“Todos los viajes tienen destinos secretos
sobre los que el viajero nada sabe” (M. Buber).
Existen dos clases de hombres:
aquellos que duermen y sueñan de noche
y aquellos que sueñan despiertos y de día…
esos son peligrosos, porque no cederán
hasta ver sus sueños convertidos en realidad
T.H. Lawrence (Lawrence de Arabia)
A
todas aquellas personas que encontré en el camino jordano,
con
quienes uní huellas y experiencias:
Rita,
Silvia, Rosa, Toño y Rosa, Laura,
Irantzu (gracias por prestarme parte de tu mirada en fotografías) y Gaizka,
Irantzu (gracias por prestarme parte de tu mirada en fotografías) y Gaizka,
Ana,
Carmen, Xavier, Irene, Chus, Mercedes, Angie, Emmi e Irene,
Amin, Hassan. Fi-Aman-Allah
El cineasta iraní Abbas Kiarostami dijo que soñar es quizá lo más
necesario que existe, más necesario incluso que ver. Y tiene razón, cada vez
que emprendo un viaje, una aventura, lo he soñado antes: desde mis ilusiones de
niño hasta mis deseos de conocer en la adolescencia, el sueño ha acompañado mis
inquietudes, ha sido el impulso para andar muchos caminos, para ver, para
conocer, para sentir.
Y en ese sueño siempre ha estado Jordania. Y lo que evoca su
nombre, quizás porque era más que un nombre, un origen: arena, mar, Petra, referencias
bíblicas, historia de la historia. Asirios, persas, nabateos, griegos, romanos,
bizantinos. Lugar donde vive la memoria, donde musulmanes, judíos y cristianos
han convivido desde hace siglos, sobreviviendo al período otomano, al mandato
británico. Y al absurdo presente, en el que el juego político del s. XX acaba
rompiendo una herencia, un legado, tan antiguo como la tierra. Lugar de
fractura, y del contraste entre la esperanza y el duelo. De un mismo
territorio, dos estados, israelí y palestino, marcando con ello el desarrollo
del Reino Hachemita Jordano y la vida de millones de personas. Su tierra habla
de las dos visiones de la
Historia , la creación del Estado que iba a servir de tierra
prometida para la Diáspora
milenaria judía tras el Holocausto, contra la Nabka ,
el Día de la catástrofe para los refugiados palestinos, que se vieron
expulsados de ella tras un hábitat igualmente milenario. No parece importar
quién agrediera primero, el dolor de millones de voces apagadas es hoy la única
verdad. Una herida difícil de curar. Una tierra donde pasado y presente se
funden en una misma realidad. Todo eso significaba su nombre para mí. Y, como he
descubierto, era muy poco lo que sabía.
Tenía por delante días ricos en
promesas: tierra de historia y leyendas, pueblos y culturas desconocidas,
montañas, mares, desiertos, ganas de conocer… Había leído algo, no mucho,
porque quería descubrir, ir abierto, no viajar con ideas preconcebidas. Atrás
quedaban palabras como tradicionalismo, conservadurismo o una fuerte moral
islámica. Al poco de llegar no tuve esa impresión. Era innegable la presencia
de un tradicionalismo religioso, pero a la vez se respiraba cierto respeto y tolerancia,
reflejada en la presencia, más allá de la anécdota, de mujeres sin velo, y,
sobre todo, el carácter afable, intercultural y hospitalario del pueblo
jordano. Su sonrisa, y su mirada. Me atrapó, sí, y quise dejarme llevar. De
nuevo, el mundo tiene forma de camino.
Pero primero el viaje. Sobrevolar en avión las montañas y
desiertos de Tierra Santa, la sombra de Israel y Palestina, el conflicto sirio,
ajeno a su lucha, a sus cicatrices, a su duelo, me hizo recordar unas palabras
de Saadi: un viajero sin capacidad de observación es como un pájaro sin alas.
Así que, con los ojos bien abiertos e intentando olvidar los problemas de los
vuelos y las complicaciones del viaje, aterrizo en Ammán.
Mi primer contacto con la capital no
es agradable. Llego cansado, tras dos días de viaje, y a pesar de ser
madrugada, son demasiados los indicios de una ciudad caótica, ruidosa y
bulliciosa que no escapa de un monocromo ocre. Aún así, la prioridad es el
sueño y la ducha, cosa difícil en lo primero, porque en apenas tres horas salía
el bus para Petra. Es allí donde voy a tomar contacto con lo importante de un
país, su gente, y donde conozco a Amin,
alguien que será una pieza fundamental en los siguientes días.
Amin rondará los cincuenta y cinco años. Me cuenta que fue profesor de
Historia pero que dejó el trabajo porque no ganaba mucho y cada vez aguantaba
menos a los jóvenes alumnos de la enseñanza pública. Su pasión por la Historia seguía innata y
por eso había apostado por trabajar como guía aprovechando su formación y
dominio del castellano. Algo en su expresión me hizo pensar que estaba un poco
hastiado, no sé muy bien de qué, quizás de la imagen que se tenía del hombre
árabe en occidente, de que hubiera gente que no le prestara atención en sus
explicaciones o que le vieran únicamente como un guía que memorizaba textos
para repetir en cada visita o tour. Sin embargo, la forma en que se iluminaban
sus ojos cuando conseguía atrapar la atención de la gente o lograba mantener
una conversación interesante, junto a su andar pausado, le dotaban de una
cierta dignidad de hombre que se había hecho a sí mismo que me hizo conectar
con él las veces que intercambiamos opiniones. Ví parte del pueblo jordano en
sus ojos.
Petra.
A las cinco de la mañana subo a un minibús hacia Wadi Musa (Valle de Moisés), donde coincido con otros viajeros que se
convertirán en amigos en los días siguientes. La carretera sigue la Autovía del Desierto, y
entre el sueño por la falta de descanso y
la aridez del paisaje solo recuerdo el amanecer presidido por un inmenso
sol anaranjado. Pero todo el sueño y el cansancio desapareció de golpe cuando
llegamos a nuestro destino: Petra.
Hazme igual a la maravilla
celosamente guardada por el sol del este, una ciudad rosada tan antigua como el
tiempo… Así la describe el poeta J.W. Burgon en
1845. Rakmú, “la de los muchos
colores” la bautiza una vieja estela. Tantas y tantas lecturas, tantas y tantas
imágenes en mi cabeza, que mentiría sino dijera que estaba ansioso, nervioso
con esa energía casi infantil que arrancaba mi cuerpo del sueño y me impulsaba
a acelerar el paso, casi a correr.
