Porque el sueño más real
es aquel más distante de la realidad,
aquel que vuela solo,
sin necesidad de velas ni de viento.
Hugo Pratt.
Creí que era una
aventura,
Y en realidad era la
vida.
J.Conrad
Para mis compañeros
de expedición:
Miriam, Pacopé,
Jesús y Ana; Guadalupe, Dani y Susana,
Viçent y Dolors,
Teresa, Anna, Esther, Miguel Ángel, y Oleana.
Y nuestra brújula,
Thierry y Valentina
Andábamos sin buscarnos
pero sabiendo que andábamos para encontrarnos.
(Julio Cortázar).
Madagascar,
su nombre suena a remoto. Raharimanana, en su libro Nur, la describe como una isla al margen. Y así ha sido durante
mucho tiempo, una isla al margen de todo, una isla en ninguna parte.
Y
una isla así, ¿aún puede existir? ¿existió alguna vez tal y cómo la soñaron? Para
alguien que ha crecido bañado por el mar, contemplando el horizonte y pensando
qué habrá más allá, creer en algo así es casi como una seña de identidad.
Todo empezó
con Marco Polo. Él fue el primer europeo en hablar de una isla al sur del sur,
que llamó Madagascar. Pero estaba confundido, seguramente con Mogadiscio, en
Somalia. Porque Marco Polo no siempre decía la verdad, o, al menos, en algunos
casos, no comprobaba mínimamente lo que leía o le contaban sobre tierras remotas
que nunca visitó. Por eso afirmó, sin ningún tipo de rubor, que Madagascar era
el territorio con más elefantes del mundo, o que los camellos eran el plato
ideal de sus habitantes. Sin embargo, en la isla más grande de África no ves elefantes,
leones, camellos, jirafas o hipopótamos. Es otro mundo, un mundo aparte. En las
primeras líneas de mi diario escribí, antes de partir a esta isla: África que
no es África, o África que no parece serlo. Al hacerlo no imaginé que esas
palabras las repetiría más de una vez a lo largo de un mes, como una forma de
atrapar lo asombroso de una tierra que aparecía ante mis ojos como una
bendición. No lo esperaba y quizás por eso me enganchó desde un inicio, más
rápido de lo que me había ocurrido en otros viajes.
¿Pero
si no parece África, qué parece? La cuarta isla más grande del mundo, tras
Groenlandia, Borneo y Papua Nueva Guinea, es casi un mini continente. Se
originó a partir del supercontinente Gondwana (un antiguo bloque continental
que resultó de la partición en dos de Pangea) y que, al extinguirse, dio lugar
a las masas continentales de las actuales Sudamérica, África, Australia,
Indostán, Madagascar y
Todos
los viajes tienen un origen. Y aunque siempre fantaseo con hacer girar el globo
terráqueo y posar un dedo para que éste marque al azar la próxima aventura, aún
no ha llegado ese momento. Éste encontró su motivación en la ilusión de unos
compañeros de la expedición a Papúa, Jesús y Ana, grandes viajeros que, en uno
de los últimos días en Sulawesi, al atardecer de una playa en Bira, lanzaron su
deseo al aire, que al vuelo fue recogido por otros compañeros como Pacopé y yo.
Los tres, Jesús, Ana y Pacopé, son grandes compañeros de viaje. Tienen buena
conversación, curiosidad por lo que ven, divertidos, y no les agrada discutir.
Su forma de viajar es parecida a la mía. Si bien llevo tiempo queriendo conocer
Patagonia, su entusiasmo y la falta de concreción de otro viaje, me impulsaron
a unirme a ellos.
Para
mí Madagascar era un enigma. Poco sabía de ella más allá de un lugar en ninguna
parte, que es África pero también un poco de Asia, que es Índico pero también
un poco del mar cálido del canal de Mozambique. Una tierra de contrastes, desde
los altiplanos centrales de arrozales a la aridez del suroeste; de la majestuosidad
silenciosa de los baobabs al norte verde de playas paradisíacas. Un pueblo
formado por un conjunto de etnias de enorme riqueza cultural (merina, betsileo,
tsimihety, sakalava, antandroy), que ha llegado a nosotros gracias a una tradición
oral que sigue presente en las extraordinarias historias que puedes escuchar en
boca de cualquier malgache al que prestes atención. Pero también un pueblo al
límite de la subsistencia, uno de los más pobres del mundo, al que la
supervivencia le lleva a arrancar de la tierra los recursos que millones de
habitantes necesitan para calmar el hambre: talas y roturaciones
indiscriminadas para el cultivo del arroz, la ganadería de cebúes o la
obtención de leña para construir, cocinar y protegerse contra el frío. Una
tierra que puede dejar de serlo para lémures, camaleones, baobabs e
innumerables especies de flora y fauna. Aunque
se encuentra cerca de Mozambique, a unos cuatrocientos kilómetros, los primeros
pobladores llegaron de Asia hace unos 1200 años, probablemente del extremo
asiático, de Siberut (la más grande de las islas Mentawai, en Indonesia, a más
de seis mil kilómetros de distancia), impulsados por las corrientes marinas y
los vientos en embarcaciones tipo Kontiki. Este origen ayuda a explicar los rasgos
orientales de una gran parte de la población, su lengua (el malgache, más
cercano al sudeste asiático o las islas del Pacífico que a las lenguas
africanas) y esa sensación que te inunda desde el primer momento de mirar de
espaldas a África, como si no formara parte de este continente al cien por cien.
Como si quisiera perderse del mapa, escaparse.
Poco
tiempo después, hubo migraciones bantúes desde el continente africano,
fundiéndose con la población asiática y configurando esa doble pertenencia que caracteriza
el rostro malgache. En una época donde los únicos habitantes de la isla eran
avestruces de más de tres metros de altura, lémures y tortugas gigantes, todo
empezó a cambiar. Los comerciantes árabes y persas, atraídos por su posición
geoestratégica entre dos grandes continentes y las bondades de sus recursos y
especias, establecieron colonias allí sobre el 1300. Y, al parecer, dieron el
nombre a la isla: Al madina gaskaria (“la
ciudad bonita”), que, con el tiempo, derivó en el Madagascar que menciona Marco
Polo. Tras ellos, en su búsqueda de una ruta alternativa a Oriente que evitara
el Mediterráneo, al doblar el Cabo de Buena Esperanza y avanzar por aguas del
Índico, aparecieron los portugueses encabezados por Diego Díaz, aunque no
lograron establecer una base duradera. Como reacción a tanta presencia
extranjera, desde el siglo XV, las diferentes tribus de la isla empezaron a
unirse iniciando los primeros reinos (Sakalava, Merinas… con reyes de nombres
impronunciables), pero no pudieron evitar que, en el s. XVII, el noreste de
A mediados del
XVII se asentó
Cuando
te empapas de guías, libros y planos, rápidamente te das cuenta de que viajar
por Madagascar no es fácil. No hay grandes infraestructuras de transporte,
salvo un avión interno que une la capital, en el centro, con el norte. Las
grandes carreteras son escasas, faltan indicadores, y lo común son pistas de
tierra sujetas a las inclemencias del tiempo, que, aunque son toda una
aventura, resultan incómodas por las largas distancias entre las escasas
ciudades y los días que puedes tardar en desplazarte de un lugar a otro. La
población local, malgache, utiliza los taxi
brousse, minibuses que viajan abarrotados cuando se llenan, sin un horario
estricto, y si bien es un excelente medio para conocer, y sentir, de primera mano el país, cuando se viaja con un tiempo
limitado, en este caso un mes, hay que buscar otras opciones.
