“Todo les parece imposible a los que nunca lo han
intentado”
Jean-Louis
Étienne.
A los tres
últimos hiperbóreos: Albert, Fernan y David.
A mis
compañeros en la expedición del Sterna:
Olga, Jacopo,
Alex,
Esther, Marta, Ana, Jaume, Teresa y Jordi.
A mis
compañeros en la expedición de kayak: Teresa, Marco,
David,
Marga, Óscar, Ion, Iban, Gigo y Stefano.
Y a Rubén
y Piza, nuestros guías y exploradores de la naturaleza
Todos
amigos, todos poetas del alma humana.
Los sueños también pueden convertirse en costumbre:
-volar, surcar las olas, ir en tren-
pero un día sucede –quién sabe la razón-
que regresa el misterio;
dura sólo un momento, si es que dura,
en el que comprendemos que aquello es un milagro
hermoso y terrorífico:
un caballo de acero, un pájaro gigante
una ballena ciega o un dragón
Ya hace tanto que no nos sorprendemos
que este instante sublime nos conmueve al olvido.
Y seguimos viajando. Como si nada hubiera
más natural; sencilla dicha humana
que pervive en los sueños de los niños.
Ben Clark
La
luz, quizás lo que más recuerdo es la luz. Una luz blanca, pura, perenne, sobre
las cumbres nevadas. Una luz que sigue iluminando cuando cierro los ojos y me persiguen
las palabras de Conti: en este cielo inmenso en el que residen los fulgores del
crepúsculo polar, finalmente centellean para mí, exactamente sobre mí, las
constelaciones árticas, y echo la cabeza hacia atrás, asombrado. Una luz que
creía imposible, como en aquel tiempo lejano en el que buscábamos la emoción de
las historias en los libros de Julio Verne. Pero que es real, y cierta: la luz
del norte, la luz ártica, la luz de Svalbard.
Cuando
viajé a Groenlandia con Tierras Polares hace unos años, oí hablar por primera
vez, con profundidad, de las Islas Svalbard. Fueron palabras que dibujaban
paisajes tan naturales, tan remotos, tan auténticos, que soñé desde el primer
momento con acercarme a esa frontera del Polo Norte, un lugar donde la
naturaleza era blanca, un lugar donde cualquier cosa podía suceder, una
geografía casi imaginaria. Hasta entonces, su nombre evocaba exploraciones
árticas, las expediciones de hombres que se lanzaron a la conquista del Polo
Norte, la búsqueda de nuevas rutas de navegación o territorios desconocidos (Parry,
Nansen, Peary, Amundsen, Nobile). Soñadores, más allá del fracaso de sus
objetivos, de la enfermedad, el hambre o la dureza del clima. Soñadores, como
nosotros, ya que todos, de una u otra forma, nos podemos ver reflejados en esos
sentimientos, en esos anhelos por alcanzar lo imposible y ponernos a prueba.
Como dice Herzog, el ártico está habitado por soñadores profesionales. Y, a
veces, la vida hace realidad los sueños. Así que me embarqué en la tarea de
hacer que el lugar real pudiera ser visto con los ojos de los sueños. Al final,
vivir no es más que aventurarse más allá de lo que conocemos y de lo que
creemos ser.
Alcanzar
Svalbard es dejar una huella arriba del globo terráqueo, en uno de los puntos
más lejos donde el hombre puede llegar. A menos de mil kms del Polo Norte,
llega a superar los 80º de latitud, así que alcanzarlo era toda una aventura.
Sólo había que darle forma, y los amigos de Tierras Polares dibujaron el
camino: una expedición en velero y otra de kayak, que debían transformar una experiencia
en una historia que superaría el sueño.
En mi cartografía imaginaria le
faltaba un pasado, así que buceé en el tiempo. Según las sagas noruegas y los
anales de Islandia, a finales del s. XII los vikingos avistaron en esta latitud
unas altas montañas nevadas que denominaron “svalbard” (costa fría). Con posterioridad, a finales del s. XVI,
sería el holandés William Barents quien oficialmente las descubriría,
bautizando a la mayor de las islas del archipiélago como Spitsbergen, “montañas o cumbres puntiagudas“. Después de Barents,
en los siglos XVII y XVIII las frecuentarían aventureros, exploradores y balleneros,
como los pescadores vascos, motivo por el cual España defiende derechos
históricos de pesca en la zona. Sin embargo, los rusos siempre han aducido que
los cazadores rusos “pomores” (pomor
es una palabra rusa que significa “encima del mar”), son los que verdaderamente
descubrieron Svalbard, tras huir más allá de Siberia por la invasión mongol. El
problema surgió a finales del XIX, cuando se descubrieron las minas de carbón
que atrajeron la codicia de diferentes países. A principios del XX se fundarían
las primeras minas, y por su valor estratégico y siderúrgico, que llevo a
enfrentarse a Noruega y Rusia, se tuvo que firmar el Tratado de Svalbard que
establecía la soberanía noruega a cambio de no militarizar las islas y permitir
el derecho de explotación mineral y científica a la cuarentena de países
firmantes. Hoy en día, la autoridad reside en un Gobernador que es quien regula
la protección medioambiental y patrimonial de las islas y otorga los permisos
de navegación, trekkings, etc (más de un compañero sospechábamos quién era).
