martes, 24 de abril de 2012

Oraciones en el viento



“Madre sherpa
déjeme dormir
el sueño más profundo
de mi vida
en su granero cálido
sin puerta
iluminado por la luz de la luna
filtrándose
en las grietas
de sus paredes de madera.”
Sharma

            En la gran Ruta tibetana de la sal me encuentran de nuevo viejas amigas olvidadas… En sus rostros la fatiga de un sueño ebrio, sus vidas gastadas, sus patas torcidas, temblando de transportar ilustres banderas de escaladas malditas. Aferradas a viejas campanas como heridas abrasantes, notas marcando el compás de una esclavitud que trae el modernismo: cartones de Iceberg, botellas de agua mineral, estufas, azulejos chinos, latas, tablas, sacos de arroz y sal yodada de las llanuras del Terai nepalí. Las mariposas de los bancales conocen sus nombres. Los arroyos cantores son tempestades en sus escaladas sin aliento. Suben atentas al tráfico y a prueba de tiempo…Hay escalones de piedra de las montañas en relieve… cielos estrellados de los valles adormecidos conocen el dolor de su sudor secreto. Días soleados por los ríos cristalinos tienen el sabor de sus ojos sangrantes… repiqueteando sus pezuñas por las calzadas; en círculos la cruel grandiosidad de senderos de mulas alrededor del glaciar de los Annapurnas (Sharma, poema nepalí).

            Al viajar escapo del tiempo, o más bien, intento vivir ajeno a él, de su esclavitud, de todo aquello que condiciona en una vida que da pocas oportunidades de pensar, sentir o respirar con claridad. Trato que el camino libere, y de sentido a palabras y emociones que ayuden a construir un tiempo de vida que permita afrontar el regreso y los límites de la cotidianeidad. Y, al viajar, uno se pierde en realidades, que entusiasman, endurecen, emocionan o debilitan. Y, al viajar, uno ve, escucha, se cruza con hechos, vivencias y personas en el camino, cuyo vuelo parece escaparse en el encuentro. Y, al viajar, a veces se tiene la suerte de encontrar una tierra en la que cada elemento te atrapa y te remueve por dentro, componiendo en cada paso, de forma inconsciente, palabras y emociones que escapan de ti, como banderas escritas con oraciones que el viento traslada más allá de uno mismo. Esa tierra es Nepal.
            No es fácil describir Nepal, quizás porque no es fácil recordarla sin que un golpe de emociones enturbie las imágenes que grabé en mi retina. Desde el primer día que pisé Katmandú, en un valle rodeada de increíbles montañas, la consideré una tierra desacostumbrada, a la vez que emocional, sensorial, donde volaba el alma pero sin dirección ni voluntad. Dejando atrás los vaivenes del viaje desde Madrid, en el que se sentaron las bases de una amistad entre compañeros que se fortalecería con el paso de los días, la llegada a su capital me marcó un camino de experiencias contradictorias, de entrega.
            Katmandú, una ciudad caótica, perdida, nos acogió reflejando un abanico inmenso de realidades: desde la miseria y callejones sin sentido, o el tráfico demencial sazonado de un ritmo de cláxones frenético, a sus cientos de colores y olores diversos, y la devoción budista e hinduista presente en millones de personas que, entre mercados, stupas, templos y barrios marginales, defienden una cultura que parece perderse en el tiempo. Una ciudad que adquiere diferente sentido dependiendo de los ojos con que la observes o la sientas, lo que la hace fácil y difícil de vivir. Un lugar en el que conviven los escombros, la contaminación y el abandono con un futuro a construir, a partir de una historia ritual resucitada a la memoria. Un lugar donde la pobreza asfixia los santuarios en ruinas, mientras es posible encontrar en cualquier callejón una sonrisa cercana y unos ojos expresivos que te tienden la mano hacia lo poco que tienen. Sí, así nos acogió Katmandú, la ciudad que creció de un solo árbol, como tierra desacostumbrada que abría sus caminos para el encuentro.
            “Hermanos somos, todos los pueblos, todas las gentes, madera de un solo árbol” (Canto tradicional de los Satsi Krana). El carácter solidario del viaje me marcaba el primer camino, la necesidad de recorrer lo interno, lo que nadie iba a mostrarme más allá de los rostros, la verdadera identidad de un territorio, sus gentes. Y la memoria se inició el primer día cuando, tras dormir en el barrio tibetano, tomamos un primer contacto con la stupa budista de Boudhanath al amanecer, un auténtico hervidero de peregrinos y creyentes que con devoción se abstraían en caminar a su alrededor en el sentido de las agujas del reloj haciendo girar los rodillos de oración para que sus plegarias se elevaran al cielo a la par de cientos de banderas de colores, oraciones al viento. No podías más que quedarte quieto y observar entre olores de incienso, murmullos de mantras y lámparas de mantequilla; observar como los atentos ojos de Buda desde su dorada torre central, hacia los cuatro puntos cardinales; observar como entre los mercados, leprosos mendicantes, vendedores de collares y cuencos cantores convive con naturalidad las dificultades cotidianas con la alegría de vivir.


