A mis compañeros de expedición,
Aida, David, Esperanza, Fernando,
Manón y José, Charo López, Mª
Luisa, Mar, Ana Uriz, Charo Rodríguez,
Ana Iturrioz, Vicen, Rafa, Juan de
Eland, y nuestro guía Manu,
por acompañarme en el cielo.
Y regresar, para poder contar
historias.
Existe
un lugar donde las palabras de los seres humanos no tienen
significado,
Existe
un desierto donde solo una mirada revela los secretos de esta vida,
y
todo lo que existió antes de ella.
Existe
una montaña que es un brillante sendero hacia un desconocido mundo,
en
el que su luz y calor se unen en tus ojos.
Existe
un río cuyo antiguo discurrir te conduce a la eternidad,
y
cada despertar es el inicio de otro sueño.
Existe
un templo en una tierra lejana en el que los dioses no se ven,no se
oyen,
y
sólo se idolatran tus pensamientos en un silencio atemporal.
Y
yo sé de quienes caminan a través de esta tierra plegada
arrodillándose ante el suelo que los conduce al cielo, con sus
sueños, sus promesas y esperanzas.
Vienen
con lo que son, y con lo que nunca serán, sabiendo que vienen a
casa.
Y
a esos viajeros, Ladakh les da lo que es, lo que existe.
Prabir
Purkayastha.
¡Julley!, me giro y alguien
me sonríe bajo unos ojos desmesuradamente abiertos. Devuelvo esa
sonrisa sin nombre con una mirada agradecida. Una sonrisa ante la
curiosidad del viajero. Pienso que sólo una palabra parece bastar
para formar parte de Ladakh: julley. A través de ella,
contemplé Ladakh, a la sombra del Himalaya, sus montañas, sus
monasterios perdidos en cimas de gran altitud, sus valles y senderos,
huella de un intercambio de milenios. A través de ella, de un saludo
y agradecimiento, existí.
Esta es la historia de un viaje, de
una sonrisa, de un regreso a las montañas. Y no podría hablar de
las montañas sin esa sonrisa, sin esa palabra, sin las miradas
cómplices. Una sonrisa sin nombre que habita en mi memoria. Dice
Martín Garzo que una vida puede fracasar sino encuentra quien la
sepa vivir, sino encuentra quien sabe mirar a su alrededor sin haber
perdido aún el gusto por el prodigio y la aventura de vivir. Gracias
a la búsqueda del prodigio, de los pliegues y la historia de la
tierra, de un grupo de compañeros que miraban la vida a través de
los ojos de la geología, viví esta historia.
La vida iba nuevamente más allá de
un sueño cumplido: sentir el techo del mundo, sentir Ladakh. Un
reino perdido en la altura en que se contemplan los Himalayas, más
allá de la India del Ganges, de los sharis de colores y la
pobreza que abruma. Un reino, que reflejado en el espejo del cielo,
es Tíbet, y que a los pies de Nepal tiñe de blanco el horizonte en
un sendero de cimas inalcanzables. Un reino de mil nombres, y todos
uno: la tierra de los pasos de montaña, la tierra de los lamas, la
tierra de nieve, la tierra lunar, pequeño Tíbet, el shangri-la
perdido...
Un antiguo reino al que la historia
le ha llevado a formar parte del estado indio de Jammu y Cachemira,
donde pervive la civilización tibetana del Alto Himalaya (por encima
de los 3.500mts), donde pervive Lhasa. Un reino que conoció el mundo
gracias a la Ruta de la Seda, encrucijada de caravanas de nómadas
tibetanos, comerciantes chinos y artesanos de Cachemira, erigiéndose
como el caravansai más alto del mundo. Un territorio anclado
en el tiempo que se abrió a occidente en el último cuarto del siglo
XX, para iniciar una lucha constante entre modernidad y tradición,
al convertirse en el reclamo de todos aquellos que aman tanto la paz
y aventura de la montaña como la espiritualidad del misticismo
budista. Quizás, los mismos deseos y ansias de cualquier ser humano
que llegara hasta allí desde hace siglos. Un territorio de fe, de
deseo y de esperanza, en definitiva.
A pesar de todo lo que había leído
y conocía, iniciaba un camino que me iba a deparar sorpresas, que me
iba a dejar sin palabras, en el que intentaría borrar de mí
cualquier etiqueta para conocer, sentir, una cultura, sus habitantes.
Pensé que así me sentiría a mi mismo, o aprendería a prescindir
de mí, a conocerme un poco más en el silencio. Iniciaba un camino
del que sólo sabía a ciencia cierta su primera etapa: Nueva Delhi.
India. Al bajar del avión sentimos
la humedad y un olor característico difícil de definir, amargo,
picante, dulce. Caos, calor y humedad asfixiante, claxon, motos,
locura de coches, camiones y autocares, su presencia continua
borraría la sensación de peligro. Pese al aturdimiento, tras una
ducha reparadora en un hotel sacado de un catálogo de lujo asiático,
un grupo de aventureros decidimos lanzarnos a las calles de Delhi:
avenidas extensas, arquitectura funcional y gris salpicada por bellos
templos hindúes, poca vegetación y un asfalto que poco a poco
empieza a dominarlo todo. Y a sus gentes: color, miradas penetrantes,
miseria, castas, personas y perros tirados por los suelos, miles de
rostros que convergían en parques, esquinas... Y a los rickshaws,
enclenques taxis convertidos en carromatos tirados por una bicicleta
o una moto, que fueron nuestra salvación ante la deshidratación que
suponía andar bajo un sol y humedad implacables. Montados cuatro en
un habitáculo destinado a dos nos dedicamos a visitar la Tumba de
Humayun, hermosa huella de la civilización mogol y arquitectura
persa, donde la arenisca roja pugna con el mármol blanco para
anteceder al Taj Mahal; pasear por sus jardines y parques y alcanzar
la fundacional Puerta de la India, que simboliza su nacimiento como
estado independiente, y el corazón porticado de Connaught Place. La
lluvia que nos asaltó no sólo refrescó el ambiente, sino que al
empaparnos, en cierto modo, nos purificó del caos y la aglomeración.