Con la ubicación, el camino y la
categoría de soñador profesional, sólo me faltaban dos cosas, llegar y
encontrar compañeros de expedición, tan locos o soñadores como yo. Ambas cosas,
de nuevo, fueron un regalo.
Llegando
al archipiélago desde Oslo, el avión sobrevoló montañas nevadas, entrelazadas
por filigranas de agua azulada y verdosa, que escondían pequeños y diminutos
valles; parecía imposible que pudiera aterrizar allí. Pero uno de esos valles
imposibles, en la isla más grande, Spitsbergen (que antes daba nombre al
archipiélago), escondía a Longyearbyen, nuestro primer sinik. Un oso disecado y una temperatura en torno a los 6-7 grados
fue el recibimiento, pero lo que más me impactó fue el sol de medianoche: mirar
las doce de la noche en el reloj y tener el sol en el horizonte fue mágico, sobrecogedor,
indescriptible. Un letrero con la famosa señal de peligro osos mostraba las
coordenadas: 78º 15' N y 15º 30' E. Lo había logrado, empezaba el camino.
Longyearbyen,
un nombre que me costó lo suyo pronunciar. Se debía a un empresario
estadounidense, Longyear, quien a principios del s. XX explotó las minas de
carbón de la zona; aunque para nosotros resultaba más curioso derivar el nombre
de un topónimo mezcla de inglés y noruego que describía lo que puede significar
vivir en las islas: “el lugar donde el año es muy largo”. Sin duda, el tiempo
aquí no conoce medida. Por ello no es de extrañar que fuera el último lugar
donde se enfrentaron los alemanes y los aliados durante la II Guerra Mundial,
simplemente porque los alemanes destinados aquí ignoraban que la guerra había
finalizado cuatro meses antes.
El
paisaje alrededor de Longyearbyen era ya el propio de la naturaleza ártica:
montañas escarpadas que sirven de apoyo a pedregales y restos olvidados en el
tiempo de los orígenes mineros del enclave, tamizados por un barniz nival que
cubría picos y laderas. Sólo las alegres casas de madera coloreada daban un
toque de color. La presencia del hielo la mayor parte del año explicaba los
pilares bajo las edificaciones, las incontables motonieves y las tuberías por
encima del suelo. El asentamiento nació al cobijo del fiordo de Advent, en los
inicios del siglo XX, como un campamento minero noruego; y se trata de la
ciudad poblada (unos dos mil habitantes) más septentrional del mundo. En el
resto del archipiélago sólo se encuentran otros dos establecimientos (el ruso
Barentsburg, con unos 400 habitantes, y Sveabruga, con 200; junto con la base
cientifica de Ny-Alesund). El resto pertenece a la naturaleza salvaje ártica:
montañas escarpadas, fiordos, valles nevados, glaciares, ballenas, focas,
renos, zorros árticos, una gran variedad de aves, y, cómo no, osos polares, que
superan en número a los seres humanos.
Como no existió una población inuit u otra población indígena en las
islas, la mayoría de la población era de origen europeo: noruegos, rusos,
ucranianos, tailandeses. Al poco de llegar descubrí que tan solo había un
pequeño cementerio abandonado desde los años veinte, ya que estaba prohibido
nacer y morirse en estas tierras. La existencia del permafrost y las bajas temperaturas impedían la descomposición del
cadáver lo que olbigaba a las autoridades a prohibir las inhumaciones. Al igual
que si una mujer ha de dar a luz se recomendaba que se trasladara a mainland para asegurar las condiciones
sanitarias; si alguien fallecía su
cuerpo era repatriado. Quizás por eso, uno tiene la sensación de que
Longyearbyen es un campamento provisional en medio de una naturaleza salvaje
que se resiste a ser conquistada por el hombre. Los restos abandonados de la
actividad minera, las señales de peligro por los osos y la dureza climática me
confirmaron esa idea.
El
camino al puerto, donde se encontraba mi primer destino, estaba lleno de polvo
y piedras. Y pensaba en cuándo vería el blanco. Aquí, la mayoría de la vida que
hay se reduce al blanco, al blanco del hielo, de las montañas nevadas, de los glaciares,
del hielo que cubre dos tercios de las islas. Pero tendría que esperar, no
tocaba blanco, sino semillas. Junto al aeropuerto, se encontraba en las
entrañas de la montaña, a 120 metros de profundidad en el interior del
permafrost, el Banco Mundial de Semillas, la “Bóveda del fin del mundo” o “Arca
de Noé”, que guarda gérmenes de todas las especies de flora del planeta en caso
de catástrofe mundial. Y yo, en ese momento, veía mi camino como una caja de
semillas de Svalbard, esperando el momento adecuado para germinar y
sorprenderme.
