jueves, 21 de abril de 2016

ARENAS DEL TIEMPO. De Lawrence de Arabia a Moisés y los Nabateos. Diario de viaje por Jordania





“Todos los viajes tienen destinos secretos
sobre los que el viajero nada sabe” (M. Buber).

Existen dos clases de hombres:
aquellos que duermen y sueñan de noche
y aquellos que sueñan despiertos y de día…
esos son peligrosos, porque no cederán
hasta ver sus sueños convertidos en realidad
T.H. Lawrence (Lawrence de Arabia)

A todas aquellas personas que encontré en el camino jordano,
con quienes uní huellas y experiencias:
Rita, Silvia, Rosa, Toño y Rosa, Laura, 
Irantzu (gracias por prestarme parte de tu mirada en fotografías) y Gaizka,
Ana, Carmen, Xavier, Irene, Chus, Mercedes, Angie, Emmi e Irene,
Amin, Hassan. Fi-Aman-Allah

            El cineasta iraní Abbas Kiarostami dijo que soñar es quizá lo más necesario que existe, más necesario incluso que ver. Y tiene razón, cada vez que emprendo un viaje, una aventura, lo he soñado antes: desde mis ilusiones de niño hasta mis deseos de conocer en la adolescencia, el sueño ha acompañado mis inquietudes, ha sido el impulso para andar muchos caminos, para ver, para conocer, para sentir.
Y en ese sueño siempre ha estado Jordania. Y lo que evoca su nombre, quizás porque era más que un nombre, un origen: arena, mar, Petra, referencias bíblicas, historia de la historia. Asirios, persas, nabateos, griegos, romanos, bizantinos. Lugar donde vive la memoria, donde musulmanes, judíos y cristianos han convivido desde hace siglos, sobreviviendo al período otomano, al mandato británico. Y al absurdo presente, en el que el juego político del s. XX acaba rompiendo una herencia, un legado, tan antiguo como la tierra. Lugar de fractura, y del contraste entre la esperanza y el duelo. De un mismo territorio, dos estados, israelí y palestino, marcando con ello el desarrollo del Reino Hachemita Jordano y la vida de millones de personas. Su tierra habla de las dos visiones de la Historia, la creación del Estado que iba a servir de tierra prometida para la Diáspora milenaria judía tras el Holocausto, contra la Nabka, el Día de la catástrofe para los refugiados palestinos, que se vieron expulsados de ella tras un hábitat igualmente milenario. No parece importar quién agrediera primero, el dolor de millones de voces apagadas es hoy la única verdad. Una herida difícil de curar. Una tierra donde pasado y presente se funden en una misma realidad. Todo eso significaba su nombre para mí. Y, como he descubierto, era muy poco lo que sabía.
            Tenía por delante días ricos en promesas: tierra de historia y leyendas, pueblos y culturas desconocidas, montañas, mares, desiertos, ganas de conocer… Había leído algo, no mucho, porque quería descubrir, ir abierto, no viajar con ideas preconcebidas. Atrás quedaban palabras como tradicionalismo, conservadurismo o una fuerte moral islámica. Al poco de llegar no tuve esa impresión. Era innegable la presencia de un tradicionalismo religioso, pero a la vez se respiraba cierto respeto y tolerancia, reflejada en la presencia, más allá de la anécdota, de mujeres sin velo, y, sobre todo, el carácter afable, intercultural y hospitalario del pueblo jordano. Su sonrisa, y su mirada. Me atrapó, sí, y quise dejarme llevar. De nuevo, el mundo tiene forma de camino.



Pero primero el viaje. Sobrevolar en avión las montañas y desiertos de Tierra Santa, la sombra de Israel y Palestina, el conflicto sirio, ajeno a su lucha, a sus cicatrices, a su duelo, me hizo recordar unas palabras de Saadi: un viajero sin capacidad de observación es como un pájaro sin alas. Así que, con los ojos bien abiertos e intentando olvidar los problemas de los vuelos y las complicaciones del viaje, aterrizo en Ammán.
            Mi primer contacto con la capital no es agradable. Llego cansado, tras dos días de viaje, y a pesar de ser madrugada, son demasiados los indicios de una ciudad caótica, ruidosa y bulliciosa que no escapa de un monocromo ocre. Aún así, la prioridad es el sueño y la ducha, cosa difícil en lo primero, porque en apenas tres horas salía el bus para Petra. Es allí donde voy a tomar contacto con lo importante de un país, su gente, y donde conozco a Amin, alguien que será una pieza fundamental en los siguientes días.
Amin rondará los cincuenta y cinco años. Me cuenta que fue profesor de Historia pero que dejó el trabajo porque no ganaba mucho y cada vez aguantaba menos a los jóvenes alumnos de la enseñanza pública. Su pasión por la Historia seguía innata y por eso había apostado por trabajar como guía aprovechando su formación y dominio del castellano. Algo en su expresión me hizo pensar que estaba un poco hastiado, no sé muy bien de qué, quizás de la imagen que se tenía del hombre árabe en occidente, de que hubiera gente que no le prestara atención en sus explicaciones o que le vieran únicamente como un guía que memorizaba textos para repetir en cada visita o tour. Sin embargo, la forma en que se iluminaban sus ojos cuando conseguía atrapar la atención de la gente o lograba mantener una conversación interesante, junto a su andar pausado, le dotaban de una cierta dignidad de hombre que se había hecho a sí mismo que me hizo conectar con él las veces que intercambiamos opiniones. Ví parte del pueblo jordano en sus ojos.

Petra.
A las cinco de la mañana subo a un minibús hacia Wadi Musa (Valle de Moisés), donde coincido con otros viajeros que se convertirán en amigos en los días siguientes. La carretera sigue la Autovía del Desierto, y entre el sueño por la falta de descanso y  la aridez del paisaje solo recuerdo el amanecer presidido por un inmenso sol anaranjado. Pero todo el sueño y el cansancio desapareció de golpe cuando llegamos a nuestro destino: Petra.
Hazme igual a la maravilla celosamente guardada por el sol del este, una ciudad rosada tan antigua como el tiempo… Así la describe el poeta J.W. Burgon en 1845. Rakmú, “la de los muchos colores” la bautiza una vieja estela. Tantas y tantas lecturas, tantas y tantas imágenes en mi cabeza, que mentiría sino dijera que estaba ansioso, nervioso con esa energía casi infantil que arrancaba mi cuerpo del sueño y me impulsaba a acelerar el paso, casi a correr.