De madrugada nos dirigimos al
aeropuerto, para coger el avión a nuestro verdadero destino, las
montañas de Ladakh. Sobrevolamos la cordillera del Himalaya, a más
de diez mil pies de altura, un impresionante altiplano árido plegado
de cimas nevadas, que, sobre las montañas, parecían limar el cielo.
Emocionado, sentía la vida comenzar de nuevo.
En un gran descenso casi vertical,
aterrizamos en una minúscula pista del que denominan el aeropuerto
más alto del mundo. Todo era opuesto a Delhi, desde estar rodeado de
imponentes montañas a una temperatura mucho más baja que nos obligó
a buscar una manga adicional. En la región habitada más elevada del
mundo quedaba clara la presencia militar, por el conflicto con la
vecina Pakistán, con la que se disputa la zona de Cachemira.; y muy
pronto se empezaron a notar los primeros síntomas del famoso “mal
de altura”, del que te informaba como prevenirlo un gran cartel en
el pequeño aeropuerto. Aún así, un cielo azul de un claro intenso
y diáfano por la falta de contaminación, nos daba la bienvenida.
Una carretera en construcción
(aperitivo de lo que nos esperaba las siguientes semanas) nos llevo
en poco tiempo a Leh, pasando por una hermosa Puerta de entrada
construida en arquitectura oriental. Una puerta que recordaba que Leh
fue paso esencial en la gran ruta comercial que unía Punjab con Asia
Central. Una ciudad encerrada en un valle lunar y abrazada por
montañas. Nos encontrábamos a 3700 metros de altura, y el mal de
altura empezó a actuar. Habría que seguir las recomendaciones:
reposo las primeras 36 horas y beber líquidos para hidratarse como
mejor forma de combatirlo.
Nos instalamos en un pequeño pero
céntrico hotel en Leh, dónde descansar y recuperar fuerzas ante la
debilidad. Pero ni cortos ni perezosos, algunos salimos a callejear
por las céntricas calles comerciales de Leh, salpicados de colores y
edificios de adobe a medio construir, curiosear por los mercados
tibetanos bajo mantas de yak y delicadas pashminas, observar a lo
lejos el gran Stok Kangri con sus impresionantes 6.150 metros de
altura (dentro de la cordillera de Zanskar), la blanca Shanti Stupa
(símbolo del budismo ladakhi), caminar junto a mochileros de todas
las nacionalidades del mundo y, por la tarde, ascender a la colina a
cuya sombra crecía la ciudad.
Encaramado en lo más alto de la
colina de Tsemo en cuyos pies se extiende Leh, se erigía el fuerte
de Namgyal Tsemo y el gran Palacio Real (Lhachen Palkhar), iconos de
la ciudad y vestigio del poder del antiguo reino. Se alzaban como
torre vigía de sus habitantes, presencia omnipresente desde donde
mires, símbolo de la unión entre cielo y tierra que encarna la
propia Ladakh. Un pequeño sendero de tierra y polvo, arena y rocas,
serpenteante entre las callejuelas detrás de la mezquita en el
camino que asciende al palacio real, nos permitió llegar. Una
auténtica prueba de fuego y locura ante el mal de altura, que nos
obligaba a recuperar el aliento cada poco, pero que sirvió para
mejorar nuestra aclimatación. Decenas de banderas votivas, las
lhungsta, que dispersaban oraciones budistas por el cielo, a
cualquier confín de la tierra, nos recibieron. No pude evitar la
sensación de que, conforme ascendía entre dunas rampantes, escalaba
en la historia. En la cima, al atardecer, decidimos descansar en
silencio, observando las cordilleras del Himalaya y Zanskar, bajo las
banderas votivas, construyendo el inicio de nuestra propia oración
que en los días siguientes desplegaríamos por sus senderos.
Al descender, entre mani y
chortens tibetanos y llamadas a la oración de las mezquitas,
descubrimos en pleno centro comercial (Main Bazaar Road) y
cerca del hotel, la Dzomsa, una pequeña tienda donde vendían
productos ecológicos, un surtido espléndido de albaricoques secos y
agua potabilizada, depurada por ellos mismos para, trayendo tu
botella, rellenarla y así disminuir los residuos plásticos. Un
ejemplo de la gran conciencia ecológica de estos habitantes (green
Ladakh) que no sólo respetan sino valoran su medio ambiente,
gracias a la cultura budista y a sus propias tradiciones. Un pueblo
solidario como medio para progresar en un entorno duro y hostil.
Al ponerse el sol, y descender la
temperatura, la ciudad empezó a desaparecer. Los cortes de luz, y la
aparición de las velas y las linternas por calles que empezaban a
quedar desiertas, me hicieron pensar que Leh era una ciudad
encantada, que se deshacía por las noches y se construía cada
mañana. Una ciudad encantada que se convertiría en nuestra base de
operaciones, aquél lugar al que regresar tras expediciones por las
carreteras más altas del mundo a los monasterios y pasos de montaña,
a las maravillas geológicas y los valles y lagos glaciares.
Cualquier dirección, este-oeste-norte-sur era idónea para
maravillarse, con Leh como perfecto centro geográfico, como puerta
del Tíbet y del Himalaya.
A la mañana siguiente, y a modo de
un sherpa extraído de cualquier leyenda de montaña, conocimos a
Skarma y su equipo de expediciones. No sólo se encargaron de
gestionar los permisos y la logística para la expedición sino que,
día a día, a golpe de sonrisa, se convirtieron en elementos
indispensables de nuestro viaje: guías, referentes, amigos, una
llave que abría cualquier cerradura, que resolvía cualquier
problema.