Este
primer trayecto no lo hice solo. En el camino blanco siempre hay alguien que
anda a tu lado, y desde la primera huella en Longyearbyen me acompañó un grupo
de expedicionarios tan soñadores profesionales como yo: Olga, Jacopo; Jordi,
Tere, Jaume, Esther, Marta, Ana y Alex. Y un guía, Rubén, al que seguiría no
sólo durante el velero, sino en la expedición de kayak. Rubén, una persona que
en sus vivaces ojos tenía la actitud de explorador, del que escapa de los
caminos trillados, buscando nuevas sendas, retos y horizontes. Una persona
curtida en el hielo y la montaña, que inspiraba confianza y seguridad desde el
primer momento, y que, con su rifle al hombro, recordaba a los últimos
exploradores, ojeando el territorio, saboreando la naturaleza, como si
dialogara con ella. Una persona en quien confiar.
El
velero esperaba, fondeado en puerto sobre aguas tranquilas, expectante. A pesar
del cansancio no pude evitar sobrecogerme ante su imagen: el Sterna. Como el planeo del ave ártica
del que toma el nombre, se mecía
suave y elegantemente sobre el agua, dejando una estela a modo de bienvenida. Un
barco de 26 metros de eslora y un mástil de 34 metros que nos abría la
oportunidad de alcanzar un mundo inaccesible desde tierra, viajando al ritmo
del viento y el sol de medianoche, como si fuera el Endurance de Shackleton, el Terra
Nova de Scott o el Fram de
Amundsen. Su lema: hay todavía lugares en
la tierra que sólo puedes alcanzar desde el mar. Aún impactado, embarqué
con mis compañeros de expedición: como decían los griegos, vivir no es lo
importante, lo esencial es navegar. Y a la mañana siguiente eso es lo que
hicimos, navegar, navegar en el ártico, con todo un mundo de fiordos a
descubrir, hacia la última Thule.
Las
aguas de esta ruta habían poblado de monstruos, misterios y sueños la
imaginación de los marineros durante siglos. En los mapas antiguos, más allá de
Thule, no existía el mundo, tan sólo criaturas fantásticas como los
hiperbóreos, hombres longevos y felices, poseedores de un extraordinario sentido
de la justicia. Y así fue, a bordo del Sterna
conocí a los tres últimos hiperbóreos, que parecían escapar de las páginas
de mis libros de exploraciones para introducirnos en el mare incognitum de Pytheas: Albert, Fernan y David.
El ártico se suponía que no era un
mar fácil, no hay cartas náuticas fiables, el hielo, las rocas, los fiordos
podían complicarlo todo. Pero eso no fue problema, formaba parte de la
aventura. Unos frailecillos aletearon siguiendo nuestra estela, con su plumaje
blanco y negro, regordetes, pico multicolor. La navegación era tranquila, el
mar apenas se agitaba, y los petreles, el fulmar ártico y los skuas nos
acompañaban exhibiendo su vuelo. La costa estaba cuajada de fiordos, que en
invierno se cubren de hielo pero que en ese momento eran navegables,
permitiendo al barco explorarlos y detenerse frente a sus frentes glaciares. Navegar
por mares boreales, con el viento y el aire frío acariciando nuestro rostro.
Como decía Albert, no es sólo un viaje al exterior, al paisaje, sino al
interior de uno mismo. Y así lo vivimos.
Nos dirigimos a Tempelfjorden, donde
entre abanicos aluviales tomamos contacto con los kayaks para acercarnos a su
frente glaciar, descubriendo la pericia en el paleo de Jacopo, la conversión en
rusos y monarcas de parte de nuestra expedición, y la habilidad con la Gopro de nuestro capitán
Fernan. Un paseo por las morrenas, con Rubén armado con el rifle ante el
peligro de los osos, culminó en una preciosa panorámica del glaciar. Al día siguiente,
nos esperaba un trekking en Skansbukta, en el fiordo Billefjorden, dominado por
los sedimentos horizontales y el relieve montañoso de cumbres puntiagudas de
Skansen. A sus pies, inspeccionamos los vestigios de una antigua mina de yeso
de los años veinte, que aún conservaba varada una pequeña embarcación de
transporte del mineral. El trekking, bordeando arroyos de deshielo entre la
tundra, nos permitió observar renos y skuas. Nuestro premio final, la música remember del Ipod de Fernan.
Hay
que tener suficiente locura para largar amarras, y suficiente cordura para
llegar a puerto. Estas palabras de Albert, a raíz de la lectura de El
Principito, resumía perfectamente nuestro espíritu de navegación, y como prueba
de la locura, nuestro capitán Fernan tuvo la idea de dejarme llevar el timón.
