Se agachó. Le costaba ponerse los
zapatos. Con un gran esfuerzo lo intentó una vez más. No pudo, estaba cansada.
Y desconcertada. Alguien los había guardado en una vieja caja polvorienta, al
fondo del armario y tras decenas de pares de zapatos de señora mayor. No
entendía por qué tanto esfuerzo en ocultar su calzado escolar. Así, desde
luego, no podría llegar a tiempo al colegio, y menudo humor se gastaban las
monjas con aquellas alumnas que se retrasaban. Además, tampoco encontraba su
uniforme, la ropa del armario le era extraña. Aún no había intentado recordar
qué necesitaba exactamente para el colegio, y seguía cansada, desconcertada. Se
decidió por una camisa blanca, pero apenas pudo abrochársela. Un par de golpes
en la puerta distrajeron su atención: “mamá, ven a desayunar”. Confusa, sintió
un pequeño estremecimiento. Dirigió su vista hacia el espejo, y su imagen,
agrietada, le hizo comprender. “Enseguida voy, hijo”, respondió mientras
borraba una pequeña lágrima de su rostro.
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Qué bueno! Me ha gustado mucho...
ResponderEliminarUn relato muy tierno y bonito. La edad y el paso del tiempo, el cambio de identidad. Me ha encantado. Besicos
ResponderEliminarLo leo como un micro tierno y triste a la vez sobre el alzheimer. Buena prosa, Álvaro. Un besazo, guapetón.
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