Y
ya no te digo preparar el inseparable macuto de viaje. Olisquear, buceando por
internet, sobre las temperaturas de mi destino te deja con la sensación de que
verdad voy a viajar a una isla al margen: del clima continental del interior,
donde se encuentra la capital Antananarivo (en un altiplano que en ocasiones
supera los
Al
fin, el viaje. No es fácil imaginar todo lo escrito tras casi dos días de
vuelos, retrasos y cansancio, cuando desde la ventanilla del avión aparece la
silueta, enorme, recortada sobre el mar, de Madagascar. Tampoco al bajar la
escalerilla del avión y respirar profundamente un aire fresco y húmedo que me
regala una extraña sensación de familiaridad. Ni cuando haces las largas colas
para pasar los controles y sellar el visado. Ni al conocer por fin a Valentina,
a quien Gerardo (guía de Etiopía y amigo) me había puesto en el mapa como cicerone.
Ni, mucho menos, en el largo trayecto desde el aeropuerto a Antananarivo, la
capital del país.
Antananarivo
Aunque
no es una ciudad bien iluminada, tras el cristal del minibus que nos conduce al
hotel se intuye la pobreza del país, la fisonomía de las grandes ciudades que
han crecido sobre la base del caos, de las oportunidades y las necesidades, del
deseo y la pretensión de un orden, de la historia y la economía. Creo reconocer
postales de otras ciudades que me dibujaron esa impresión, de acumulación de
edificios por construir o en ruinas, junto a moles arquitectónicas como
salpicadas en un enjambre de miles de viviendas olvidadas por el ingenio
urbano. Un par de grandes avenidas de las que salen cientos de callejuelas que
tejen un tapiz de viviendas, solares o parcelas para el cultivo del arroz. Me
atrae, tiene ese aire entre desorden, decadencia y un matiz de incertidumbre
que tanto gusta a los viajeros.
La
ciudad, como si de una humilde Roma se tratase, se ha construido sobre la unión
de una serie de cerros, valles y colinas que oscilan entre los mil y los mil
quinientos metros. De ahí las continuas cuestas y laderas, bajo pinos y
eucaliptos, y la presencia, entre construcciones de cemento, de mesetas y
terrazas de arrozales. Y, como la ciudad eterna, encierra entre sus cerros una
atractiva historia que invita a descubrir siempre y cuando sepas dejar de lado
el caos, la polución, enjambres de personas que se desplazan de un lugar a otro
o simplemente desarrollan su vida en sus puestos y trabajos ajenos a mi mirada
curiosa. Apunto en mi diario, seguramente recuerdo de alguna lectura, que Tana
(la denominación popular de Antananarivo) se presenta en un vaivén, como
laberintos de vida que te llaman a gritos para que entres. Y accedo a la
invitación.
Entre
humildes edificios de ladrillo rojo y barrios de chabolas, encuentras antiguos
edificios coloniales y nuevas construcciones para empresas y palacios
gubernamentales. Y en una de las zonas elevadas, y más tranquilas, se localiza
nuestro hotel, el Louvre, una pequeña maravilla arquitectónica realizada por un
discípulo de Eiffel. A pesar de una reciente remodelación, la construcción
responde a todo lo que uno puede asociar a Eiffel, estructuras y vigas
metálicas que recuerdan a las principales obras del conocido arquitecto.
Por
la noche, que se presenta casi por sorpresa a media tarde, cuando parece llegar
la quietud, como una dulce sábana que cubre los edificios y las calles,
empiezas a intuir en las luces amarillentas y anaranjadas, que intentan impedir
que la luz abandone la ciudad, que la ciudad sigue viviendo pero de otra forma.
Los intercambios ocultos, el trapicheo, el vagabundeo en busca de la necesidad
o del deseo, no están presente en nuestro barrio, en una zona alta y acomodada.
Pero sí lo está algún moderno bar para extranjeros y el mundo de la
gastronomía, de la influencia francesa en el buen comer, y tomaremos buena nota
de ello en nuestra intermitente estancia en la capital. Otro de esos contrastes
que hace que África te atrape y haga contigo lo que quiera.
Tonga soa (bienvenido). Es el momento en
que los nombres sobre el papel adquieren el rostro y el cuerpo de los que van a
ser mis compañeros de expedición durante casi un mes: mis viejos amigos Pacopé,
Jesús y Ana; y un retazo de la geografía peninsular en los que adivino en sus
ojos el mismo ansia de aventuras y descubrimiento que desde hace un tiempo
reside en mi. Miriam, Guadalupe, Dani y Susana, Viçent y Dolors, Teresa, Anna,
Esther, Miguel Ángel, y Oleana de origen ruso. Junto a ellos, Thierry, la mano
derecha de Valentina, cuyo rostro refleja los rasgos merina, los más deudores
de un origen asiático, y quien nos tiende su mano para conocer su país, su
tierra, su gente.
Tsiroanomandidy.
Tras
una noche limitada a las presentaciones (del grupo, de la expedición y de las
cervezas), al cambio de moneda (grandes fajos de billetes que te hacen sentir
millonario) y al descanso, el camino se inicia con las primeras, y perezosas,
luces de la mañana. Es el momento, abrigados ante el aire fresco, en que
conocemos nuestra primera troupe,
conductores de 4x4, cicerones de los caminos perdidos de esta gran isla. Cada
uno es singular, elocuente, tímido, con carácter, rudo, silencioso. Con ellos,
Valentina y Thierry, aprenderemos nuestras primeras palabras malgaches y
nombres de pueblos (complicadísimos, Tsiribinha, Tsiroanomandidy; que apenas
puedo garabatear en mi diario), su música, y, a través de sus ojos toda una
forma de vivir de un país que aún no te pide o intenta venderte todo a las
primeras de cambio.
Como
suele ocurrir en la mayor parte de África, las ciudades-capitales, más modernas
y abarrotadas de población, salvo las costeras o aquellas con un pasado
colonial (y cuyo encanto suele limitarse a zonas concretas), no es que
destaquen por su atractivo, así que al iniciar el camino a recorrer el país
agradecimos los primeros trazos de paisaje de la gran isla al son de canciones
africanas en el reproductor del coche. Prepararse a ver la vida pasar. Uno a
veces se siente un perfecto idiota con el diario, bolígrafo y cámara de fotos,
como si fuera un Kapuscinski de cómic, pensando que mi relato no es que vaya
ser el definitivo pero si uno que contenga verdad y emoción. Buscando un
paisaje, una historia, que leí hace tiempo y que hace años que ha desaparecido.
Cada vez siento más respeto al escribir sobre los sitios por los que viajo,
porque, en realidad, no sé nada. La realidad te pone en tu sitio.
Cada
solar de la ciudad, sea en llano o en ladera, parece ser el lugar idóneo para
plantar arrozales, porque, en esta tierra, comer es sinónimo de arroz. No de
maíz o mandioca, como ocurriría en tierras africanas continentales. Muchos
transeúntes, de pelo oscuro y lacio y ojos y piel cobriza, refuerzan esa huella
asiática. Por lo demás, comparte ese espíritu de ciudad a medio construir y un
tráfico endiablado de muchas ciudades africanas y del sureste asiático. Al
menos la lentitud en el avance permite intuir el perímetro de uno de los
principales puntos de Tana, el Lago Itosy (Anosy). Lo que podría ser un lugar
apacible enmarcado por bellas jacarandas, se ha convertido en uno de los centros
neurálgicos de la ciudad, alrededor del cual se desplaza el tráfico sin orden
ni concierto, una marea de coches y personas que si te descuidas te engulle
durante horas y horas para dejarte claro que has entrado en un mundo en el que
la palabra prisa no existe.