            Penetramos a primera hora de la mañana por el desfiladero del Siq, de un km y medio de largo, y a ratos de una sobrecogedora estrechez, que constituía el único acceso a la ciudad. De roca arenisca de infinitas tonalidades y modelado por la erosión, aún conserva bajorrelieves de camellos tallados en los muros de arenisca y las cañerías de terracota que transportaban el agua a la ciudad rosada. No es difícil imaginar el rumor del agua acompañando los pasos de las caravanas que accedieran a la ciudad, prometiéndoles el descanso y la riqueza tras meses de agotadoras rutas desérticas. Prometiéndoles Petra, una de las ciudades comerciales más importantes de la antigüedad.
En la decadencia del reino de Saba, los Nabateos, un pueblo semita procedente del Norte de Arabia, nómadas de vocación comercial, emigraron hacia el norte, hasta construir a partir del s. III aC la ciudad de Petra para gestionar el paso de caravanas. Nacía del cruce de las dos grandes rutas comerciales de Oriente, la que iba de Este a Oeste desde el Golfo Pérsico hasta la costa del Mediterráneo (en Gaza); y la que comunicaba de sur a norte Damasco con Arabia. Aquí, la Ruta de la Seda se unía con la del Incienso, que provenía de la rica Arabia del Sur (Yemen) a través de los árabes del mar Índico; transportando las mercancías hasta el golfo de Aqaba, al puerto de Aelana, camino de Egipto. Enriqueciéndose con el peaje cobrado a las caravanas de mercaderes en Little Petra, el rey Aretas IV la dotó en el cambio de era de sus principales monumentos; siendo prácticamente inexpugnable hasta que Trajano la sometió al dominio romano una vez logró descubrir su único punto débil, los canales que proporcionaban agua a la ciudad, otorgándole un nuevo renacimiento arquitectónico. La decisión de los romanos de potenciar el tráfico marítimo sobre el terrestre, y el desvío de la travesía este hacia Palmira, relegó a Petra de su lugar privilegiado en las rutas comerciales, lo que junto al sufrimiento de una serie de terremotos, provocó el abandono de la ciudad. Durante siglos fue habitada por beduinos, que protegían y ocultaban su existencia a los extranjeros.


            El explorador suizo J.L. Burckhardt, convertido al Islam y haciéndose pasar por un comerciante árabe, dio a conocer el desfiladero y acceso a inicios del s. XIX, tras siglos de abandono, encontrando la majestuosa fachada del Khazneh Firaoun, el mausoleo del Tesoro teñido de rojo y roca. Y es precisamente esa fachada la primera visión que tienes de la ciudad. Aún ahora me cuesta expresar con palabras lo que sentí cuando, finalizando el desfiladero y tras un último recodo, empecé a entrever parte del Tesoro. Cada paso agrandaba la visión, y cada paso agitaba más mi cuerpo y mi pulso, incapaz de tomar una sola fotografía de forma nítida entre el nerviosismo y la emoción. Toda una vida esperando ese momento no me precipitó, tomé mi tiempo para saborear esos pasos, para disfrutar de una forma casi infantil como iba cogiendo forma, agrandándose, presentándose ante mis ojos la magnífica y mítica fachada de Khazneh, el Tesoro.


Si Petra es una leyenda, la fachada del Tesoro es su espejo. Un lugar donde ver y soñar se confunde, porque el tiempo parece detenerse, a pesar de las miles de fotografías, a pesar de las incontables personas que miran, posan, pasean. Nada importa, porque en ese momento, en ese preciso momento, solo estas tú y la ciudad, tú y años de deseo, de sueños, de lecturas, de camino. Y te emocionas, vaya si te emocionas.
            Una vez recobras la tranquilidad, escuchas las explicaciones y sacias tu afán fotográfico, empiezas a prestar atención a los pequeños detalles. A los camellos que parecen formar parte de un escenario para el turista, a los beduinos que te venden cualquier cosa, desde brazaletes a piedras y la propia arena; el aroma del café con cardamomo o la belleza arquitectónica de la propia fachada: sus perfectas columnas de capiteles corintios, la huella helenística de su decoración o la urna que la corona (que según la leyenda encerraba grandes riquezas). Uno piensa que la vida de estas personas no ha cambiado nada desde hace cientos de años, que todo permanece inalterable, hasta que suena un móvil, semiescondido en la camisa del beduino, y regresas al mundo real, y sonríes.




Una garganta esculpida a ambos lados permite continuar el camino y contemplar la calle de las Fachadas, entrando en un mundo de colores y formas que te hacen dudar que te encuentres ante piedra (ya sea arenisca o vetas de minerales) y no ante un lienzo pictórico de decenas de tonalidades y texturas (Fachada de la Seda). A un lado, el Teatro de influencia romana, al otro las colosales Tumbas Reales (la Seda, la Tumba de la Urna, la Tumba del Palacio), bastante erosionadas por la acción del viento y la arena. No todo son tumbas o templos, tras la garganta una llanura rodeada de montañas constituye el escenario de la ciudad, atravesada por una calzada romana que conserva en algunos tramos el enlosado y columnatas. Aún sepultado por la tierra, reside escondido un entramado escalonado de casas y jardines que el futuro sacará a la luz, y dónde el agua, uno de los mayores tesoros para los pueblos del desierto, convertía a la ciudad en un paraíso a través de un complejo sistema de canales y estanques. A ambos lados de la calzada, la arqueología está dando sus frutos, un enorme templo romano y una hermosa Iglesia Bizantina decorada con mosaicos figurativos, también conocida como la iglesia de los Papiros, por aparecer en ella hace unos años más de cien papiros del s. VI dC que hablan de la vida cotidiana de la ciudad.




