miércoles, 22 de diciembre de 2010

Ser profesor


Siempre he preferido el reflejo de la vida a la vida misma. Si he elegido los libros y el cine desde la edad de once o doce años, está claro que es porque prefiero ver la vida a través de los libros y del cine.

(F. Truffaut).

Desde que leí estas palabras, hace ya unos cuántos años, me identifiqué en el sentido de entender la vida más allá de su realidad, quizás como un medio de reconciliarme ante un devenir vital con el que no estaba del todo conforme. Todos tenemos nuestras razones para estar más o menos satisfechos con la realidad que nos ha tocado vivir, o con la realidad que hemos construido de forma más o menos consciente. Desde pequeño, como Truffaut, opté por el reflejo, dolía menos y excitaba más mi imaginación y los sueños de cómo quería construir un camino. Me equivoqué, seguramente, porque acentuó demasiado una sensibilidad que de por sí me desbordaba y condujo a desengaños innecesarios para alguien con los pies en la tierra. Pero cada uno es como es, y yo era, soy, y supongo que seré, así. Ciertamente, un problema.

Por ello, entrar como invitado de última hora en un mundo tan real y poco dado al reflejo utópico como el de la educación, me obligó a replantearme muchas cosas. No sólo la vocación (ya sabéis que mi ilusión era la arqueología), sino planteamientos vitales de primer grado. Quise evitar el vértigo de las reflexiones refugiándome en la entrega, en la ilusión de un trabajo, profesor, que me abría mil y un caminos de acercarme, incluso de reconciliarme, a la realidad.

Han pasado años, tampoco muchos, desde ese punto de partida. Mentiría si no dijera que en algunos momentos el vértigo de las dudas, las inseguridades, me ha llevado a detenerme y hacer balance. Os ahorro las conclusiones. Pero estas semanas situaciones, comentarios, evaluaciones, amigos, y, sobre todo lo que está ocurriendo hoy, me ha traído de nuevo a la cabeza una serie de preguntas: qué es la realidad, qué es ser profesor, qué hago yo aquí, …, que quizás atiendan a una única respuesta.

Desde el primer día que entré a una clase como profesor, muchos de los referentes que tenía de cuál era mi función en el aula se tambalearon. La diferenciación de roles, la autoridad, la transmisión de conocimientos, quizás no eran tan importantes como la comprensión, la aceptación y la lucha de afrontar o cambiar una realidad. Y me desbordó, y me desborda. Porque cada vez que abría la boca e intentaba enseñar, aceptaba, rechazaba o buscaba cambiar una realidad. Y con ello, me desnudaba un poco.

Un proceso tan personal no ha encajado nunca bien con una profesión en la que cada vez más se ha ido imponiendo la gestión: reuniones, papeles, autorizaciones, guardias, clases de 55 minutos; y olvidando al alumno (y al profesor) como personas, a sus preguntas, a sus acciones, a sus inquietudes…

Nadie me enseñó a ser profesor, nadie enseña a serlo, somos nosotros quiénes aprendemos con cada clase, con cada año; y por ello nadie te enseña cómo desnudarte, si es necesario o no, cómo asumir la realidad del aula, del instituto, de la sociedad de la que emana todo. Nadie te enseña más que uno mismo.

Me ha costado llegar a hoy. Me sigue costando abandonar los miedos de las preguntas de los alumnos, de no llevar bien preparada la materia, de no lograr transmitir, de esconder los nervios ante un grupo que desconozco. Me ha costado alcanzar una mínima libertad, poder decidir que es igual de importante lo que sabe el alumno como lo que siente, que no se debe tener miedo a decir la palabra no sé, a desnudarme.

Me ha costado ser un poco libre, y partir de esa libertad para intentar comprender el mundo en el que habitamos. Y cada día, desde hace unos años, he dirigido mi función como profesor a que mis alumnos comprendieran, y sintieran y se expresaran. Y escucharan. A que la Historia no es lo que aprendí en la Universidad, sino que es comprensión, y palabra. Mi palabra, sus palabras. Que es silencio y miradas. Mi silencio, mis miradas. Su silencio, sus miradas.

Me ha costado esa libertad, y hoy he tenido la sensación de que me la robaban. Que la realidad, esa realidad con la que la educación me reconciliaba, me decía a la cara que todo esto no importa. Que no importa la comprensión, el sentimiento, la expresión, la escucha. Que no importan las palabras. Que no importa la dignidad del profesor, porque hay crisis; porque la realidad no entiende que hay una persona detrás del profesor, que no quiere ser policía de la cultura, sino inductor y promotor de deseo, de imaginación, de comprensión. La realidad no entiende que no es una cuestión de dinero, sino de respeto. Que no hay educación sin respeto.

Hoy hace años que murió mi padre, quizás la primera persona que vio en mis ojos la necesidad de comprensión, de ser profesor. Hoy la realidad no sólo me ha recordado su ausencia, sino que ha querido arrebatarme la necesidad e ilusión de ser docente. Y he recordado a Truffaut, y sus 400 golpes, y la preferencia al reflejo de la vida antes que la vida misma. Y hoy no quiero acostarme con la sensación de que ser profesor no tiene sentido, de que no me voy a poder reconciliar con la realidad. Hoy no quiero que me roben la libertad, porque soy profesor a pesar de todo. Y quiero serlo.


domingo, 12 de diciembre de 2010

El Reino de la pequeña altura


A los once soñadores de Fez, Volubilis y Alhucemas.

“He aquí el paraíso en el que yo vivía antes:

mar y montaña.

Hace de eso toda una vida.

Antes de la ciencia, antes de la civilización

y la conciencia.

Y, tal vez, volveré,

para morir en paz, un día…”

Driss Chraïbi.

Nada es más difícil que hablar de lo que amamos. En mi caso, es aún más difícil hablar de lo que pierdo, de lo que duelo. Lo intento a través de las palabras, pero las no habladas, las escritas, aquellas que me guían hacia el lugar en el que las cosas se ven mejor, hacia el lugar en el que la mirada expresa lo que amo, lo que duelo. Desde hace un tiempo intento llegar a ese lugar, pero me he perdido muchas veces. El problema me parece claro, necesito guía.

Martín Garzo me habló del reino de la pequeña altura, un reino que se encuentra suspendido a tan sólo unos centímetros del suelo, donde habitan las palabras que guían. Un reino al que, para acceder, cada cierto tiempo hay que escaparse de tus amigos, de tu familia, de ti mismo, y andar por ese camino insignificante sin buscar nada, sin comprender por qué lo haces. Un reino del que no tienes gran cosa que contar, y del que una vez y otra vuelves tan pobre como te fuiste, aunque con los ojos llenos de lágrimas, como si hubieras visto en él algo que no acertaras ni a explicar ni explicarse. Un reino en el que las palabras te explican lo que no podemos tener de la vida, para aceptarlo o trascenderlo.

Utilizando la única guía que conozco, mi corazón, y a pesar de que a veces no es certero, ni siquiera sabio, emprendí hace poco un viaje, abrí un camino. Tenía que recorrer ese reino, lo necesitaba. Y lo emprendí de la única forma que sé, entre sueños. Soñé un camino real, bañado por el Mediterráneo, un camino que llevara a un paraíso de mar y montaña, a una tierra que cada caricia de aire hablara de historia, de ciencia, de vida milenaria. Un camino de ida y vuelta que me refugió a la luz de las estrellas, al compás del mar y los delfines. Un camino que no andaba solo, aunque la soledad me acechara. A cada paso sentí once soñadores, portadores de risas y abrazos, en una extraña pero cercana lengua. Un camino que desembocó en un lugar en el que no había nacido, pero que no me era extraño.