No creo que pueda describir con palabras que sentí al guiar durante un tiempo nuestro
velero. Sólo pude emocionarme, como en los versos de Salem: no sé que puedo
contarte del mar, amigo, como no sea que cada noche que nado en él, desnudo,
vuelvo a pensar que lo importante no es estar muerto o estar vivo, sino
aprender el pulso ajeno, el rumbo de los ríos, y, por un instante al menos,
sentirte parte de la sangre del planeta. Gracias Fernan, por hacerme sentir
parte del mar, del mundo.
De
este modo, llegamos a Pyramiden, en el fiordo de Billefjorden, una ciudad
minera rusa abandonada. Fløgstad, en su libro del mismo nombre, dice que era a
la vez una mina subterránea y una montaña tallada en forma piramidal por la propia
naturaleza, por lo que Pyramiden fue a su vez una ciudad que se ha convertido
en mausoleo de una cultura pasada, anclada como un fósil social. Pero en el
interior de la mina no yacía ningún faraón soviético embalsamado, sino que este
se encontraba erguido en un pedestal en el centro de la ciudad: Lenin. Moscú
compró las minas a una compañía sueca en 1916, y el establecimiento vivió ajeno
al mundo, autosuficiente, gracias a un gran invernadero, corrales cubiertos
para ganado y todas las comodidades. En 1998, tras la caída del comunismo y la
falta de rentabilidad, el asentamiento fue clausurado, y en poco tiempo se
abandonó. Bajo una montaña en forma de pirámide los edificios e instalaciones
mineras abandonadas permanecían resistiendo el paso del tiempo: las oficinas,
la biblioteca, cine, piscina, pabellón de deportes, viviendas, centro social,
comedor, hotel… En el duro trekking de la montaña, Rubén, Olga, Alex, Jacopo y
yo la contemplamos desde arriba, en silencio. La ciudad se asemejaba al barco
medio naufragado en la dársena del tiempo. El triunfo de la naturaleza sobre el
ser humano.
Quisimos
cenar y dormir en el hotel, el más septentrional (como todo lo del
asentamiento) del mundo, lo que supuso transportarse en el tiempo a un piso de
Moscú de los 70. Nos sentíamos lejos, no sólo en la distancia, sino en el
tiempo. Lenin tenía una famosa consigna: “es necesario soñar”, y quizás así
emparentaba el realismo socialista con el modernismo occidental. Por ello, en la Unión Soviética calificaban a
los ingenieros que construyeron ciudades como Pyramiden de poetas del alma
humana. En esa noche sin noche intentamos comprenderlo, bebiendo vodka al
amparo de un zorrillo ártico.
Poco a poco, en dirección al fiordo
Ymerbukta, el mar nos atrapaba, como su tripulación, los hiperbóreos. Siempre
había un momento de conversación, de entendimiento, de cercanía con Albert,
David y Fernan. Conocimos sus sueños, su experiencia, lo que dejaban en tierra.
Sus manos, fuertes y ágiles en las maniobras, sus instrucciones al virar cadena
y subir el ancla, en el manejo de los winches o al ayudarnos a subir a la
botavara; su sonrisa; la sensibilidad de Albert ante nuestras inseguridades; la
habilidad repostera de David ante los cumpleaños de Albert y Jacopo; las clases
magistrales de Fernan sobre el sextante y la astronomía (¡cuánto me falta por
aprender como profesor!); su mirada serena ante nuestra necesidad de saber, de
preguntar, de conocer. No eran tripulantes, ni navegantes, sino los auténticos
hiperbóreos, los verdaderos poetas del alma humana.
Una ligera brisa mantenía las velas
izadas, y el Sterna se deslizaba casi
sin moverse bajo la luz blanca, confiando en la fuerza del viento. No era
difícil imaginar que transitábamos por el lugar en el que las huellas de los
hombres se borraban, como la estela de nuestro velero al avanzar por el mar
camino de Ymerbukta. Al llegar, nuestro guía Rubén, rifle al hombro, nos
desembarcó en su frente glaciar y regaló un paseo sobre el blanco hielo. Los
crampones, el arnés, los selfies de Alex y Esther, el acompañamiento del vuelo
del charrán ártico, la foca curiosa vigilando nuestros movimientos, la caída
del diente de Albert; todo acompañó un momento especial: Jacopo hizo un
homenaje a través de un dibujo en la nieve a un amigo suyo, que murió unos
meses antes y que le iba acompañar en este viaje. Creo que todos compartimos
durante un momento su dolor, sobre todo cuando se volvió y con su mirada
bondadosa, nos sonrió con un todo va bien
sin palabras. Con emoción, respetamos el momento.