Lentamente, logramos salir de la capital. Dejamos
atrás un río en decadencia, casi como una sucia frontera entre el mundo urbano
y la promesa de un mundo a las afueras que descubrir. Las mujeres lavan ropa
mientras el juego de los niños con el agua los convierte en entrañables
centinelas de una tierra de paso. Circular por la carretera bajo un cielo
despejado e infinito despierta de nuevo el sentido del viaje por tierras
africanas y asiáticas: coches de segunda mano junto a carros tirados por
bueyes, ladrillos de arcilla secándose al sol, personas escondidas bajo tejidos
de mil y un colores esquivándose mutuamente en un cruce continuo de animales,
perros y mercancías, de bidones vacíos en busca de agua y hatos de tela o capazos
de verduras que ojean mercados. Como ocurre con la mayoría de los países africanos,
la vida en Madagascar no funciona con prisas, sino más bien todo lo contrario,
al ritmo del mora mora (poco a poco),
una expresión que de forma inmediata entra a formar parte no solo de tu
vocabulario sino de tu rutina diaria. Un proverbio africano dice: “vosotros,
los europeos, tenéis los relojes, pero nosotros tenemos el tiempo”, nos recordó
Vicenç. En verdad, como leí en más de una entrada de internet a la hora de
preparar el viaje, esta debe ser una expresión que los malgaches inventaron
para evitar caer en la desesperación, que a fuerza de repetirla como un mantra
tibetano, ayuda a combatir sin hundirte en la miseria la lentitud en la forma
de vivir y hacer las cosas en
Dejar
atrás la capital es abrirse al hermoso paisaje de Madagascar, a sus distancias
infinitas, cielos brillantes y montañas de roca viva que dan paso a ríos o
secas planicies de tierra que parecen engullirte en nubes de polvo rojizo y
amarillento. Pero el inicio de este viaje tardó en mostrar sus beldades: las
primeras colinas se presentan desnudas, erosionadas, y las zonas bajas parecen
más barrizales que los hermosos bosques que uno espera. Es el altiplano, la
única vegetación que se avista alejados de la ciudad son las palmeras ravenala y una hierba amarilla, casi
seca, sobre tierra yerma. Tan solo la presencia de pequeños pedazos de bosque,
diseminados en las grandes extensiones que se adivinaban desde mi ventanilla,
me recordaba que Madagascar había sido una tierra de bosques.
Hoy,
sin embargo, hay pocos árboles. Es por ello que entiendes porque llaman a esta
tierra
No
necesito muchos días de viaje para comprender que el arroz es una forma de vida
en Madagascar. La presencia de arrozales, desde el centro de la capital a
cualquier tramo de nuestros trayectos, es signo inequívoco de que es una parte
esencial en su dieta. Pero arroz no es solo alimento. Los niños utilizan los
sacos del cereal como bolsas donde guardar los libros del colegio y, una vez
vaciados en el aula, como esterillas para sentarse. Y lo mismo ocurre con la
religión: es común ver en los márgenes de carreteras y caminos, incluso en los
más aislados, pequeñas vírgenes o santos en estructuras de piedra y madera a
modo de hornacinas. A lo largo de los días siguientes, esta percepción se
matizará con la idea de la superstición y de los tabúes, tan presente en la
vida local.
No
es fácil viajar por la gran isla, sus carreteras, cuando las hay, no están bien
pavimentadas, y lo más frecuente es encontrar pistas de tierra que dependiendo
de las últimas lluvias u otras inclemencias del tiempo, sean más transitables o
menos. Por eso se hace indispensable contratar conductores con todoterreno. Es
difícil coger un coche por tu cuenta, has de saber de mecánica, controlar GPS y
los caminos y rutas, estar preparado para cualquier imprevisto (desde parones
por el fuerte sol a atascos en el barro).
Por
ahora tenemos suerte, viajamos por
Siempre llevo algunas lecturas cuando viajo a un país, desde libros (la mayor de las veces) a artículos de periódico impresos o grabados en la memoria de mi móvil. Me ayudan a entender mejor los territorios que camino, a soportar con estoicismo las largas esperas de aeropuertos o traslados, e incluso para conseguir conciliar el sueño cuando el clima o las condiciones me lo ponen difícil. En esta ocasión me acompaña el naturalista Durrell y varios extractos de noticia que me ponen al día sobre la deforestación y el hambre. Leo que Madagascar es peculiar, no sólo porque haya tenido un presidente que fue DJ o por el descubrimiento casi continúo de especies endémicas, sino por los contrastes entre las diferentes zonas del país o el origen de sus etnias, que hacen que el trato al extranjero pueda variar de un área a otra. La insularidad y la falta de infraestructuras de comunicación entre diferentes regiones permite que algunas poblaciones vivan más aisladamente y preserven una cultura propia. Imagino que aquellas tierras más desarrolladas estarán más acostumbradas al viajero que algunos pueblos del interior o el sur. Hasta este momento, pocas veces he oído que se dirijan a nosotros como vazaas o vazaha, nombre que los malgaches dan a los extranjeros, y que significa literalmente blanco. Al fin y al cabo, es una de las primeras palabras que se aprenden en África. Nuestra piel de vazaha no deja de ser un reclamo, pero siento que en este país la mayoría de las zonas están más que acostumbradas a la presencia occidental, aunque haya algunos niños de aldeas perdidas que se queden pasmados al vernos. No es la época precolonial ni yo soy Livingstone.
Pero esto no le resta un ápice al espíritu de aventura que tiene el grupo, ni al hecho indiscutible de que estamos en una isla que aún conserva territorios vírgenes y salvajes. Ese es nuestro horizonte y lo que me recarga las pilas al grito de lore lore maku maku, cancioncilla que en un momento de risas convertimos en el emblema de nuestro grupo y que triunfa de una forma curiosa en el público malgache. Al atardecer, en un pequeño pueblo en ruta en el que paramos para estirar un poco las piernas, tenemos ocasión de entonarla. Con la idea de recorrer el pueblo y familiarizarnos con su arquitectura de barro nos vemos asaltados por un grupo de niños sonrientes. Acuden hacia ti, primero tímidamente, luego corriendo, hasta formar un buen grupo al grito de vazaha! (blanco). Nos alegramos, las risas infantiles tienen el sonido de África. La cámara llama la atención, seguramente algunos la han visto anteriormente y saben que su imagen puede quedarse fijada en la pantalla. Solo queda que hagamos el payaso, les saquemos alguna foto y la mostremos de forma teatral. A cada flash estallan gritos y risas de júbilo, y cuando enseñamos las fotografías a través de la pantalla de la cámara, las expresiones de alegría se extienden por todo el pueblo. Han decidido que nuestras cámaras y las fotografías son el pasatiempo del día, y entre infinitas sonrisas, carcajadas, ojos brillantes, manotazos, algún que otro agarrón y múltiples y curiosas formas de llamar la atención, posan para mí, y para ellos, y para el mundo, en unos minutos que por sí mismos le dan sentido a todo un viaje.
De este modo llegamos a Tsiroanomandidy, una ciudad a unos 200 kms al oeste de Tana, en la región de Bongolava, dejando atrás campos sin fin de un brillo rojizo. Instalados en un alojamiento cerca de un gran horno de pan, el cansancio pesa, y para luchar contra él, en la espera del alimento y el descanso, Thierry se lanza a darnos unas pequeñas pinceladas sobre la cultura malgache. Hablar con Valentina (lleva mucha África a sus espaldas, en su mochila) y Thierry es conocer, y comprender, parte de este país. La ilusión y destellos de alegría que puedes observar en su mirada resume el carácter de un pueblo que afronta con esperanza el futuro, que confía en si mismo para lograr sus sueños. Pero también lo es la resignación, cuando habla de lo difícil que es salir del país o la necesidad de avanzar, de luchar en cada guía o en cada proyecto, por prosperar ante mil y un obstáculos.