En un extremo, tras el foro y mercado romano, y detrás de Qasr al-Bint (el templo más grande en pie, dedicado a una divinidad nabatea) un sendero de cientos de peldaños excavados en la roca permite ascender, tras un fuerte desnivel bordeando precipicios, a una cumbre dominada por la impresionante fachada del Monasterio, al-Deir. Un camino salpicado de tenderetes, incluso al borde del abismo, de población local que sobrevive gracias a la venta de souvenirs al turista, pero que le dan una nota de humanidad (casi como herederos de los antiguos comerciantes nabateos), y que te guía al inmenso valle desértico del Mar Muerto en el que se erige la ciudad. Aquí, más allá de la panorámica, impacta la grandiosidad de El Monasterio, que multiplica de escala las fachadas de abajo y, sin respiración por el esfuerzo de la subida, te empequeñece ante el genio nabateo. Una arquitectura que, al romper el piso superior en varios cuerpos, antecede mil seiscientos años al barroco. No es griego, no es romano, no es oriental, lo es todo y no lo es. Uno no puede hacer otra cosa que no sea sentarse frente a ella, en una de las elevaciones anexas, y admirar en silencio.



            Aquí y allá, la comunión entre el hombre y la naturaleza, las tumbas excavadas en la roca arenisca, los templos y la calzada columnada principal, es reflejo de un arte que hace honor al carácter comercial e intercultural de los nabateos: desde la geometría funeraria de los egipcios, el ritmo y la armonía helenísticos y el barroco corintio romano. La luz acaricia sus paredes tiñéndola del naranja del amanecer, al blanco del mediodía y el rosa del atardecer. Las montañas ocres que la rodean parecen protegerla, de sus enemigos y del tiempo. El rápido galopar de algunos beduinos sobre sus dromedarios, para hacerse notar y contratar sus servicios, no llega a sacarte del ensueño, sino que, todo lo contrario, te mete aún más en él.
            En el Altar de los sacrificios, al que se accede por otro sinuoso sendero excavado en la roca, se puede observar en la cima de las montañas de enfrente, la Tumba de Aarón, el hermano de Moisés, como bien se encarga de recordarme una vendedora que justo en la planicie del Altar ha colocado su puesto de ventas y que no se corta en escenificarme cómo de crueles eran los sacrificios desarrollados allí. Desde su cima, un enclave privilegiado, puedo sentarme y contemplar la inmensidad de la ciudad nabatea. Y el arqueólogo que soy, pese a los años que llevo como profesor, vuelve a palpitar en mi corazón. No puedo evitar soñar con excavar, con reconstruir la ciudad. Y veo entrar por el desfiladero caravanas con coral del Mar Rojo, seda y jade de China, ámbar del Báltico o betún del Mar Muerto; oro, incienso y mirra del sur de Arabia; ébano, marfil de Nubia; lapislázuli y papel, pimienta, canela y clavo de la India, cristal y minerales del imperio Romano. Mosaico de lenguas, vidas y sueños que entran y parten. Después de ver morir ante nuestros ojos ciudades como Palmira, quiero detenerme, ser consciente del momento, respirar y sentir, grabar en mí no solo lo que mis ojos pueden ver, sino la dignidad del peso de la Historia que respira en cada piedra, en cada grano de arena, en el suave viento que acaricia mi rostro.



            Para descender está la posibilidad de una vía alternativa, más larga pero mucho más interesante, aprovechando el cauce de un río (wadi al-Farasa) y que permite recorrer en soledad (hasta el punto que me creo perdido en varias ocasiones) la  fuente del León (Jebel il-Madbah) y tumbas rupestres más alejadas del circuito general: Tumba del Soldado, Tumba del Triclinio, Tumba del Jardín, Tumba del Renacimiento. Guía en mano (bendita Lonely Planet!!) puedo saber que se trata de una Vía Sacra, un camino antiquísimo con fines procesionales.
            Muy cerca, aunque es necesario desplazarse por carretera (disfrutando los paisajes desérticos y los barrios beduinos), se encuentra la Pequeña Petra (Al Beida). La ubicación era intencionada, lejos del desfiladero de la gran ciudad para proteger el secreto de su impugnabilidad, el suministro de agua. Para entrar también es necesario atravesar un pequeño desfiladero, corto pero aún más estrecho. Desde allí fiscalizaban, a través de fuertes aranceles, por guiar o permitir el paso de las caravanas. Por ello, no hay tumbas, sino almacenes, cisternas y salas, igualmente talladas en la roca y hasta decoradas con pinturas murales al fresco, para el intercambio comercial o el descanso (como caravanserai) de las caravanas de camellos. En su extremo final, una subida lleva a una vista espectacular de cañones de piedra que anuncian el desierto y la dureza de los camelleros entre paredes incendiadas por el sol.



            Regresando del desfiladero del Siq una tarde, a la luz del crepúsculo y acompañado de la maravillosa gente que conocí allí (Rita y Silvia), un vendedor quiere colocarme la kufya jordana, al estilo tradicional. Entre risas, y mientras me fotografía el propio vendedor para convencerme en la compra, me sorprende la ligereza y comodidad del pañuelo, y entiendo su uso permanente entre los jordanos y la población árabe. Ahora, miro esa foto en el móvil y me llama la atención, no tanto el arte que tuvo el comerciante en ponerme el pañuelo, como mis propios ojos, cansados pero vivos, con un brillo tremendo por conocer, por saber, por disfrutar todo lo que me esperaba.
            Y mis ojos no engañan. El siguiente paso es mágico: la visita nocturna a Petra. Un recorrido por la noche a través del Siq, hasta la explanada del Tesoro, cubierta con centenares de velas. Acompañados por la melodía de una flauta tradicional tocada por un beduino, te sirven una taza de te a la luz de la luna y las velas, mientras contemplas casi en silencio la historia de los nabateos y las fábulas de un cuentacuentos: soy la huella de la ocultación, el narrador de la ausencia, mi tierra es una historia, y mi camisa es de lunas. Una noche que vuela a través de los tiempos.
Dos días la recorrí, dos días me perdí en su sucesión de tumbas, caminos, escaleras talladas en la roca, dos días sentí el sol del atardecer acariciando su piedra mientras emprendía el camino de vuelta por el Siq. Y los dos días, al igual que en esta mágica noche, cuando le daba la espalda al Tesoro me volvía para verla por última vez, entre la roca del desfiladero, cerrando los ojos con la firme promesa de volver aunque sea desde la memoria.