Horas después, iniciamos el regreso
a Longyearbyen. Aproveché para sentarme un rato en soledad, a sotavento, dejándome
acariciar el rostro por la brisa que producía el desplazamiento del barco, que
aún así parecía suspendido sobre el mar, en el silencio del agua. Respiraré
hondo, entre las sonrisas de mis compañeros en popa, pensando que quizá el
único sentido de nuestra vida era estar aquí, ahora, sabiendo que ese momento
podría llevarlo conmigo, como el silencio, y relativizar con él lo que viniera
en el futuro. Daba igual qué escondía mi pensamiento, mis recuerdos, el tiempo
ausente, la vida. El mar me devolvió en su horizonte todo lo que alguna vez
había creído perder y soñar. "Alma se tiene a veces, nadie la posee sin
pausa y para siempre", escribe Wislawa Szymborska. Y, durante un instante,
recuperé mi alma.
Imagino
que todo formaba parte del final de la expedición, esa sensación de melancolía
que te invade cuando crees que vas a dejar atrás unos paisajes, unos amigos,
unas experiencias que, sin darte cuenta, ya forman parte de ti. Todos fuimos
conscientes, y, quizás por ello, o pese a ello, la llegada a Longyearbyen, la
tan deseada ducha de agua caliente, las compras de regalos, la cena en el Kroa
y las copas en el Svalbar y en el Karlsberger (bar de los mineros), se
desdibuja en el recuerdo entre risas, abrazos, selfies, y promesas de que este
vínculo, esta experiencia, no se acababa, sino que acaba de empezar.
Antes
de entrar en mi litera, eché un último vistazo a mi mesa de lectura del Sterna. Mapas, guías, libros sobre el
ártico se esparcían despreocupados en todas direcciones. Intenté fijarlo en mi
memoria, a modo de talismán. Me quedé dormido pensando que lo que había vivido
y con quien había vivido formarían parte del camino que me quedaba por
recorrer, como un amuleto al que recurrir en los momentos difíciles. Era el
final de un camino, pero también el principio de otro. E, inconscientemente,
sonreí, agradecido.
Puede
ser que la persona que descendió del Sterna
hacia el camping del aeropuerto fuera una persona diferente. Puede ser que el
mar, el viento, el sol de medianoche, y la huella de mis compañeros y
tripulación, originaran una extraña fuerza que superara al miedo ante lo que me
esperaba: la expedición de kayak y trekking. Puede ser. Y lo cierto es que
llegué feliz hasta allí, con esperanzas de aventura y de conocer a quienes
tomarían el relevo de mis compañeros expedicionarios: un grupo totalmente
peninsular e insular, norte, sur, este, baleares, canarias, italianos. Todo un juego
de coordenadas que situó en mi cartografía emocional a unos locos soñadores,
comandados por Rubén y Piza, para hacerme ver que aún quedaba espacio para la
aventura, para alcanzar el misterio de la última Thule.
Y como toda nueva aventura tiene su
preparación, camino de Ymerbukta nos fuimos conociendo entre llenar petates,
probarnos los trajes estancos, distribuirnos en tiendas y crear parejas de
kayaks: la fuerza de los vascos Iban y Ion; los fotógrafos David y Óscar; el
ingenio de Marga, la sonrisa de Teresa (la mejor compañera de Kayak y tienda), el
gracejo tupido de Marco (dyayo dyayo), la independencia italiana de Gigo y
Stefano, y la sombra que siempre nos perseguía del gobernador. Creamos un gran
grupo, que nos hizo sentir seguros. La expedición ártica es un regreso al
pasado, cuando las personas tenían que responsabilizarse unas de otras, igual
que los inuits siglos atrás.
Fácilmente aprendimos esa lección.
La ruta a seguir imponía sus
necesidades: desembarcar kayaks, montar campamento (tipi o lavu y tiendas),
buscar agua, preparar cena y establecer el cuadrante de guardias para las
noches sin noches y evitar el peligro de los osos polares. El protocolo a
seguir era claro: turnos de dos horas por tienda, discernir los eventuales
ronquidos de la amenaza osezno, no perder de vista el silbato y el gas de
pimienta y evitar despertar a Rubén (nuestro Amundsen portador del rifle) con
falsas alarmas (desde piedras cuya silueta a lo lejos era amenazadora, a los
movimientos de gansos, perdices nivales o cualquier elemento de la fauna
circundante que sobresaltaba en las horas de madrugada).
En Ymerbukta, entre farallones
gastados y desnudos, probamos los kayaks, para habituarnos, hasta llegar al
glaciar Esmarkbreen. Mientras la luz reverberaba en la superficie del agua, el grupo empezó a practicar las primeras paladas…, pronto
los torpes movimientos iniciales adquirieron el ritmo necesario, y los vascos
nos demostraron lo fácil que es alejarse con apenas un breve paleo ante la
mirada curiosa de las focas. En el glaciar realizamos el recorrido con
crampones desde la zona de morrena, situada en el lateral del final del hielo. Enseguida
el blanco se ramificaba en varios pasillos de hielo vivo, algunos de los cuales
acababan en profundas grietas que la nieve prístina suavizaba. Entre
fotografías y fila india, podíamos contemplar como la lengua del glaciar
culminaba en un azul intenso que se sumergía suavemente en el agua helada.