Es una tierra que no dormía, ni me dejaba dormir, acogedora de exiliados y aventureros, que oculta en sus entrañas los cuentos de las mil y una noches; y que, por ello, era igual de hermosa vista desde lo alto. Porque desde lo alto comprendías por qué en cada rincón de su laberinto de minaretes y callejuelas podías desaparecer, por qué en algunas zonas decenas de cubetas encerraban los colores del arco iris dormidos en ellas para teñir telas, pieles y sueños, mutando la putrefacción en hierbabuena; por qué en cada rincón los muros te abrían ventanas de madera trabajada de cedro hacia mezquitas, escuelas coránicas, plazuelas, pequeños patios que ocultaban té, cerámica, arrieros con borricos cargados de mercancías, decenas de zocos de babuchas, adornos, pequeños laúdes, carteras y estuches de piel, alfombras, y cuencos con sopas y una gastronomía robada al tiempo.

Es una tierra para sentir, para imaginar, para buscar esas palabras del reino de la pequeña altura. Un mundo cercano que baña un cielo protector, que une ruinas romanas con un mundo casi medieval, suspendido en el tiempo, donde lo importante no es el dinero, ni las distancias, sino el contacto, el lenguaje del cuerpo, de las manos, de las miradas; un mundo en el que el saber se encuentra en el vivir, no en la palabra escrita.

Once soñadores se postraron. Once soñadores respiraron y observaron. Once soñadores bailaron en el tiempo, al son de tres pequeños laúdes. Cada uno buscó su sueño, y en la búsqueda estaba el sentido del baile, del viaje.

Busqué el mío, y me perdí en el reino de la pequeña altura. Sentí demasiado, y demasiado poco apresé. La verdad no cabe en un solo sueño, necesita del entrelazarse de los muchos sueños para revelarse. Y la verdad necesita de lugares reales, más allá de ese reino. Lugares donde soñadores te brinden su apoyo y su sonrisa. Lugares donde la soledad se pierda buscándote, y donde se nombren las cosas. Lugares como esta tierra, de mar y montaña. Antes de la ciencia, antes de la civilización y la conciencia.

Necesito este lugar. Y, tal vez, volveré. Un día.

domingo, 28 de noviembre de 2010

Tiempo


Necesito tiempo. Tiempo para aprender, y aprender muchas cosas. Pero hay una que me cuesta aprender, y mucho. En verdad hay muchas que me cuestan, aprender a afrontar miedos, a llenar carencias; aprender a quitarle importancia al destiempo, aprender a reaccionar ante los ojos que se desvían, y podría seguir hasta completar un catálogo de inseguridades del que soy más o menos consciente. Pero, sobre todo, hay un aprendizaje que, cada fracción de tiempo que pasa, creo más difícil. No se trata de aprender a vivir, para eso no hay lecciones más que tu aliento diario. Para mí se trata de aprender a ser libre, a caminar pudiendo tomar las decisiones sin lastres ni hipotecas de cualquier tipo.

Hay veces que sueño que cierro los ojos, y cuando los abro he aprendido a mirar en libertad. Con lo que ello supone. Observo, miro, actúo sin cadenas, sin prejuicios, sin condicionamientos. Pero es un sueño. Sin embargo, también hay veces en que confundo el sueño con la realidad, en que olvido los lastres, las preocupaciones, los dolores y responsabilidades, y sólo respiro, miro, vivo. Suele coincidir con los momentos en que me abandono al mar. Pero, últimamente, y quizás por eso me estoy aficionando tanto a la escalada, también me ocurre con la brisa y la montaña.

Hoy ha sido uno de esos días en que necesitaba abandonarme en la naturaleza. Hoy ha sido uno de esos días en que los amigos, los de siempre y los de ahora, te dan esa oportunidad, te enseñan a mirar entre el sendero y el ascenso. Hoy ha sido uno de esos días en que la mirada y la respiración han alzado el vuelo, a 1200 metros de altura, en una danza libre de rapaces, sol y viento.

Y me he sentido pequeño y grande a la vez, he respirado, cerrado los ojos y deseado ser libre. Y, durante unos breves segundos, lo he sido, con una mirada limpia y una respiración pausada. Libre.

Necesito tiempo, para nacer en muchas cosas, para aprender sobre otras tantas, y desaprender sobre algunas. Necesito tiempo, y ayuda, para soñar la libertad, para borrar miedos. Necesito tiempo para direccionar mis pasos y conocer, comprender. Necesito tiempo, y me asusta no saber cuánto.

Mientras tanto, esta tarde, esta noche, aún siento esa mirada limpia, en vuelo, libre.

domingo, 21 de noviembre de 2010

Con una sonrisa basta


Cuando pienso que no hago las cosas bien, o que la vida se empeña en correr cortinillas de desencuentros o sinsentidos; cuando la tristeza amanece en mis ojos o la soledad acecha en esa piedra que me cuesta tanto levantar (o, últimamente, escalar), busco sonrisas. Busco sonrisas porque a veces me cuesta dibujar la mía, y no me gusta mi reflejo sin ella. Y la búsqueda trasciende, porque con ese dibujo siempre hay algo más, algo escondido, algo de miedo. Miedo a hacer las cosas mal, a verme solo. Es lo que tiene la seriedad, que a veces lo disfraza todo de inseguridad, carencia, dificultad.

Y mira por donde esta semana las he encontrado. Es verdad que siempre están alrededor, pero a veces necesitas que te las dirijan a ti. Tengo un trabajo especial, especial para mi, porque me ayuda a eso, a ser feliz, a dibujarme sonrisas, a encontrarlas. Esta semana las he encontrado en compañeros, que son ya buenos amigos, en sus planes de cenar, de ir de excursión, de viajar o simplemente en bañarse en limoncello a deshoras. Y sobre todo en unas personitas que tienen un don especial en hacerme sonreír. Unos alumnos que visten de colores, que se transforman en pajaritos blancos, en la conversación que necesitas, en una risa catalizadora de ilusiones y proyectos, que te asaltan por el pasillo con un abrazo, un beso o una palmadita; que te envían un mail después de unos pocos años recordándote como el primer día para decirte que te echan de menos; que te envían una foto con su sonrisa para que pueda escribir estas palabras; que te piden ayuda, sin saber lo que te ayudan ellos cada día, cada mes, cada año.

Y, todos, con su sonrisa han dibujado la mía. Con su sonrisa han borrado palabras, y forjado ilusiones. Con su sonrisa han subido el telón de nuncajamás, del tiempo atemporal en que puedo y debo vivir. Con su sonrisa me han dado el pequeño empujón que todos necesitamos para poder escalar las piedras que bloquean el camino. Y, para los que dormimos solos, es hermoso cerrar los ojos viendo esa sonrisa. Es hermoso sonreír pensando en el mañana.

domingo, 14 de noviembre de 2010

Tu rostro no tiene nombre


Tu rostro no tiene nombre,

tu voz no tiene sonido,

tu tren no tiene número,

tu viaje no tiene horario,

pero yo sé que vendrás

con ese rostro,

con esa voz,

en ese tren,

cuando termine tu largo viaje.