Aqaba.
Tomo el Camino real o la Ruta del Rey (une el Nilo con el Éufrates), que conduce hacia el sur de Jordania por las montañas de su frontera occidental, a través de nombres míticos (Sodoma y Gomorra), ramblas, barrancos, wadis y pueblos colgados. La vegetación empieza a desaparecer y el desierto va haciendo acto de entrada. La próxima parada es la legendaria Aqaba, a orillas del Mar Rojo, donde por un momento logras olvidar el ocre del desierto gracias al azul del mar y la policromía de los arrecifes.
Frente a sus aguas cristalinas, de un intenso azul, puedes contemplar cuatro países a la vez: Egipto, Israel, Arabia Saudí y Jordania. Es el reflejo de esa costa en el agua la que le da el tono rojizo con el que los antiguos bautizaron el mar. Más allá de la geografía y el Éxodo de Moisés, sorprende encontrar ese azul tras kilómetros de un entorno desértico y polvoriento, y más descubrir que forma parte de una reserva natural con un fondo submarino plagado de arrecifes de coral. Por ello, navegar por el Mar Rojo en una pequeña barca fue un regalo que logró eclipsar la presencia del puerto industrial, la cementera y los cargueros modernos. Sumergirte en sus aguas azules, transparentes, buceando entre barcos hundidos en busca de corales, anémonas y peces de colores y tamaños diferentes, contrastaba con la falta de vida del otro mar jordano, el Muerto. Y saber que esas mismas aguas habían bañado las embarcaciones de los árabes del mar que controlaron el Índico gracias a su dominio de los monzones, hacía casi obligatorio el zambullirte, bucear y nadar para convertirte por fin en el Simbad el marino de mis lecturas de infancia. El capitán de la barca, un servicial hombre de mediana edad, quiere animar la excursión con música moderna, pero rápidamente le pedimos que cambie por música tradicional. No duda en hacerlo, y poco después, mientras me seco del chapuzón me atrevo a preguntarle sobre la letra. Me sonríe, quizás no se esperaba la pregunta, y mirando fijamente el agua responde que habla de pescadores, de amores perdidos, de los cálidos vientos del Mar Rojo. Y yo acabo sonriendo también mientras tomo nota en mi pequeño cuaderno.












Wadi Rum.
Dejando el puerto de Aqaba y dirigiéndose hacia el este, cruzando las estrechas vías del tren minero que unía Damasco con Medina, uno se adentra en un desierto de arena dorada entre montañas de piedra rojiza, Wadi Rum. La belleza de sus colores se generó al desaparecer el Mar Rojo que antes lo cubría, y eso lo hace diferente, especial. Al mirarlo, no puedo evitar utilizar el pañuelo jordano para protegerme del sol, mientras aquí y allá aparecen jaimas abandonadas (quizás utilizadas por los camelleros o nómadas beduinos del desierto) en la arena quebradiza.
Arenas rojizas de seda mineral, dunas perfectas al pie de montañas imponentes y promontorios rocosos (jebels), y el recuerdo en su nombre de Lawrence de Arabia, convierten este desierto en uno de los más bellos del mundo. Cada paso recuerda sus memorias, Los siete pilares de la sabiduría,  la revuelta árabe contra los otomanos y la película de David Lean, Peter O´Toole, Omar Sharif, Anthony Quinn, Alec Guinness…Poco importaba que los poderes coloniales europeos traicionaran el anhelo de libertad del mundo árabe que capitaneaba Lawrence, solo respiraba el mito, la leyenda romántica de su aventura, y a ella te acogías. Y a sus palabras “el árabe del desierto forma parte de un pueblo de espasmos, de agitaciones, de ideas, la raza del genio individual”.


El desierto sigue hoy en manos de los beduinos, y uno de ellos se erige en guía. Alyumu, cuyo nombre significa Viernes en árabe, resulta ser un auténtico showman, que utiliza su gestualidad y buen humor como herramienta para entretener al visitante del desierto. Casi un Chaplin beduino, sus travesuras y pequeños juegos de magia despiertan mi simpatía hacia él. Representa muy bien esa idea de que el beduino siempre confía en que lo que sucede es lo mejor que le podría suceder. A través de él, y su jeep, nos internamos en el desierto, en un camino sin camino, tan solo arena infinita y macizos de piedra. Alyumu forma parte de él, y con sus ojos vemos la flor del desierto y las primeras anémonas, un camello salvaje y su cría, el capricho de los relieves rocosos erosionados, escenario de grandes películas (The Martian, Lawrence) que le gusta señalar, y hasta puentes o arcos naturales de piedra (Umm Fruth, Burdah). Lo mismo finge echarse una siesta en la duna, que simulaba volcar el jeep saltando sobre las dunas o me animaba a escalar un pequeño abrigo para ver de cerca los milenarios grabados rupestres tamudes y nabateos de Jebel Khazali.




Cojo un puñado de arena y siento la inmensidad del desierto. La luz, la arena, el horizonte. Una arena antigua, casi como el tiempo, pero que cambiaba a cada instante, en cada rayo de luz que huía. Contemplar el silencio del atardecer infinito, pese a la calima que le roba la furia del color al sol que se oculta, mientras en el horizonte cruza una caravana de camellos. Uno entiende el amor a estas arenas, a este desierto inmenso, solitario, como tocado por la mano de Dios, de Lawrence, mientras la noche va tiñendo de azul las montañas y las dunas. Quizás era el único sitio donde podía sentirse libre: al fin y al cabo “el silencio del desierto es el mejor amigo del loco” (proverbio beduino).
Con el grupo me dirijo al campamento que habían construido para los visitantes al abrigo de una montaña. Anochece, y un cielo nublado y las luces artificiales solo dejan intuir una preciosa noche estrellada. Música, bailes y el aroma del mansaf (plato de arroz guisado con cordero, al estilo beduino enterrado en la arena) son nuestros anfitriones. Quiero descansar fumando un narguile, compartido con mi ya amiga Rita, mientras en una pista central, donde en mis sueños debía existir una hoguera sobre la que recitar leyendas, mis compañeros bailan desaforadamente. Solo queda caminar en silencio buscando las estrellas, ocultas por las nubes y una gran luna llena, más allá del campamento, donde las dunas se difuminan para dejar paso a un todo y una nada, la inmensidad del desierto. La oración en la arena. El cansancio se impone al temor a los escorpiones y consigo dormirme estirado sobre un pequeño catre. No hay más voz que la del desierto.


A la mañana siguiente, un té aromatizado con hibisco fue la puerta de salida hacia al norte, hacia Jerash.