Nos vimos inmersos en el paisaje de
Ladakh, una aridez inmensa provocada por la barrera que el Himalaya
le impone al monzón, que se veía moteada por la presencia de valles
fluviales del río Indo que teñían de verde los colores terrosos
primigenios. Y, junto a ello, un rosario de estupas, templos y
monasterios. Una tierra en destrucción y construcción, desde el
punto de vista geológico y humano. Como dijo nuestra compañera
Espe, no era de extrañar que la diosa Shiva fuera propia de parte de
estas tierras.
Dirigiéndonos a los monasterios de
Thiksey y Hemis por las grandes terrazas fluviales del valle del
Indo, descubrimos que aquí las distancias no son lo que parecen,
cualquier trayecto se puede perder en el tiempo. En
cada recodo encontrabas peculiares señalizaciones de seguridad vial
como “Don’t be a Gamma in the land
of Lama” (antiguo refrán), “Every
day is the Earth Day” o “Don’t be
the silly in the hilly”. Las
reparaciones eran constantes, y necesarias. La naturaleza se
apoderaba de las carreteras, que acababan sepultadas por los
desprendimientos y sumergidas bajo cascadas de agua, consecuencia de
inviernos largos y duros. En nuestro todoterreno teníamos una
pequeña figura de Buda bajo el retrovisor, un elemento de protección
que, visto lo visto, no era nada desdeñable. Por ello, el tiempo se
había de olvidar, y lo mejor era dejarse llevar, entre los saltos de
los obstáculos de las carreteras (derrumbamientos, grandes tramos
sin asfaltar, baches, ríos, animales, precipicios increíbles)
haciendo lo que mejor podías: perderte en el paisaje, descubrir
nuevas advertencias de tráfico, imaginar, dormir, fotografiar o
intentar escribir.
El camino también me enseñó que,
acompañado de geólogos, cualquier trayecto es un descubrimiento:
depósitos de molasas (o molonas), zonas de sutura, morfología
fluvial, glaciar, deslizamientos, cabalgamientos, fuentes termales,
depósitos de sedimentos, dunas eólicas, fallas…Fue toda una
experiencia contemplar su entusiasmo ante la geología del Himalaya,
cómo seguían las explicaciones de Manu, cómo tomaban nota y
dibujaban o recogían muestras, cómo debatían y analizaban un
paisaje que poco a poco adquiría otra lectura para mí, aprendiendo
a leer en las montañas, en sus pliegues y valles, la historia de la
Tierra.
Decía Tagore que, cual si fueran
anhelos de la tierra, los árboles se ponen de puntillas para
asomarse al cielo. Y cerca del cielo, asomándose a él, encontramos
los monasterios. En una de las antiguas disciplinas del budismo se
creía que el sonido de cada sílaba de una palabra correspondía a
una divinidad, y que éstas adquirían formas al ser pronunciadas,
como si se tratara de magia o un estado de posesión de los sentidos.
Por ello, los monasterios no son sólo un templo, sino un conjunto de
edificaciones con simbología propia dirigida a preparar el paso
hacia la iluminación y el Nirvana, con lo que, independientemente de
aquéllos que hubieras visto, siempre había algún elemento que te
sorprendía o intrigaba. En Hemis, hábitat del famoso leopardo de
las nieves, el monasterio se encontraba en la cima de una pequeña
colina entre montañas de 3700 metros de altura, con un bello patio
central de madera pintada que daba paso a una impresionante
representación de diez metros de Guru Padmasambhava, “el
nacido del loto”, introductor del budismo en el Tíbet en el s.
VIII. Thiksay recordaba el Potala de Lhasa, situado en un promontorio
rocoso con impresionantes vistas del valle. Contemplar sus doce
plantas, revocadas de blanco y rojo en sucesivas terrazas, los 15
metros dorados del Buda, decena de templos y chortens, cortaba
la respiración. Pero, sobre todo, observar a los monjes budistas,
muchos de ellos niños que correteaban y jugaban por los rincones del
monasterio; o a una niña acabando su desayuno mientras entraba
despacio la luz por la ventana en la cocina.
Los monjes, mirando en silencio los
valles y las montañas, parecían recordar el triste éxodo de los
tibetanos a través del Himalaya tras la invasión china. Los
templos, las ruedas de oración (khorten), las máscaras de
los demonios de la mente, todo resultaba remoto y desconocido para
quienes sólo habíamos imaginado aquellas grandes cumbres. De ser
anterior al conocimiento. A pesar de mi experiencia en Nepal, me
sentía extraño, como ajeno a un lugar al que parece que le vas a
arrebatar el silencio y la paz con tus pasos descalzos.
Al día siguiente, bajo un vasto
cielo despejado, salimos hacia Khalse por el Indo, en un trayecto que
obligó a múltiples paradas para analizar la unión del Zanskar con
el Indo, terrazas fluviales y deslizamientos. En palabras de Roy, el
territorio de Leh parecía un lugar primigenio, como en el mismo día
de la creación. En los pliegues del terreno se veía el rastro del
desplazamiento de los continentes: cómo se desgajaba de África la
península del Indostán, cómo chocaba contra Asia, con cósmico
estruendo, y cómo hacía emerger el Himalaya del fondo del océano a
causa de la tremenda colisión. Si dirigías tu vista a la cordillera
de Zanskar, intuías su formación por capas de sedimento
provenientes del fondo oceánico, y cómo la cordillera o batolito de
Ladakh, entre las colosales cordilleras del Karakorum y el Himalaya,
afloraba del granito nacido del gran calentamiento generado por el
choque entre las dos placas (Indostán y Asia). La zona de sutura
entre las dos placas discurría al sur del valle del Indo, creciendo
en altura mientras que el agua, el viento y el movimiento de los
glaciares continúan hoy día configurando el paisaje que vemos. Una
lección viviente, real, de la historia de la tierra.
