward, donde unas preciosas yurtas se convirtieron en nuestro alojamiento los siguientes días.


     Dejamos de ser viajeros para convertirnos en balleneros, con permiso de Melville, y montados en nuestra embarcación nos dejamos llevar por la majestuosa belleza de los fiordos de Kenai. Valles excavados por glaciares que se cernían sobre las frías aguas oceánicas en una mezcla de roca, hielo y agua habitada por una fauna salvaje inimaginable: delfines, marsopas, orcas, focas, leones marinos, águilas de cabeza blanca, nutrias, los hermosos puffins o frailecillos, y gaviotas que anidan en los huecos y salientes de los desfiladeros. Soñar con los ojos abiertos en kayaks que te permiten remar entre estrellas de mar y focas por la ensenada en la que desemboca el glaciar Aialik. Sentirse enmudecido, la respiración contenida, ante el desprendimiento de seracs (témpanos de hielo), y al divisar el canto de las ballenas rompiendo la superficie del agua, con instantes que jamás borrará la memoria como la inmersión majestuosa de la enorme cola alada de las ballenas rorcuales tras unos segundos suspendidas en el aire.



     De balleneros, la magia de Alaska nos transformó de nuevo en montañeros. Mochila al hombro, iniciamos el ascenso al glaciar Exit, en una escarpada ruta de gran desnivel pero hermosos contrastes de paisaje, del frondoso bosque boreal del inicio, pasando por las morrenas terminales hasta el blanco campo helado del plato superior del glaciar. De nuevo, la inmensidad del campo de hielo nos desnudó y empequeñeció ante la naturaleza virgen y salvaje. De nuevo, el silencio blanco.


     Los vínculos que nos unían, tras ser viajeros, tramperos, mineros, balleneros y montañeros, se reforzaron en la emoción de compartir durante semanas la contemplación de la naturaleza, y encontraron su lugar en las cervezas que regaron cada día y las efemérides de nuestras aventureras Susana y Bego. Momentos inolvidables que nos darían fuerzas para los últimos días.


     Cuenta la leyenda que los lugareños tienen un pacto de convivencia con la sabia naturaleza. Sólo ellos y no ningún otro ser humano tiene la posibilidad de asentarse en estas inhóspitas tierras. Cada pequeño bar de carretera en el regreso a Anchorage por Girdwood, el recuerdo de Steve, Joy o Sue, la propietaria de las yurtas, nos evidenciaba que la leyenda tenía mucho de realidad. Por ello, no pudimos faltar a nuestro último sueño de aventura, el Gold Rush en Crow Creek. Allí, en el pequeño pueblo minero abandonado y su mina de oro a cielo abierto, decenas de actuales buscadores de oro rivalizaban por un asentamiento en el río donde cribar en busca de partículas auríferas. No nos pudimos resistir a dejarnos llevar por la quimera de oro. ¿El resultado? El mayor tesoro del mundo: las risas y el compañerismo. Como diría London, “me ví con el oro en mi punto de mira, y descubrí la ética del mundo salvaje”.



     El regreso a Anchorage fue emocional. En la furgoneta sentía la despedida cercana, quizás condicionado por el espectáculo que ofrecía el camino a lo largo del fiordo, que sigue la orilla norte del Turnagain Arm, precioso nombre atribuido al capitán Cook cuando se vio obligado en 1778 a desandar el camino después de descubrir que no había una ruta navegable de comunicación. Quisimos parar a cada rato pero fue en Beluga Point, donde como consecuencia de las mareas se puede contemplar las ballenas entrando en el fiordo, el lugar que marcó la despedida. Allí, subido a unas rocas, contemplando el mar y perdiéndome en el horizonte recordé las palabras de Chris en Doctor en Alaska: "Miramos atrás para ver el camino que hemos recorrido y nos damos cuenta de que nuestro pasado no es un sendero solitario a través de bosques secretos, sino una vista tan grande y ancha como el mismo océano, de que nuestras experiencias alcanzan el horizonte como barcas pequeñas vistas desde lejos, absorbidas por el mar enorme". Quise guardar ese momento. Quise coger fuerzas y respirar. Quise permitirme pensar que vivir era esto, la libertad que nos ofrecía la naturaleza.