Para muchas cosas nací tarde, y en otras, bueno en otras aún no sé si he nacido. Son cosas de la vida, que a cada uno le hacen ser como es. Y yo me he perdido demasiadas veces preguntándome por qué de algunas de ellas. Últimamente, del pequeño caos que inunda mi cabeza ha emergido un rostro, un recuerdo, unas palabras, consecuencia del reciente viaje a Italia. El rostro se ha dibujado nítidamente, casi he podido tocarlo. El nombre, no importa. El recuerdo, la primera vez que temblé y me emocioné por un gesto, una caricia. En una época, la de mi despertar a los amigos, a la universidad, a la arqueología, a la vida, ese recuerdo dejó una impronta que condicionó mucho mi actitud. Pero fueron unas palabras, las de la despedida, el destiempo y la lejanía las que más permanecieron. Siempre pensé que fue una ilusión de verano, de las que plagaban las excavaciones arqueológicas en que gastaba mis vacaciones estivales, pero esas palabras se encerraron en mí. Su sentido.

Han pasado muchos años, y me sorprendí en este último viaje, mirando tras el cristal del autobús, viendo su reflejo. Sentí nuevamente esa primera caricia que derrumbó todo lo que hasta entonces me había parecido estable, y recordé sus palabras, sobre el tiempo equivocado, sobre la ausencia y la distancia. Y desde ese momento, no dejo de pensar sobre lo que hay de destiempo en mi vida. No importa su rostro, ni su nombre, pasó y se ahogó entre el océano de recuerdos. Pero espero que este largo viaje que parezco andar y desandar tenga una parada en la que volverá esa caricia, ese temblor inocente por el sentimiento. Y oiré su voz, sin recelo. Oiré su voz diciéndome ya estoy aquí.

sábado, 6 de noviembre de 2010

Acudo

Estoy algo cansado. Se trata de un cansancio que va un poco más allá de lo físico. Y claro, tiene su explicación. Se debe a un regreso, y como suele ocurrir, la cercanía de lo cotidiano, el trabajo, las clases, el ir y venir en un mismo camino, pesa. Desde luego, no es la primera vez. Pero uno nunca está preparado para este peso, que, con cada viaje, aumenta unos gramos.

Quizás se deba a la soledad que caracteriza mi vida diaria desde hace unos otoños. Quizás es que con cada silencio o vivencia pasada tomo más consciencia de que entre esperas se está escapando algo. Quizás, simplemente, tengo nostalgia ante el proceso en el que la vivencia se está transformando en recuerdo.

Este viaje no ha sido nuevo, repetía configuración, motivos y destino; repetía hasta expectativas; y, por todo, ha acabado siendo diferente, singular y emotivo. Comparando con otros viajes, apenas tengo fotos, como si hubiera dado pereza retratar lo que tan sólo había que vivir, en palabras de un amigo poeta.

Y vivir, he vivido, ahogado entre chianti y limoncello, abrumado entre el arte del hombre y la naturaleza, entre el sol y la lluvia de la Toscana. Y no sólo he sido profesor, sino alumno ante compañeros de guardia de pasillo que me han recordado lo que era tener ilusión por un proyecto, que me han enseñado lo hermoso que es implicarse en un compromiso de vida. He descubierto sonrisas, afinidades.

He vivido sintiéndome pequeño ante otras vivencias, y, sin embargo, no me he abandonado como otras veces ante las ausencias. Pero si es cierto que estoy cansado, con el peso de la vacía pena del viajero que regresa. Quizás necesito tener una sonrisa acogedora en casa o un abrazo ante la entrada de la cotidianeidad, que alivie ese peso. Mientras tanto acudo a ti, que te encuentras en el alma de las palabras, en la imagen que se crea cuando cierro los ojos. Acudo a ese candado en un rincón del puente Sant’Ángelo de Roma. Acudo.

domingo, 12 de septiembre de 2010

Un niño


He salido a caminar. Serían las 9 de la mañana, y, por ser domingo, apenas había gente por el parque que verdea mi barrio. La luz era suave, cercana, una luz que acompaña. He procurado dejar mi mente en blanco, no pensar, porque ha sido una semana dura de trabajo y quería desconectar de lo que ha sido mi vida estos días. Observar la vida de los demás me ha parecido un buen recurso. Una señora que se precipitaba en un andar rápido al toque de la Iglesia. Tres amigos, o desconocidos unidos por la noche, que volvían de parranda. El empleado de la cafetería que limpiaba las mesas y sacaba las sillas, buscando clientes con la mirada. Y un anciano con un niño pequeño agarrado de su mano, que buscaba un banco en el que sentarse. Me he sentado en el banco enfrente del anciano, decidido a dejar la vida pasar, a ser un espectador durante unos minutos.
Las palomas han empezado a revolotear cuando el niño se ha lanzado hacia el charco de agua en que intentaban beber. El cielo más cercano a mí se ha cubierto de alas que se entrelazaban, mientras el niño saltaba de alegría. El camarero ha refunfuñado y los tres amigos, antes de abandonar el parque, han girado su cabeza. El abuelo no le apartaba la vista, paciente, tiernamente.
Durante unos segundos, quizás un instante, mi mirada, la del camarero, los tres amigos, y la del abuelo, se han centrado en el niño. Sólo existía una persona en el parque: ese pequeño que saltaba alrededor de las palomas. Hemos dejado de ser vidas anónimas, con cargas o sin ellas. No soy bueno imaginando la vida de los demás, pero puedo decir a ciencia cierta que, en ese instante, todos los que estábamos en el parque, hemos querido ser ese niño. Y me he sentido bien.

sábado, 4 de septiembre de 2010

Just for you


Hay años en tu vida en que las cosas parecen complicarse un poco, en que todo cuesta un poco más, en que las emociones te desbordan por la intensidad de los acontecimientos o por las piedras que se empreñan en obstaculizar tu camino. Sin embargo, son precisamente esos años los que la vida te regala experiencias y personas cercanas que te ayudan a salir adelante, con una sonrisa, un abrazo, una mano sobre tu hombro, o palabras. Palabras que han atravesado mares, cielos, montañas y, últimamente, oceános. Hoy es mi cumpleaños, y desde hace unos días tengo la plena certeza que sin vosotros, los que habéis estado conmigo este año, no sólo todo hubiera sido más difícil, sino que, simplemente, no hubiera llegado a este día como he llegado: feliz.
En algunas entradas, a lo largo de este tiempo, os he ido diciendo lo qué significais para mí. Las palabras, que la mayoría del tiempo me huyen y juegan conmigo, en ocasiones me permiten jugar con las estrellas, pintar sonrisas o cazar mi sombra. En esos momentos siempre habéis estado detrás, en mi mejilla, en mis ojos, en mis dedos, en mi corazón. Por eso, hoy que me siento feliz, quería devolveros un poco de todo lo que me habeís dado. A algunos lo he intentado, a pequeña escala, a través de la música. A todos, lo intento a través de mí.
Joaquín Piqueras, mi maestro de palabras, a quien tanto sigo en el camino de sus versos, me ha despertado con esto:
A Álvaro Jacobo, en el día de su cumpleaños:
Hay medallas hechas de sueños
que se ciñen sin apenas esfuerzo
al sumiso cuello de la edad,
más son capaces de capturar
la luz del recuerdo
y hacer del horizonte un infinito mar
siempre abierto a la felicidad.
Esas palabras son reflejo de lo afortunado que soy por teneros. Quisiera seguir soñando, persiguiendo sueños, navegando hacia ese mar de felicidad que cada minuto y cada segundo construís a mi alrededor. Sonreír con vosotros es fácil, gracias por dibujarme la sonrisa. Volar con vosotros es fácil, gracias por darme alas.

viernes, 20 de agosto de 2010

Nada más que su voz



A Ricardo Alarcón,
por ayudarme a crear sueños, a dibujar palabras.