            Y la memoria se grabó cuando, esa misma mañana, nos dirigimos a la casa de acogida y conocimos a las niñas. Aún me acompaña el primer encuentro, el namasté dibujado en una decena de tímidas sonrisas infantiles mientras te señalaban en la frente con el punto rojo, Bingu o tika, a modo de bienvenida. Nisha, Karishma, Anisha, Saanjeta, Yangui, Nirmala, …, sus ojos, curiosos y llenos de vida, interrogantes sobre nuestra lengua; su baile de bienvenida, y la canción resom Firiri que nos acompañaría hasta el último día, y aún hoy. Cómo recibieron nuestro improvisado show de payasos y globos fue una lección de lo hermoso que es vivir, de querer sonreír como ellas, acercarse a su ingenuidad, a su inocencia y a vivir el presente como si fuera el tesoro más grande al que podemos acceder. No importaba el pasado, y el futuro era un camino a descubrir.
            En ese momento supe que estaba en Nepal, en los ojos de esas niñas, en su sonrisa, en el contexto de la realidad de Katmandú; y el viento, con sus oraciones, barrió el frenesí, la contaminación, el rumor de cláxones y voces, la pobreza de sus calles, y comenzó mi entrega y mi propia oración. De su mano se inició el camino de la ciudad, el templo de Pashupatinah, principal templo hindú a orillas del sagrado y contaminado río Bagmati. De su mano, corrimos escaleras arriba y lanzamos hojas a una fuente como buen augurio ante los deseos imposibles. De su mano recorrimos el complejo de templos dedicado a Siva, salpicados de monos salvajes, sadhus (santones hindúes) de largos cabellos que acechan la foto turística, hasta los ghats (escalones de piedra) que conducen al agua y donde incineran a sus difuntos en rituales piras funerarias. De su mano me sobrecogí y fui incapaz de fotografiar. Decía Dudjom Rimpoché: “Ya sabes, ¿verdad?, que en realidad todas estas cosas que nos rodean se van, sencillamente se van...”, y cerrando los ojos no podía evitar pensar en ello.
            Con la mirada cansada, y tras una breve visita al Monasterio de Kopan, centro del budismo europeo, donde un aleccionador cartel nos recordaba que no podíamos matar, robar, dormir, ni mantener actos sexuales; nos trasladamos al barrio de Thamel, donde enmarcados en una marea de tiendas, mochileros y turistas de todo el mundo, nos íbamos a alojar. Permanecer ajeno al tráfico demencial, principalmente de motos, a los vendedores ambulantes de bisuteria, marihuana y bálsamo de tigre y a los centenares de tiendas de montaña, música, ropa y artesanía, era toda una aventura, sin contar los cortes de luz y la falta de agua caliente. Sin embargo, la adaptación al país hizo su función, acompañados de arroz, especias, momos y múltiples platos de pollo.
            La leyenda cuenta que el Valle de Katmandú fue en sus orígenes un hermoso lago en el que flotaba una flor de loto de la que emanaba una mágica luz. El patriarca chino Manjushri decidió, ante tanta belleza, drenar el agua del lago para que la flor se posara en el suelo y utilizó su espada para cortar la pared que encerraba el valle y permitir que el agua saliera. En el lugar que el loto se posó, el patriarca construyó un templo, la stupa de Swayambhunath o Templo de los Monos. En el lugar donde el loto se posó, acompañados de la historia y la religión, conocimos a la mañana siguiente el templo, reflejo de una oración viviente. Situado en lo alto de una colina, sus vistas de Katmandú tienden un manto de devoción sobre la ciudad, donde representaciones de los ojos de Buda, su aguja dorada e iconografía hindú acompañan la vuelta ritual a la stupa. Tan sólo los monos parecen escapar del ritual con su vida salvaje alrededor de las espinadas escalinatas que conducen a la stupa. De allí, marchamos  al centro histórico de Katmandú, Durbar Square, donde casi invisibles por la caída del sol quedamos enmudecidos por su bullicio y templos medievales; descansando en los peldaños de sus templos.
            A pesar de su pequeño tamaño, Nepal es un país de contrastes no sólo en sus realidades sino también en sus territorios, que se extienden desde las planicies selváticas húmedas del Terai, hasta las más altas cumbres de la tierra.
            De las primeras, nuestro camino nos llevó a Chtiwan (que significa “corazón de la jungla”), a orillas del río Rapti, cerca de la frontera con la India, donde Kipling, el autor del “Libro de la Selva”, sitúa la acción de “Kim de la India”. En un entorno de selva, donde el día se debía al sueño, podías atrapar entre tus dedos el sol del atardecer con la complicidad de tu compañero fotógrafo. Una luz especial y un cielo inmenso que, por momentos, uno no sabía si se encontraba en Nepal, África o India. Durante los días que estuvimos allí, anduvimos por la selva acompañados de guías locales que daban instrucciones sobre la presencia de animales salvajes (tigres, rinocerontes de un solo cuerno, osos, cervatillos, monos, serpientes); embarcamos al amanecer en canoas de madera deslizándonos sobre el cauce del río frente a cocodrilos, aves de colores; y paseamos a lomos de elefantes, vadeando ríos y bañándonos con ellos en un juego acuático que nos hizo volver a la infancia entre risas, remojones y una vitalidad sin límites.