Penetramos a primera hora de la
mañana por el desfiladero del Siq, de un km y medio de largo, y a ratos de una
sobrecogedora estrechez, que constituía el único acceso a la ciudad. De roca
arenisca de infinitas tonalidades y modelado por la erosión, aún conserva bajorrelieves
de camellos tallados en los muros de arenisca y las cañerías de terracota que
transportaban el agua a la ciudad rosada.
No es difícil imaginar el rumor del agua acompañando los pasos de las
caravanas que accedieran a la ciudad, prometiéndoles el descanso y la riqueza
tras meses de agotadoras rutas desérticas. Prometiéndoles Petra, una de las
ciudades comerciales más importantes de la antigüedad.
En la decadencia del reino de Saba, los Nabateos, un pueblo semita
procedente del Norte de Arabia, nómadas de vocación comercial, emigraron hacia
el norte, hasta construir a partir del s. III aC la ciudad de Petra para
gestionar el paso de caravanas. Nacía del cruce de las dos grandes rutas
comerciales de Oriente, la que iba de Este a Oeste desde el Golfo Pérsico hasta
la costa del Mediterráneo (en Gaza); y la que comunicaba de sur a norte Damasco
con Arabia. Aquí, la Ruta
de la Seda se
unía con la del Incienso, que provenía de la rica Arabia del Sur (Yemen) a
través de los árabes del mar Índico; transportando las mercancías hasta el
golfo de Aqaba, al puerto de Aelana, camino de Egipto. Enriqueciéndose con el
peaje cobrado a las caravanas de mercaderes en Little Petra, el rey Aretas IV la dotó en el cambio de era de sus
principales monumentos; siendo prácticamente inexpugnable hasta que Trajano la
sometió al dominio romano una vez logró descubrir su único punto débil, los
canales que proporcionaban agua a la ciudad, otorgándole un nuevo renacimiento
arquitectónico. La decisión de los romanos de potenciar el tráfico marítimo
sobre el terrestre, y el desvío de la travesía este hacia Palmira, relegó a
Petra de su lugar privilegiado en las rutas comerciales, lo que junto al
sufrimiento de una serie de terremotos, provocó el abandono de la ciudad.
Durante siglos fue habitada por beduinos, que protegían y ocultaban su
existencia a los extranjeros.
El explorador suizo J.L. Burckhardt,
convertido al Islam y haciéndose pasar por un comerciante árabe, dio a conocer
el desfiladero y acceso a inicios del s. XIX, tras siglos de abandono, encontrando
la majestuosa fachada del Khazneh Firaoun, el mausoleo del Tesoro teñido de
rojo y roca. Y es precisamente esa fachada la primera visión que tienes de la
ciudad. Aún ahora me cuesta expresar con palabras lo que sentí cuando,
finalizando el desfiladero y tras un último recodo, empecé a entrever parte del
Tesoro. Cada paso agrandaba la visión, y cada paso agitaba más mi cuerpo y mi
pulso, incapaz de tomar una sola fotografía de forma nítida entre el
nerviosismo y la emoción. Toda una vida esperando ese momento no me precipitó,
tomé mi tiempo para saborear esos pasos, para disfrutar de una forma casi
infantil como iba cogiendo forma, agrandándose, presentándose ante mis ojos la
magnífica y mítica fachada de Khazneh, el Tesoro.
Si Petra es una leyenda, la fachada del Tesoro es su espejo. Un
lugar donde ver y soñar se confunde, porque el tiempo parece detenerse, a pesar
de las miles de fotografías, a pesar de las incontables personas que miran,
posan, pasean. Nada importa, porque en ese momento, en ese preciso momento,
solo estas tú y la ciudad, tú y años de deseo, de sueños, de lecturas, de
camino. Y te emocionas, vaya si te emocionas.
Una vez recobras la tranquilidad,
escuchas las explicaciones y sacias tu afán fotográfico, empiezas a prestar
atención a los pequeños detalles. A los camellos que parecen formar parte de un
escenario para el turista, a los beduinos que te venden cualquier cosa, desde
brazaletes a piedras y la propia arena; el aroma del café con cardamomo o la
belleza arquitectónica de la propia fachada: sus perfectas columnas de capiteles
corintios, la huella helenística de su decoración o la urna que la corona (que
según la leyenda encerraba grandes riquezas). Uno piensa que la vida de estas
personas no ha cambiado nada desde hace cientos de años, que todo permanece
inalterable, hasta que suena un móvil, semiescondido en la camisa del beduino,
y regresas al mundo real, y sonríes.
Una garganta esculpida a ambos lados permite continuar el camino y
contemplar la calle de las Fachadas, entrando en un mundo de colores y formas
que te hacen dudar que te encuentres ante piedra (ya sea arenisca o vetas de
minerales) y no ante un lienzo pictórico de decenas de tonalidades y texturas
(Fachada de la Seda ).
A un lado, el Teatro de influencia romana, al otro las colosales Tumbas Reales
(la Seda , la Tumba de la Urna , la Tumba del Palacio), bastante
erosionadas por la acción del viento y la arena. No todo son tumbas o templos,
tras la garganta una llanura rodeada de montañas constituye el escenario de la
ciudad, atravesada por una calzada romana que conserva en algunos tramos el
enlosado y columnatas. Aún sepultado por la tierra, reside escondido un
entramado escalonado de casas y jardines que el futuro sacará a la luz, y dónde
el agua, uno de los mayores tesoros para los pueblos del desierto, convertía a
la ciudad en un paraíso a través de un complejo sistema de canales y estanques.
A ambos lados de la calzada, la arqueología está dando sus frutos, un enorme
templo romano y una hermosa Iglesia Bizantina decorada con mosaicos figurativos,
también conocida como la iglesia de los Papiros, por aparecer en ella hace unos
años más de cien papiros del s. VI dC que hablan de la vida cotidiana de la
ciudad.