No puedo cerrar los ojos sin dejar de oír su voz. Una voz profunda, alegre, con energía. Una voz sincera, íntima, cercana. Sería fácil decir una voz con vocablos en latín, sería difícil obviarlo. Una voz que, cada vez que cierro los ojos, me sigue emocionando. Quizás no quiero recordar nada más, quizás aquello que articula mi pensamiento cuando cierro los ojos no deja ir más allá, a su figura. No deja acudir a su entusiasmo, a su energía sin límites, a sus bromas, a sus miles de proyectos, a su amor a la familia, al instituto, a Hostelería, a los alumnos…, quizás tengo un resorte emocional que se ha saturado y no deja visualizar sus abrazos, sus apretones de mano, sus ojos vivaces, su sonrisa.
Nada más que su voz, hablándome, desde la lluvia y el mar, pidiéndome que le explicara Segóbriga, en un viaje que ya nunca podremos hacer juntos, pero que tanto representamos en la mesa de jefatura.
Nada más que su voz, hablándome, desde el cielo y el graderío del Teatro, empujándome al regreso a la arqueología, ayudándome con la mitología y sus lecciones de vida, en un magisterio del que tanto aprendí y del que a todos nos deja huérfano.
Nada más que su voz, animándome, desde el sol y la tierra de La Ñora, para que organizáramos una comida, un baile, una romería a Fray Luís de Granada o una recogida de olivas.
Nada más que su voz, comprensiva y afable, dando su apoyo ante los problemas de la vida, proponiendo sueños y proyectos de futuro, minimizando dolores.
Nada más que su voz, serena y tranquila, desde el silencio de un móvil, para dar las gracias por estar ahí, por el velón que apenas pudo hacer nada, por el abrazo en la distancia.

Desde hace un tiempo no puedo cerrar los ojos sin dejar de ver un aula vacía, ausente, una pizarra sin palabras, una espada sin dueño. Y la vida me parece un poco más triste.
Pero aún sigo oyendo su voz, que dice adelante, camina, llega al aula y sonríe, de vuelta a la pizarra, con los ojos brillantes y llenos de ilusión. Que pide que explique, enseñe, en clase y en la vida, porque desde el cielo, y desde el mar, siempre habrá palabras que te suban a una nube cuando los demás bajen o te hagan bajar.

Quizás, dentro de unos años, podré cerrar los ojos y sentir nada más que una voz, que, en latín o en castellano, me trace un sendero. Da igual que transcurra bajo la lluvia, o bajo el sol, no tengo duda de que me llevará a buen puerto.

lunes, 19 de julio de 2010

Y se debe al mar

A Loles Mañes,
para que sonría cuando mire al mar
Llevo unos días que me siento desnudo, desprotegido. Y se debe al mar. Como Neruda, siempre he necesitado del mar porque me enseña, ya sea aire, incesante viento, el desmoronamiento de la estrella o el tierno desplegarse de la ola. Pero, desde hace unos días, mis dedos se pierden en su rutina, sin saber que hacer, en tristeza terca y amontonando olvido. Y se debe al mar.
Se debe al mar por arrebatarme un sueño. Hay sueños que tienes en la noche, otros que sueñas despierto, en el camino, sentado en un banco o asomado a una ventana. Pero hay sueños que tienen forma real, tangible, como mi brújula, que comparte origen. Y éste la tenía, plateada, cilíndrica. Un sueño que tomó la forma de anillo hace casi diez años, en una pequeña capilla de Perugia. Qué selló un pacto de amistad, de anhelos juveniles e inocencia, por encima de un paso del tiempo que nada podía. Pero lo pudo el mar.
Se debe al mar. Un mar que enseña, que trajo culturas, pero que también roba ilusiones, como aquella tarde de agosto de 1906 en que arrebató los sueños de cientos de emigrantes que se dirigían al Nuevo Mundo. Como hizo antes, durante siglos, y como sigue haciendo. Como hizo hace unos días, en suave oleaje.
Se debe al mar, por deslizar el sueño de mi dedo, por entregarlo a un azul profundo. Por arrancarme lágrimas de mis ojos cuando tomé conciencia. Por recordarme que lo material puede hacerte sentirte triste, a pesar de todo.
Y se debe al mar, pero no puedo enfadarme. Porque es un pago por todo lo que me ha dado estos años. Por la serenidad cuando lo he respirado, por cuando he cerrado los ojos y he sido mar, sin tiempo, sin palabras. Por ser el padre que me ha visto crecer.
No puedo enfadarme, porque cada vez que me siente un atardecer en Cabo Palos, al igual que los días de oleaje parece oírse el sonido de la campana del Sirio, sentiré mi sueño en el tierno desplegarse de la ola. Y me recordará que estoy vivo para cumplir otros sueños, para materializar otros sueños y alcanzar estrellas. Me susurrará a través del rumor del agua que, por ese sueño y por muchos más que se ahogaron en el tiempo, he de llegar a la vida.
Y se debe al mar…

martes, 13 de julio de 2010

Contigo al Cielo


Si es cierto que estás, yo quisiera llegarte:
Trepando por el brillo de una estrella
O volando a gaviota de un suspiro
O montado a babucha de un enano con botas
O subido en las hojas que vuelan por otoño.

Yo quisiera llegarte y conversar contigo.

Cuando empecé este blog tenía miedo, miedo a muchas cosas, o a ninguna, miedo a la vida, a no llegar. Cada post posiblemente ha construido un viaje, a mi mismo y a lo que siento, a lo que me importa en una tarde, una noche y una mañana cualquiera. Hoy sigo teniendo miedo, al fin y al cabo todos tenemos algún miedo, algún vértigo. Pero hoy también tengo sueños, y sonrisas, que se construyen día a día en este viaje, y que, en ocasiones, iluminan etapas con una luz tan grande, que sirve para indicarme que voy llegando, que puedo llegar.

Hay ocasiones en que esos sueños y sonrisas se materializan, y la vida, a la que me da miedo no llegar, te brinda un haz de luz físico, real, tangible, para decirte que quizás vas llegando. Hace dos semanas fue una de esas ocasiones, y mucho de lo bueno que me ha acompañado estos últimos cinco años se materializó en un pequeño libro, que para mí es el más grande del mundo, gracias a unas decenas de pájaros que han empezado a volar.