     Dice Martín Garzo que contar es volver a vivir, pero poniéndose a salvo del desorden propio de la vida. Porque contar una historia es, por encima de todo, contemplar el rostro del que la escucha. Cuando cuento la experiencia del Gran Norte veo en los ojos de quien me escucha mi propio asombro, mi misma ilusión y el reflejo del rostro de mis compañeros de aventura. Quizás, esa amistad forma parte del verdadero Norte. Alaska, como Groenlandia, nos hace creer que todavía es posible soñar despierto, que uno puede ser trampero, buscador de oro, montañero o expedicionario, si uno quiere que suceda. Soñar cada uno con su particular El Dorado. En este sentido, la carrera del oro continúa, pero lo hace en el territorio en el que las personas se reinventan a sí mismas. Esa era la Alaska que buscábamos. Cuenta Cavafis que al llegar a un oasis perdemos el privilegio de los espejismos. Los lugares del deseo requieren la distancia que permite anhelarlos, pues el arribo supone una pérdida. No es el caso, Alaska respondía a la llamada, a la llamada de lo salvaje, a la llamada de uno mismo. Ha sido una frontera, quizás no la última. Al fin y al cabo, el mundo no es un lugar acabado, sino un lugar donde las montañas no tienen nombre…

 
ÁLVARO



martes, 24 de abril de 2012

Oraciones en el viento



“Madre sherpa
déjeme dormir
el sueño más profundo
de mi vida
en su granero cálido
sin puerta
iluminado por la luz de la luna
filtrándose
en las grietas
de sus paredes de madera.”
Sharma

            En la gran Ruta tibetana de la sal me encuentran de nuevo viejas amigas olvidadas… En sus rostros la fatiga de un sueño ebrio, sus vidas gastadas, sus patas torcidas, temblando de transportar ilustres banderas de escaladas malditas. Aferradas a viejas campanas como heridas abrasantes, notas marcando el compás de una esclavitud que trae el modernismo: cartones de Iceberg, botellas de agua mineral, estufas, azulejos chinos, latas, tablas, sacos de arroz y sal yodada de las llanuras del Terai nepalí. Las mariposas de los bancales conocen sus nombres. Los arroyos cantores son tempestades en sus escaladas sin aliento. Suben atentas al tráfico y a prueba de tiempo…Hay escalones de piedra de las montañas en relieve… cielos estrellados de los valles adormecidos conocen el dolor de su sudor secreto. Días soleados por los ríos cristalinos tienen el sabor de sus ojos sangrantes… repiqueteando sus pezuñas por las calzadas; en círculos la cruel grandiosidad de senderos de mulas alrededor del glaciar de los Annapurnas (Sharma, poema nepalí).