En esta tierra, donde empieza y acaba
el cielo, llegamos a Tingmosgan, antigua capital del bajo Ladakh a
más de tres mil metros de altura, en el corazón de un verde valle
fluvial. Comimos la que sería nuestra dieta habitual en los días de
montaña: un huevo duro, una patata asada, un sándwich, una
chocolatina, una pieza de fruta y un zumo; y mientras mis compañeros
se encaminaron a un trekking para analizar granitos y una serie
metamórfica, opté por conocer la aldea y ascender a su alto
promontorio, en cuya cima se encontraba el monasterio y restos de una
muralla. Al llegar, una anciana se apiadó de mí y me abrió el
templo mientras rezaba sus mantras. Descendiendo, por un camino de
cabras poco transitado, me sentía como si no existiera nada ni
nadie, salvo mi propia respiración y mis piernas cansadas.
En la aldea, bajo los árboles, fui
testigo de la llegada de niños pequeños de un colegio cercano.
Gritos de niños son los montes, que levantan sus brazos porque
quieren estrellas, decía Tagore. Un joven holandés que los
acompañaba me explicó el voluntariado para turistas extranjeros,
senderistas o montañeros, que quisieran dedicar un tiempo de su
viaje a enseñar a los niños ladakhies a aprender a leer y escribir,
en remotas escuelas. Me pasó la dirección dónde localizar las
escuelas y ofrecerse como voluntario, mientras señalaba el lema de
la escuela del pueblo: education is the creation of sound mind in
a sound boy, a journey of a thousand milies begins with a simple
step. Me emocioné, y esa noche me quedé durmiendo pensando que
algún día debería volver para ayudar a esas escuelas.
Tras despertar, nos esperaba el valle
de Yapola y el Monasterio de Lamayuru, el más antiguo de Ladakh y
uno de los más impresionantes de toda la región, protegido por
altas montañas nevadas. Esta tierra lunar nos proporcionaría una
nueva clase de geología: gigantes estratos sedimentarios cabalgaban,
uno sobre otro, mostrando los erosiones causadas por las glaciaciones
cuaternarias, y, en medio, la carretera ascendiendo por encima de los
4000 metros, con frecuentes controles militares donde era
indispensable tener siempre a mano el pasaporte.
La leyenda más conocida de los
habitantes de Lamayuru decía que un gran lago ocupaba el fondo del
valle donde actualmente se encuentra el monasterio. Madyamika, que
era un seguidor de Buda, llegó volando, aterrizando en una pequeña
isla que existía en medio del lago y extendiendo los brazos
profetizó: “llegará un día en que, exactamente aquí, se erigirá
un gran monasterio”. Acto seguido sembró unos granos de trigo en
ofrenda, y con sus poderes abrió una brecha profunda en la montaña
que se llevó las aguas del lago permitiendo así que los pastores
nómadas se instalaran allí para cultivar tierras fértiles en una
región previamente inhóspita. Así nació el monasterio más
antiguo de Ladakh, que recibió el nombre de “tierra de la
libertad”, Tharpa Ling, porque en el pasado buscaban refugio
espiritual y arrepentimiento los delincuentes y criminales del reino.
Imbuidos de historia, que no todo iba a ser geología, iniciamos un
trekking a Wanla, con una ascensión que casi agotó nuestras
fuerzas, y un descenso por un cañón que nos premió con un baño de
pies en el Yapola.
Conseguimos continuar hasta Alchi,
donde visitamos los monasterios del mismo nombre y Likir. Alchi nos
sorprendió por sus hermosas pinturas que se remontaban al primer
budismo ladakhi, siglos XI y XII, con un arte diferente al tibetano y gran influencia del estilo de Ghandara, una antigua provincia del
norte de la India ahora en territorio de Pakistán. Un importante
lugar de contacto entre Oriente y Occidente, con un estilo artístico
propio, mezcla del ideario budista y el arte griego, al ser paso de
caravanas de la ruta de la Seda. Likir, del s. XV, te recibía con
una estatua gigante de Buda, de 23 metros de altura. Se construyó en
el lugar exacto en el que, según la mitología local, descansan los
cuerpos de dos grandes reyes Naga (dragones semidioses que vigilaban
el curso de los ríos en la mitología hindú); que yacen formando un
círculo, razón por la cual el territorio se denomina Lukyil o
Likir, que significa “círculo de los espíritus del agua”. En
ambos, las ofrendas de mantequilla roídas por los ratones; las
pinturas murales que se desconchaban y deshacían por la humedad y el
paso del tiempo; las pequeñas lámparas de aceite que prendían las
llamas que expresaban el anhelo de visión, de conocimiento, de
protección, iluminando de forma tenue las estancias; te daba la
sensación de que allí, en la montaña, empieza y termina todo.
Los días pasaban sin un fin, y tras
un breve retorno a Leh, nos encaminamos al Valle de Nubra. Abierto a
Occidente sólo desde 1994, para llegar a él debías atravesar el
paso de montaña de Khardong-La (5.400m), el más alto del mundo. Un
paso al cielo. La falta de oxígeno empezó a jugar malas pasadas a
algún compañero, por lo que tuvimos que marcharnos rápidamente,
pero los breves minutos que estuvimos allí, rodeados de motos,
banderas votivas, fotografías rápidas en las señalizaciones, me
conmovieron tremendamente, sentí rozar el cielo ante los ojos
entusiasmados de cientos de montañistas, comerciantes, militares,
guías, nómadas. Todos queríamos guardar este momento, respirando
el poco aire que entraba en nuestros pulmones, buscando un lugar en
el que dar un giro sobre nosotros mismos para abrazar el cielo, como
en la cima del mundo. Sentirte de la montaña.
Bajar era toda una experiencia,
mientras te debilitas por la emoción y el mal de altura, atrapado en
las mil y un curvas de una carretera pedregosa y rodeado por la
impresionante cordillera del Karakorum. El valle estába atravesado
por el río Shyok, y conectaba con Kashgar en la ruta de la Seda. Con
un poco de suerte, podías ver el Saser Kangri, la cota más alta de
Ladakh (7.023 m.). El Nubra se une a Shyok cerca de Diskit y fluye
hacia el norte para finalmente convertirse en una parte del Indo.