En un extremo, tras el foro y mercado romano, y detrás de Qasr al-Bint (el templo más grande en
pie, dedicado a una divinidad nabatea) un sendero de cientos de peldaños
excavados en la roca permite ascender, tras un fuerte desnivel bordeando
precipicios, a una cumbre dominada por la impresionante fachada del Monasterio,
al-Deir. Un camino salpicado de tenderetes, incluso al borde del abismo, de población
local que sobrevive gracias a la venta de souvenirs al turista, pero que le dan
una nota de humanidad (casi como herederos de los antiguos comerciantes
nabateos), y que te guía al inmenso valle desértico del Mar Muerto en el que se
erige la ciudad. Aquí, más allá de la panorámica, impacta la grandiosidad de El
Monasterio, que multiplica de escala las fachadas de abajo y, sin respiración
por el esfuerzo de la subida, te empequeñece ante el genio nabateo. Una arquitectura
que, al romper el piso superior en varios cuerpos, antecede mil seiscientos
años al barroco. No es griego, no es romano, no es oriental, lo es todo y no lo
es. Uno no puede hacer otra cosa que no sea sentarse frente a ella, en una de
las elevaciones anexas, y admirar en silencio.
Aquí y allá, la comunión entre el
hombre y la naturaleza, las tumbas excavadas en la roca arenisca, los templos y
la calzada columnada principal, es reflejo de un arte que hace honor al
carácter comercial e intercultural de los nabateos: desde la geometría
funeraria de los egipcios, el ritmo y la armonía helenísticos y el barroco
corintio romano. La luz acaricia sus paredes tiñéndola del naranja del
amanecer, al blanco del mediodía y el rosa del atardecer. Las montañas ocres
que la rodean parecen protegerla, de sus enemigos y del tiempo. El rápido
galopar de algunos beduinos sobre sus dromedarios, para hacerse notar y contratar
sus servicios, no llega a sacarte del ensueño, sino que, todo lo contrario, te
mete aún más en él.
En el Altar de los sacrificios, al
que se accede por otro sinuoso sendero excavado en la roca, se puede observar
en la cima de las montañas de enfrente, la Tumba de Aarón, el hermano de Moisés, como bien
se encarga de recordarme una vendedora que justo en la planicie del Altar ha
colocado su puesto de ventas y que no se corta en escenificarme cómo de crueles
eran los sacrificios desarrollados allí. Desde su cima, un enclave
privilegiado, puedo sentarme y contemplar la inmensidad de la ciudad nabatea. Y
el arqueólogo que soy, pese a los años que llevo como profesor, vuelve a
palpitar en mi corazón. No puedo evitar soñar con excavar, con reconstruir la
ciudad. Y veo entrar por el desfiladero caravanas con coral del Mar Rojo, seda
y jade de China, ámbar del Báltico o betún del Mar Muerto; oro, incienso y
mirra del sur de Arabia; ébano, marfil de Nubia; lapislázuli y papel, pimienta,
canela y clavo de la India ,
cristal y minerales del imperio Romano. Mosaico de lenguas, vidas y sueños que
entran y parten. Después de ver morir ante nuestros ojos ciudades como Palmira,
quiero detenerme, ser consciente del momento, respirar y sentir, grabar en mí
no solo lo que mis ojos pueden ver, sino la dignidad del peso de la Historia que respira en
cada piedra, en cada grano de arena, en el suave viento que acaricia mi rostro.
Para descender está la posibilidad
de una vía alternativa, más larga pero mucho más interesante, aprovechando el
cauce de un río (wadi al-Farasa) y
que permite recorrer en soledad (hasta el punto que me creo perdido en varias
ocasiones) la fuente del León (Jebel il-Madbah) y tumbas rupestres más
alejadas del circuito general: Tumba del Soldado, Tumba del Triclinio, Tumba
del Jardín, Tumba del Renacimiento. Guía en mano (bendita Lonely Planet!!) puedo
saber que se trata de una Vía Sacra,
un camino antiquísimo con fines procesionales.
Muy cerca, aunque es necesario
desplazarse por carretera (disfrutando los paisajes desérticos y los barrios
beduinos), se encuentra la
Pequeña Petra (Al Beida).
La ubicación era intencionada, lejos del desfiladero de la gran ciudad para
proteger el secreto de su impugnabilidad, el suministro de agua. Para entrar
también es necesario atravesar un pequeño desfiladero, corto pero aún más
estrecho. Desde allí fiscalizaban, a través de fuertes aranceles, por guiar o
permitir el paso de las caravanas. Por ello, no hay tumbas, sino almacenes,
cisternas y salas, igualmente talladas en la roca y hasta decoradas con
pinturas murales al fresco, para el intercambio comercial o el descanso (como caravanserai) de las caravanas de
camellos. En su extremo final, una subida lleva a una vista espectacular de
cañones de piedra que anuncian el desierto y la dureza de los camelleros entre
paredes incendiadas por el sol.
Regresando del desfiladero del Siq una tarde, a la luz del crepúsculo y
acompañado de la maravillosa gente que conocí allí (Rita y Silvia), un vendedor
quiere colocarme la kufya jordana, al
estilo tradicional. Entre risas, y mientras me fotografía el propio vendedor
para convencerme en la compra, me sorprende la ligereza y comodidad del pañuelo,
y entiendo su uso permanente entre los jordanos y la población árabe. Ahora,
miro esa foto en el móvil y me llama la atención, no tanto el arte que tuvo el
comerciante en ponerme el pañuelo, como mis propios ojos, cansados pero vivos,
con un brillo tremendo por conocer, por saber, por disfrutar todo lo que me
esperaba.
Y mis ojos no engañan. El siguiente
paso es mágico: la visita nocturna a Petra. Un recorrido por la noche a través
del Siq, hasta la explanada del
Tesoro, cubierta con centenares de velas. Acompañados por la melodía de una
flauta tradicional tocada por un beduino, te sirven una taza de te a la luz de
la luna y las velas, mientras contemplas casi en silencio la historia de los
nabateos y las fábulas de un cuentacuentos: soy
la huella de la ocultación, el narrador de la ausencia, mi tierra es una
historia, y mi camisa es de lunas. Una noche que vuela a través de los
tiempos.
Dos días la recorrí, dos días me perdí en su sucesión de tumbas,
caminos, escaleras talladas en la roca, dos días sentí el sol del atardecer
acariciando su piedra mientras emprendía el camino de vuelta por el Siq. Y los dos días, al igual que en esta
mágica noche, cuando le daba la espalda al Tesoro me volvía para verla por última
vez, entre la roca del desfiladero, cerrando los ojos con la firme promesa de
volver aunque sea desde la memoria.
Aqaba.