Jerash.
            Mientras avanza hacia el norte, el paisaje muda de color, de los desiertos y pedregales del centro y sur pasas a las pequeñas colinas de verdes pinares, cada vez más frecuentes, de los fértiles valles de Judea, que entre higueras y olivares anuncian en pequeñas gotas de color el florecimiento del próximo mayo. Así, casi sin darte cuenta, llegas a Jerash, un pedazo de historia anclado en el tiempo que se yergue desafiante al paso de las civilizaciones y los terremotos. Sin dejarse ensombrecer por Petra, fundada en  época Alejandro Magno y líder de la Decápolis, la asociación comercial y política de las diez grandes ciudades greco-romanas de Arabia, revela en sus perfectamente conservados restos, trabajados en mármol y granito, la grandiosidad de su historia: el asombroso diseño del ágora ovalado y porticado, la huella de los carruajes en el cardo máximo columnado, ninfeos, mercados, tabernas, tetrástilo, los templos (Zeus, Artemisa y sus enormes y basculantes columnas corintias), hipódromo, teatros de perfecta acústica, iglesias bizantinas; son el testigo de una riqueza derivada del comercio con los nabateos y la exuberante fertilidad de sus campos. No es de extrañar que Adriano quisiera convertir la ciudad en uno de los centros económicos más importantes del Imperio, dotándola de una nueva puerta y de la magnificencia que capiteles, entablamentos, esculturas y templos son justo reflejo. La comunión de Oriente y Occidente. Paseo entre sillares y columnas, dejando pasar el tiempo bajo mis pasos. Una dignidad de dos mil años que se crece ante la vista de la nueva ciudad, a sus pies, caótica e irregular, amontonada y gris.





Mar Muerto.
Camino del Mar Muerto, uno parece andar por la Biblia. Pasas cerca de la pequeña ciudad de Mádaba, cercana a Ammán. Se trata de la ciudad principal para los cristianos ortodoxos de Jordania, y sus iglesias y mosaicos así la hacen valer. Por el Monte Nebo, donde la tradición de las religiones monoteístas sitúan a Moisés divisando Canaan, la Tierra Prometida, poco antes de morir, al guiar el éxodo israelí desde Egipto. Y cerca del lugar donde la tradición sitúa el bautismo de Jesús en el río Jordan. Una profundidad histórica y religiosa que contrasta con la sequedad desértica del paisaje. El camino es un continuo desnivel de más de mil metros hasta llegar al lago interior que denominamos Mar Muerto, a menos 400 metros del nivel del mar, el lugar más profundo de la superficie de la Tierra y escenario de los acontecimientos bíblicos (allí desemboca el Jordán).
            Abrigado por la meseta y montes occidentales jordanos a una orilla, y por los de Judea en la opuesta, sus aguas saladas (nueve veces más que las del Mediterráneo) parecen encerrar el origen de las principales religiones del mundo, pero es algo de lo que rápidamente te olvidas cuando observas la invasión del turismo, en centenares de bañistas flotando en su superficie o aplicándose oscuros barros con la idea de rejuvenecer la piel. Es difícil abstraerse, pero de nuevo el contraste entre el pasado y el presente me atrapa y no puedo resistirme a bañarme en sus aguas pensando en lo primero pero disfrutando de lo segundo, mientras mis pies resbalan por las piedras blancas de sal. Y, flotando de espaldas con los brazos en cruz, incapaz de hundirme, siento el agua aceitosa que impregna mi piel, la sal incrustándose en mis poros, la Historia que baña mi cuerpo.



Umm Qais.
            Hay que madrugar para dirigirse a Gadara, en Umm Qais, muy cerca de los Altos del Golan, en la frontera entre Israel, Líbano, Siria y Jordania, y parte fundamental del conflicto árabe-israelí. A esa ciudad, una de las decápolis o principales ciudades de la región durante la época greco-romana, llegó Jesús para realizar uno de sus milagros más famosos (liberando a dos hombres poseídos por demonios). Los restos de la ciudad romano-helenística no palidecen tras ver Jerash: calzadas, un teatro, tabernas, templos, todo está sembrado de historia del tiempo. Pero hay algo que me impacta más. Desde su mirador, muchos jordanos de origen palestino suelen observar el lago Tiberiades (el Mar de Galilea), añorando su tierra, su hogar, desposeído por el control israelí. La bruma que suele acompañar esa vista quizás es el reflejo de la melancolía que cientos de miles de ojos tristes han depositado allí. La persistencia de un sueño y el dolor de la imposibilidad.
En Gadara y Pella, que visito poco después, uno tiene la sensación de que las ruinas nuevas se suman a las viejas, tal es el grado de pobreza. Este día el trayecto me hace cruzar pequeños pueblos y ciudades en el que animales de todo tipo (perros abandonados, rebaños de cabras, burros) merodean por los lindes de la carretera. Pero eso no resta un ápice a la eterna sonrisa jordana, a su carácter hospitalario y comercial, donde cualquier lugar parece ser el mejor para un mercado improvisado.



Aljoun.
            En esta zona norteña de pequeños bosques de pinos y olivos destaca el castillo o fortaleza ayubí. Erigido a finales del s. XII en una ubicación estratégica que dominaba las tres rutas que llevaban al Valle del Jordán y protegía los enlaces comerciales con Siria, forma parte de la línea defensiva de castillos que cruzados y árabes construyeron desde Bizancio al Golfo de Aqaba en el contexto de sus enfrentamientos por Tierra Santa. Recuerda las luchas entre Saladino y los cruzados, representados en el franco Reynauld de Châtillon, que tenía su base en el castillo de Karak, muy cerca de Ammán. Y recuerda la Secta de los Assassins (Hashshashin o nizaríes) desde su fortaleza en Alamut. Baluarte de piedra en la montaña, con sus técnicas defensivas, al cruzar el foso de 15 metros de profundidad un complejo de murallas, puertas y torreones de mampostería, mezcla de fases, dueños y etapas, parecen convertirte en un cruzado o en un musulmán, igual da según el lado de la historia en el que estés, como bien recuerda Maalouf en Las cruzadas vistas por los árabes. Bóvedas de crucería, arcos, patios, mazmorras, almacenes, cocinas, todo aparece atrapado en el tiempo. Y todo parece presentarse ante ti para que le des el sentido, según tu tradición, tu lectura, tu formación, aunque con ello ignores la otra visión de la historia.
            Desde sus almenaras puedes contemplar los Altos del Golán y los montes de Galilea hacia el este y Ammán hacia el sur, donde nos encaminamos acto seguido al abandonar la fortaleza.