Como estos dos ríos, el pueblo y su historia también fluye en
paralelo, manteniendo sus identidades: el valle de Nubra es sobre
todo budista salpicado de pueblos musulmanes y el Shyok es sobre todo
musulmán salpicado de pueblos budistas. Monasterios, chortens
y mezquitas destacaban la síntesis cultural de tierras paralelas.
Dormimos en Tigger, una pequeña
aldea junto al río Nubra, que nos ofreció una representación de
danzas tradicionales de mujeres del pueblo. Ataviadas con sus trajes
típicos: goncha de lana con fajas de colores, una capa de
piel de oveja y botas de fieltro, así como los gorros típicos de
piel de cordero denominados peraks, adornados con líneas de
turquesas, sobre un cabello recogido en pequeñas trenzas; iniciaron
el baile. Las bailarinas se colocaron en un semicírculo, y
acompañadas por los instrumentos tradicionales (surnas
instrumento de viento típico muy parecido al oboe, y tambor),
bailaron con pequeños pasos, siguiendo la cadencia del ritmo de la
música. Cada paso en la danza parecía tener un significado propio.
Bailaron y cantaron, alrededor de un fuego unificador, tanto para
nosotros como para ellos, ensalzando el camino de la vida, el de los
pequeños gestos y grandes pasos, el de la cercanía más allá de
razas y culturas.
Con el aroma del fuego, los ecos del
tambor y una improvisada clase de historia de España, pasó la noche
que nos dio la fuerza necesaria para afrontar al día siguiente el
trekking sobre cornisas rocosas hacia Ensa. Las rutas las fijaron con
seguridad tanto nómadas como comerciantes, por lo que cada paso era
observar huellas de la historia. En cada ruta añadíamos una piedra
a los pequeños amontonamientos del camino (the-gor); era lo
que se solía hacer para dar gracias por haber llegado hasta allí y
poder continuar nuestro camino. En Ensa coincidimos con el Festival
de las Flores, y, mientras esperaba la llegada de mis compañeros,
conseguí entrar en la estancia en que las mujeres se vestían con
sus ropas tradicionales para ejecutar nuevas danzas. La delicadeza de
los gestos, las miradas furtivas a la cámara, las sonrisas al cruzar
las miradas, el frágil ritual del vestir, las manos entrelazadas al
ceñir las telas de mil colores, la suavidad al colocar los adornos
que salpicaban los vestidos como las flores en los prados en
primavera… faltan palabras, sólo se necesitaba respirar. Y eso, a
veces, es suficiente.
La presencia del Himalaya se notaba
en sus rostros castigados por la altura, de piel agrietada y oscura,
adaptados a la altitud, con cabello azabache y ojos muy rasgados, en
niños de expresión radiante que correteaban por las montañas. En
sus rostros había arrugas de viento, sol y nieve. Tranquilidad,
bondad, saber vivir con poco, espiritualidad. Contaba Juan Luís
Salcedo que hasta hace pocos años no lavaban nunca la ropa, por lo
que enseguida adquiría un tono oscuro. Una vez al año, al principio
del verano, existía un día señalado para lavarse, tirar la ropa
que se había llevado durante todo el año y ponerse ropa nueva. Era
un día de fiesta, ya que no sólo cambiaba la ropa de color, también
cambiaba el de las personas, abandonando los rostros el tono marrón
oscuro de la suciedad, grasa y hollín, para pasar a lucir unas
mejillas sonrosadas. Pese al arbitrio de la geopolítica, eran tan
tibetanos como los ciudadanos de Lhasa, y tan de la montaña como la
cima al cielo.
Avanzamos en una carretera ascendente
hacia una empinada cima rocosa junto a un abismo vertical, donde se
situaba el Monasterio de Deskit. Con 700 años de antigüedad estaba
dedicado a Maha Kaal, en cuya representación encontramos restos del
cuerpo de un joven guerrero mongol. Según los lugareños, un demonio
mongol se alojó aquí, y a pesar de ser asesinado se creyó que
volvería por su cuerpo, por lo que su cabeza surcada y su mano se
ofreció a Buda. Dejándolo atrás, entre los pastos verdes de la
vega del río y protegido por los acantilados del valle, nos
sorprendimos encontrando un territorio de dunas de arena. En este
desierto eólico con vegetación de oasis, podías montar en camellos
de doble joroba, herederos de los que se usaban para las caravanas de
la ruta de la Seda. Quise alejarme hacia una gran duna solitaria, y
me sorprendí buscando las huellas de los camellos en la arena, de
los comerciantes, de la gente de la montaña, de mis propios pasos, y
recordé esa hermosa definición de poesía que nos enseñó Martín
Garzo: mucha gente no sabe que la poesía no está en el mundo
enfático de las grandes declaraciones y los grandes gestos, sino en
las huellas casi imperceptibles que sobre la arena del tiempo dejan
los cuerpos que amamos. Y en estas dunas formadas por la arena de
tiempos inmemoriales, de la propia génesis de la tierra, quise
abrazar desde el pensamiento a la gente que quiero. Y el tiempo se
paró, dejó de ser arena.
Dormimos en una pequeña pensión con
unas vistas espectaculares al valle, bañados por una preciosa luna
que anunciaba su plenitud para el día siguiente, contando chistes
sobre asturianos, gallegos y catalanes y aprendiendo de estrellas
gracias a Rafa. Fue hermoso contemplar la noche en el valle, con un
cielo estrellado como nunca se ve en occidente. A menudo los días
tienden a suceder en el pasado, sin embargo, la noche tiende a amar
sobre todo a aquellos que construyen su casa en el presente. Las
palabras de Lanseros hablaban de nosotros mismos, hablaban de cómo
en dos semanas habíamos construido un presente juntos, en el
descubrimiento, en los pasos del trekking, en las conversaciones
interminables al anochecer. El tipo de vínculo que la noche tiende a
amar, y que quisimos trascender a los días y las distancias.