Tomo el Camino real o la
Ruta del Rey (une el Nilo con el Éufrates), que conduce hacia
el sur de Jordania por las montañas de su frontera occidental, a través de nombres
míticos (Sodoma y Gomorra), ramblas, barrancos, wadis y pueblos colgados. La vegetación empieza a desaparecer y el
desierto va haciendo acto de entrada. La próxima parada es la legendaria Aqaba,
a orillas del Mar Rojo, donde por un momento logras olvidar el ocre del
desierto gracias al azul del mar y la policromía de los arrecifes.
Frente a sus aguas cristalinas, de un intenso azul, puedes
contemplar cuatro países a la vez: Egipto, Israel, Arabia Saudí y Jordania. Es
el reflejo de esa costa en el agua la que le da el tono rojizo con el que los
antiguos bautizaron el mar. Más allá de la geografía y el Éxodo de Moisés, sorprende
encontrar ese azul tras kilómetros de un entorno desértico y polvoriento, y más
descubrir que forma parte de una reserva natural con un fondo submarino plagado
de arrecifes de coral. Por ello, navegar por el Mar Rojo en una pequeña barca
fue un regalo que logró eclipsar la presencia del puerto industrial, la
cementera y los cargueros modernos. Sumergirte en sus aguas azules,
transparentes, buceando entre barcos hundidos en busca de corales, anémonas y
peces de colores y tamaños diferentes, contrastaba con la falta de vida del
otro mar jordano, el Muerto. Y saber que esas mismas aguas habían bañado las
embarcaciones de los árabes del mar que controlaron el Índico gracias a su
dominio de los monzones, hacía casi obligatorio el zambullirte, bucear y nadar para
convertirte por fin en el Simbad el
marino de mis lecturas de infancia. El capitán de la barca, un servicial
hombre de mediana edad, quiere animar la excursión con música moderna, pero
rápidamente le pedimos que cambie por música tradicional. No duda en hacerlo, y
poco después, mientras me seco del chapuzón me atrevo a preguntarle sobre la
letra. Me sonríe, quizás no se esperaba la pregunta, y mirando fijamente el
agua responde que habla de pescadores, de amores perdidos, de los cálidos
vientos del Mar Rojo. Y yo acabo sonriendo también mientras tomo nota en mi
pequeño cuaderno.
Wadi Rum.
Dejando el puerto de Aqaba y dirigiéndose hacia el este, cruzando
las estrechas vías del tren minero que unía Damasco con Medina, uno se adentra
en un desierto de arena dorada entre montañas de piedra rojiza, Wadi Rum. La
belleza de sus colores se generó al desaparecer el Mar Rojo que antes lo
cubría, y eso lo hace diferente, especial. Al mirarlo, no puedo evitar utilizar
el pañuelo jordano para protegerme del sol, mientras aquí y allá aparecen jaimas abandonadas (quizás utilizadas
por los camelleros o nómadas beduinos del desierto) en la arena quebradiza.
Arenas rojizas de seda mineral, dunas perfectas al pie de montañas
imponentes y promontorios rocosos (jebels),
y el recuerdo en su nombre de Lawrence de Arabia, convierten este desierto en uno
de los más bellos del mundo. Cada paso recuerda sus memorias, Los siete pilares de la sabiduría, la revuelta árabe contra los otomanos y la
película de David Lean, Peter O´Toole, Omar Sharif, Anthony Quinn, Alec
Guinness…Poco importaba que los poderes coloniales europeos traicionaran el
anhelo de libertad del mundo árabe que capitaneaba Lawrence, solo respiraba el
mito, la leyenda romántica de su aventura, y a ella te acogías. Y a sus
palabras “el árabe del desierto forma
parte de un pueblo de espasmos, de agitaciones, de ideas, la raza del genio
individual”.
El desierto sigue hoy en manos de los beduinos, y uno de ellos se
erige en guía. Alyumu, cuyo nombre
significa Viernes en árabe, resulta ser un auténtico showman, que utiliza su gestualidad y buen humor como herramienta
para entretener al visitante del desierto. Casi un Chaplin beduino, sus travesuras y pequeños juegos de magia
despiertan mi simpatía hacia él. Representa muy bien esa idea de que el beduino
siempre confía en que lo que sucede es lo mejor que le podría suceder. A través
de él, y su jeep, nos internamos en el desierto, en un camino sin camino, tan
solo arena infinita y macizos de piedra. Alyumu
forma parte de él, y con sus ojos vemos la flor del desierto y las primeras
anémonas, un camello salvaje y su cría, el capricho de los relieves rocosos
erosionados, escenario de grandes películas (The Martian, Lawrence) que le gusta señalar, y hasta puentes o
arcos naturales de piedra (Umm Fruth,
Burdah). Lo mismo finge echarse una siesta en la duna, que simulaba volcar
el jeep saltando sobre las dunas o me animaba a escalar un pequeño abrigo para
ver de cerca los milenarios grabados rupestres tamudes y nabateos de Jebel Khazali.
Cojo un puñado de arena y siento la inmensidad del desierto. La
luz, la arena, el horizonte. Una arena antigua, casi como el tiempo, pero que
cambiaba a cada instante, en cada rayo de luz que huía. Contemplar el silencio
del atardecer infinito, pese a la calima que le roba la furia del color al sol
que se oculta, mientras en el horizonte cruza una caravana de camellos. Uno
entiende el amor a estas arenas, a este desierto inmenso, solitario, como tocado por la mano de Dios, de Lawrence,
mientras la noche va tiñendo de azul las montañas y las dunas. Quizás era el
único sitio donde podía sentirse libre: al fin y al cabo “el silencio del desierto es el mejor amigo del loco” (proverbio
beduino).
Con el grupo me dirijo al campamento que habían construido para
los visitantes al abrigo de una montaña. Anochece, y un cielo nublado y las
luces artificiales solo dejan intuir una preciosa noche estrellada. Música,
bailes y el aroma del mansaf (plato
de arroz guisado con cordero, al estilo beduino enterrado en la arena) son
nuestros anfitriones. Quiero descansar fumando un narguile, compartido con mi
ya amiga Rita, mientras en una pista central, donde en mis sueños debía existir
una hoguera sobre la que recitar leyendas, mis compañeros bailan
desaforadamente. Solo queda caminar en silencio buscando las estrellas, ocultas
por las nubes y una gran luna llena, más allá del campamento, donde las dunas
se difuminan para dejar paso a un todo y una nada, la inmensidad del desierto. La
oración en la arena. El cansancio se impone al temor a los escorpiones y consigo
dormirme estirado sobre un pequeño catre. No hay más voz que la del desierto.