            De las segundas, olvidando el recuerdo de las carreteras y los pequeños y destartalados autobuses y sus peculiares sistemas de conducción, el ascenso a los Annapurnas. Partiendo de Pokhara, campamento base para todos aquellos que inician el camino hacia las cumbres de los Himalayas, iniciamos el trekking en Nayapul y Birethanti, hacia Ulleri y Ghorepani, junto a unos sherpas que nos ayudarían con las mochilas y que se convertirían, junto a Juan Antonio, no sólo en guías sino en grandes compañeros de viaje. Días de ascenso cuyo camino tomaba la forma de escaleras de piedra con cientos de años de antigüedad, que marcaban el itinerario de la gran ruta tibetana de la sal. Atravesamos pequeñas aldeas de piedra y madera, bosques de todo tipo y montañas nevadas que abrían nuestros ojos al Hiunchuli, el Annapurna sur y la pirámide del Machapuchare, la montaña sagrada de los nepalíes y en cuya forma bífida se inspiran los típicos gorros nepalíes. Mientras, un tráfico lento pero constante de ancianos y jóvenes de espalda frágil en apariencia, con cargas de alimento, de supervivencia, de vida. Uno piensa en los porteadores, en su carga de modernismo, de sueños de escalada y campamento base, que contrasta con la indiferencia de sus ojos, sólo atentos a los escalones de piedra, al camino que bifurca, al arroz y al agua. Mariposas de bancales conocen sus nombres. Mientras, continúas ascendiendo bajo la lluvia, vislumbrando arco iris entre las montañas y los rayos de sol, con pasos cansados pero decididos sobre las hojas secas y las flores de rododendro. Mientras, la vida rural de Nepal permanece ajena al paso del tiempo, al de tu mirada, en un cultivo milenario de terrazas, en el que campesinos te sorprenden por la alegría con que te sonríen a pesar de los surcos de sus rostros. Mientras, asciendes construyendo pequeños túmulos de piedras para simbolizar el buen viaje, la buena suerte en el camino; hacerlo y acostumbrarse a la tierra, sintiéndote cerca de la vida, como nunca antes lo has estado, caminando, curioseando, sonriendo…



            Tras hermosas puestas de sol, hilillos de agua templada a modo de duchas, reconfortantes cenas y tés nepalís, charlas, chistes, bailes, canciones y abrazos bajo la luna; solo, en la noche, pensaba en la familia, en mis amigos, en mi vida en Cartagena, acurrucado en mi saco de montaña. O, simplemente, respiraba, hasta dormirme en el recuerdo del recibimiento en la llegada a Ghorepani por un grupo de niños sonrientes al grito de Namasté.
            La cima de Poon Hill, tras un ascenso final en la madrugada, en una estela de cientos de frontales encendidos en silencio, nos permitió tocar el cielo, contemplar los Annapurnas (Annapurna sur, Hiunchuli, Gangapuana, Annapurna I, Dhaulagire) en el despertar del sol. Sentí que todo era posible, cerré los ojos y respiré, dejando volar mi alma, pensando en todos con los que quería compartir ese momento, y que estuvieron allí, conmigo, en el techo del mundo.