A Thierry le
gusta hablar de sus tradiciones, e impulsado por Valentina, aprovecha cualquier
momento para contarnos algo. Esta tarde nos explica que Madagascar, a pesar de
ser un país con mayoría cristiana, aún tiene muy presente sus raíces animistas,
que han abrazado durante siglos las creencias de sus habitantes. Esto,
combinado por el respeto y culto a los ancestros, hace que muchas formas de
hacer las cosas (desde los entierros a las construcciones), se hagan de acuerdo
a las costumbres, aunque ello suponga dejar de lado la modernidad, sino se
quiere romper el fady y recibir alguna
maldición. Intenta familiarizarnos con los fady (prohibiciones a medio
camino entre un tabú y una superstición) y evitar de este modo algún
malentendido: decir algunas palabras, hacer determinados gestos, tocar objetos concretos
o el consumo de ciertos alimentos (como el cerdo, por su impureza) se perciben
como una falta de respeto, incluso aunque, probablemente, la gente local no te
llame la atención. Y todas traen consecuencias negativas o trágicas si lo
haces. Ejemplos son el árbol del tamarindo, un intermediario con los ancestros:
tocar la cabeza de los niños desde bebés hasta los tres o cuatro años (llevan
un corte de pelo especial para tener conexión con los ancestros y protegerlos
de los malos espíritus); no se puede señalar con el dedo en un lugar sagrado
(es una falta de respeto a las almas de los antepasados), etc. No es de
extrañar que los malgaches llamen a
Abre su
discurso con los pilares malgache: música, familia, cebú y arroz; y la
importancia de rituales como el de las exhumaciones de los muertos y el de la
circuncisión (los hombres no circuncidados no pueden heredar ni enterrarse en
las tumbas familiares). En esta práctica, la edad para hacerlo varía según la
zona, pero lo que más llama la atención es que tradicionalmente el abuelo
paterno se coma el trozo de piel circuncidado al nieto, en alegoría de
transmisión de la vida, mezclado con un trozo de plátano, por su simbología con
el pene y la fertilidad como buen augurio (¡¡quién sabe si por suavizar el
sabor!!).
Sobre el rito
de las exhumaciones, conocido como Famadihana (procesión de los huesos),
Thierry nos relata que es un reflejo de la actitud positiva ante la muerte de
su pueblo. Los malgaches, o una parte importante de ellos, creen que deben
exhumar de sus tumbas a los antepasados con la intención de honrarlos a través
de fiestas y rituales, para luego volver a enterrarlos. Esta ceremonia se
realiza una vez cada 5 o 7 años. El pueblo baila y canta, acompañados por
bandas de músicos, se lavan los cadáveres, o esqueletos, los perfuman y se
envuelven con nuevas mortajas, mientras se les habla o pasea por la casa o el pueblo. Se honra a sus muertos porque
influyen en el devenir de los acontecimientos de los vivos, porque proceden de
su sangre. Conseguir su favor puede facilitar mucho la vida: mejorar las
cosechas de arroz, cuidar del ganado o el hogar. La autoridad omnipresente de
los ancestros llevó a Jacques Cousteau a denominar Madagascar como la isla de
los espíritus. Estos rituales dan fe.
Cierro los
ojos y, en el calor de la habitación, recibo el sueño pensando que en Madagascar
sus muertos aún controlan a los vivos. Y, como en pocos lugares del mundo, el
ciclo de vivos y muertos se encierra en un círculo perfecto.
Belovaka.
El
sol apenas ha salido cuando nuestros pies pisan las calles de Tsiroanomandidy,
en busca del mercado y tortas de arroz para el desayuno. Tsiro, como la nombran
aquí sus habitantes, los sakalava (la gente del valle largo), se viste
más de África, tanto en los rasgos de su gente como en su cultura. A la sombra
de rebaños de cebúes, surgen puestos de ferretería, legumbres, plátanos y piñas
maduras, que abren sus sábanas, a modo de pequeños comercios, hacia nosotros,
desperezándose ante el nuevo día. Antes de que nos demos cuenta estamos de
nuevo dentro de los 4x4 dirección a Belovaka, la población que abre el paso
hacia las colinas escarpadas de Lavaka.
Con ese
objetivo, dejamos atrás la carretera para dirigirnos a través de pistas
polvorientas rumbo al oeste volcánico y desértico, atravesando el altiplano. El
camino no es difícil, sino, a ratos, casi imposible: cruce de ríos, polvo,
desniveles imprevistos y surrealistas, más polvo, tramos en los que es
necesario bajar para aligerar peso, de nuevo polvo, vehículos tirados en la
cuneta ante la imposibilidad del avance, y cómo no, polvo. En estos largos
trayectos de pista, cuando paramos a estirar las piernas y descansar de los
saltos y vaivenes derivados de los socavones, en medio de un paisaje desértico
y escarpado, siempre aparecen dos palabras de Valentina PUTA NADA. Y,
bueno, lo cierto es que esas dos palabras son las que más se amoldan a la
realidad que vivimos. Al bajar del todoterreno, en esas frecuentes paradas,
Pacopé, Jesús, Ana y yo, llevamos tanto polvo en camisetas, pelo, incluso
partes de mi cuerpo donde jamás sospeché pudiera penetrar el polvo, que apenas
nos podemos diferenciar de los cristales, retrovisores y llantas embarradas por
las salpicaduras de los charcos de agua y la tierra del camino. Pero bueno,
esto es una expedición, y no queda más que disfrutarlo.
Las pistas de
tierra nos hacen comprender que distancias que los mapas prometen pequeñas se
transforman en viajes de aventura escondidos de la tiranía del tiempo del
reloj. Y avanzando en nubes de polvo se nos hace de noche sin llegar a nuestro
destino, por lo que improvisamos un campamento en la cima de una de las colinas.
Es noche cerrada, el ocaso ha dejado su último haz de luz llegando allí, y nos
reciben las linternas y las velas encendidas, luces nítidas en la oscuridad,
que recuerdan cuadros del tenebrismo barroco. El viento arrecia y unas pequeñas
hogueras, para desforestar y preparar la tierra para el cultivo en las laderas,
parecen descontrolarse. No es el mejor de los escenarios para ponerse a
descansar, pero aún quedaba la cena y música tradicional, donde tomamos
contacto por primera vez con el kilalaky, la danza más común y conocida
de Madagascar, a base de un ritmo rápido y frenético asociado a la caza del
cebú. No hizo falta bailar, el cansancio invita a mecerte por el fresco de una
noche estrellada que acaba con los fuegos e invita al sueño.
Trek Colinas Lavaka-
Ankavandra- Manambolo
Los
primeros rayos de sol acariciando la lona de mi tienda me hacen abrir los ojos.
La vida hace rato que ha llegado al campamento, porteadores, conductores y
gente local transitan entre desayunos, baños improvisados y los preparativos de
la ruta de descenso hacia Ankavandra. Al salir de la tienda, puedo contemplar
con más nitidez lo que la oscuridad de la noche anterior me había impedido
apreciar: estamos rodeados por un paisaje escarpado de barrancos y colinas
herbosas, formado por el socavado de aguas subterráneas. Son las colinas de
Lavaka (gran agujero en malgache), pequeños cañones como heridas
causadas por la erosión tras continuos períodos de quema y cultivo, que ya han
quedado mimetizadas con el paisaje.