A la mañana siguiente, un té aromatizado con hibisco fue la puerta
de salida hacia al norte, hacia Jerash.
Jerash.
Mientras avanza hacia el norte, el paisaje muda de color, de los
desiertos y pedregales del centro y sur pasas a las pequeñas colinas de verdes
pinares, cada vez más frecuentes, de los fértiles valles de Judea, que entre
higueras y olivares anuncian en pequeñas gotas de color el florecimiento del
próximo mayo. Así, casi sin darte cuenta, llegas a Jerash, un pedazo de
historia anclado en el tiempo que se yergue desafiante al paso de las
civilizaciones y los terremotos. Sin dejarse ensombrecer por Petra, fundada
en época Alejandro Magno y líder de la Decápolis , la asociación
comercial y política de las diez grandes ciudades greco-romanas de Arabia,
revela en sus perfectamente conservados restos, trabajados en mármol y granito,
la grandiosidad de su historia: el asombroso diseño del ágora ovalado y
porticado, la huella de los carruajes en el cardo máximo columnado, ninfeos, mercados,
tabernas, tetrástilo, los templos (Zeus, Artemisa y sus enormes y basculantes columnas
corintias), hipódromo, teatros de perfecta acústica, iglesias bizantinas; son
el testigo de una riqueza derivada del comercio con los nabateos y la
exuberante fertilidad de sus campos. No es de extrañar que Adriano quisiera
convertir la ciudad en uno de los centros económicos más importantes del
Imperio, dotándola de una nueva puerta y de la magnificencia que capiteles,
entablamentos, esculturas y templos son justo reflejo. La comunión de Oriente y
Occidente. Paseo entre sillares y columnas, dejando pasar el tiempo bajo mis
pasos. Una dignidad de dos mil años que se crece ante la vista de la nueva
ciudad, a sus pies, caótica e irregular, amontonada y gris.
Mar Muerto.
Camino del Mar Muerto, uno parece andar por la Biblia. Pasas cerca
de la pequeña ciudad de Mádaba, cercana a Ammán. Se trata de la ciudad
principal para los cristianos ortodoxos de Jordania, y sus iglesias y mosaicos
así la hacen valer. Por el Monte Nebo, donde la tradición de las religiones
monoteístas sitúan a Moisés divisando Canaan,
la Tierra Prometida , poco antes de morir, al guiar el éxodo
israelí desde Egipto. Y cerca del lugar donde la tradición sitúa el bautismo de
Jesús en el río Jordan. Una profundidad histórica y religiosa que contrasta con
la sequedad desértica del paisaje. El camino es un continuo desnivel de más de
mil metros hasta llegar al lago interior que denominamos Mar Muerto, a menos
400 metros del nivel del mar, el lugar más profundo de la superficie de la Tierra y escenario de los
acontecimientos bíblicos (allí desemboca el Jordán).
Abrigado por la meseta y montes
occidentales jordanos a una orilla, y por los de Judea en la opuesta, sus aguas
saladas (nueve veces más que las del Mediterráneo) parecen encerrar el origen
de las principales religiones del mundo, pero es algo de lo que rápidamente te
olvidas cuando observas la invasión del turismo, en centenares de bañistas
flotando en su superficie o aplicándose oscuros barros con la idea de
rejuvenecer la piel. Es difícil abstraerse, pero de nuevo el contraste entre el
pasado y el presente me atrapa y no puedo resistirme a bañarme en sus aguas
pensando en lo primero pero disfrutando de lo segundo, mientras mis pies
resbalan por las piedras blancas de sal. Y, flotando de espaldas con los brazos
en cruz, incapaz de hundirme, siento el agua aceitosa que impregna mi piel, la
sal incrustándose en mis poros, la
Historia que baña mi cuerpo.
Umm Qais.
Hay que madrugar para dirigirse a Gadara, en Umm Qais, muy cerca
de los Altos del Golan, en la frontera entre Israel, Líbano, Siria y Jordania,
y parte fundamental del conflicto árabe-israelí. A esa ciudad, una de las
decápolis o principales ciudades de la región durante la época greco-romana,
llegó Jesús para realizar uno de sus milagros más famosos (liberando a dos
hombres poseídos por demonios). Los restos de la ciudad romano-helenística no
palidecen tras ver Jerash: calzadas, un teatro, tabernas, templos, todo está
sembrado de historia del tiempo. Pero hay algo que me impacta más. Desde su
mirador, muchos jordanos de origen palestino suelen observar el lago Tiberiades
(el Mar de Galilea), añorando su tierra, su hogar, desposeído por el control
israelí. La bruma que suele acompañar esa vista quizás es el reflejo de la
melancolía que cientos de miles de ojos tristes han depositado allí. La
persistencia de un sueño y el dolor de la imposibilidad.
En Gadara y Pella, que visito poco después, uno tiene la sensación
de que las ruinas nuevas se suman a las viejas, tal es el grado de pobreza.
Este día el trayecto me hace cruzar pequeños pueblos y ciudades en el que
animales de todo tipo (perros abandonados, rebaños de cabras, burros) merodean
por los lindes de la carretera. Pero eso no resta un ápice a la eterna sonrisa
jordana, a su carácter hospitalario y comercial, donde cualquier lugar parece
ser el mejor para un mercado improvisado.
Aljoun.
En esta zona norteña de pequeños
bosques de pinos y olivos destaca el castillo o fortaleza ayubí. Erigido a
finales del s. XII en una ubicación estratégica que dominaba las tres rutas que
llevaban al Valle del Jordán y protegía los enlaces comerciales con Siria, forma
parte de la línea defensiva de castillos que cruzados y árabes construyeron
desde Bizancio al Golfo de Aqaba en el contexto de sus enfrentamientos por
Tierra Santa. Recuerda las luchas entre Saladino y los cruzados, representados
en el franco Reynauld de Châtillon, que tenía su base en el castillo de Karak,
muy cerca de Ammán. Y recuerda la
Secta de los Assassins (Hashshashin o nizaríes) desde su fortaleza en
Alamut. Baluarte
de piedra en la montaña, con sus técnicas defensivas, al cruzar el foso de 15
metros de profundidad un complejo de murallas, puertas y torreones de mampostería,
mezcla de fases, dueños y etapas, parecen convertirte en un cruzado o en un
musulmán, igual da según el lado de la historia en el que estés, como bien
recuerda Maalouf en Las cruzadas vistas
por los árabes. Bóvedas de crucería, arcos, patios, mazmorras, almacenes,
cocinas, todo aparece atrapado en el tiempo. Y todo parece presentarse ante ti
para que le des el sentido, según tu tradición, tu lectura, tu formación,
aunque con ello ignores la otra visión de la historia.