            Al viajar escapo del tiempo, o más bien, intento vivir ajeno a él, de su esclavitud, de todo aquello que condiciona en una vida que da pocas oportunidades de pensar, sentir o respirar con claridad. Trato que el camino libere, y de sentido a palabras y emociones que ayuden a construir un tiempo de vida que permita afrontar el regreso y los límites de la cotidianeidad. Y, al viajar, uno se pierde en realidades, que entusiasman, endurecen, emocionan o debilitan. Y, al viajar, uno ve, escucha, se cruza con hechos, vivencias y personas en el camino, cuyo vuelo parece escaparse en el encuentro. Y, al viajar, a veces se tiene la suerte de encontrar una tierra en la que cada elemento te atrapa y te remueve por dentro, componiendo en cada paso, de forma inconsciente, palabras y emociones que escapan de ti, como banderas escritas con oraciones que el viento traslada más allá de uno mismo. Esa tierra es Nepal.
            No es fácil describir Nepal, quizás porque no es fácil recordarla sin que un golpe de emociones enturbie las imágenes que grabé en mi retina. Desde el primer día que pisé Katmandú, en un valle rodeada de increíbles montañas, la consideré una tierra desacostumbrada, a la vez que emocional, sensorial, donde volaba el alma pero sin dirección ni voluntad. Dejando atrás los vaivenes del viaje desde Madrid, en el que se sentaron las bases de una amistad entre compañeros que se fortalecería con el paso de los días, la llegada a su capital me marcó un camino de experiencias contradictorias, de entrega.
            Katmandú, una ciudad caótica, perdida, nos acogió reflejando un abanico inmenso de realidades: desde la miseria y callejones sin sentido, o el tráfico demencial sazonado de un ritmo de cláxones frenético, a sus cientos de colores y olores diversos, y la devoción budista e hinduista presente en millones de personas que, entre mercados, stupas, templos y barrios marginales, defienden una cultura que parece perderse en el tiempo. Una ciudad que adquiere diferente sentido dependiendo de los ojos con que la observes o la sientas, lo que la hace fácil y difícil de vivir. Un lugar en el que conviven los escombros, la contaminación y el abandono con un futuro a construir, a partir de una historia ritual resucitada a la memoria. Un lugar donde la pobreza asfixia los santuarios en ruinas, mientras es posible encontrar en cualquier callejón una sonrisa cercana y unos ojos expresivos que te tienden la mano hacia lo poco que tienen. Sí, así nos acogió Katmandú, la ciudad que creció de un solo árbol, como tierra desacostumbrada que abría sus caminos para el encuentro.
            “Hermanos somos, todos los pueblos, todas las gentes, madera de un solo árbol” (Canto tradicional de los Satsi Krana). El carácter solidario del viaje me marcaba el primer camino, la necesidad de recorrer lo interno, lo que nadie iba a mostrarme más allá de los rostros, la verdadera identidad de un territorio, sus gentes. Y la memoria se inició el primer día cuando, tras dormir en el barrio tibetano, tomamos un primer contacto con la stupa budista de Boudhanath al amanecer, un auténtico hervidero de peregrinos y creyentes que con devoción se abstraían en caminar a su alrededor en el sentido de las agujas del reloj haciendo girar los rodillos de oración para que sus plegarias se elevaran al cielo a la par de cientos de banderas de colores, oraciones al viento. No podías más que quedarte quieto y observar entre olores de incienso, murmullos de mantras y lámparas de mantequilla; observar como los atentos ojos de Buda desde su dorada torre central, hacia los cuatro puntos cardinales; observar como entre los mercados, leprosos mendicantes, vendedores de collares y cuencos cantores convive con naturalidad las dificultades cotidianas con la alegría de vivir.