Dirección al
río, iniciamos un pronunciado descenso ayudados por porteadores. Bajando, las
vistas del valle son sobrecogedoras y, cuando llegamos a él, el camino se torna
tranquilo, cruzando pastos, pequeños poblados, senderos bajo diminutos árboles
de sombra huidiza, y ramales del río que hay que atravesar descalzándose, ante
la sonrisa traviesa de los niños, porque el agua llega a las rodillas. Poco a
poco abandonamos el altiplano, a través de un agradable paseo en el que es
frecuente encontrarte con los habitantes de la región que caminan por los
senderos, el único medio de comunicación en esta zona retirada.
Ankavandra
resulta ser una aldea apacible del oeste de Madagascar, en la región de Menabe,
situada a los pies de la meseta de Bongolava y a orillas del río Manambolo.
Según leo, y nos cuenta Valentina, este enclave fue importante en otra época gracias
al cultivo del algodón y del tabaco, pero hoy en día ha caído en el olvido, dejando
una pequeña ciudad en decadencia que sobrevive gracias a las expediciones en
canoa por el río. Llegamos antes de mediodía, sometidos a las inclemencias del
sol, lo que trae consigo que la poca vida que apreciamos se desarrolle al
amparo de las sombras de los aleros de las casas. Como suele ocurrir, son los
niños los que se prestan de guía, salam vahaza!!, entre gritos, juegos,
carreras, ante la sonrisa plácida de sus madres que vigilan desde puertas y ventanas.
Almorzamos en el pueblo, pero antes nos dirigimos al decrépito centro de Salud,
un pequeño lujo al ser capital de distrito. Bajo desconchados carteles de
sanidad, dejamos medicamentos y termómetros, donaciones de un centro de acogida
que trae nuestro compañero Miguel de Burgos, y regalos de grupos anteriores de
Valentina. El silencio en la visita al centro y la sala de maternidad, es más
elocuente que nuestras palabras para hacernos ver las necesidades y carencias
del distrito.
Del pueblo en
que comemos y nos cambiamos para la etapa fluvial, partimos hacia el cercano
río. No es más que una leve caminata, salpicada de pequeñas charcas de agua,
que transitamos de forma festiva, cogidas nuestras manos por los niños del
pueblo. Es el punto de partida de nuestro descenso en canoa por el río
Manambolo. Un río que nace en las Tierras Altas del centro de
MANAMBOLO
En
la explanada terrosa junto a la orilla del río, medio pueblo parece esperarnos.
En verdad, están organizando nuestra partida: familiares de los remeros,
vendedores de última hora, decenas de niños para los que nosotros somos el
espectáculo del mes. Todo un pueblo brota del río. El grupo de remeros,
bastante jovial, espera, con una cierta impaciencia, ver a qué turista o
viajero va a ser asignado. La misma impaciencia, y, por qué no decirlo,
inquietud, que presentamos nosotros. Los gritos se suceden a los murmullos de
forma continua y variable, por lo es casi imposible distinguir si son
conversaciones sobre nosotros y nuestras pintas o instrucciones sobre la
organización del trabajo y la disposición de las canoas y las mercancías. Poco
importa, porque a los poco minutos todo se calma para dar paso a un ritual (fomba)
tradicional que bendice la ruta y llama a los ancestros o espíritus a que nos
guíen por el río. Como si fuera un bautizo, debemos elegir un nombre para
designar nuestro grupo en el ritual. La noche anterior habíamos decidido que
ese nombre fuera lamaku (“todos unidos” en malgache), por lo que
coreamos lamaku sin cesar para que no olviden nuestro nombre los buenos
espíritus. Llega un momento en que nos ponemos en fila, casi como en un
expositor a lo largo de la duna de un banco de arena, y nos asignan canoa y
remero. Juventud y mediana edad, cuerpos fibrados y algunos con sobrepeso, se
alternan en las asignaciones, que, a día de hoy, sigo sin conocer a qué
criterios responden. Me toca Erik, uno de los dirigentes, de mirada inteligente
y hábil en las maniobras. Aunque lo único que me preocupa al subir a mi barca y
coger el remo es no caerme, y no dejarme la vida al remar.
No es mi
primera vez en una piragua o canoa, aunque tengo más experiencia con un kayak,
y precisamente por eso, por saber de primera mano la exigencia física que
requiere el desplazarse sobre un río a través de este medio, tengo una ligera
preocupación sobre si la navegación será modo paseo, modo competición o modo
dios sabe qué. Me tengo que hacer al remo, y el remo a mí, para evitar sobreesfuerzos
o pequeñas lesiones, y eso requiere un tiempo de aprendizaje. Aparte del remo,
uno para nosotros, que nos situamos delante, y otro para los remeros, que se
colocan detrás (la mayoría de etnia sakalava, nómadas y habituados al
río); ellos suelen llevar un palo alargado de madera (rama sólida o pértiga de
bambú), parecido al de los gondoleros, con el que remontan el río ya solos, una
vez han hecho el descenso, durante otra semana. El cauce, en estos primeros
compases, es muy ancho pero hay muy poco caudal, las canoas se quedan
encalladas cada poco en los bancos de arena que se forman y hay que bajar y
empujar. Definitivamente, no va a ser un paseo relajado, y, en el fondo, me
gusta, es lo que demanda una aventura fluvial.
Asegurado el
equilibrio y el ritmo de paleo con mi compañero Erik, empiezo a descubrir cosas
de él. Me fascina la tranquilidad con la que se desenvuelve, cómo parece leer
las aguas como si fuera un libro abierto, y cómo, sin aparentarlo lo más
mínimo, está pendiente de todo lo que ocurre en la canoa. En mi mente surgen
decenas de preguntas y es aquí donde empiezan las dudas sobre la comunicación,
el idioma a utilizar más allá de los gestos indio navajo. Pronto descubro que
la comunicación no es problema. Todo sirve, mezclar palabras en inglés y
francés, señalar, cantar, y lo que más me gusta: interpretar el gesto y la
sonrisa. Y, de este modo tan rudimentario pero efectivo, voy conociendo
respuestas.
Las
últimas horas de la tarde se desarrollan con tranquilidad. Ver avanzar las
piraguas mientras el sol se va retirando, me produce una sensación de
serenidad. A primera vista nadie podría adivinar que son auténticas casas
flotantes. En sus entrañas se esconden tiendas de campaña, sacos de dormir,
utensilios de cocina y, dado que no es fácil encontrarla en ruta, la propia
comida (en la que no puede faltar pollos y patos malgaches, que uno observa en
todo desplazamiento que se precie, sea en taxi brousse, camión o
motocicleta).
Al finalizar
la jornada, antes que anochezca, acampamos en las playas de arena blanca que se
forman en los meandros del río. Sonrío al recordar los campamentos en las dunas
de arena que bordean el río; las risas mientras nos bañamos y lavamos la ropa
en el agua achocolatada, con los secaderos improvisados construidos por Jesús;
partidos internacionales de voleibol; las conversaciones en el espacio común
construido por tres piraguas bocabajo a modo de asientos y parapetos,
perfilando una lona de plástico fino que servía de mantel y zona de juegos; las
sorpresas en las cenas, a menudo a base de tilapia pescada en el río; y la
vieja tetera plateada repleta de mojito malgache receta de Valentina, antídoto
para el cansancio y pócima para, descalzos bajo la noche estrellada, contar
historias e imaginar sueños.