Desde sus almenaras puedes
contemplar los Altos del Golán y los montes de Galilea hacia el este y Ammán
hacia el sur, donde nos encaminamos acto seguido al abandonar la fortaleza.
Ammán
Una ciudad asentada sobre multitud
de colinas, crecida a ciegas, que te obliga a subir y bajar calles y plazas
antes de rendirte al cansancio y pelear por un taxi. Y miles de personas, de
rostros, que se entrecruzan, en un baile de ojos que da vértigo pero que tiene
sus propios códigos, como cuando se percatan de que eres extranjero y te dan la
bienvenida en inglés.
Acompañado por mi grupito de
imprescindibles que había ido conociendo a lo largo de la semana busco la Mezquita Al-Hussein y toda la zona de tiendas del Al Hmedyah Market que un grupo de
españoles habían recomendado fervorosamente (en especial, las tiendas de
especias). La llamada a la oración, oleadas de personas y de lluvia, y voces de
vendedores consiguen darle ese toque de enclave perdido en el tiempo, y
arrastrado por una marea humana que lo mismo te ofrece un pescado maloliente
que te embriaga de dátiles y especias acabo en la puerta principal de la
mezquita protegida por dos grandes minaretes otomanos. En su mercado no puedo evitar
comprar almizcle e incienso, lágrimas translúcidas que en pequeñas cajitas
metálicas honraban la historia de los zocos en la milenaria Ruta del Incienso.
Es una forma de participar en ese hilo invisible que unía, a través del
comercio de esta savia de árbol, desde la reina de Saba a la reina egipcia
Hatshepsut, de Etiopía a Egipto y Babilonia, de Grecia a Persia, de Omán a
Petra y Palmira. Y de mercaderes de infinitas razas y lenguas a mí.
Castillos del Desierto.
Último día, saliendo del hotel guía en mano, espera Hassan, a
quien Mercedes y yo hemos contratado como chofer para conducirnos al Desierto
Este, hacia la frontera con Irak. Un hombre amable, afable, tranquilo. Agradecí
sentarme en su coche y escucharle hablar durante horas, gracias a su buen
castellano y excelente disposición a explicar cualquier cosa que le
preguntáramos. Tomamos la
Autovía del Desierto, kilómetros y kilómetros de una llanura árida,
semidesértica, con camiones que recorren de nuevo las antiguas rutas
caravaneras entre Siria y Arabia. Pero la modernidad, el asfalto, la
contaminación, ha cambiado la perspectiva, más al acercarte a los campos de
refugiados sirios, centenares de tiendas para más de cien mil personas en lo
que ya es el segundo mayor campo de refugiados del mundo, un espacio vallado y
cerrado, casi como una prisión que te hace pensar no solo en cómo ha cambiado
el mundo, sino si este es el tipo de mundo en que quieres vivir.
Lo que a mí me impresiona, para Hassan solo es rutina, y sin
problema pasa a explicar que en la época de las construcciones que iba a
visitar, esta región era abundante en agua al ser una cuenca lacustre, y un
lugar idóneo para la caza de gran variedad de especies, alguna hoy extinguida.
El propio Lawrence de Arabia lo describía hace apenas cien años como un lugar
ameno de prados y manantiales.
Bajo la denominación genérica de “castillos”, en verdad encuentras
variadas edificaciones de los s. VII y VIII que fueron tanto fortificaciones
militares, lugar de descanso de caravanas comerciales, como lugares de recreo
de la aristocracia Omeya. Como dice Hassan, recorrer esta región es descubrir
un desierto cargado de historia.
Qasr al-Azraq
(el “castillo azul”). Construido en basalto negro por los mamelucos en el s.
XIII sobre un campamento romano, albergó a Lawrence de Arabia durante la Revuelta Árabe de
1917-18. Debido a la escasez de madera en las cercanías, las puertas son losas
de basalto que pesaban una tonelada pero que se abrían con facilidad gracias a
que untaban sus bisagras con aceite de palma. Muy cerca del oasis de Azraq, lo
que hace ver su importancia estratégica en la ruta de Arabia a Siria, aquí
Lawrence se instaló en la torre de guardia de la entrada sur, y para
protegerse de la lluvia y el hielo del
invierno hizo cubrir las partes derruidas del techo con ramas. En aquellos días
en los que fue su hogar escribió: durante
aquellas noches interminables, estábamos a salvo del mundo. Paseando en
soledad por sus muros, quise ver en cada piedra su huella, como había hecho en
Wadi Rum.
Qasr Amra. De
principios del s. VIII y declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco , se trata en realidad
de una especie de pabellón de caza omeya dotado de unas termas al estilo
romano, profusamente decorado con mosaicos y un conjunto de pinturas murales
reflejo de la sensibilidad cultural de la primera etapa del arte islámico,
donde el arte figurativo aún no era rechazado. En un entorno desértico, y lejos
de las prohibiciones islámicas de Damasco, te sorprenden escenas de caza, oficios,
cortesanas bañándose desnudas, musas de la mitología griega, la exquisitez y
realismo de los retratos de soberanos rivales del Islam (turcos, persas,
bizantinos, chinos e incluso don Rodrigo, el último rey visigodo peninsular),
escenas maternales o signos zodiacales. Son un testimonio único del arte
islámico de arte privado, y que pertenezcan a los Omeyas, una cultura menos
rígida en cuestiones religiosas permitió que el arte figurativo, los desnudos o
la herencia cultural grecorromana y bizantina encontraran su lugar en la
pintura islámica. Al parecer, el edificio ha sobrevivido casi intacto porque
tenía un valor especial para los beduinos del lugar. No me sorprende, no hay
forma de negarle su belleza.
Qasr Kharana
(al-Jarana). De las primeras construcciones omeyas en la zona, es una
fortificación imponente de planta cuadrada y dos pisos, recientemente
restaurada, de gran interés arquitectónico pero sin apenas elementos
decorativos. Seguramente fue más un palacete donde recibir a los jefes beduinos
de la zona o residencia para los emires en los días de caza; y posteriormente
cambió de función y se reconvirtió en un caravanserai
o refugio de caravanas de camellos en el tránsito entre Ammán e Irak. Que el
desierto lo respete es su gran valía.