“Porque no nos mandaste a la mierda cuando nos reímos de tu movimiento gotacional de la tierra.
Porque nos pusiste un 10 en un trabajo hecho en una piscina.
Porque nunca volveré a pensar en las Brigadas Internacionales sin acordarme del vídeo que tuvimos que hacer.
Porque si grito en mitad de la calle Don’t tell me what I can’t do! Sé que alguién me comprenderá.
Porque cada vez que cruzo una esquina pienso que me voy a encontrar el panteón de Roma.
Porque, por mucho que le pese a Juanjo, nos gusta más la Historia que Química.
Porque siempre me quedará la duda de si Rasputín era bueno o malo.
Por el efecto pinza.
Por el círculo vicioso.
Por el zombie viviente.
Por el cuñadísimo.
Porque ni siquiera con una losa en la cartera nos enviaste a Jefatura con un parte.
Porque, aunque no lo pareciese, eras el único profesor que me mantenía despierto a las 8 de la mañana.
Porque aguantabas estoicamente, con una sonrisa, el silencio que producían tus preguntas en clase.
Porque en algunas ocasiones, parecía que te habías tomado un carajillo para desayunar.
Por todos los cabezazos contra la pared.
Por todas las veces que nos dijiste “¡chiiiicos!”
Porque cuándo esté dando una clase de Historia el año que viene pensaré: “ojalá me la estuviese dando Álvaro”.
Porque gracias a tus exámenes aprendí el verdadero significado del concepto “resistencia física”.
Porque en mi primera borrachera estabas ahí (y encima, invitándome a chupitos).
Porque te gustaba torturarnos con un megáfono en Crevillente.
Porque todos los viajes contigo han sido mágicos.

Porque tu discurso nos puso sentimentales a todos.
Porque has hecho que escriba un intento de texto emotivo.
Porque me has enseñado que debo elegir lo que realmente quiero.
Porque gracias a ti soy un poco más libre.
Porque haces que cambie de opinión y piense que el ser humano es bueno por naturaleza.
Porque es imposible encontrar a una persona como tu.
Porque mucho antes que profesor, eres amigo, un gran amigo.
Porque sí.

Por todo esto y mucho más, eres inolvidable.

Nacho Sánchez.”

Cada página, cada palabra escrita, es similar a esto. Muchos me conocéis, sabéis cómo siento las cosas y lo qué significan estas palabras para mí. Quisiera que lo leyerais conmigo, en persona, y espero que lo hagáis algún día, porque este librito es demasiado grande, me desbordó y lo sigue haciendo en cada lectura. Quizás es una guía para llegar, y conversar con la vida. Hay ocasiones que siento que esta es la profesión más hermosa del mundo, quizás alguno ahora me entenderá mejor.


martes, 15 de junio de 2010

Poema de la brújula rota


Ciertas tardes y noches y mañanas como ésta
desde un raro país donde todo es encuentro
donde los tilos huelen a regreso
y caminan dulces viejos con la barba
vuelve hacia mí el amor con lluvia y mariposas
y una pólvora rara que supera al tabaco
y un coñac de misterio que ha engañado a la víspera
y una brújula rota que orienta a la ceniza
y me lleva al lugar que ha olvidado a la luna
y el otoño es posible
y el autor es posible más allá de los credos.
Todo está bien ahora;
la luz, el heliótropo
el musgo que ha brotado entre los días.

Ciertas tardes y noches y mañanas como ésta, como dice Blaistein, se me acercan personas, unas más cercanas, otras menos, pero con una misma pregunta: ¿es una brújula lo que llevas al cuello?. Yo siempre sonrío, la acaricio con mi mano, y respondo: no quiero perder el norte. Lo que no digo, pero siempre recuerdo, es que esta pequeña brújula que me acompaña desde que se puso triste el alma de los mapas, es un regalo. Vino de Roma, hecha a mano, sellada y envuelta en polvere di tempo (aún guardo el paquetito), y llegó a través de una persona que ha caminado junto a mí largo tiempo, entre pasillos universitarios y tierra de excavación, entre hoteles y cansancio, entre dolores y sonrisas; ha caminado en el alma. Lo que no digo, pero siempre recuerdo, es que no perder el norte significa tenerla cerca, sentir sus palabras cuando me siento lejos; significa la unión de un sueño con la realidad, cuando pocos hay que se materialicen de esa forma; que basta una llamada de teléfono para que me alegre el día o coja el coche dirección a Alicante para que me abrace. Lo que no digo, pero siempre recuerdo, es que no perder el norte significa ese grupo de locos alicantinos (ahora más sanvicenteros) que adoro porque son familia, amicus optimus como me bautiza uno de ellos, que me secuestran para no perder el norte y encontrar siempre la alegría.
Ciertas tardes y noches y mañanas como ésta, desde un raro país donde todo es encuentro, celebro su existencia ante la persona que me pregunta por mi brújula. Y deseo, deseo no perder el norte…

domingo, 6 de junio de 2010

Peter encontró su sombra

Gracias a todos aquellos que me hicieron tan feliz,
sobre todo a Miguel y Rosa,
por tomarme de la mano y no soltarla,
y ese centenar de alumnos que en cada abrazo
me dio un mundo en el que querer vivir.

Hay días que conmueven, que son importantes en tu vida. Hay días que, por mucho que sepas de antemano que van a ser especiales, rompen todos los esquemas y te atrapan en un remolino de emociones. Hay días en que las ventanas abiertas no sólo invitan a salir a volar, sino a regresar a aquello que más quieres. Hay pocos días cómo el que sentí el pasado viernes 28 de mayo.
Ese día la madre de Peter le enseñó a volar sin Campanilla, a través de las lecciones que más importan, que son las de humanidad. Una madre sabe qué necesita su hijo, y aunque la incomunicación por la distancia en la edad y el tiempo lleve a pequeños desencuentros, y aunque las ideas sobre lo importante que es la magia y la ilusión en la vida tengan enfrentamientos de sofá y alcoba; ese día mi madre me dio la magia para volar. Y lo recordé con su fotografía en el bolsillo.
Ese día no estaba Wendy ni sus hermanos; pero sí personas capaces de leer en tu mirada y abrazarte en el momento justo, de enviarte un sms para sentirte cerquita o sonreírte entre las butacas del teatro; esos compañeros que da igual que compartan tu escenario de juegos y batallas o estén a cientos de kilómetros junto al mar. Especialmente dos corazones como soles que me han iluminado este año y que me robaron la tristeza para regalarme las alas para volar. Dos corazones a quiénes debo que durante horas residiera en el barrio de la alegría, y que en un tren de juguete y un sueño audiovisual tatuaran sus pasos hacia la felicidad. Y lo recordaré con nuestra imagen en un lienzo.
Ese día mis lágrimas crearon el océano de Nuncajamás; y un centenar de niños perdidos dejaron de serlo, porque se encontraron así mismos, y si en mi alma eran pájaros que volaban, en esas horas fueron más: el significante de mis manos y de mi mente, el sueño de lo que significa el trabajo y el esfuerzo, las risas y la compañía de casi cinco años de día a día. Fueron hilos que se entretejieron para materializar un abrazo perpetuo. Y lo recordaré en cada palabra que me ofrecieron.
Ese día no fui docente, ni inductor de deseo, ni persona. Fui un niño que encontró su sombra y no tuvo palabras para poder expresarlo. Ni las tengo.