En el nuevo retorno a Leh atravesamos
otro paso de montaña, el Agla-La (5200 m), por un trayecto muy poco
transitado, vadeando afluentes, zonas verdes de pastoreo para rebaños
de yaks, huidizas marmotas y unos paisajes increíbles en las
antípodas de la tierra lunar. Casi en la cota del paso observamos a
monjes recogiendo hierbas medicinales. Era la arqueología de las
montañas, la que habla de sus gentes, de susurros, del planeo de
águilas, del pacer de los yaks…En Leh, tras la ansiada ducha,
buceamos hasta el anochecer en plena festividad de la luna llena
entre los mercadillos tibetanos, aventurándonos entre casas de adobe
que se amontonaban en filas sucesivas, casi desplomándose; entre
tiendas con postigo de madera y fabricantes, artesanos, comerciantes
que te sonrían al pronunciar if you happy, me happy.
Al día siguiente iniciamos el largo
camino hacia los lagos, a través del río de la luna, el Chandar, y
cruzando otro paso de montaña, Namshang La (4970m). Se trataba del
territorio de Changthang, la zona de más altitud dejando de lado las
cordilleras, por encima de los 5000 metros. Un altiplano habitado por
los nómadas, bordeando Tíbet y China, donde se podía encontrar
fauna salvaje e impresionantes lagos a gran altura, como Pangong Tso
(Tso significa lago), Tso Moriri o Tso Kar. A medio camino, nos
detuvimos a comer en un prado verde donde se había instalado un
poblado nómada. Quedamos atrapados por los juegos de los niños y
por un estilo de vida autosuficiente. Era fácil imaginar a estos
pueblos de montaña contando sus secretos a los campos, escondiendo
en ellos sus recuerdos, sus certezas, su memoria; en montañas que
velaban su sueño. Estoy seguro que en ese momento, ante las sonrisas
de los niños y los gestos amables de sus mayores, más allá de la
dureza y la pobreza de su día a día, alguno pensamos en ser nómada,
haciendo de nuestra experiencia rumor de montañas. Aunque, quizás,
muchos ya lo éramos, pero regresando a nosotros mismos, en el
presente más allá del tiempo, más allá de donde camináramos. El
viaje lleva en su seno ese regreso a uno mismo.
Tras una breve parada en el Lago
Kyooasgar, donde Manu nos aleccionó sobre depósitos y geomorfología
lacustre, llegamos a nuestro primer destino: Tso Moriri, un lago del
que del reflejo de sus aguas se alzaban pendientes de nieve hacia el
cielo azul. Poseía un pueblo Korzok, con población nómada
asentada, y un pequeño monasterio. Entramos en el pueblo con las
últimas luces del día y llegamos al campamento, prácticamente de
noche, observando el cielo estrellado, teniéndolo tan cerca, casi
tocándolo. Pero estar a cinco mil metros de altitud también tiene
sus inconvenientes, como dormir en una tienda de campaña a casi bajo
cero en la que me despertaba cada media hora con la sensación de
falta de aire. Y como a las cinco amanece en el Himalaya, Aida y yo
marchamos a la orilla del lago a sentir la caricia del agua sobre la
arena y las pequeñas piedras, mientras que el sol que ascendía
bañaba nuestro rostro. La vida se iniciaba de nuevo, y con ella
nuestro camino. Antes de salir fuimos testigos de la llegada de las
tribus nómadas, changpa, al monasterio. Se dirigían a una
festividad en el templo, por eso algunos venían rezando con sus
instrumentos de meditación (pequeños manikhor, molinillos de
oración). Unos niños, de sonrisa y ojos enormes, se acercaron
rápidamente a nosotros y nuestro compañero David aprovechó la
oportunidad para repartir bolígrafos de colores que había traído
como regalo. Nos escribieron en inglés las palabras que habían
aprendido en escuelas remotas. Aún conservo el pedazo de papel con
el dibujo de una flor bajo la palabra sunflower. En el pequeño
monasterio se oía a los monjes tocando las trompas (raktung),
con un sonido antiguo, ronco; el sonido de campanas ceremoniales que
acompañan las plegarias, los mantras recitados. Ese sonido
ancestral parecía indicarnos que había llegado el momento en que
nos convertíamos en una persona de las montañas: alguien que sólo
se sentía en paz cuando la tierra se elevaba y caía una y otra vez
como las olas del mar.
El camino, entre marmotas, águilas y
cuervos y un nuevo paso (Polokongka-La, 4970m), nos llevó hasta Tso
Kar, cuyas aguas eran más verdes en su tonalidad, y saladas. También
poseía un pequeño pueblo, Thukje, con un monasterio. Tras una noche
de lluvia y nieve, amanecimos en un despertar blanco. Las montañas
que rodeaban el lago aparecían nevadas y tras la tienda nos esperaba
una alfombra blanca que poco a poco fue deshaciéndose con los
primeros rayos de sol. Manón nos dirigió en ejercicios de
estiramiento que se convirtieron en una costumbre antes de desayunar.
Todo invitaba a cabalgar por sus cimas, y nos lanzamos a un trekking
de duro ascenso. Cada repecho que subíamos pensando que sería el
último nos quitaba la razón, y comprobábamos que más allá había
una punta más elevada. Así que, tras horas de ascenso, convertimos
un collado en nuestra cima, a más de cinco mil metros. Descansé en
el improvisado altar de oraciones al viento que creamos la
avanzadilla, y miré con tranquilidad el lago a mis pies y las
montañas que me rodeaban. Respiré profundamente e intenté no
olvidar el momento, porque este era el sentido de mi viaje, la paz y
comunión con la naturaleza. Como dijo Matthiessen en El leopardo
de las nieves, “la intensidad del silencio en este lugar es una
señal de que aquí los seres humanos están fuera de lugar”. Un
lugar sin geografía. Un lugar, en palabras de Amos Oz, donde el aire
suave transformaba completamente todos los sonidos. Ni siquiera el
grito más terrible rompía el silencio sino que, cómo decirlo, se
unía a él.