Ammán
            Una ciudad asentada sobre multitud de colinas, crecida a ciegas, que te obliga a subir y bajar calles y plazas antes de rendirte al cansancio y pelear por un taxi. Y miles de personas, de rostros, que se entrecruzan, en un baile de ojos que da vértigo pero que tiene sus propios códigos, como cuando se percatan de que eres extranjero y te dan la bienvenida en inglés.
            Acompañado por mi grupito de imprescindibles que había ido conociendo a lo largo de la semana busco la Mezquita Al-Hussein y toda la zona de tiendas del Al Hmedyah Market que un grupo de españoles habían recomendado fervorosamente (en especial, las tiendas de especias). La llamada a la oración, oleadas de personas y de lluvia, y voces de vendedores consiguen darle ese toque de enclave perdido en el tiempo, y arrastrado por una marea humana que lo mismo te ofrece un pescado maloliente que te embriaga de dátiles y especias acabo en la puerta principal de la mezquita protegida por dos grandes minaretes otomanos. En su mercado no puedo evitar comprar almizcle e incienso, lágrimas translúcidas que en pequeñas cajitas metálicas honraban la historia de los zocos en la milenaria Ruta del Incienso. Es una forma de participar en ese hilo invisible que unía, a través del comercio de esta savia de árbol, desde la reina de Saba a la reina egipcia Hatshepsut, de Etiopía a Egipto y Babilonia, de Grecia a Persia, de Omán a Petra y Palmira. Y de mercaderes de infinitas razas y lenguas a mí.



Castillos del Desierto.
Último día, saliendo del hotel guía en mano, espera Hassan, a quien Mercedes y yo hemos contratado como chofer para conducirnos al Desierto Este, hacia la frontera con Irak. Un hombre amable, afable, tranquilo. Agradecí sentarme en su coche y escucharle hablar durante horas, gracias a su buen castellano y excelente disposición a explicar cualquier cosa que le preguntáramos. Tomamos la Autovía del Desierto, kilómetros y kilómetros de una llanura árida, semidesértica, con camiones que recorren de nuevo las antiguas rutas caravaneras entre Siria y Arabia. Pero la modernidad, el asfalto, la contaminación, ha cambiado la perspectiva, más al acercarte a los campos de refugiados sirios, centenares de tiendas para más de cien mil personas en lo que ya es el segundo mayor campo de refugiados del mundo, un espacio vallado y cerrado, casi como una prisión que te hace pensar no solo en cómo ha cambiado el mundo, sino si este es el tipo de mundo en que quieres vivir.
Lo que a mí me impresiona, para Hassan solo es rutina, y sin problema pasa a explicar que en la época de las construcciones que iba a visitar, esta región era abundante en agua al ser una cuenca lacustre, y un lugar idóneo para la caza de gran variedad de especies, alguna hoy extinguida. El propio Lawrence de Arabia lo describía hace apenas cien años como un lugar ameno de prados y manantiales.
Bajo la denominación genérica de “castillos”, en verdad encuentras variadas edificaciones de los s. VII y VIII que fueron tanto fortificaciones militares, lugar de descanso de caravanas comerciales, como lugares de recreo de la aristocracia Omeya. Como dice Hassan, recorrer esta región es descubrir un desierto cargado de historia.

Qasr al-Azraq (el “castillo azul”). Construido en basalto negro por los mamelucos en el s. XIII sobre un campamento romano, albergó a Lawrence de Arabia durante la Revuelta Árabe de 1917-18. Debido a la escasez de madera en las cercanías, las puertas son losas de basalto que pesaban una tonelada pero que se abrían con facilidad gracias a que untaban sus bisagras con aceite de palma. Muy cerca del oasis de Azraq, lo que hace ver su importancia estratégica en la ruta de Arabia a Siria, aquí Lawrence se instaló en la torre de guardia de la entrada sur, y para protegerse  de la lluvia y el hielo del invierno hizo cubrir las partes derruidas del techo con ramas. En aquellos días en los que fue su hogar escribió: durante aquellas noches interminables, estábamos a salvo del mundo. Paseando en soledad por sus muros, quise ver en cada piedra su huella, como había hecho en Wadi Rum.




Qasr Amra. De principios del s. VIII y declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, se trata en realidad de una especie de pabellón de caza omeya dotado de unas termas al estilo romano, profusamente decorado con mosaicos y un conjunto de pinturas murales reflejo de la sensibilidad cultural de la primera etapa del arte islámico, donde el arte figurativo aún no era rechazado. En un entorno desértico, y lejos de las prohibiciones islámicas de Damasco, te sorprenden escenas de caza, oficios, cortesanas bañándose desnudas, musas de la mitología griega, la exquisitez y realismo de los retratos de soberanos rivales del Islam (turcos, persas, bizantinos, chinos e incluso don Rodrigo, el último rey visigodo peninsular), escenas maternales o signos zodiacales. Son un testimonio único del arte islámico de arte privado, y que pertenezcan a los Omeyas, una cultura menos rígida en cuestiones religiosas permitió que el arte figurativo, los desnudos o la herencia cultural grecorromana y bizantina encontraran su lugar en la pintura islámica. Al parecer, el edificio ha sobrevivido casi intacto porque tenía un valor especial para los beduinos del lugar. No me sorprende, no hay forma de negarle su belleza.





Qasr Kharana (al-Jarana). De las primeras construcciones omeyas en la zona, es una fortificación imponente de planta cuadrada y dos pisos, recientemente restaurada, de gran interés arquitectónico pero sin apenas elementos decorativos. Seguramente fue más un palacete donde recibir a los jefes beduinos de la zona o residencia para los emires en los días de caza; y posteriormente cambió de función y se reconvirtió en un caravanserai o refugio de caravanas de camellos en el tránsito entre Ammán e Irak. Que el desierto lo respete es su gran valía.