            Y la memoria se grabó cuando, esa misma mañana, nos dirigimos a la casa de acogida y conocimos a las niñas. Aún me acompaña el primer encuentro, el namasté dibujado en una decena de tímidas sonrisas infantiles mientras te señalaban en la frente con el punto rojo, Bingu o tika, a modo de bienvenida. Nisha, Karishma, Anisha, Saanjeta, Yangui, Nirmala, …, sus ojos, curiosos y llenos de vida, interrogantes sobre nuestra lengua; su baile de bienvenida, y la canción resom Firiri que nos acompañaría hasta el último día, y aún hoy. Cómo recibieron nuestro improvisado show de payasos y globos fue una lección de lo hermoso que es vivir, de querer sonreír como ellas, acercarse a su ingenuidad, a su inocencia y a vivir el presente como si fuera el tesoro más grande al que podemos acceder. No importaba el pasado, y el futuro era un camino a descubrir.
            En ese momento supe que estaba en Nepal, en los ojos de esas niñas, en su sonrisa, en el contexto de la realidad de Katmandú; y el viento, con sus oraciones, barrió el frenesí, la contaminación, el rumor de cláxones y voces, la pobreza de sus calles, y comenzó mi entrega y mi propia oración. De su mano se inició el camino de la ciudad, el templo de Pashupatinah, principal templo hindú a orillas del sagrado y contaminado río Bagmati. De su mano, corrimos escaleras arriba y lanzamos hojas a una fuente como buen augurio ante los deseos imposibles. De su mano recorrimos el complejo de templos dedicado a Siva, salpicados de monos salvajes, sadhus (santones hindúes) de largos cabellos que acechan la foto turística, hasta los ghats (escalones de piedra) que conducen al agua y donde incineran a sus difuntos en rituales piras funerarias. De su mano me sobrecogí y fui incapaz de fotografiar. Decía Dudjom Rimpoché: “Ya sabes, ¿verdad?, que en realidad todas estas cosas que nos rodean se van, sencillamente se van...”, y cerrando los ojos no podía evitar pensar en ello.
            Con la mirada cansada, y tras una breve visita al Monasterio de Kopan, centro del budismo europeo, donde un aleccionador cartel nos recordaba que no podíamos matar, robar, dormir, ni mantener actos sexuales; nos trasladamos al barrio de Thamel, donde enmarcados en una marea de tiendas, mochileros y turistas de todo el mundo, nos íbamos a alojar. Permanecer ajeno al tráfico demencial, principalmente de motos, a los vendedores ambulantes de bisuteria, marihuana y bálsamo de tigre y a los centenares de tiendas de montaña, música, ropa y artesanía, era toda una aventura, sin contar los cortes de luz y la falta de agua caliente. Sin embargo, la adaptación al país hizo su función, acompañados de arroz, especias, momos y múltiples platos de pollo.
            La leyenda cuenta que el Valle de Katmandú fue en sus orígenes un hermoso lago en el que flotaba una flor de loto de la que emanaba una mágica luz. El patriarca chino Manjushri decidió, ante tanta belleza, drenar el agua del lago para que la flor se posara en el suelo y utilizó su espada para cortar la pared que encerraba el valle y permitir que el agua saliera. En el lugar que el loto se posó, el patriarca construyó un templo, la stupa de Swayambhunath o Templo de los Monos. En el lugar donde el loto se posó, acompañados de la historia y la religión, conocimos a la mañana siguiente el templo, reflejo de una oración viviente. Situado en lo alto de una colina, sus vistas de Katmandú tienden un manto de devoción sobre la ciudad, donde representaciones de los ojos de Buda, su aguja dorada e iconografía hindú acompañan la vuelta ritual a la stupa. Tan sólo los monos parecen escapar del ritual con su vida salvaje alrededor de las espinadas escalinatas que conducen a la stupa. De allí, marchamos  al centro histórico de Katmandú, Durbar Square, donde casi invisibles por la caída del sol quedamos enmudecidos por su bullicio y templos medievales; descansando en los peldaños de sus templos.
            A pesar de su pequeño tamaño, Nepal es un país de contrastes no sólo en sus realidades sino también en sus territorios, que se extienden desde las planicies selváticas húmedas del Terai, hasta las más altas cumbres de la tierra.
            De las primeras, nuestro camino nos llevó a Chtiwan (que significa “corazón de la jungla”), a orillas del río Rapti, cerca de la frontera con la India, donde Kipling, el autor del “Libro de la Selva”, sitúa la acción de “Kim de la India”. En un entorno de selva, donde el día se debía al sueño, podías atrapar entre tus dedos el sol del atardecer con la complicidad de tu compañero fotógrafo. Una luz especial y un cielo inmenso que, por momentos, uno no sabía si se encontraba en Nepal, África o India. Durante los días que estuvimos allí, anduvimos por la selva acompañados de guías locales que daban instrucciones sobre la presencia de animales salvajes (tigres, rinocerontes de un solo cuerno, osos, cervatillos, monos, serpientes); embarcamos al amanecer en canoas de madera deslizándonos sobre el cauce del río frente a cocodrilos, aves de colores; y paseamos a lomos de elefantes, vadeando ríos y bañándonos con ellos en un juego acuático que nos hizo volver a la infancia entre risas, remojones y una vitalidad sin límites.