Foto de mi compañero David González
Al día siguiente nos dirigimos en
kayak hacia Trygghamna, fiordo al oeste de Ymerbukta, para hacer un trekking.
Tras desembarcar en una playa de guijarros, y avanzar en la tundra con alguna
que otra seta comestible (pedo de lobo), iniciamos un cresteo espectacular que
nos premió con unas vistas espléndidas de la bahía, rodeada de picos altos,
skuas, fulmares, gaviotas árticas y renos.
Poco a poco, como los primeros pasos
de un niño, íbamos descubriendo la naturaleza salvaje, a veces inhóspita, de
los fiordos. Parecía el último refugio del ser humano, abriendo caminos en
áridos picos o caprichosos relieves tallados por el frío. Las montañas lucían
un color marrón oscuro, de tierra volcánica cuajada de minerales, coronadas por
una pequeña lámina de nieve. Y entre tanta belleza indómita, que alimentaba el
alma, nosotros desarrollábamos nuestros rituales: la odisea de ponerse y
quitarse los trajes estancos, desmontar y montar campamentos (inolvidable el
del polvo), la búsqueda del agua, los esporádicos (y rapidísimos) baños en
lagunas de deshielo para intentar mantener la higiene pese a los ataques de las
golondrinas árticas; las conversaciones sobre comida en los trekkings (que
inspiró a Ruben su famosa frase: ¡tenéis más hambre que los pavos de
manolete!), pero que prontamente se olvidaban ante la pericia culinaria del
propio Rubén en las cenas calientes (pollo al tikka masala, cuscús, lentejas
con arroz, estofado de calamares, los tres intentos, que fueron superándose, de
pudding), perder la dignidad en cagaderos con vistas, las celebraciones de los
cumpleaños de Óscar y Piza con cócteles de minibotellas de whisky con tang de
piña; las conversaciones de cine con Piza en el lavu…
Pero, sobre todo, teníamos la
sensación de seguir el ritmo de la naturaleza, pues dependíamos de ella, algo
que saben muy bien los inuit. Comprendían que en la naturaleza todo afecta a
todo, así siempre sabían la dirección del viento, o el sonido de las olas, para
aún yendo en kayak entre la niebla densa, poder encontrar el camino hacia su
destino incluso sin ver tierra o las estrellas. Como leí en un libro, era menos
importante saber la dirección del viento que comprender cómo el viento afectaba
a la vida. Así, cuando un determinado viento del norte alejaba a los témpanos
de hielo, era un buen momento para cazar focas; o cuando el del sur volvía a
juntar lo témpanos, había que empezar la caza de la morsa. Edmund Carpenter
cuenta la historia de un esquimal al que se le pidió que escribiese un diario;
casi todas las entradas empezaban con un comentario sobre el viento. Según él,
su forma de pensar podía describirse con las palabras “déjanos escuchar lo que
vemos”.
Y, en esa necesidad de seguir el
ritmo de la naturaleza, aparecía Piza. Piza,
es de esas personas que sabe escuchar la voz de las cosas, porque entiende,
como los inuit, que todas las cosas viven. Explorador, montañero, nómada,
narrador innato. Su piel conservaba el moreno del sol groenlandés. Sus ojos,
atentos, escrutadores en los trekkings, desprendían una tranquilidad que sólo
las personas que han atesorado miles de experiencias pueden transmitir. Parecía
que conocía el espíritu de la tierra, y, que al comunicarse con ella, podía contar
la verdadera historia de lo que somos.
Y seguir el ritmo de la naturaleza
nos procuraba sorpresas, como las de descubrir huellas de oso en todos nuestros
campamentos, algunas muy recientes. Tras la obligatoria inspección de Ruben y
Piza, y entre la euforia fotógrafa, el recelo en la guardia nocturna y el ansía
de verlo cerca (y lo suficientemente lejos), las huellas de oso se convirtieron
en nuestro fetiche. Y recordé como Martín Garzo, en un artículo reciente, hablaba
de que los rodajes de las películas estaban llenos de extrañas historias. Una
de ellas la protagonizaron el productor de cine Dino de Laurentiis y el
director francés Robert Bresson. De Laurentiis preparaba su gran
superproducción de La Biblia y, entre
otros directores, había elegido a Bresson para que dirigiera el episodio de
Noé. Fue a verle momentos antes de que iniciara el rodaje. Allí estaban, en
jaulas, innumerables parejas de animales, y de Laurentiis no pudo menos de
comentarle a Bresson lo contento que debía estar con una producción como la
suya, que no reparaba en gastos a la hora de permitirle el rodaje de las más
espectaculares escenas. Bresson le contestó que se lo agradecía mucho pero que
lo único que se iba a ver de aquellos animales eran sus huellas sobre la arena.