Nuestro
destino es Bekopaka, la puerta de acceso al parque natural de los Tsingy de
Bemaraha, a unos 120 kms aproximadamente. Con él en mente, los días del
descenso pronto adquieren la dulce cotidianeidad de un modo de vida: madrugamos
con los primeros rayos de sol, desayunamos y antes de que cante un gallo (que
no tardaría en acabar en nuestra cazuela, todo sea dicho), nos lanzamos al
agua. El cauce del río es ancho, y, la mayor parte del tiempo, no tiene un gran
caudal, al menos al inicio, pero el recorrido es diverso: zonas de poca
profundidad donde era frecuente encallar en el lecho de arena, lo que te obliga
a bajar y empujar la piragua andando sobre bancos de arena para volver a subir
en cuanto se coge fondo; otros provistos de gran vegetación tropical; o
pequeños tramos de fuerte corriente que alivian el remo dejándonos llevar.
Seguramente, en el pasado, el río fue utilizado como un medio de transporte
para la población local o incluso para conexiones coloniales del interior. Lo
cierto es que, al no tener su nivel máximo, la navegación es muy tranquila, y,
por ello, no es común ver embarcaciones de carácter comercial, salvo las
pequeñas canoas de madera (un tronco de árbol vaciado y estrecho) de la población
local que hacen sus rutas o pescan (colocando y recogiendo redes, trampas para
gambas o cangrejos, intercambios de productos entre orillas y poblados).
El río es de
agua y tierra, y recuerda a esas aguas color chocolate o café con leche que
encuentras en tierras africanas, de los que esperas, en cualquier meandro o burbujeo,
ver asomar un peligro. Los primeros días, alguna onda o burbuja inusual, me
hace estremecerme de forma inconsciente mientras mi mente imagina mandíbulas de
cocodrilo a punto de surgir. Aconsejan bañarse en las orillas y vigilando, e
incluso, antes de sumergirte en el agua, dar un palazo con el remo sobre la
superficie del agua para ahuyentarlos en el caso de que estén semienterrados en
la arena o cerca de la piragua. Uno no sabe como tomarse estas advertencias, de
hecho como Valentina, Thierry y los remeros suelen bromear con el asunto, llego a creer que no hay problema y que son historias para adornar el trayecto, hasta
que en una de éstas Valentina nos enseña en su móvil una fotografía del
descenso del año pasado en que transportó un cocodrilo amordazado en su
piragua. Desde ese momento, no desdeño el consejo y sigo estando atento a las
ondas y burbujas inusuales a mi
alrededor.
Dejando
de lado esos esporádicos miedos, la mayor parte del tiempo nuestros ojos se
dedican a apreciar la naturaleza. Aunque los lémures y camaleones son las
estrellas de la función faunística, en Madagascar existen casi doscientas
especies de aves, de las cuáles un tercio son endémicas. Un paraíso para Esther,
nuestra fotógrafa particular de aves, o para Vicenç, un maestro en lo que se
refiere a la fotografía de flora y fauna; bueno, un maestro en mayúsculas en
cualquier aspecto de la vida. Tranquilo, prudente, es siempre una presencia
protectora, maravillosamente acompañado de Dolors, un tándem con el que las
buenas conversaciones, las risas y el espíritu aventurero están garantizados.
Con
ellos nos dedicamos a avistar bandadas de garzas blancas, rapaces, o los
colores vivos del martín pescador, a cantar en grupo (lore, loreeeee…) o
reflexionar a solas. Sobre el martín pescador, leo una hermosa historia
malgache. En el sur de la isla dos pueblos, los bara y los antandroy,
estaban en guerra. Uno de los guerreros del pueblo bara, huyendo de sus enemigos, se adentró en un lago y dejó sólo su
nariz fuera, para poder respirar. Los antandroy
vieron que una nariz sobresalía del agua y fueron rápidamente a apresarlo,
pero, de pronto, un martín pescador se posó sobre ella disuadiéndolos de que
allí había alguien sumergido. En agradecimiento, el hombre que sobrevivió
emitió un juramento: “maldito sea el que, entre mis descendientes, mate o coma
el vintsy (martín pescador en
malgache), porque me ha salvado la vida”. Desde entonces, el martín pescador es
fady (tabú) entre los bara. Nadie lo come por miedo a la
maldición de sus antepasados.
Pequeñas
historias que otorgan al río y su naturaleza un carácter mítico y que ayudan a
sobrellevar el paleo. Lo normal son unas siete horas de remo, con parada para
comer. Dependiendo del sol, el ritmo o las leves corrientes, la llegada a las
playas o dunas para acampar pueden ser más o menos intensas. El cansancio,
sobre todo los primeros días, hace mella. El no saber hacia donde te diriges, la
hoja de ruta, si vas agotado y te duele la espalda o los brazos, y se suceden
los meandros del río sin parar, en ocasiones causa frustración. Solo puedes
confiar en Valentina, en cómo lee el río como si fuera un libro de aventura, en
su sonrisa perenne.
En
esos momentos, sobre todo al acabar la jornada, el bañarse para descansar del
calor es casi un ritual. Da igual que el agua terrosa no de sensación de
limpieza, uno se refresca y descansa, y eso ya merece la pena. Poco a poco, el
cuerpo se sincroniza con los ritmos de la naturaleza: levantarse al alba y
acostarse en el ocaso. Y, poco a poco también, el río se convierte en casa, y
mis compañeros en familia. Cada día regala un lazo, un vínculo, que va
construyendo ese sentimiento, ese espacio. Un paisaje, unas canciones a pleno
pulmón bajo el ritmo del golpe del remo en la canoa, una conversación, la
necesidad de crear un hogar lejos de todo, pero cerca de uno mismo. Y, en este
nuevo hogar, cada noche volvemos a mirar al cielo, a la noche estrellada, como
ese abrazo que te arropa y te hace sentir bien. No dejo de pensar que donde
vivo, la mayoría de las estrellas se ha vuelto invisible a mis ojos. Y valoro
estas noches como el ciego que recupera la vista tras años de enfermedad.
Escribe
Joseph Conrad que “sin duda, mirar las estrellas es una ocupación interesante,
pues nos lleva al límite de lo alcanzable”. Y esa ocupación, tan antigua como
el propio ser humano, me parece casi un
acto de magia. Y donde hay magia suele haber un mago. Y sí, lo tenemos, y se
llama Vicenç. En una tierra donde las constelaciones se invierten, ¿qué se
puede esperar de una noche mágica y de un mago fotógrafo? Nunca creí que algún
día sentiría las estrellas tan cerca que casi podría tocarlas. No sabía que
Madagascar, en los días de remo por el río Manambolo y en las noches donde la
arena era mi lecho y el cielo mi sábana, me regalaría una de las mejores
experiencias de mi vida. Alzar los ojos y sentir que
Conforme
avanzan las jornadas, nos vamos conociendo mejor, e incluso aprendo a
interpretar los bruscos cambios de rumbo de Erik (algo le interesa de la gente
de las orillas con quien conversa a voz en grito: fruta, arroz, bebida) o el
ritmo de la palada (acelerar o pausar y así acercarse a otros compañeros de
canoa para hablar, pedir tabaco -cualquier cosa sirve para fumar-, o relajarse
entre bromas malgaches). Mientras, entre los brillos del agua, a veces divisas
pequeños poblados sakalava en los márgenes del río, mujeres pescando con
telas de mil colores que brillan al sol, y niños bañándose o sentados en las
dunas vigilando rebaños de cebúes que beben o, esporádicamente, cruzan el río a
través de vados de arena. No es raro que estos niños te observen en una actitud
de curiosidad e incluso miedo. Eso nos hace suponer que, quizás, no están muy
acostumbrados a ver vazaha, personas
blancas. Pero lo normal es descubrir rostros de bienvenida y alegría, alzando
sus brazos para saludarte, a los que respondes con el mismo gesto y sonrisa.