            De regreso a la capital, al caos del tráfico y la aglomeración, aprovecho para poder visitar algo más la ciudad, un nuevo paseo por el zoco, entrar al Teatro romano. El viaje debe terminar donde empezó. Hassan nos acerca a un barrio de jordanos de origen palestino, que llegaron como refugiados a inicios de la década de los cincuenta. Una cita de Munif recuerda que antes Ammán acogía caravanas y rebaños que generaban riqueza, y ahora, sin embargo, recibía las pequeñas, espaciadas y miserables caravanas de la guerra, que añadían pobreza a la pobreza. Al parecer, más de dos millones de los refugiados palestinos viven en Jordania, cifra que se duplica si se tiene en cuenta el mismo número de los actuales refugiados sirios. De los palestinos, muchos acogieron la nacionalidad jordana, pero en su fuero interno siguen añorando su tierra, sus casas perdidas, sus raíces, algo que forma parte de ellos mismos y que no se puede erradicar. Y eso se respira en el ambiente, en el aroma a naranjas, en las banderas que asoman en sus ventanas.


El Teatro romano (los ammaníes lo llaman la escalinata del Faraón), construido en tres laderas de la montaña, presidiendo el centro de la ciudad junto a los restos del Foro y del Odeón, anticipa un conglomerado creado por el zoco, los mercados callejeros, las mezquitas (principalmente la de Hussein) y la aglomeración de viviendas, casi superpuestas unas a otras entre calles que suben y calles que bajan. En el punto más alto, la antigua Ciudadela romana, el origen histórico de la ciudad: un conjunto de restos romanos (templo de Hércules, la antigua Filadelfia, una de las diez ciudades de la Decápolis), bizantinos (Iglesia del s. VI-VII) e islámicos (Palacio de los Omeyas). La vida cotidiana respira en cada rincón: niños que juegan con cometas, dibujando figuras en el cielo al vuelo, mientras el mismo viento que las eleva hace ondear decenas de banderas jordanas. Desde la ciudadela contemplo la ciudad moderna a sus pies, casi como otro pueblo, más pobre que el de las columnas romanas que la presidían, pero más vivo, despojado de la solemnidad de las ruinas pero dotado de un humilde bullicio, un rico mosaico humano que impresiona quizás más, haciéndome pensar en el hilo que unía ambos extremos. Ese hilo misterioso pero vital que cada día intento comprender y explicar en clase, y que llamamos historia. De repente, la ciudad deja de parecerme tan caótica, tan gris. Sólo la lluvia que empieza a arreciar puede sacarme de allí, y me dirijo pensativo hacia el coche de Hassan.



            Se acerca el final del viaje, maletas, billetes, recuerdos, cerrar un equipaje en el que entra a formar parte este país. No regresas igual. Leo por algún lado que Jordania tiene un alma de fina arena que sólo perciben los nómadas del desierto, y me gustaría ser uno de ellos, atrapar una parte de esa alma de fina arena para que me acompañe siempre.
            En el regreso, todo parece perderse en un primer momento. Se agolpa, se confunde, desde la imagen más nítida al olor más intenso. Y necesitas descansar, dejar que todo encuentre su sitio, su lugar. Y es aquí donde las palabras conservan la memoria de lo que sentí, lo que soñé, lo que viví: las huellas en la arena, la sal del mar en mi piel, la historia en las piedras o la fachada que se ocultaba en el desfiladero cuando volví la cabeza por última vez.


Y recuerdo unas palabras de Martín Garzo en las que hablaba de Mahmud, el protagonista de una de las historias de amor más célebres de la tradición islámica. Pierde a la mujer que ama y se pasa la vida buscándola. Un día, un hombre le sorprende echando tierra en un tamiz o criba y, cuando se interesa por lo que hace, le contesta que buscar a su amada. Y cómo vas a encontrarla ahí, le pregunta. Si quiero encontrarla un día, en algún lugar, tengo que buscarla por todos los lados. Como dice Martín Garzo, Mahmud tiene razón: lo importante es no dejar de buscar, no dejar de soñar, no dejar de sentir, no dejar de viajar. 

20 comentarios:

  1. Con los pelillos de gallina, el corazón a mil por hora y con la emoción reflejada en mis ojos he vuelto por un momento a Jordania... GRACIAS Alvaro! Ha sido un placer poder acompañar con mi mirada cada palabra de este relato. Hasta pronto!

    ResponderEliminar
  2. Gracias Álvaro por ser mis ojos, por llevarme en tus viajes, por hacerme vivir más allá de los textos. Gracias por escribir, gracias por compartirlo, gracias por ser tú.

    ResponderEliminar
  3. Te conozco hace muchos años y me sigues impresionando por tu facilidad para comunicar y transmitir. No me refiero sólo a las descripciones de tus viajes sino además y sobre todo las emociones que te provocan y nos provocas. Siempre empiezo leyendote con algo de envidia, ya me conoces, pero acabo agradeciendo a ésta vida el haberte conocido. Gran viaje y mejor contado por ti. Que la vida nos lleve al próximo juntos. Besazos.

    ResponderEliminar
  4. Gracias, Alvaro por compartir tus vivencias y recuerdos, por emocionarme con ellos.
    Gracias por conocerte y poder ser también parte de los momentos vividos, de las complicidades, de las risas...
    Gracias por tu sensibilidad y conocimientos, que todo sea dicho, me provocan un poquito de sana envidia.
    Gracias por ser así, disfrute mucho del viaje porque tu pusiste ese punto de entusiasmo y humor que lo hizo especial. Hasta muy pronto!! Besos!!!

    ResponderEliminar
  5. Siempre es difícil o casi imposible trasmitir a los demás las vivencias, sensaciones, impresiones de lo que vives en un viaje... siempre queda en la mente del viajero... El mundo es como un libro y aquellos que no viajan sólo leen una página. Gracias por compartir este relato tan preciso a la vez que emotivo y permitir abrir las páginas de tu libro a la mente de los que te leen.

    ResponderEliminar
  6. En esta ocasión me quedo con los Qars, con el Mar Rojo y por supuesto Petra. Sé que para ti uno de los tantos sueños que tienes se ha hecho realidad, y a pesar del miedo inicial que teníamos todos ante tu marcha en solitario, creo que ha merecido la pena porque lo visto en Jordania ha devuelto el brillo a tus ojos, llenándolos de una felicidad que contagia. Sigue viajando Álvaro, yo ya tengo claro que es de las cosas que más amas y el amor lo es todo en esta vida.

    ResponderEliminar
  7. Gracias Álvaro porque siguiendo la ruta de tus palabras, conseguimos adentrarnos en los profundos laberintos de la historia. Una vez más arrastro contigo en la aventura de descubrir los secretos y misterios que gracias a la postal de tu relato, alimentan la inquietud de mi espíritu viajero. Te quiero amigo, y sueño con volver a hermanar nuestras mochilas viajeras! Rosa.