            De las segundas, olvidando el recuerdo de las carreteras y los pequeños y destartalados autobuses y sus peculiares sistemas de conducción, el ascenso a los Annapurnas. Partiendo de Pokhara, campamento base para todos aquellos que inician el camino hacia las cumbres de los Himalayas, iniciamos el trekking en Nayapul y Birethanti, hacia Ulleri y Ghorepani, junto a unos sherpas que nos ayudarían con las mochilas y que se convertirían, junto a Juan Antonio, no sólo en guías sino en grandes compañeros de viaje. Días de ascenso cuyo camino tomaba la forma de escaleras de piedra con cientos de años de antigüedad, que marcaban el itinerario de la gran ruta tibetana de la sal. Atravesamos pequeñas aldeas de piedra y madera, bosques de todo tipo y montañas nevadas que abrían nuestros ojos al Hiunchuli, el Annapurna sur y la pirámide del Machapuchare, la montaña sagrada de los nepalíes y en cuya forma bífida se inspiran los típicos gorros nepalíes. Mientras, un tráfico lento pero constante de ancianos y jóvenes de espalda frágil en apariencia, con cargas de alimento, de supervivencia, de vida. Uno piensa en los porteadores, en su carga de modernismo, de sueños de escalada y campamento base, que contrasta con la indiferencia de sus ojos, sólo atentos a los escalones de piedra, al camino que bifurca, al arroz y al agua. Mariposas de bancales conocen sus nombres. Mientras, continúas ascendiendo bajo la lluvia, vislumbrando arco iris entre las montañas y los rayos de sol, con pasos cansados pero decididos sobre las hojas secas y las flores de rododendro. Mientras, la vida rural de Nepal permanece ajena al paso del tiempo, al de tu mirada, en un cultivo milenario de terrazas, en el que campesinos te sorprenden por la alegría con que te sonríen a pesar de los surcos de sus rostros. Mientras, asciendes construyendo pequeños túmulos de piedras para simbolizar el buen viaje, la buena suerte en el camino; hacerlo y acostumbrarse a la tierra, sintiéndote cerca de la vida, como nunca antes lo has estado, caminando, curioseando, sonriendo…



            Tras hermosas puestas de sol, hilillos de agua templada a modo de duchas, reconfortantes cenas y tés nepalís, charlas, chistes, bailes, canciones y abrazos bajo la luna; solo, en la noche, pensaba en la familia, en mis amigos, en mi vida en Cartagena, acurrucado en mi saco de montaña. O, simplemente, respiraba, hasta dormirme en el recuerdo del recibimiento en la llegada a Ghorepani por un grupo de niños sonrientes al grito de Namasté.
            La cima de Poon Hill, tras un ascenso final en la madrugada, en una estela de cientos de frontales encendidos en silencio, nos permitió tocar el cielo, contemplar los Annapurnas (Annapurna sur, Hiunchuli, Gangapuana, Annapurna I, Dhaulagire) en el despertar del sol. Sentí que todo era posible, cerré los ojos y respiré, dejando volar mi alma, pensando en todos con los que quería compartir ese momento, y que estuvieron allí, conmigo, en el techo del mundo.



            Y como los sueños están para cumplirse celebramos el cumpleaños de nuestro compañero Alex en plena cima, y saltamos para atrapar el momento en el recuerdo. Tras tocar el cielo, iniciamos el descenso hacia Deurali, Banthanti y Ghandruk, atravesando arroyos, valles, cascadas y pequeños pueblos colgados en la montaña, compartiendo la hospitalidad de la gente en la pobreza, desde la dignidad y la sonrisa.
            Tras la experiencia de los Annapurnas, el regreso a la caótica Katmandú suponía un gran esfuerzo. Las visitas a las ciudades medievales de Bhaktapur y Patan, con sus tallas de madera newar impertérritas ante el paso del tiempo y ahogadas por la contaminación y el turismo, nos permitió conocer la historia de Nepal y celebrar el año nuevo (2069) a través de templos con ofrendas de flores y bendiciones, junto a fuegos encendidos que debían cumplir deseos y sueños de esperanza. La estancia en el Monasterio de Namo Buddha, situado en la ruta de los exiliados tibetanos, en plena montaña en las afueras de la capital, nos adentró en la meditación y la formación budista, dejando para el recuerdo plegarias acompañadas por cacofonías de platillos, tambores y cuernos tibetanos, en una melodía casi atonal, profunda, que parecía provenir de las entrañas de un mundo que hace ya tiempo que entró en descomposición. Tierra de nuevo desacostumbrada, que intentaba prevalecer, perdida, al menos en mis ojos.
            El regreso a la casa de acogida, a los ojos y las sonrisas de las niñas, volvió a darle sentido a la ciudad. Horas y horas de juegos, de peinados, de risas, de abrazos y miradas cómplices, anunciaban una despedida que encogía el corazón, pese a la certeza del buen camino. “En realidad todas estas cosas que nos rodean se van, sencillamente se van...”, y cerrando los ojos de nuevo, no podía evitar pensar en ello.