Visitamos un
par de esas aldeas, cuya rutina diaria se modifica con nuestra presencia. Los sakalava
son una etnia de antiguos orígenes árabes e indonesios, cuyo nombre significa “los
del valle largo”. Viven de la agricultura y la ganadería de cebúes, y
normalmente poseen un árbol ceremonial protector. La primera de esas aldeas
parece ser un poblado de verano (en invierno lo cubre el río por las lluvias),
y durante el recorrido Valentina y Thierry, entre abrazos a los niños que
acuden curiosos, nos explican sus costumbres: el colgante mágico elaborado por
el sabio de la aldea que lleva un pequeño, con restos de sus ancestros; los
matrimonios con jóvenes adolescentes que rápidamente quedan embarazadas para
dar continuidad al clan y fuerza de trabajo, pero que crían solas; la
importancia del tamarindo y la madera…Una forma de vida que se revela ante
nosotros y que me recuerda poderosamente otros poblados que conocí en Papua
Guinea. Nuestras impresiones se amplían ante la visita de Akilanana, una
de las aldeas más antiguas de la zona. Aquí se asentaron los vazimba que
fueron los primeros pobladores de la isla y de los que descienden los actuales sakalava.
No se sabe mucho sobre este pueblo más allá de la tradición oral. Según cuentan
mantienen su aislamiento, en un principio para huir de la trata de esclavos,
tras la llegada de los franceses para no trabajar para ellos y, desde la
independencia de Madagascar, para no pagar impuestos. Lo que si está
claro es que se asentaron en esta zona, donde además quedan huellas en las
cuevas de la zona de los Tsingy. Bajo techos de palma, se suceden viviendas en
cuyas puertas encuentras jóvenes con rifles, en signo de masculinidad, y
mujeres, algunas casi niñas, con sus bebés cubiertos por coloridas mantas a la
sombra. Algunas de ellas llevan la cara pintada con barro y texturas para
protegerse del fuerte sol, una tradición que comparten con la etnia vezo
y que, en ocasiones, se transforma en unos coloridos dibujos de pintura blanca
y amarilla. De nombre masonjany, esta hecha de la corteza triturada de los
árboles con barro, a parte de proteger la piel del sol y los insectos
(mosquitos), en algunos grupos tiene fines decorativos. Viven del pescado que
sacan del río y de la fabricación y venta de ron artesanal (con caña de azúcar
y fruta de tamarindo fermentado, en simples alambiques). A lo largo del poblado
distingo las piedras para moler grano, o las rudimentarias cercas para el cuidado
de cebúes. Dice Valentina que hay una tradición en
Decía
Hemingway que nunca supo de una mañana en África en la que al despertar no
fuera feliz. Es imposible no darle la razón, sobre todo cuando uno amanece con
el canto de las aves y el alegre bullicio del grupo desmontando el campamento y
preparando el desayuno; ante grupos de niños que acuden para compartir nuestro
comida y despedirnos; cuando escapando de la dictadura de los relojes remamos,
nos bañamos, y seguimos remando dejando atrás meandros y un pueblo que entre
saludos y sonrisas nos presta la sombra fresca de grandes mangos para el
descanso en las duras horas de sol. O cuando, en el transcurso de los días,
puedes aprovechar cualquier momento para construir una escena a recordar: un
partido de voleibol espontáneo junto al río, donde enfrentar España contra
Madagascar; atardeceres sentados con la mirada perdida en el horizonte mientras
comes los pistachos traídos por Miguel Ángel o lo observas haciendo figuras con
globos a los niños; las risas contagiosas de Dani el poeta y Susana en nuestras
desventuras con el remo; un silbido o un fraseo de una canción simple que puede
dar lugar a un coro, desafinado sí, pero divertidísimo, de remeros y vazaas (blancos), que, marcando el ritmo
de las paladas y los gestos de nuestra líder Valentina, transforma un tiempo de
cansancio y desgaste en una de los mejores recuerdos del viaje.
Hubo un tiempo
en el que el brillo de las estrellas en el cielo nocturno resultaba esencial
para los viajeros. Y, alguna noche, al cerrar los ojos frente al manto
estrellado pienso que dormir es dejar pasar una noche que está más allá del
tiempo, y me resisto, lucho por vencer al sueño, hasta que el cansancio se
impone. Otras, todos nos resistimos a dejar escapar la magia nocturna y entre
historias, canciones y confidencias nos volvemos a lanzar hacia la magia de
De
este modo, cansados pero sintiendo en nuestra piel las bondades del río,
llegamos a
Atravesando
el desfiladero de Beramaha, salimos del cauce principal para adentrarnos en lo
que parece un afluente y resulta ser la desembocadura del río Oly (Oliha).
Aquí el agua torna a un hermoso y transparente verde turquesa. Nos internamos
hasta alcanzar casi el inicio del afluente, donde hay caudal suficiente para
las canoas. Bajamos, y, ya andando, remontamos el cauce con el objetivo de
alcanzar unas cascadas y pozas/piscinas naturales que crea el agua en su
descenso. La subida no es sencilla, el terreno es resbaladizo y abundan las
grandes piedras erosionadas, los árboles frondosos y el desnivel. Viendo
nuestras simples chanclas de agua, Valentina insiste en que llevemos botas de
montaña, o zapatillas de buena suela, ya que una caída aquí puede ser peligrosa
y no dejamos de estar lejos de cualquier tipo de ayuda. Mientras la ayuda de
los remeros, reconvertidos en sherpas de selva húmeda, en el ascenso se
hace necesaria, van apareciendo los primeros y pequeños tsingy, peculiares
formaciones rocosas que pronto veremos en su esplendor; ágiles lagartos,
mariposas enormes de colores imposibles, y mil y un sonidos de la naturaleza
salvaje. De este modo, escondida entre un denso bosque virgen, alcanzamos una
gran cascada que vierte su agua sobre una amplia poza de agua transparente, un
paraíso natural que dibuja una de las maravillas en el mundo para Valentina. Su
mirada, que brilla como siempre, parece humedecerse. Mientras la vemos
alejarse, despacio, todos comprendemos que necesita respirar y sentir a solas
un lugar que es especial para ella. Para el resto, nosotros, tras días de
remojarnos en agua achocolatada, la perspectiva de un baño en un paraíso
natural de agua transparente y fresca es demasiada tentación.
No
es difícil imaginar lo que sucede a continuación: trepar entre árboles para
lanzarse al agua mediante saltos acrobáticos, duchas naturales bajo la cascada,
fotografías, risas, gritos, tumbarse al sol como camaleones… En el descenso
para alcanzar las piraguas, hacemos una parada para comer en un paraje a la sombra,
de selva húmeda y bosques vírgenes, con pequeñas pozas y cascadas donde remojar
los pies y enfriar el agua. Durante la comida, con tantas emociones a la
espalda, poco hay que decir, lo único que conviene a ciertas situaciones es el
silencio, como diría Joseph Conrad. Además, la vida sigue, y tras el descanso
se debe retomar el remo.