viernes, 14 de mayo de 2010

Despedida



Llevo varias semanas que intento escribir y no puedo. Sé muy bien a qué se debe, pero, como hago con tantas cosas en mi vida, voy dejándolo de lado, escondiéndolo quizás, por no afrontarlo. Tengo una sensación de pérdida que me va ahogando poco a poco cada día, una pérdida que no es real, ni siquiera definida, pero que está ahí, en el sentimiento, alimentándose en cada clase que acabo o en cada mañana que abandono al instituto. Sé también que en ese sentimiento deposito más cosas, familiares, personales, triviales algunas, otras no. Y que todas se conjugan en un día de despedida.
Es difícil dejar paso a la razón, es hasta irracional querer parar el tiempo, y lo he intentado. He cerrado los ojos cientos de veces, repitiéndome lecciones de vida, minimizando frases hechas. Pero basta un cruce de miradas en el pasillo, una llamada a casa, un apunte en la libreta, una sonrisa sentada frente a mí, en la mesa, en el rincón de confesiones, para que me inunde de nuevo esa marea de pérdida, de despedida. Siempre sonrío, porque quiero hacerlo, porque me nace hacerlo, porque necesito hacerlo. Pero esta vez no me basta con la sonrisa, porque lo que necesito son unos brazos inmensos que me ayuden a abrazar a cien pájaros, que ya no son pajaritos blancos, en un abrazo que no les impida el vuelo ni les entristezca. Lo que necesito es una fuerza enorme que me de voz en la despedida, y un árbol que me dé sombra el día después. De nuevo, tengo miedo a la ausencia.

lunes, 5 de abril de 2010

Volver


No había vuelto a pisar ese sendero desde hacía años, desde que la vida me llevó a dejar de lado cosas que amaba, para encontrar otras que también le dan sentido a lo que soy. Y lo he hecho hoy, un día de sol que significa mucho. No he podido dejar de emocionarme cuando, antes de subir por el camino, me he sentado en el banco de piedra junto a la fuente, a la sombra de la entrada de la casa-museo, donde viví cinco meses al año durante casi seis años. Años de formación, de trabajo, de entusiasmo, de ganas de comerse el mundo, de pensar que todo y para todos era posible. Los que me conocen saben que era mi rincón, donde me abandonaba cada atardecer, donde soñaba con mi futuro como arqueólogo e investigador, dónde arreglaba el mundo con Charo o mis compañeros, mientras tomaba una copa o nos mirábamos a los ojos. Y desde ahí, desde mi lugar, frente al cerro con la mejor imagen posible, he cerrado los ojos, me he bañado por el sol y he respirado, lenta y profundamente, escuchando Calle Melancolía. Y he abierto los ojos, con fuerza, para ver, con la misma inocencia de esos años, Segóbriga.
Ascender por el sendero, ver mis huellas de nuevo por el camino de tierra, ir dejando a un lado el Teatro, y al otro el Anfiteatro, traspasar la muralla y la puerta principal, avanzar hacia el Foro, e ir buscando con los ojos los lugares dónde aprendí a amar la tierra gris, me ha hecho recordar. Ante mi he creído ver de nuevo a un pequeño arqueólogo, de gafas inclinadas y pantalones desgastados, que desechaba sus viejas alpargatas de excavación por las botas manchegas, para bailar al son de Harris y perderse entre cardos, piedras y cenizas que tatuaban piel y dientes. Que recorría las Termas con el flexo en el bolsillo y la mira al hombro, en busca del punto cero; que dibujaba (o lo intentaba) con viento, lluvia y sol; al que tomaban el pelo unos obreros que se hicieron familia, y que pese a jornadas de 7 a 20 h (más las noches de inventario en el museo), era feliz.
Y ese pequeño arqueólogo me ha llevado al teatro, a sentarme en su graderío, frente a la inmensidad del campo manchego, al atardecer. No me ha dejado solo, he tenido a todos mis amigos sentados junto a mí, mirándome a los ojos, apoyando su mano sobre mi hombro, diciéndome adelante. Entre mis manos un pequeño libro, regalo de un gran amigo (que es hermano y más), Cuentos del Mundo que ayudan a educarnos, páginas que hablan de poder realizar los sueños. Mentiría si dijera que no he llorado, pero no me averguenzo. Ya dejé atrás la verguenza por mis emociones.
Y he pensado, mucho, mientras descendía por el sendero, en la necesidad de los sueños. En poder hacerlos realidad. Y sobre todo en uno, pequeño y grande a la vez : no dejar que ese pequeño arqueólogo se pierda una vez más, que vuelva a saltar sobre los muros, que vuelva a respirar Historia, a vivir. He cerrado de nuevo los ojos, sin volver la vista atrás, pero con una certeza: volver a lo que soy.


domingo, 21 de marzo de 2010

Con sueños

Anoche se me ha perdido
en la arena de la playa
un recuerdo
dorado, viejo y menudo
como un granito de arena.
¡Paciencia! La noche es corta.
Iré a buscarlo mañana...
Pero tengo miedo de esos
remolinos nocherniegos
que se llevan en su grupa
—¡Dios sabe adónde!— la arena
menudita de la playa.

No es extraña la sensación de identificarse en sueños y palabras, en poemas o en escenas cotidianas que encuentras en el parque de la esquina (y en las que, en ocasiones, te gustaría formar parte). Esta misma tarde leía estos versos de Pedro Salinas y a cada palabra dejaba de ser su voz para convertirse en la mía. Es un camino fácil encontrar sentido en palabras ajenas, sobre todo si así evitas tener que construir las tuyas propias, más cuándo te exige parar y analizar. Y los análisis descubren cosas.
En una conversación de este fin de semana, en un reencuentro de amigos, que es donde mejor se habla, y donde más te sinceras, hablé de mí. Lo hice de una forma desnuda, mirando a los ojos, y hablé de miedos, del miedo que tengo ahora. De cómo soy feliz acercándome a la gente que quiero, de cómo voy exprimiendo cada conversación y cada vivencia para construir recuerdos, historias para mi pinocho, que me den la fuerza cuando esté solo en esa marea emocional que nos inunda de vez en cuando. De cómo tengo miedo, como Salinas, de esos remolinos nocherniegos que se lo llevan todo, la arena de playa y las olas de mar. De cómo voy construyendo una vida con ventanas abiertas, con confianza en mañanas que empiezan y no acaban. De cómo soy feliz mientras haya lo que hubo ayer, lo que hay hoy, lo que venga. Y del miedo a perderlo, a que no haya. A que no estéis.
Salinas también me ha recordado el camino para perder el miedo. Que no rechace los sueños por ser sueños, que todos los sueños pueden ser realidad, si el sueño no se acaba. Que soñar es el modo que el alma tiene para que nunca se le escape lo que se escaparía si dejamos de soñar que es verdad lo que no existe.
Así voy a combatir el miedo, con sueños, porque sólo muere algo que ha dejado de soñarse. Y mi sueño es que no nos perdamos, que estéis cerca, que voléis conmigo a pesar de la distancia y del tiempo, que sigamos creando vínculos. Sé que suena a inocente, pero permitidme ese sueño.


domingo, 7 de marzo de 2010

El dibujo de una sonrisa

El viernes prometí a un gran amigo cantar a quien dibuja sonrisas en nuestras vidas, sobre todo a quien con ello arrastra hacia el infinito.
A todos los que sembráis felicidad en mi alma.
Por el día en que dejasteis de ser compañeros, para convertiros en amigos