            En una tierra de carencias, las emociones adquieren un nuevo sentido. En una tierra de contrastes, la necesidad de soñar no es suficiente, aunque se mire al cielo con frecuencia. En una tierra como Nepal, cada uno construye su propia oración, su camino, en un lugar desde el que se puede partir sin certezas hacia donde el viento, el cielo te indique. Y no es fácil, porque a cada paso deshacemos una utopía o constatamos un sueño, y lo que uno cree no tiene por qué ser cierto. Por ello, las palabras que no pronuncié y las emociones que no escribí en mi pequeña libreta negra, y que quedaron perdidas en la montaña, en el lago Fewa del valle de Pokhara, o en las calles polvorientas de Katmandú, son las que me acompañarán, siempre, en el paso del tiempo. Y serán esas palabras y emociones, que aunque se pierden también nacen de nuevo, las que, junto a los ojos de una decena de niñas, construirán la imagen que asociaré a Nepal: plegarias de colores moviéndose al compás del viento.

Namasté

viernes, 2 de marzo de 2012

Zapatos




     Se agachó. Le costaba ponerse los zapatos. Con un gran esfuerzo lo intentó una vez más. No pudo, estaba cansada. Y desconcertada. Alguien los había guardado en una vieja caja polvorienta, al fondo del armario y tras decenas de pares de zapatos de señora mayor. No entendía por qué tanto esfuerzo en ocultar su calzado escolar. Así, desde luego, no podría llegar a tiempo al colegio, y menudo humor se gastaban las monjas con aquellas alumnas que se retrasaban. Además, tampoco encontraba su uniforme, la ropa del armario le era extraña. Aún no había intentado recordar qué necesitaba exactamente para el colegio, y seguía cansada, desconcertada. Se decidió por una camisa blanca, pero apenas pudo abrochársela. Un par de golpes en la puerta distrajeron su atención: “mamá, ven a desayunar”. Confusa, sintió un pequeño estremecimiento. Dirigió su vista hacia el espejo, y su imagen, agrietada, le hizo comprender. “Enseguida voy, hijo”, respondió mientras borraba una pequeña lágrima de su rostro.


viernes, 20 de enero de 2012

Tu imagen



     Estas navidades, después de 30 años de la muerte de mi padre, mi madre me regaló unas imágenes en Super-8 que había pasado a DVD y que desconocía. Fue la primera vez que ví su imagen, junto a la mía, en acción real.  Su sonrisa, su forma de mirarme a los ojos, cómo me tendía la mano...Y siento que fue algo importante, me sentí niño, me sentí hijo. Perdonarme el atrevimiento del poema, lo necesitaba

Hace más de 30 años
que no se proyectaba tu imagen,
hoy la ví real,
la sentí cercana,
y todo pudo ser,
de nuevo.

Y decidí
poder recordar aún,
una niñez que ya no me recuerda;
poder vivir aún,
de las fotografías,
de las palabras que me leíste.
Poder regresar 
a tu imagen
al cerrar los ojos;
y poder callar aún
los silencios,
hasta el silencio
de aquello que no existe.

Y decidí poder engañar aún
el tiempo equivocado,
la presencia ausente;
poder rescatar aún
sueños,
ahogados en el olvido.
Poder caminar 
por ese raro país
en el que todo es encuentro
y poder perderme aún
en un pasado
que nunca fue presente.

Decidí poder construir aún
una vida
de ventanas abiertas;
poder sentir 
que no fue ayer
ni es hoy,
sino mañana,
y poder llorar aún
tu caricia
en mi mirada.

Hace más de 30 años
que no podía nada,
hoy me expliqué contigo,
y todo pudo ser, 
de nuevo.