Tras
un descenso incluso más duro por pedregales de pendiente casi
vertical, conseguimos llegar al campamento. Después
de una cena tibetana con una sopa de verduras que revivió nuestros
cuerpos, poco más quedaba por hacer en la fría noche del Himalaya,
salvo una animada tertulia sobre viajes, cine, familia. Nos
encontrábamos acampados a más de cuatro mil trescientos metros de
altitud y las noches eran el silencio pleno. Tan sólo unas pequeñas
hogueras que quemaban excrementos de yak fueron testigos de nuestro
sueño.
El último regreso a Leh fue por el
segundo paso más alto del mundo, el Tanglang-La (5328 metros),
atravesando chortens perdidos en valles, en cuyas laderas
verticales cabras salvajes desafiaban la gravedad, y dejando atrás
los campos que, regadas por el agua canalizada del río, daban vida y
pastos a esta dura tierra. Nos esperaba un regalo final, un rafting
en la confluencia de los ríos Indo y Zanskar. El Indo nace en el
sagrado Kailás y desemboca en el Mar Arábigo después de recorrer
más de 3.500 kilómetros. Recibe el nombre ladakhi de Sengge
Kabab, “el que huye de la venganza del león”, ya que, según
narra una tradición popular, sus aguas nacen de la boca de un león.
El agua fría no era nada comparado con el paisaje espectacular a
ambos lados de la ribera del río y nuestras risas cuando la fuerza
de los rápidos nos empapaba de agua completamente. En los tramos
tranquilos, nos dejábamos llevar por el lento fluir de sus aguas,
poco importaba el sol que ardía en nuestra piel. Introducir el remo
en el agua terrosa parecía un gesto casi místico, pues cada onda
que producíamos era un recuerdo de la historia que sus aguas han
contemplado durante milenios, desde el albor de la civilización.
Cuenta Roy que en las montañas el
cielo se halla circunscrito. Todo su fluido azul cabe en la palma de
una mano, cuyos dedos son las montañas que nos rodean. Saber que
teníamos que dejar ese cielo, las montañas, nos convenció de
organizar una cena de despedida con nuestros guías, Skarma y su
equipo, quienes nos dijeron adiós colocándonos la tradicional cata,
ese trozo de tela pálida que sirve para dar la bienvenida, pero que
en este momento adquirió valor de amistad, de protección en nuestro
nuevo viaje. El regreso a Delhi quedó teñido de tristeza, por
abandonar los amigos, las montañas, la claridad del cielo, la
cercanía de los tibetanos, el silencio… y preveer el caos, el
ruido, el ajetreo y la humedad del próximo destino. Pero todo forma
parte del camino, y con las mochilas (físicas y emocionales) a
rebosar, nos encaminamos al avión rumbo a Delhi y Agra.
No hay, en ninguna parte del mundo,
una realidad fácil de entender. Y bajo esa perspectiva había que
conocer Agra, una ciudad que conectaba dos extremos: el impacto y el
asombro, el sonrojo y la tristeza. Maraña de callejas. Niños
pequeños que juegan entre montones de escombros compartiendo espacio
con bueyes y vacas que devoran todo tipo de basura. Niños en cuyos
ojos se adivinan sueños, quizás sueños más sencillos que los
nuestros, pero más reales. La magnificencia del Fuerte Rojo. Calles
que forman laberintos, entre suciedad, desagües, colores de sharis,
perros con lepra tirados por el suelo, ancianos desvalidos tumbados
en maderas entre los escombros, un peluquero pelando a un niño bajo
la atenta mirada de su madre, una vida que discurre ajena a nuestra
percepción de la pobreza y miseria. La India cruda, la antigua India
que se destila en cada barraca olvidada del mundo.
Detrás de la niebla, el caos y la
basura, sorprende encontrar el Taj Mahal escondido en el corazón de
Agra. Mentiría si dijera que no estaba excitado, con una ilusión
tremenda por ver, por tocar con mis manos, un edificio que no sólo
es huella de historia y arte, sino emblema de mis sueños de
infancia, de lo exótico que representaba la India y Oriente en mi
educación literaria y cinematográfica. Por sus muros paseaban en mi
imaginación Emilio Salgari, Las cuatro plumas de Mason, E. M.
Foster, Beau Geste, Lord Jim de Conrad, Errol Flynn,
Peter O’Toole, Gary Cooper… Con los dedos toqué su perfección,
su poesía hecha arte, rocé cada filigrana que formaban flores de
una pureza lejana, y regresé a mi infancia, donde los sueños podían
hacerse realidad. Como ahora, en ese roce tembloroso de mis dedos.
Desde el muro perimetral, junto a los
minaretes, descansamos observando el río y los miles de personas de
todos los rincones de la India y el mundo que caminan sobre el
mármol. Dicen que las vacas en India rumian todo lo que sobra,
incluso el tiempo, y eso es lo que nos faltaba, tiempo. Tiempo para
asumir, tiempo para retener, tiempo para pensar, imaginar. Y, sobre
todo, tiempo para despedir, en silencio.
El cielo que me contempló en las
montañas, y acarició mi rostro en cada ascenso; el rumor de los
rezos que serenó mi espíritu en monasterios perdidos; y las miradas
de los ladakhies que me sonrieron el alma, es ya una historia. Pero
no es fácil llenar el silencio con palabras. Cuando llegue el
invierno y todo quede sepultado por la nieve y el hielo, mientras se
retrasa el mundo, posadas sobre la arena y las piedras del Himalaya,
reposarán mis sueños, allí, donde encontraron cobijo.