Esa misma tarde, recibió una llamada diciéndole que estaba despedido. De
Laurentiis operaba sin duda con la lógica de una gran producción, con la lógica
de aquellos que no saben que la poesía no está en ese mundo enfático de las
grandes declaraciones y los grandes gestos, sino en las huellas casi
imperceptibles de los cuerpos que amamos sobre la arena del tiempo.
Los días se sucedían, de Borebukta a
Nansenbreen, con un hermoso trekking en el ascenso a Sten de Geerfjellet; e
íbamos mejorando en el kayak. Había momentos, que parecía que las olas nos
hacían bailar, en el movimiento sincronizado de las palas con Teresa, en el
suave deslizamiento sobre el agua. Se creaba algo cercano, íntimo, en la relación
directa que se establecía con el mar al palear, donde las aves siempre
presentes te acompañaban en su vuelo el aleteo de las palas, mientras rozabas
cuidadosamente las algas, alimento de focas y aves marinas. Y agradeciendo el clima
benévolo que nos permitía disfrutar del trayecto pese al cansancio.
Junto al glaciar Nansenbreen fijamos
nuestro nuevo campamento, punto de partida del trekking a Sylfjellet. Mientras
ascendíamos, nuestro ánimo era alegre y parecía que la salvaje tundra se iba
apropiar de todo el espacio, del horizonte. El trote de los renos en solitario,
mirándonos con curiosidad, las perdices nivales, los gansos, el algodón ártico
(cuyo nombre en inuit era la flor que se asemeja a una liebre ártica, según
Piza), la risa exuberante de Gigo; todo ello preparaba nuestro espíritu para
contemplar, desde la cima, las montañas distantes en un cielo claro, las grises
pedreras empinadas que se precipitaban por detrás de los glaciares blancos. Las
laderas que asemejaban acantilados se dibujaban en colores ocres sobre el mar.
Una belleza que vivimos, que sentimos, y que celebramos como equipo haciéndonos
fotos saltando en el aire. Al fin y al cabo, al contemplarse la tierra nunca
deben olvidarse las personas que alberga y que nos unen.
De nuevo, abandonamos el campamento,
e iniciamos la etapa reina del kayak, treinta kilómetros para alcanzar
Yoldiabukta. Madrugamos para aprovechar el buen tiempo y nos encontramos con un
mar en calma y el acompañamiento de fulmares y focas. Las risas y las bromas se
sucedían sin parar, hasta que bordeamos Ǿienbukta, nuestro Cabo de Hornos
personal. El viento en contra, el mar rizado, y las olas de gran tamaño
hicieron que nos acercáramos a Piza y Ruben. Era curioso ver cómo nuestras
voces se iban apagando conforme se rizaba el mar y las olas se erigían
orgullosas en nuestro camino. En silencio, nos centramos en bordearlo lo antes
posible. Fueron ocho horas de kayak, que al finalizar, nos hizo sentir
eufóricos.
Al montar campamento cerca del
glaciar, la sensación térmica del frío aumentó, por lo que aprovechamos la
presencia de maderas traídas por el mar para hacer una hoguera. Ion y Marga
desplegaron su sabiduría para confeccionarla, y lo hicieron genial. En momentos
así, solitarios y sencillos, da la sensación de que no existe el tiempo ni el
mundo, y que lo único que se necesita para vivir es una hoguera que
chisporrotea. Para vivir, y para hacer una guardia en condiciones, claro, ya
fuera fotografiando o leyendo un libro. El sol, en ocasiones, no acababa de asomarse lo necesario como para dejar
de sentir frío. A pocos metros del lavu, se asentaban nuestras tiendas,
al principio cercanas las unas a las otras, como para inspirarnos protección,
no sólo contra el frío, sino contra lo desconocido, lo salvaje. Poco a poco,
nos fuimos distanciando, tanto por la seguridad que te daba el día a día, como
por los ronquidos de algún compañero oso. En esos momentos de guardia, sin embargo, me gustaba caminar solo,
en silencio, aprendiendo en cada paso los sonidos y paisajes de cada
campamento, mientras el sol describía círculos contorneando el horizonte.
Tras desayunar, iniciamos el
trekking hacia el glaciar Wahlenbergbreen. El cielo estaba cubierto por una
capa opaca de blancura de tonos pagados, y el cielo y las montañas nevadas se
confundían entre la tundra, los restos de cornamentas y las huellas de
animales. Al acercarnos al glaciar, caminamos por la playa desierta, llena de
troncos arrastrados por la marea y pequeños icebergs. Algunos buscábamos
fósiles, a pesar de que no puedes coger nada, por protección medioambiental y
porque todo lo anterior a 1947 es “cultural heritage”. Pero las piedras nos
llamaban, quizás porque, como dicen los versos de Cañamares, durante los viajes
recogemos las piedras que el mar nos regala. Son las piedras con las que luego,
en el invierno, reconstruimos las ruinas de nuestras guerras. No sólo les
pedimos que resistan. También que nos recuerden que el mar existe.