Hay voces que cantan alegrías, hay manos que se posan sobre tu hombro o te acarician los dedos para indicarte el camino, hay rostros que su simple recuerdo sirven para dibujarte una sonrisa. Es cierto, también hay muchas personas indiferentes en el día a día, problemas, cansancios, esperas…; pero, como decía Cernuda, sólo vive quien mira siempre ante sí los ojos de su aurora. La mayoría de ocasiones no miramos a nuestro alrededor, y nos dejamos llevar por lo que perdemos, por lo que, a lo lejos, queda habitando en recuerdos, entre sueños.
Hay palabras que crean respuestas, no sólo preguntas, y miradas que tranquilizan, que te abarcan como un mar en calma y que, sin darse apenas cuenta, mantienen la ilusión infantil en la vida que viene, por encima de la melancolía de lo pasado.
Hay personas que dibujan sonrisas en tu rostro, y apenas lo saben, y apenas lo sabes. Que pintan cielos en tu mundo, te ayudan a alcanzar estrellas, y hacen brotar hojas en ramas desnudas. Que a pesar de tener sus silencios cantan a la aurora y te enseñan a mirarla a los ojos, sin prejuicios, que te prestan su sonrisa aunque la necesiten más que tú, o lloren más que tú o rían más que tú. Quiero vivir la vida con esa sonrisa tatuada, que me dibujáis cada día, porque me hacéis abarcar horizontes que no sabía ni que existían y que mantenga el ánimo ante las ausencias. Porque merecéis todos los homenajes del cielo y el mar, quiero vestir con los colores que me pintan vuestras sonrisas. Hoy no hace falta más para llenar mi vida.

martes, 2 de marzo de 2010

Pajaritos blancos


Hay días en los que pienso que mi profesión es la mejor profesión del mundo. No deja de ser un poco irónico que piense eso cuando día sí y día también no me canso de decir en las aulas que la mejor profesión del mundo es la de arqueólogo, momento en el que mis alumnos aprovechan para sacar a relucir sus sonrisas y miradas de qué iluso es el profesor. Hay algo de tierno y mucho de escepticismo en esas sonrisas y miradas, sobre todo porque muchos no tienen ni idea de lo que significa en verdad ser arqueólogo, a pesar de mis esfuerzos, y pesadez, por clarificarles mi pasión.
Hoy, sin embargo, ha sido diferente. Tengo un grupillo de veintitantos alumnos de 1º de la ESO que se han convertido en una pequeña debilidad (mi otra debilidad promociona este año y aún estoy preparándome para su partida). Aún recuerdo sus rostros el primer día de clase el pasado septiembre, en los que se podía leer con nitidez lo grande que les parecía el instituto. Y el día a día en el centro los va dirigiendo hacia una pérdida de inocencia que no deja de entristecerme en ocasiones. Sin embargo, hoy su inocencia estaba intacta.
El cambio de clases siempre trae consigo un pequeño alboroto, alumnos entrando y saliendo de las aulas, desorden, voces en alto; y eso obliga al profesor a poner un poco de orden para poder comenzar la lección. Esta mañana he tenido que hacerlo, y una alumna me ha dicho que esto parecía una cárcel, que hasta las ventanas tenían rejas. Cuándo me comparan el instituto con una cárcel no puedo evitar sentirme mal, que sean las normas, los horarios, las formas lo que se imponga a la educación y a la necesidad de aprender hace que tome conciencia de lo mucho que van cambiando algunas cosas. Pero hoy me ha venido a la mente una pequeña historia de un libro de J.M Barrie que leí hace poco, “El pajarito blanco”, y no me he resistido a contársela.
Les he dicho que hay gente que cree que todos los niños fueron en su momento pájaros. Pájaros como los que vemos a diario volando sobre el instituto o los parques de Cartagena. Y que por esa razón hay barrotes en las ventanas del parvulario, y guardafuegos ante la chimenea, porque algunos niños olvidan que han perdido las alas e intentan salir volando por las ventanas o por el tiro de las chimeneas. Cuando están en la fase de ave, los niños son difíciles de apresar. Además muchas personas que se sienten solas no tienen ningún pájaro. Por eso, en las tardes que hace sol estas personas solitarias intentan coger alguno con la ayuda de miguitas de pan. Resulta obvio para cualquier persona que se dedique a estudiarlos que los pájaros saben qué les sucedería si se dejaran apresar y que a veces dudan acerca de qué vida es mejor. Por eso, si dejas un cochecito de bebé vacío debajo de los árboles y los observas desde la distancia, verás cómo los pájaros se suben a él y saltan de la almohada a las mantas llevados por un arrebato de entusiasmo. Intentan averiguar si la vida de un bebé les vendría bien a ellos.
Cuándo he terminado, entre risas la gran mayoría querían saber si lo que les he contado es cierto que lo cree la gente, a lo que les he respondido que hay muchos que sí, porque yo lo creo. Cómo no, me han preguntado cómo podía creer una tontería semejante, y yo les he dicho que los sueños no son tonterías y que las ilusiones ayudan a vivir. Que hay gente, como yo, a los que ver el mundo de otra manera les ayuda a comprender las cosas y que pensar que los niños fueron en su momento pájaros es una forma hermosa de reflejar su inocencia y libertad, y que al igual que no se debe encerrar un pájaro en una jaula, no debemos quitarle la inocencia y la libertad a un niño por los convencionalismos de una sociedad o de una familia.
La consecuencia lógica de su razonamiento ha llevado a dos o tres alumnos a preguntarme entonces que por qué no pedía que se retiraran las rejas de las ventanas o si tenía miedo de quedarme sin alumnos porque echaran a volar. Yo les he dicho que las rejas me recuerdan siempre que debía darles toda la educación del mundo, porque el conocimiento les haría libres y les ayudaría a derribar cualquier reja o barrera. Conforme lo decía, no he podido evitar pensar que lo iban a tomar como una horterada del profesor, pero quizás por que han visto que lo decía en serio, que hasta el día de hoy no les había mentido nunca, o quizás porque hoy era un día mágico, de esos que de vez en cuando te regala la vida; una alumna me ha dicho que nunca más vería esas rejas como una cárcel sino como un recuerdo de que fue pájaro, y que si aprende cosas podrá llegar a volar. Me he emocionado tanto que les he dicho que todos íbamos a aprender a volar, a través de la Historia, que seríamos como pequeños Peter Pan, que se resisten a dejar de ser niños-pájaros, y que con cada ejercicio bien hecho estaremos más cerca de volar, porque nos ayudará a saber cómo somos y qué necesitamos. Todos hemos estallado en risas, pero ninguna era de burla, o al menos eso me gustaría pensar. Y lo más hermoso de todo es que hoy han hecho que, como profesor, volviera a ser inocente, a ser un niño grande. Y eso, para mí, vale muchísimo.