Con el paso de los días ya no
quedará huella de mis pasos, ya no se harán eco mis palabras en los
valles, ya no se sentirá mi respiración al subir las montañas,
pero allí seguirá real, humilde, Ladakh. Y, con ella, la parte de
mi mismo que descubrí en su seno, en el silencio. Y así la
recordaré, recordaré los senderos, los pliegues de la tierra,
acariciado por el viento, cerrando los ojos ante la imagen de una
sonrisa sin nombre que me diga: ¡Julley!. Y serán montañas lo que
mis palabras pongan en tu nombre.
ÁLVARO
y unas lágrimas...
ResponderEliminary...
un huevo duro, una patata asada, un sándwich, una chocolatina, una pieza de fruta y un zumo
Gracias por tus recuerdos
Muchísimas gracias otra vez por este gran reportaje. Tienes mucha suerte de poder realizar esos viajes, pero esos lugares tienen también mucha suerte de que los visite una persona como tú. Si ellos pudieran hablar dirían: por fin alguien que nos comprende, nos valora, nos siente de verdad.
ResponderEliminarTe imagino feliz, enseñando a leer y escribir a esos niños de ojos grandes.
Tú eres montaña y yo quiero ser como tú.
"Faltan palabras, sólo se necesitaba respirar. Y eso, a veces, es suficiente". Y, a veces, solamente es suficiente leer algo así para transportarte a un lugar y sentirlo cerca, propio. Menudo gustazo leerte, amigo. Y aprender.
ResponderEliminarMuy interesante esta narración con su mezcla de historia, literatura y actualidad. Suelen serlo siempre pero el interés se multiplica cuando hablas de un lugar tan especial como este. Bonitas fotos también. Enhorabuena.
ResponderEliminarQue gran relato y que gran viaje¡¡¡¡ Gracias por compartirlo¡¡¡¡
ResponderEliminar¡MARAVILLOSO!
ResponderEliminarMe ha encantado leer esta historia de tu viaje.
Dan ganas de seguir tus pasos... Eso lo dice todo (-;
¡Ah! Le insertas una historia de ficción y te sale un libro maravilloso que me encantaría leer...
Me has dejado sin palabras!!!! Por un instante he estado alli, he disfrutado d todo como si lo estuviera viendo y viviendo y, como no, hasta alguna lagrimita has hecho brotar por la intensidad y el sentimiento. Enhorabuena! Y gracias por escribir asi y sobre todo por ser como eres. Besos
ResponderEliminarAlvaro, tienes el don de la escritura, me refiero a la facultad de describir todos aquellos lugares que visitas y hacednos viajar contigo aquéllos que no podemos hacerlo, de momento. Espero te sea recompensado todo lo que haces y que algún día podamos ver publicados todos tus relatos e historias. Gracias por hacerme viajar contigo.
ResponderEliminarMuchas gracias Álvaro, por este maravilloso relato pues, mientras unos cuentan sus cosas, tu nos las transmites y haces que las veamos a través de tus ojos. La forma estupenda que tienes de escribir haces que el lector sea el protagonista del viaje, como si estuviera ahí, transportado por un momento al himalaya, conociendo y sintiendo a sus gentes y culturas... a mi personalmente me ha producido las mismas sensaciones que cuando leí uno de mis libros favoritos "Kim de la India" de Kipling. Enhorabuena y un abrazo
ResponderEliminarQue gran artista de la palabra que eres. Así si que dan ganas de ir, no hace falta decir nada más.....
ResponderEliminarHas abierto una ventana a nuestros ojos donde observar cada uno de tus pasos. Has hecho que detengamos por un momento, el tiempo del reloj de arena. Expectantes y ansiosos nos tienes por escuchar el próximo capítulo escrito con tu pluma. Besicos mil
ResponderEliminar¡Julley!
ResponderEliminarGracias, Álvaro por esta estupenda entrada que me ha permitido volver a saborear esos días.
Un fuerte abrazo.
Jose.
PD. Creo que en el paso de Kardung-La eran 5600 m de altitud.
"Como decía Tagore, cual si fueran anhelos de la tierra los árboles se ponen de puntillas para asomarse al cielo"..... yo, con tus fotografías, me asomo a otros mundos. Gracias
ResponderEliminar"Como decía Tagore, cual si fueran anhelos de la tierra los árboles se ponen de puntillas para asomarse al cielo"..... yo, con tus fotografías, me asomo a otros mundos. Gracias
ResponderEliminarFue todo un lujo viajar contigo (en mi caso, por tierras "alaskantianas") y es todo un lujo leerte!!. Este blog tuyo empieza a hacerse imprescindible para la gente que viajamos contigo porque nos ayudas a sacar toda la enjundia y a resaborear las experiencias vividas. Muchas gracias por compartirlo!!!
ResponderEliminarÁlvaro, acabo de terminar mi propio resumen del viaje (como ves ando con mucho retraso) y después me he puesto a leer el tuyo. Te felicito y te agradezco que lo hayas publicado. Se lo enviaré a todos mis amigos y contactos. Eres un artista. Rafael.
ResponderEliminarPliegues de una tierra que queda tatuados en los pies de quien la pisa, en los ojos de quien la observa, en la piel de quien la vive y en el interior de quien la siente. Y aunque con el tiempo no queden huellas de tus pasos en la montaña, siempre permanecerá su huella en ti, y siempre que nos invites al baile, continuará tu huella en nosotros, diseñando los pliegues más hermosos que alguien como tú es capaz de crear en la piel de un amigo, el pliegue de la sonrisa. Muchas gracias por invitarme al viaje!!
ResponderEliminarHe tardado un poco; quería dedicarle el tiempo que sabía que merecía. Ahora no sé si me ha parecido más alucinante tu viaje o tu manera de contarlo..de verdad que ha sido un sueño viajar a través de tus palabras. Gracias!
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