Al día siguiente, en nuestra última
etapa de kayak, nos dirigimos hacia el glaciar Sveabreen, formando campamento
en Sveaslett, junto a la arena de la playa. Al llegar, celebramos el haber
conseguido realizar la expedición de kayak con fotos y abrazos. Creo que nos
sentíamos los más orgullosos del mundo, y como regalo de nuestra gesta un par
de curiosos, traviesos y hambrientos zorros árticos decidieron invadir nuestro
recién montado campamento. A pesar de otra hoguera, el frío aumentó por la
cercanía del glaciar al soplar el viento del noreste. Esa noche sin noche,
sobre la arena de una playa sin nombre, en mi turno de guardia y en el silencio
interrumpido por los seracs desprendiéndose, contemplé ensimismado cómo tonos
de azul y rosa bañaban las montañas de cumbres nevadas anunciando la llegada de
un próximo atardecer o amanecer a finales de agosto. La luz guardaba la memoria de Svalbard.
Foto de mi compañero David González
El trekking final nos dirigió al
glaciar, en un paseo sobre crampones, sintiendo el frío, el viento y la soledad
de esta tierra. El hielo nos recibía proveniente de un tiempo antiguo,
inmemorial, y parecía guardar los secretos del principio del mundo. Grietas,
blanco, luchaban contra el cambio climático bajo cada paso, cada huella de
nuestra expedición. Subimos a una pequeña cima cercana para contemplar las
preciosas vistas del fiordo y el glaciar, y descansamos un rato, casi en
silencio. Puede ser que la lengua de hielo adivinara que nos marchábamos, que
quedaba poco para que el viento borrara nuestra huella, sabiendo que el blanco
seguiría aquí, más allá de nosotros. No sabe el hielo de barreras, ni concibe
los límites del tiempo.
Desmontamos el campamento y
esperamos la zodiac de Víctor para regresar a Longyearbyen. La tarde se iba
tiñendo de plata y nos mirábamos con una sonrisa tranquila, mientras jugábamos
a lanzar piedras al hielo. Cuando llegó la zodiac embarcamos tras una última
foto de grupo, sin mirar atrás, con los ojos en el horizonte, en ese sol que
nunca se ponía.
El regreso a la ciudad supuso no
solo la ansiada ducha caliente en el camping, sino la oportunidad de desayunar
contemplando los lomos de un grupo de belugas, pequeñas ballenas blancas que
bailaron en el horizonte para nosotros. No nos movimos para fotografiar,
simplemente nos quedamos en silencio, contemplando, necesitábamos vivir, sentir
ese momento juntos, sin romperlo. El regreso también supuso la oportunidad de
volver a visitar el museo, las casas de colores, los establecimientos y los
restaurantes. En la entrada de uno se podía leer “como es improbable que algún
oso intente penetrar en este establecimiento mientras usted está cenando, se
ruega que todos los clientes depositen sus pistolas, rifles y demás armas en la
recepción”. Entre risas acabamos en el Svalbar, la primera parada a la hora de
celebrar los regresos a la civilización a base de cervezas.
Y
si había que celebrar, y despedir, y sentir la vida, era necesario el
reencuentro con la familia del Sterna,
los hiperbóreos Albert, David y Fernan, unidos a Jytte e Ibon. David me regaló
un colgante en hueso de reno, tallado por él mismo, con mi nombre. Más que un
regalo, se convirtió en mi piedra de Svalbard, en mi dibujo de un sueño a
recordar, en el medio para comprender la fragilidad de aquello que amamos y de
entender la necesidad de mantener los sueños vivos y luchar por ellos. Gracias,
por todo eso y más.
Era
la última noche, y no quisimos dormir, entre cervezas, cena en el Kroa, copas
en el sexto mejor bar del mundo, compañerismo y el último sol de medianoche. A
pesar de mi piedra, la escritura quedaba anclada y los personajes se iban
dispersando sobre el tiempo blanco.
Cuando
marché, miré hacia atrás, pero la neblina cerraba la vista de las montañas y el
fiordo. Tras sentarme en el avión, entre la emoción de la despedida, los
comentarios con mis compañeros y las risas de las últimas cervezas, miré hacia
la ventanilla. Y allí estaban, diáfanas, orgullosas, las cumbres de Isfjorden. Intenté
fijarlas en el recuerdo, como huellas en mi memoria. Antes de dibujarme las
palabras que encerrarían ese momento, cerré los ojos. Svalbard era más que
huellas bajo el sol de medianoche. Como dijo Kerouac, nos quedaban largos
caminos por recorrer. Pero no importaba, el camino es vida.
“Pero hoy
parece ser que incluso el blanco
Ofrece
todavía una esperanza.”
ÁLVARO