De regreso a la capital, al caos del
tráfico y la aglomeración, aprovecho para poder visitar algo más la ciudad, un
nuevo paseo por el zoco, entrar al Teatro romano. El viaje debe terminar donde empezó. Hassan nos acerca a un barrio
de jordanos de origen palestino, que llegaron como refugiados a inicios de la
década de los cincuenta. Una cita de Munif recuerda que antes Ammán acogía caravanas
y rebaños que generaban riqueza, y ahora, sin embargo, recibía las pequeñas,
espaciadas y miserables caravanas de la guerra, que añadían pobreza a la
pobreza. Al parecer, más de dos millones de los refugiados palestinos viven en
Jordania, cifra que se duplica si se tiene en cuenta el mismo número de los
actuales refugiados sirios. De los palestinos, muchos acogieron la nacionalidad
jordana, pero en su fuero interno siguen añorando su tierra, sus casas
perdidas, sus raíces, algo que forma parte de ellos mismos y que no se puede
erradicar. Y eso se respira en el ambiente, en el aroma a naranjas, en las
banderas que asoman en sus ventanas.
El Teatro romano (los ammaníes lo llaman la escalinata del Faraón), construido en tres laderas de la
montaña, presidiendo el centro de la ciudad junto a los restos del Foro y del
Odeón, anticipa un conglomerado creado por el zoco, los mercados callejeros,
las mezquitas (principalmente la de Hussein)
y la aglomeración de viviendas, casi superpuestas unas a otras entre calles que
suben y calles que bajan. En el punto más alto, la antigua Ciudadela romana, el origen histórico de la ciudad: un conjunto de
restos romanos (templo de Hércules, la antigua Filadelfia, una de las diez
ciudades de la Decápolis ),
bizantinos (Iglesia del s. VI-VII) e islámicos (Palacio de los Omeyas). La vida
cotidiana respira en cada rincón: niños que juegan con cometas, dibujando
figuras en el cielo al vuelo, mientras el mismo viento que las eleva hace
ondear decenas de banderas jordanas. Desde la ciudadela contemplo la ciudad
moderna a sus pies, casi como otro pueblo, más pobre que el de las columnas
romanas que la presidían, pero más vivo, despojado de la solemnidad de las
ruinas pero dotado de un humilde bullicio, un rico mosaico humano que impresiona
quizás más, haciéndome pensar en el hilo que unía ambos extremos. Ese hilo
misterioso pero vital que cada día intento comprender y explicar en clase, y
que llamamos historia. De repente, la ciudad deja de parecerme tan caótica, tan
gris. Sólo la lluvia que empieza a arreciar puede sacarme de allí, y me dirijo pensativo
hacia el coche de Hassan.
Se acerca el final del viaje,
maletas, billetes, recuerdos, cerrar un equipaje en el que entra a formar parte
este país. No regresas igual. Leo por algún lado que Jordania tiene un alma de
fina arena que sólo perciben los nómadas del desierto, y me gustaría ser uno de
ellos, atrapar una parte de esa alma de fina arena para que me acompañe
siempre.
En el regreso, todo parece perderse
en un primer momento. Se agolpa, se confunde, desde la imagen más nítida al
olor más intenso. Y necesitas descansar, dejar que todo encuentre su sitio, su
lugar. Y es aquí donde las palabras conservan la memoria de lo que sentí, lo
que soñé, lo que viví: las huellas en la arena, la sal del mar en mi piel, la
historia en las piedras o la fachada que se ocultaba en el desfiladero cuando
volví la cabeza por última vez.
Y recuerdo unas palabras de Martín Garzo en las que hablaba de Mahmud,
el protagonista de una de las historias de amor más célebres de la tradición
islámica. Pierde a la mujer que ama y se pasa la vida buscándola. Un día, un
hombre le sorprende echando tierra en un tamiz o criba y, cuando se interesa
por lo que hace, le contesta que buscar a su amada. Y cómo vas a encontrarla ahí,
le pregunta. Si quiero encontrarla un día, en algún lugar, tengo que buscarla
por todos los lados. Como dice Martín Garzo, Mahmud tiene razón: lo importante
es no dejar de buscar, no dejar de soñar, no dejar de sentir, no dejar de
viajar.
Con los pelillos de gallina, el corazón a mil por hora y con la emoción reflejada en mis ojos he vuelto por un momento a Jordania... GRACIAS Alvaro! Ha sido un placer poder acompañar con mi mirada cada palabra de este relato. Hasta pronto!
ResponderEliminarGracias Álvaro por ser mis ojos, por llevarme en tus viajes, por hacerme vivir más allá de los textos. Gracias por escribir, gracias por compartirlo, gracias por ser tú.
ResponderEliminarTe conozco hace muchos años y me sigues impresionando por tu facilidad para comunicar y transmitir. No me refiero sólo a las descripciones de tus viajes sino además y sobre todo las emociones que te provocan y nos provocas. Siempre empiezo leyendote con algo de envidia, ya me conoces, pero acabo agradeciendo a ésta vida el haberte conocido. Gran viaje y mejor contado por ti. Que la vida nos lleve al próximo juntos. Besazos.
ResponderEliminarGracias, Alvaro por compartir tus vivencias y recuerdos, por emocionarme con ellos.
ResponderEliminarGracias por conocerte y poder ser también parte de los momentos vividos, de las complicidades, de las risas...
Gracias por tu sensibilidad y conocimientos, que todo sea dicho, me provocan un poquito de sana envidia.
Gracias por ser así, disfrute mucho del viaje porque tu pusiste ese punto de entusiasmo y humor que lo hizo especial. Hasta muy pronto!! Besos!!!
Siempre es difícil o casi imposible trasmitir a los demás las vivencias, sensaciones, impresiones de lo que vives en un viaje... siempre queda en la mente del viajero... El mundo es como un libro y aquellos que no viajan sólo leen una página. Gracias por compartir este relato tan preciso a la vez que emotivo y permitir abrir las páginas de tu libro a la mente de los que te leen.
ResponderEliminarEn esta ocasión me quedo con los Qars, con el Mar Rojo y por supuesto Petra. Sé que para ti uno de los tantos sueños que tienes se ha hecho realidad, y a pesar del miedo inicial que teníamos todos ante tu marcha en solitario, creo que ha merecido la pena porque lo visto en Jordania ha devuelto el brillo a tus ojos, llenándolos de una felicidad que contagia. Sigue viajando Álvaro, yo ya tengo claro que es de las cosas que más amas y el amor lo es todo en esta vida.