            Y como los sueños están para cumplirse celebramos el cumpleaños de nuestro compañero Alex en plena cima, y saltamos para atrapar el momento en el recuerdo. Tras tocar el cielo, iniciamos el descenso hacia Deurali, Banthanti y Ghandruk, atravesando arroyos, valles, cascadas y pequeños pueblos colgados en la montaña, compartiendo la hospitalidad de la gente en la pobreza, desde la dignidad y la sonrisa.
            Tras la experiencia de los Annapurnas, el regreso a la caótica Katmandú suponía un gran esfuerzo. Las visitas a las ciudades medievales de Bhaktapur y Patan, con sus tallas de madera newar impertérritas ante el paso del tiempo y ahogadas por la contaminación y el turismo, nos permitió conocer la historia de Nepal y celebrar el año nuevo (2069) a través de templos con ofrendas de flores y bendiciones, junto a fuegos encendidos que debían cumplir deseos y sueños de esperanza. La estancia en el Monasterio de Namo Buddha, situado en la ruta de los exiliados tibetanos, en plena montaña en las afueras de la capital, nos adentró en la meditación y la formación budista, dejando para el recuerdo plegarias acompañadas por cacofonías de platillos, tambores y cuernos tibetanos, en una melodía casi atonal, profunda, que parecía provenir de las entrañas de un mundo que hace ya tiempo que entró en descomposición. Tierra de nuevo desacostumbrada, que intentaba prevalecer, perdida, al menos en mis ojos.
            El regreso a la casa de acogida, a los ojos y las sonrisas de las niñas, volvió a darle sentido a la ciudad. Horas y horas de juegos, de peinados, de risas, de abrazos y miradas cómplices, anunciaban una despedida que encogía el corazón, pese a la certeza del buen camino. “En realidad todas estas cosas que nos rodean se van, sencillamente se van...”, y cerrando los ojos de nuevo, no podía evitar pensar en ello.



            En una tierra de carencias, las emociones adquieren un nuevo sentido. En una tierra de contrastes, la necesidad de soñar no es suficiente, aunque se mire al cielo con frecuencia. En una tierra como Nepal, cada uno construye su propia oración, su camino, en un lugar desde el que se puede partir sin certezas hacia donde el viento, el cielo te indique. Y no es fácil, porque a cada paso deshacemos una utopía o constatamos un sueño, y lo que uno cree no tiene por qué ser cierto. Por ello, las palabras que no pronuncié y las emociones que no escribí en mi pequeña libreta negra, y que quedaron perdidas en la montaña, en el lago Fewa del valle de Pokhara, o en las calles polvorientas de Katmandú, son las que me acompañarán, siempre, en el paso del tiempo. Y serán esas palabras y emociones, que aunque se pierden también nacen de nuevo, las que, junto a los ojos de una decena de niñas, construirán la imagen que asociaré a Nepal: plegarias de colores moviéndose al compás del viento.

Namasté

11 comentarios:

  1. Normalmente, las cosas que más me gustan son las que no me dejan indiferente... Tu relato me ha tocado, y mucho, pues es un destino que tengo en mente, y sé que algún día me plantaré en aquel rincón del mundo, para llenarme de su gente, de la vida sin lujos, de su naturaleza y de sus increíbles montañas. Mi "miedo" es que no quiera regresar, o que una parte de mí se quede allí para siempre.
    Muchísimas gracias Ávaro, por acercarnos a aquella tierra, por compartir tus emociones, por presentarnos a esas preciosas niñas, por contárnoslo de esta manera tan bonita y tan bien escrita.
    Enhorabuena por tu crónica y por vivir la vida encontrando el sentido en las cosas pequeñas.
    Un beso grande.
    Lola.

