
Hay días en los que pienso que mi profesión es la mejor profesión del mundo. No deja de ser un poco irónico que piense eso cuando día sí y día también no me canso de decir en las aulas que la mejor profesión del mundo es la de arqueólogo, momento en el que mis alumnos aprovechan para sacar a relucir sus sonrisas y miradas de qué iluso es el profesor. Hay algo de tierno y mucho de escepticismo en esas sonrisas y miradas, sobre todo porque muchos no tienen ni idea de lo que significa en verdad ser arqueólogo, a pesar de mis esfuerzos, y pesadez, por clarificarles mi pasión.
Hoy, sin embargo, ha sido diferente. Tengo un grupillo de veintitantos alumnos de 1º de la ESO que se han convertido en una pequeña debilidad (mi otra debilidad promociona este año y aún estoy preparándome para su partida). Aún recuerdo sus rostros el primer día de clase el pasado septiembre, en los que se podía leer con nitidez lo grande que les parecía el instituto. Y el día a día en el centro los va dirigiendo hacia una pérdida de inocencia que no deja de entristecerme en ocasiones. Sin embargo, hoy su inocencia estaba intacta.
El cambio de clases siempre trae consigo un pequeño alboroto, alumnos entrando y saliendo de las aulas, desorden, voces en alto; y eso obliga al profesor a poner un poco de orden para poder comenzar la lección. Esta mañana he tenido que hacerlo, y una alumna me ha dicho que esto parecía una cárcel, que hasta las ventanas tenían rejas. Cuándo me comparan el instituto con una cárcel no puedo evitar sentirme mal, que sean las normas, los horarios, las formas lo que se imponga a la educación y a la necesidad de aprender hace que tome conciencia de lo mucho que van cambiando algunas cosas. Pero hoy me ha venido a la mente una pequeña historia de un libro de J.M Barrie que leí hace poco, “El pajarito blanco”, y no me he resistido a contársela.
Les he dicho que hay gente que cree que todos los niños fueron en su momento pájaros. Pájaros como los que vemos a diario volando sobre el instituto o los parques de Cartagena. Y que por esa razón hay barrotes en las ventanas del parvulario, y guardafuegos ante la chimenea, porque algunos niños olvidan que han perdido las alas e intentan salir volando por las ventanas o por el tiro de las chimeneas. Cuando están en la fase de ave, los niños son difíciles de apresar. Además muchas personas que se sienten solas no tienen ningún pájaro. Por eso, en las tardes que hace sol estas personas solitarias intentan coger alguno con la ayuda de miguitas de pan. Resulta obvio para cualquier persona que se dedique a estudiarlos que los pájaros saben qué les sucedería si se dejaran apresar y que a veces dudan acerca de qué vida es mejor. Por eso, si dejas un cochecito de bebé vacío debajo de los árboles y los observas desde la distancia, verás cómo los pájaros se suben a él y saltan de la almohada a las mantas llevados por un arrebato de entusiasmo. Intentan averiguar si la vida de un bebé les vendría bien a ellos.
Cuándo he terminado, entre risas la gran mayoría querían saber si lo que les he contado es cierto que lo cree la gente, a lo que les he respondido que hay muchos que sí, porque yo lo creo. Cómo no, me han preguntado cómo podía creer una tontería semejante, y yo les he dicho que los sueños no son tonterías y que las ilusiones ayudan a vivir. Que hay gente, como yo, a los que ver el mundo de otra manera les ayuda a comprender las cosas y que pensar que los niños fueron en su momento pájaros es una forma hermosa de reflejar su inocencia y libertad, y que al igual que no se debe encerrar un pájaro en una jaula, no debemos quitarle la inocencia y la libertad a un niño por los convencionalismos de una sociedad o de una familia.
La consecuencia lógica de su razonamiento ha llevado a dos o tres alumnos a preguntarme entonces que por qué no pedía que se retiraran las rejas de las ventanas o si tenía miedo de quedarme sin alumnos porque echaran a volar. Yo les he dicho que las rejas me recuerdan siempre que debía darles toda la educación del mundo, porque el conocimiento les haría libres y les ayudaría a derribar cualquier reja o barrera. Conforme lo decía, no he podido evitar pensar que lo iban a tomar como una horterada del profesor, pero quizás por que han visto que lo decía en serio, que hasta el día de hoy no les había mentido nunca, o quizás porque hoy era un día mágico, de esos que de vez en cuando te regala la vida; una alumna me ha dicho que nunca más vería esas rejas como una cárcel sino como un recuerdo de que fue pájaro, y que si aprende cosas podrá llegar a volar. Me he emocionado tanto que les he dicho que todos íbamos a aprender a volar, a través de la Historia, que seríamos como pequeños Peter Pan, que se resisten a dejar de ser niños-pájaros, y que con cada ejercicio bien hecho estaremos más cerca de volar, porque nos ayudará a saber cómo somos y qué necesitamos. Todos hemos estallado en risas, pero ninguna era de burla, o al menos eso me gustaría pensar. Y lo más hermoso de todo es que hoy han hecho que, como profesor, volviera a ser inocente, a ser un niño grande. Y eso, para mí, vale muchísimo.