ResponderEliminarGracias Álvaro porque siguiendo la ruta de tus palabras, conseguimos adentrarnos en los profundos laberintos de la historia. Una vez más arrastro contigo en la aventura de descubrir los secretos y misterios que gracias a la postal de tu relato, alimentan la inquietud de mi espíritu viajero. Te quiero amigo, y sueño con volver a hermanar nuestras mochilas viajeras! Rosa.
ResponderEliminarCuando leo tus relatos siento lo mismo que Gobo Fraguel cuando leía las cartas de su tío Matt el viajero, admiración, simpatía, respeto, alegría y una sana envidia que me avergüenza reconocer. Alvaro, gracias por compartir esos momentos con nosotros.
ResponderEliminarÁlvaro, gracias por abrirte de corazón y compartir con nosotros tus sensaciones, emociones... tu visión personal de lo vivido, que ya forma parte de tu experiència... Gracias por participarnos de tu inspiración e imaginación; y gracias por el tiempo empleado, que seguro has disfrutado, en crear y desarrollar este relato tan bien documentado.
ResponderEliminarUn abrazo.
Rosa Bcn
Álvaro, gracias por abrirte de corazón y compartir con nosotros tus sensaciones, emociones... tu visión personal de lo vivido, que ya forma parte de tu experiència... Gracias por participarnos de tu inspiración e imaginación; y gracias por el tiempo empleado, que seguro has disfrutado, en crear y desarrollar este relato tan bien documentado.
ResponderEliminarUn abrazo.
Rosa Bcn
Apasionante relato, emocionante, lleno de sentimiento y aderezado con una magistral clase de historia e historia del arte digna de un gran profesor y un gran viajero.Álvaro gracias por permitirnos de nuevo viajar contigo por medio de tus relatos.Un abrazo.
ResponderEliminarPepe Miguel
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarHa sido como estar de nuevo allí, contigo, disfrutando de cada visita y de cada momento. Muy emotivo, muchas gracias Álvaro, no cambies nunca. Rosa (Bilbao)
ResponderEliminarHa sido como estar de nuevo allí, contigo, disfrutando de cada visita y de cada momento. Muy emotivo, muchas gracias Álvaro, no cambies nunca. Rosa (Bilbao)
ResponderEliminarFinal de un día complicado, recuerdos que se agolpan y que hoy sólo me traen nostalgia y vacio, ese del que siempre huyo, pero hoy no lo consigo, hoy no tengo fuerzas, no me alcanzan..
ResponderEliminarRecuerdo que tengo pendiente leer tu relato; como siempre busco hacerlo sin prisa, en silencio, tranquila; quizás hoy me ayude, ¿quizás?, más bien es un ruego, ojalá; con poca esperanza empiezo, leo consciente; primera línea; sigo, segunda línea..y me pierdo. Me pierdo, me vuelve a pasar, mezcla de emociones, ser consciente de la existencia de esos lugares, que me cuesta creer que existan también, en este momento, en esta realidad, que están, han estado ahí y estarán siempre; me averguenza mi desconocimiento, tengo que admitir que de Ammán, Petra, y poco más, no pasaba.
Y entre tantas sensaciones, emociones, pensamientos; gran admiración por todo lo que sabes, la magia con que lo expresas todo; experiencias, lugares, personas, colores, olores, historia..de nuevo, TODO; una vez más, me vuelve a faltar el aire. Una vez más te agradezco que compartas tus viajes desde el corazón, y esta vez por partida doble, porque me voy a dormir más tranquila y menos vacía de lo que pensaba hoy.
Gracias, Álvaro; y sigue haciendo caso de Mahmud.
Me encanta este relato de un viajero observador, del Lawrence callosino. Te imagino contemplando esos amaneceres y atardeceres infinitos, entremezclàndote con las gentes del lugar, empatizando con ellos y aprendiendo cosas sin parar, comulgando con la naturaleza con esos ojos àvidos de aprender y conocer cosas nuevas. Tejes muy bien el hilo de tus historias y se ve que por eso también sabes transmitir los conocimientos, llenos de detalles, a tus alumnos. Como sugieres al final, te añado también : "no dejes de soñar, sentir ni viajar, pues la vida sin eso no vale la pena. Las experiencias vividas desde los sueños, los sentimientos y los viajes producen sensaciones indescriptibles."Un beso.
ResponderEliminarMe encanta este relato de un viajero observador, del Lawrence callosino. Te imagino contemplando esos amaneceres y atardeceres infinitos, entremezclàndote con las gentes del lugar, empatizando con ellos y aprendiendo cosas sin parar, comulgando con la naturaleza con esos ojos àvidos de aprender y conocer cosas nuevas. Tejes muy bien el hilo de tus historias y se ve que por eso también sabes transmitir los conocimientos, llenos de detalles, a tus alumnos. Como sugieres al final, te añado también : "no dejes de soñar, sentir ni viajar, pues la vida sin eso no vale la pena. Las experiencias vividas desde los sueños, los sentimientos y los viajes producen sensaciones indescriptibles."Un beso.
ResponderEliminarMe ha encantado tu relato, pero lo que más me impresiona es la pasión que sientes por viajar. No puedo evitar sentir cierta envidia por como vives tus viajes, todo el amor que pones en ellos, sigue disfrutandolos y compartiendolos con nosotrs, por favor.
ResponderEliminar¡Y ten cuidado que algún día me colaré en tu maleta! ;-)
Gallina de piel!!! Moltes gràcies Alvaro!!! No ser si soy de las que sueño despierta o cuando duermo, lo que si que ser es que al leer el relato de nuevo he vuelto a estar con el corazón latiendo deprisa en Jordania. He recorrido cada rincon, cada instante, he vivido cada emoción, cada sensación, ... Sin palabras. Gracias Alvaro y a continuar soñando.
ResponderEliminarYa tienes en mente la próxima...
Fantàstic Alvaro!!!! Como bien dices yo no ser si soy de las que sueña despierta o dormida, lo que si que puedo decir que he vuelto a revivir cada instante, cada momento vivido del viaje. He vuelto a estar en Jordania. Moltes gràcies Alvaro por compartir este relato con nosotros y sobretodo por compartir el viaje contigo. Moltes gràcies y a seguir soñando y disfrutando cada instante.
ResponderEliminarYa tienes en mente el próximo?.....