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  2. Como siempre has vuelto a poner tu corazón en cada una de las vivencias de tu todavía reciente viaje. Gracias a tus palabras has conseguido transmitirnos tanto!!.
    Estoy deseando ver todas las fotos y sentir contigo aunque sea una pequeña parte de lo que has guardado en tu retina.

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  3. Antes de tu partida sentía gran envidia y admiración a la vez. Durante el mismo deseábamos tener noticias tuyas sabiendo que estabas viviendo una gran experiencia y a tu vuelta ansiosos por saber, porque nos contaras todo y lógicamente era imposible resumir todo el viaje en pocas palabras. Ahora lo entiendo, qué maravilla, cuantas sensaciones y qué bien reflejado en tu escrito. Mi envidia crece pero te perdono porque no has tardado mucho en compartirlo con nosotros. Agradecida te digo que me ha encantado esta frase, me quedo con ella: y el viento, con sus oraciones, barrió el frenesí, la contaminación, el rumor de cláxones y voces, la pobreza de sus calles, y comenzó mi entrega y mi propia oración. Porque eres mi hermano y lo sabes. Sigue viajando y contándonos tus experiencias, aquí te esperaremos con los brazos abiertos,hambrientos de cada mirada y cada palabra que egoistamente nos transporta de tu mano en cada paso que das. Namasté!

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  4. Sigue viva esa flor de loto y tú la mariposa que revolotea en el lago a la que no pueden ni podrá olvidar una experiencia como la vivida y no deja impasible a cualquiera que conoce a la dulce mariposa. Narrado con el corazón en tu mano y tinta entre tus dedos. Muchas gracias niño por dejar escucharte de nuevo. Besicos mil

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  5. Tu relato, Álvaro, ha hecho que me transporte con las imágenes de Nepal tan bien descritas a aquel mundo en el que el tiempo se mide de otra manera. Lo que más me ha gustado es que nos puedas transmitir las emociones, todo lo que viviste con los cinco sentidos, no solo lo que viste sino lo que oliste, tocaste o sentiste. Un fuerte abrazo y gracias por compartirlo con nosotros.

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  6. Gracias por acercarnos ese otro mundo sin prisas, con este relato y esas fantásticas imágenes llenas de color a nuestras grises vidas europeas.
    "En realidad todas estas cosas que nos rodean se van, sencillamente se van..." y que daño hacen cuando sucede....

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  7. Sobran las palabras ante tanta maravilla...estás viviendo experiencias con las que otros solo podemos soñar y tienes la generosidad de compartirlas , detallarlas, vivirlas una vez más en palabras para que podamos sentir algo parecido.
    Besos, corazón.

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  8. Veo que no generas muchas entradas pero las que publicas son muy sustanciosas. Tus palabras me transportan a esos lugares maravillosos y me embargan los sentimientos.

    Felicitaciones Alvaro, tienes un blog estupendo.

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  9. Hola Alvaro, Felicidades por tu narrativa poética al describir nuestra hermosa experiencia.... Lo leí y me cautivó. He estado unos días muy ocupada y "aterrizando" no me ha sido fácil ya que la primera semana después de haber vuelto, mi consciente estaba aquí, pero mi inconsciente allí. ¡Todas las noches soñaba que estaba en Nepal!. Ha sido un viaje maravilloso e inolvidable. Os llevo a tod@s en mi corazón. ¡¡Hasta siempre!! Teresa

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  10. Gracias, Alvaro, por hacerme sentir con cada una de tus palabras. Me ha emocionado leer tu experiencia y me ha transportado de nuevo a Nepal.
    No nos conocemos, pero hemos compartido el mismo viaje y las mismas sensaciones.
    Namaste,
    Silvia

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  11. Tres meses después de tu vuelta de la tierra de los Anapurnas vuelvo a visitar tu crónica y, de nuevo, vuelvo a emocionarme. Me sorprende siempre la capacidad de algunas personas para traducir en palabras lo que otros nunca logramos concretar. Este viaje es, quizás, el más significativo que hayas hecho por el paisaje, natural y humano, todo una misma cosa. Puedo imaginar que hayas sentido que tú mismo traspasabas el límite de tu piel para unirte a todo esto, para volar con las oraciones por encima de las montañas. Espero, amigo, que no olvides nada de lo aprendido y sentido.

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