Siempre he preferido el reflejo de la vida a la vida misma. Si he elegido los libros y el cine desde la edad de once o doce años, está claro que es porque prefiero ver la vida a través de los libros y del cine.
(F. Truffaut).
Desde que leí estas palabras, hace ya unos cuántos años, me identifiqué en el sentido de entender la vida más allá de su realidad, quizás como un medio de reconciliarme ante un devenir vital con el que no estaba del todo conforme. Todos tenemos nuestras razones para estar más o menos satisfechos con la realidad que nos ha tocado vivir, o con la realidad que hemos construido de forma más o menos consciente. Desde pequeño, como Truffaut, opté por el reflejo, dolía menos y excitaba más mi imaginación y los sueños de cómo quería construir un camino. Me equivoqué, seguramente, porque acentuó demasiado una sensibilidad que de por sí me desbordaba y condujo a desengaños innecesarios para alguien con los pies en la tierra. Pero cada uno es como es, y yo era, soy, y supongo que seré, así. Ciertamente, un problema.
Por ello, entrar como invitado de última hora en un mundo tan real y poco dado al reflejo utópico como el de la educación, me obligó a replantearme muchas cosas. No sólo la vocación (ya sabéis que mi ilusión era la arqueología), sino planteamientos vitales de primer grado. Quise evitar el vértigo de las reflexiones refugiándome en la entrega, en la ilusión de un trabajo, profesor, que me abría mil y un caminos de acercarme, incluso de reconciliarme, a la realidad.
Han pasado años, tampoco muchos, desde ese punto de partida. Mentiría si no dijera que en algunos momentos el vértigo de las dudas, las inseguridades, me ha llevado a detenerme y hacer balance. Os ahorro las conclusiones. Pero estas semanas situaciones, comentarios, evaluaciones, amigos, y, sobre todo lo que está ocurriendo hoy, me ha traído de nuevo a la cabeza una serie de preguntas: qué es la realidad, qué es ser profesor, qué hago yo aquí, …, que quizás atiendan a una única respuesta.
Desde el primer día que entré a una clase como profesor, muchos de los referentes que tenía de cuál era mi función en el aula se tambalearon. La diferenciación de roles, la autoridad, la transmisión de conocimientos, quizás no eran tan importantes como la comprensión, la aceptación y la lucha de afrontar o cambiar una realidad. Y me desbordó, y me desborda. Porque cada vez que abría la boca e intentaba enseñar, aceptaba, rechazaba o buscaba cambiar una realidad. Y con ello, me desnudaba un poco.
Un proceso tan personal no ha encajado nunca bien con una profesión en la que cada vez más se ha ido imponiendo la gestión: reuniones, papeles, autorizaciones, guardias, clases de 55 minutos; y olvidando al alumno (y al profesor) como personas, a sus preguntas, a sus acciones, a sus inquietudes…
Nadie me enseñó a ser profesor, nadie enseña a serlo, somos nosotros quiénes aprendemos con cada clase, con cada año; y por ello nadie te enseña cómo desnudarte, si es necesario o no, cómo asumir la realidad del aula, del instituto, de la sociedad de la que emana todo. Nadie te enseña más que uno mismo.
Me ha costado llegar a hoy. Me sigue costando abandonar los miedos de las preguntas de los alumnos, de no llevar bien preparada la materia, de no lograr transmitir, de esconder los nervios ante un grupo que desconozco. Me ha costado alcanzar una mínima libertad, poder decidir que es igual de importante lo que sabe el alumno como lo que siente, que no se debe tener miedo a decir la palabra no sé, a desnudarme.
Me ha costado ser un poco libre, y partir de esa libertad para intentar comprender el mundo en el que habitamos. Y cada día, desde hace unos años, he dirigido mi función como profesor a que mis alumnos comprendieran, y sintieran y se expresaran. Y escucharan. A que
Me ha costado esa libertad, y hoy he tenido la sensación de que me la robaban. Que la realidad, esa realidad con la que la educación me reconciliaba, me decía a la cara que todo esto no importa. Que no importa la comprensión, el sentimiento, la expresión, la escucha. Que no importan las palabras. Que no importa la dignidad del profesor, porque hay crisis; porque la realidad no entiende que hay una persona detrás del profesor, que no quiere ser policía de la cultura, sino inductor y promotor de deseo, de imaginación, de comprensión. La realidad no entiende que no es una cuestión de dinero, sino de respeto. Que no hay educación sin respeto.
Hoy hace años que murió mi padre, quizás la primera persona que vio en mis ojos la necesidad de comprensión, de ser profesor. Hoy la realidad no sólo me ha recordado su ausencia, sino que ha querido arrebatarme la necesidad e ilusión de ser docente. Y he recordado a Truffaut, y sus 400 golpes, y la preferencia al reflejo de la vida antes que la vida misma. Y hoy no quiero acostarme con la sensación de que ser profesor no tiene sentido, de que no me voy a poder reconciliar con la realidad. Hoy no quiero que me roben la libertad, porque soy profesor a pesar de todo. Y quiero serlo.