    ResponderEliminar
  8. Cuando leo tus relatos siento lo mismo que Gobo Fraguel cuando leía las cartas de su tío Matt el viajero, admiración, simpatía, respeto, alegría y una sana envidia que me avergüenza reconocer. Alvaro, gracias por compartir esos momentos con nosotros.

    ResponderEliminar
  9. Álvaro, gracias por abrirte de corazón y compartir con nosotros tus sensaciones, emociones... tu visión personal de lo vivido, que ya forma parte de tu experiència... Gracias por participarnos de tu inspiración e imaginación; y gracias por el tiempo empleado, que seguro has disfrutado, en crear y desarrollar este relato tan bien documentado.
    Un abrazo.
    Rosa Bcn

    ResponderEliminar
  10. Álvaro, gracias por abrirte de corazón y compartir con nosotros tus sensaciones, emociones... tu visión personal de lo vivido, que ya forma parte de tu experiència... Gracias por participarnos de tu inspiración e imaginación; y gracias por el tiempo empleado, que seguro has disfrutado, en crear y desarrollar este relato tan bien documentado.
    Un abrazo.
    Rosa Bcn

    ResponderEliminar
  11. Apasionante relato, emocionante, lleno de sentimiento y aderezado con una magistral clase de historia e historia del arte digna de un gran profesor y un gran viajero.Álvaro gracias por permitirnos de nuevo viajar contigo por medio de tus relatos.Un abrazo.
    Pepe Miguel

    ResponderEliminar
  12. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

    ResponderEliminar
  13. Ha sido como estar de nuevo allí, contigo, disfrutando de cada visita y de cada momento. Muy emotivo, muchas gracias Álvaro, no cambies nunca. Rosa (Bilbao)

    ResponderEliminar
  14. Ha sido como estar de nuevo allí, contigo, disfrutando de cada visita y de cada momento. Muy emotivo, muchas gracias Álvaro, no cambies nunca. Rosa (Bilbao)

    ResponderEliminar
  15. Final de un día complicado, recuerdos que se agolpan y que hoy sólo me traen nostalgia y vacio, ese del que siempre huyo, pero hoy no lo consigo, hoy no tengo fuerzas, no me alcanzan..

    Recuerdo que tengo pendiente leer tu relato; como siempre busco hacerlo sin prisa, en silencio, tranquila; quizás hoy me ayude, ¿quizás?, más bien es un ruego, ojalá; con poca esperanza empiezo, leo consciente; primera línea; sigo, segunda línea..y me pierdo. Me pierdo, me vuelve a pasar, mezcla de emociones, ser consciente de la existencia de esos lugares, que me cuesta creer que existan también, en este momento, en esta realidad, que están, han estado ahí y estarán siempre; me averguenza mi desconocimiento, tengo que admitir que de Ammán, Petra, y poco más, no pasaba.
    Y entre tantas sensaciones, emociones, pensamientos; gran admiración por todo lo que sabes, la magia con que lo expresas todo; experiencias, lugares, personas, colores, olores, historia..de nuevo, TODO; una vez más, me vuelve a faltar el aire. Una vez más te agradezco que compartas tus viajes desde el corazón, y esta vez por partida doble, porque me voy a dormir más tranquila y menos vacía de lo que pensaba hoy.
    Gracias, Álvaro; y sigue haciendo caso de Mahmud.

    ResponderEliminar
  16. Me encanta este relato de un viajero observador, del Lawrence callosino. Te imagino contemplando esos amaneceres y atardeceres infinitos, entremezclàndote con las gentes del lugar, empatizando con ellos y aprendiendo cosas sin parar, comulgando con la naturaleza con esos ojos àvidos de aprender y conocer cosas nuevas. Tejes muy bien el hilo de tus historias y se ve que por eso también sabes transmitir los conocimientos, llenos de detalles, a tus alumnos. Como sugieres al final, te añado también : "no dejes de soñar, sentir ni viajar, pues la vida sin eso no vale la pena. Las experiencias vividas desde los sueños, los sentimientos y los viajes producen sensaciones indescriptibles."Un beso.

    ResponderEliminar
  17. Me encanta este relato de un viajero observador, del Lawrence callosino. Te imagino contemplando esos amaneceres y atardeceres infinitos, entremezclàndote con las gentes del lugar, empatizando con ellos y aprendiendo cosas sin parar, comulgando con la naturaleza con esos ojos àvidos de aprender y conocer cosas nuevas. Tejes muy bien el hilo de tus historias y se ve que por eso también sabes transmitir los conocimientos, llenos de detalles, a tus alumnos. Como sugieres al final, te añado también : "no dejes de soñar, sentir ni viajar, pues la vida sin eso no vale la pena. Las experiencias vividas desde los sueños, los sentimientos y los viajes producen sensaciones indescriptibles."Un beso.

    ResponderEliminar
  18. Me ha encantado tu relato, pero lo que más me impresiona es la pasión que sientes por viajar. No puedo evitar sentir cierta envidia por como vives tus viajes, todo el amor que pones en ellos, sigue disfrutandolos y compartiendolos con nosotrs, por favor.
    ¡Y ten cuidado que algún día me colaré en tu maleta! ;-)

    ResponderEliminar
  19. Gallina de piel!!! Moltes gràcies Alvaro!!! No ser si soy de las que sueño despierta o cuando duermo, lo que si que ser es que al leer el relato de nuevo he vuelto a estar con el corazón latiendo deprisa en Jordania. He recorrido cada rincon, cada instante, he vivido cada emoción, cada sensación, ... Sin palabras. Gracias Alvaro y a continuar soñando.


    Ya tienes en mente la próxima...

    ResponderEliminar
  20. Fantàstic Alvaro!!!! Como bien dices yo no ser si soy de las que sueña despierta o dormida, lo que si que puedo decir que he vuelto a revivir cada instante, cada momento vivido del viaje. He vuelto a estar en Jordania. Moltes gràcies Alvaro por compartir este relato con nosotros y sobretodo por compartir el viaje contigo. Moltes gràcies y a seguir soñando y disfrutando cada instante.

    Ya tienes en mente el próximo?.....

    ResponderEliminar