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He salido a caminar. Serían las 9 de la mañana, y, por ser domingo, apenas había gente por el parque que verdea mi barrio. La luz era suave, cercana, una luz que acompaña. He procurado dejar mi mente en blanco, no pensar, porque ha sido una semana dura de trabajo y quería desconectar de lo que ha sido mi vida estos días. Observar la vida de los demás me ha parecido un buen recurso. Una señora que se precipitaba en un andar rápido al toque de la Iglesia. Tres amigos, o desconocidos unidos por la noche, que volvían de parranda. El empleado de la cafetería que limpiaba las mesas y sacaba las sillas, buscando clientes con la mirada. Y un anciano con un niño pequeño agarrado de su mano, que buscaba un banco en el que sentarse. Me he sentado en el banco enfrente del anciano, decidido a dejar la vida pasar, a ser un espectador durante unos minutos.
Las palomas han empezado a revolotear cuando el niño se ha lanzado hacia el charco de agua en que intentaban beber. El cielo más cercano a mí se ha cubierto de alas que se entrelazaban, mientras el niño saltaba de alegría. El camarero ha refunfuñado y los tres amigos, antes de abandonar el parque, han girado su cabeza. El abuelo no le apartaba la vista, paciente, tiernamente.
Durante unos segundos, quizás un instante, mi mirada, la del camarero, los tres amigos, y la del abuelo, se han centrado en el niño. Sólo existía una persona en el parque: ese pequeño que saltaba alrededor de las palomas. Hemos dejado de ser vidas anónimas, con cargas o sin ellas. No soy bueno imaginando la vida de los demás, pero puedo decir a ciencia cierta que, en ese instante, todos los que estábamos en el parque, hemos querido ser ese niño. Y me he sentido bien.
Las palomas han empezado a revolotear cuando el niño se ha lanzado hacia el charco de agua en que intentaban beber. El cielo más cercano a mí se ha cubierto de alas que se entrelazaban, mientras el niño saltaba de alegría. El camarero ha refunfuñado y los tres amigos, antes de abandonar el parque, han girado su cabeza. El abuelo no le apartaba la vista, paciente, tiernamente.
Durante unos segundos, quizás un instante, mi mirada, la del camarero, los tres amigos, y la del abuelo, se han centrado en el niño. Sólo existía una persona en el parque: ese pequeño que saltaba alrededor de las palomas. Hemos dejado de ser vidas anónimas, con cargas o sin ellas. No soy bueno imaginando la vida de los demás, pero puedo decir a ciencia cierta que, en ese instante, todos los que estábamos en el parque, hemos querido ser ese niño. Y me he sentido bien.