martes, 16 de febrero de 2010

Pentimento


Las pinturas al óleo sobre el lienzo, al ir envejeciendo a veces se hacen transparentes; y así es posible ver en determinados cuadros los trazos originales. Aparecerá un árbol a través de un vestido de mujer; un niño dejará paso a un perro; un barco dejará de estar en alta mar. A esto se le llama pentimento, porque el pintor se arrepintió, cambió de idea. Fue una gran escritora, Lillian Hellman, quien me descubrió esa palabra y su reflexión hace unos años, y últimamente no abandona mis pensamientos.
El contemplar un camino recorrido a veces ayuda a evitar piedras y obstáculos en los nuevos senderos que hemos de iniciar cada día, pero cuando el camino lleva mucho andado deja entrever en esa vista atrás que algunos de los sueños que te movían no han sido tales, o que, simplemente, estabas equivocado en muchas cosas. Redundar en que el camino es lo importante no sirve cuando no te reconoces en mucho de lo que te rodea en esta parada. Tengo la sensación de que partí hace tanto tiempo que el rumbo ha terminado por perderse, y me cuesta identificar los árboles que me servían de guía, porque observándolos ahora, desde la distancia, se han desnudado, mostrando su corteza original, libre del musgo y las ramas que el trayecto vital le fue añadiendo. Esos trazos originales quizás marcaban otro camino que no he sabido seguir. Y, sin embargo, me sorprendo a mi mismo en el sentimiento que queda al echar la vista atrás, en esta parada. No es dolor, quizás un poso de tristeza, un barniz de melancolía que siempre tiñe un retrato pasado.
El camino, aunque en principio señalara un viaje muy distinto al que he andado, me ha tatuado afectos, afectos que me hablan, me transmiten, y que, en todo caso, me permiten hoy tener el sostén necesario para poder cambiar de idea, o, simplemente, vivir. Mi barco no está en alta mar, donde lo pinté en un inicio, y lo difícil para mí ahora es saber dónde está, y si esta parada es el mar, y si pueden existir árboles en el mar, o estrellas a las que bailar cada noche. Ayer tuve miedo, porque el camino estuvo a punto de cortarse, el mar de secarse. No fue así, sigue el mar, sigue el camino, y lo contemplo de forma distinta. Cambié de idea. A veces, es bastante con poder andar.

lunes, 1 de febrero de 2010

Una historia


A estaba sentado junto a su madre en los primeros asientos del vagón. Tenía siete años y el pelo moreno, tan corto que el remolino que tenía en la nuca era imposible de dominar. Su palidez y delgadez contrastaban graciosamente con unas mofletes regordetes y sonrosados que A odiaba, porque a su tío le encantaba pellizcarlos apenas le veía, como si fuera un chiquillo de tres años. Apenas había dejado de reír, ante el barullo que acaba de montar ese joven estudiante con gafas al caérsele la carpeta. Su madre, una señora de unos cuarenta y tantos años, le había reprendido con la mirada por reírse, y, acto seguido, A recordó que estaban de luto y que había cosas que, seguramente, no podrían hacerse. Mirando el mar, se dispuso a pensar qué cosas podría hacer, y qué cosas no, mientras su madre llevara el luto.

Le gustaba viajar en tren, y, sobre todo, mirar por esas ventanillas que además de observar el paisaje te permitían ver el interior del vagón. Así, además de mirar el mar pudo ver a su madre, que le observaba con ternura, un tanto arrepentida por haberle reprendido en una de las pocas ocasiones en que su hijo, últimamente, había podido reír con naturalidad. Su madre, una señora de pelo castaño, cuyos hermosos y bondadosos rasgos empezaban a ser invadidos por las arrugas, iba enteramente de luto, producto de su arraigada educación católica, pero igualmente por necesidad íntima: en verdad no le nacía vestirse de color tras la muerte de su marido. Se deslizó una lágrima por su mejilla, no por lo mucho que se habían amado, ni siquiera por los problemas derivados de la pensión o de los prodigios que a partir de entonces iba a tener que realizar para llevar un nivel de vida decente, sino porque su marido no iba a ver crecer a su hijo, ni su hijo tendría el cariño paterno. Sacaría fuerzas de dónde fuera, pero no crecería con falta de cariño. El tiempo le ayudaría.

A, en el cristal, vio la lágrima de su madre. Una congoja grande por ella inundó su pecho. La quería mucho, pero fue incapaz de darle un abrazo o coger su mano y apretársela. No sabía cómo comportarse en esos momentos. De pronto, sacó una foto de su padre y él cogidos de la mano, que desde hacía un tiempo guardaba en su pantalón. Con disimulo, para no alterar a su madre, la miró. Tenía la creencia de que si su padre vivía en su memoria nunca moriría de verdad, y la foto le ayudaba a tener presente su imagen, siempre cogidos de la mano, con su tacto cálido y el olor a colonia Varón Dandy. En esos momentos pensaba que mamá seria feliz cuando supiera que papá no había muerto, que vivía en él.

miércoles, 20 de enero de 2010

Regreso al mar

Regreso al mar, a la inocencia, a los sueños de cuando era niño. Cuando ser feliz era mucho más sencillo. No busco nada, o quizás mucho. Tan solo regresar.
Respiro, dejo que el sol acaricie mi rostro. Cierro los ojos, no hay tiempo, no hay obligaciones, ni tristeza, sólo respiración, y mar.
Cierro los ojos. Veo un niño corriendo por la arena, sonríe saltando al vaivén de las olas. Alza una mano, me da una mano. Mira al mar.
Respiro, huele a mar, yo soy mar, infancia, serenidad. Siento la brisa en mi cuerpo, los sueños cercanos; soy sonrisa y ojos iluminados. Soy mar, huelo a mar.
Todo queda lejos. Cierro los ojos, sobran las palabras. No quiero abrirlos, sólo respirar, y unirme al mar. Regreso. Es un camino conocido.

miércoles, 6 de enero de 2010

Por dar sentido

Desde hace tiempo, en mi familia apenas hay regalos de Reyes o Navidad. Las cosas de la vida han hecho que estas fechas no sean precisamente las más felices en la casa de mi madre. Durante los últimos años, siempre me he negado a esta tradición no escrita que ha acabado imponiéndose en los miembros de mi familia, y mi rebelión anual se concretaba en comprar regalos para todos. Mi madre siempre ha observado este acto con una sonrisa agradecida, quizás viendo en mí a ese niño mayor del que tanto hemos hablado, y pensando que al fin y al cabo yo escapaba de los recuerdos, quizás por no haberlos vivido tanto como ellos.
No es un secreto que últimamente estoy perdido, que cómo dicen en mi pueblo, no me encuentro, y que cualquier gesto de cariño propio o ajeno despierta en mí una sensibilidad extrema. Es por ello que hoy, cuando mi madre me ha dicho por segunda vez en estos días, que tenía ojos tristes, de nuevo me he quedado en silencio. Sé que les ha dicho a mis hermanos que tenían que regalarme algo, y anda preguntándome qué necesito. A pesar de querer olvidar olvidos, de recorrer recuerdos y ausencias, y de tomar conciencia de imposibilidades, no me he querido abandonar al qué necesito, sino a lo que tengo. Y ahora, que estoy escribiendo estas palabras, no dejan de caerme lágrimas en los ojos (ya sabéis que soy así de tontuno), porque este año he recibido un regalo inmenso, el más grande, el más especial. Un regalo que no tiene un nombre, sino muchos; que está hecho de abrazos fuertes, de besos, de manos sobre mi hombro, mi brazo y mi cintura; de conversación nocturna en un hotel; de chaquetas, pinocho y bufanda roja de flecos; de mensajes a cualquier hora; de hojas de árbol hechas a mano; de cds especiales; de chatarreros de honor; de risas aquí y a tres mil kilómetros en pleno Bósforo (donde vive un ángel que me cuida); de paseos abrazados, pese a la lluvia; de cercanía en la lejanía.
Hoy es un día de regalos, y, de corazón, me he sentido afortunado por tener ese regalo tan hermoso que sois vosotros. Perdonarme, por favor, porque sé que este regalo siempre lo he tenido, pero estos días lo estoy sintiendo tan cerca, lo necesito tanto, que me agarro a él. Gracias por darme la mano para andar por este camino y por estar ahí, por dar sentido.