No
podemos dejar de navegar por el río, sin sentir el fuerte viento que algunas
tardes, al atardecer, planta cara al remero. Rápidamente montamos el que será
nuestro último campamento, no necesitamos más que un frugal baño en el río,
abrigarse y a cenar, una rutina que no es más que un soplo de vida fresca. El
viento, que va amainando, hace que se pueden sentir los cantos lejanos de otros
poblados cercanos al río. Después de la cena, los chicos nos han preparado un
fuego, vienen con su guitarra y nos cantan canciones malgaches y nos animan a
bailar. Improvisamos así una pequeña fiesta nocturna que se alarga hasta
medianoche (todo un exceso si tenemos en cuenta que a las 21:00 estamos todos
los días en la cama). La guitarra que tienen es pura artesanía, la hacen con
madera de árbol e hilo de sedal pero suena fenomenal. Por algún sitio leo que el
nombre de esta guitarra en malgache es “kavusis”. La última
noche, abandonados al mojito de Valentina, en la vieja tetera abollada, al
calor y la luz de un fuego que, por unas horas, nos une a los remeros,
malgaches y viajeros, bajo un mismo ritual de alegría y despedida; un fuego que
purifica ánimos y cansancios, sueños de viaje y de progreso; un fuego que
saltamos y rodeamos, en infantiles intentos de baile, atónito espectador de
canciones, voces que se rompen en gritos y susurros, testigo de esa rara
comunión que a veces se produce en los viajes en los momentos de despedida,
donde no importa nada ni nadie más allá del momento, el abrazo, la ilusión y el
agradecimiento. Esa rara comunión que llama a la magia y ante la que solo
puedes abandonarte.
Si
el agradecimiento es la definición de mi rostro cuando por fin concilio el
sueño, esa misma palabra puede describir lo que todos sentimos a la mañana
siguiente, cuando en gesto de compañerismo tras tantos días de aventura
fluvial, intercambiamos regalos con nuestro equipo: camisetas por abrazos,
fotografías por sonrisas, el intercambio natural de las emociones. “Misaotra
Betsaka” (muchas gracias) resuena en nuestros oídos, en nuestra alma,
cuando subimos a las canoas por última vez, y permanece en cada gesto o mirada
en las dos horas que nos separan de nuestro destino, Bekopaka.
Este último tramo
del río, tranquilo y pausado, es rico en escarpados acantilados, repletos de
vegetación y cuevas, refugio natural de multitud de aves y fauna. Apenas sin
esfuerzo, y atrapados por la naturaleza, nos sorprendemos al llegar al final
del descenso. En la ribera del río nos esperan unos 4x4, pero también un
solitario camping donde descansar y refrescarnos
con cervezas, hamacas y una merecida ducha. Había finalizado nuestra aventura
fluvial, pero se nos abrían las puertas a los Tsingys de Bemaraha.
Bemaraha.
Estamos
en la región de Melaky, el oeste de Madagascar. El acceso a esta zona, y al Parque Natural, es difícil, solo puede
hacerse de dos formas: o por rutas de pista de tierra de complicada accesibilidad,
a través de vados y barros de la época de lluvias y montando los coches en
barcazas a modo de transbordos; o la nuestra, a través del descenso del río
Manambolo desde Ankavandra.
Bekopaka, es
la puerta de entrada al Parque, Patrimonio Mundial de
Este
mágico mosaico kárstico al parecer se gestó bajo las aguas del Índico, hace
unos 200 millones de años, donde un gran cementerio de coral, conchas y
organismos marinos creó una formación de caliza de gran grosor que quedó al
descubierto tras movimientos telúricos, al descender el nivel de mar tras la
retirada de las glaciaciones. Posteriores movimientos tectónicos y el clima
tropical, con sus lluvias y vientos sucediéndose a un sol intenso, hizo el
resto. Esta formación geológica es tan frágil y quebradiza que se cree que el
mismo proceso de erosión que la ha erigido, en un tiempo indefinido, acabe por
destruirla. Afortunadamente, antes de que ese día llegue, aquí estamos para dar
fe de su existencia y explorarlo con las mismas ganas de aventura con las que
hemos descendido el río.
El
parque nacional alberga dos formaciones geológicas: el Grand Tsingy y el
Petit Tsingy. El más cercano es el Petit Tsingy, y por ello es el
primero al que accedemos, esa misma tarde, accediendo al otro lado de la ribera
del río en canoa. Mucho más pequeño que su hermano mayor el Gran Tsingy, lo
hace idóneo para aquellos sin buena forma física o con problemas de vértigo,
como yo. Nos espera una impresionante formación calcárea, con pináculos
dentados de piedra caliza formados tras la acción erosiva del agua y el viento
a lo largo de los siglos, de unos
Un
día intenso, que se había iniciado con el final del descenso al Manambolo y
había culminado con el Petit Tsingy, merece un cierre apropiado. De ahí que,
tras la cena, Valentina nos proponga acudir a un ¡¡cabaret!! Se trata de hacer
una última despedida a nuestro grupo de remeros. El cabaret resulta ser un pub
local a modo de discoteca, en medio de una calle polvorienta, la única de
Bekopaka, que desparrama sus casas a ambos lados de la pista que la atraviesa. El
lugar, una caseta con techo de uralita, no cuenta con muchos parroquianos,
exceptuando un pareja, un grupo de habituales y nuestros remeros, que, en la
barra o sentados en bancos laterales, se dedican a escuchar los grandes éxitos
malgaches. Nuestra llegada parece alentar el ambiente, y poco a poco la pista
de baile se anima con la pericia en el baile de nuestros amigos. Es curioso ver
cómo nuestros remeros han acudido al lugar con su pala de madera, a modo de
llave de coche (su canoa). Bailes, hacer el cebú, el lémur, risas, muchas risas
y alguna cerveza, y rápido para casa porque al día siguiente hay que madrugar.
Nos espera el Grand Tsingy.
En
pie desde las 5 de la mañana, para aprovechar el fresco de las primeras horas y
evitar el calor y la humedad, tenemos como perspectiva más de una hora de
polvorienta pista repleta de baches. De la nada aparecen pequeños poblados,
mujeres envueltas en brillantes colores cargando mercancías sobre la cabeza, fardos
de leña, niños corriendo junto a nuestros 4x4, gritando saludos entre grandes
sonrisas, y, en un rincón de la nada, próximo a la pista, una pizarra y dos
pupitres, a la sombra de los restos de una pequeña y chamuscada edificación de
ladrillo. Seguramente pudo ser la escuela. Nos dicen que aún siguen enseñando en
ese lugar, aunque sean los números o algunas letras. Miro fijamente, en la
relativa rapidez del paso de la pista, y, de repente, esa pizarra que acoge dos
pupitres en las cercanías de un camino de intercambio, me conmueve. El camino
pasa a ser un pupitre vacío. Y pienso en mis alumnos, en mis clases. Y en lo
que puede hacer cambiar unas solas palabras o números.
Con
esos pensamientos en la cabeza, llegamos a nuestro destino, el Grand Tsingy.
Una vez superado el aparcamiento, hay una breve caminata hasta la entrada en
una planicie de un pequeño bosque. Allí, nos esperan los guías. Debemos ponernos
arneses y guantes, porque hay tramos del recorrido de gran dificultad que
exigen cables de seguridad a los que engancharse con mosquetones, vías ferratas
camufladas y un puente colgante a casi
Comienza por
una zona boscosa donde se pueden ver aves y lémures blancos, y, tras una breve
caminata, se inicia el ascenso. Son varios kilómetros en los que todo está
preparado con escaleras (escalones artificiales estratégicamente situados para
facilitar la subida), cables de acero, cuerdas y clavos, para poder ir
asegurándote con los mosquetones. Por delante una extensión sin límite de
desfiladeros de piedra, gargantas, grutas, cañones, macizos de roca calcárea
esculpidos por el paso del tiempo, el viento y la lluvia. La caprichosa
geología moldea un auténtico santuario natural en el que nos detenemos cada
poco a observar las caracolas, incrustadas en el suelo, reflejo de que este
lugar estuvo sumergido en el agua hace millones de años. Tienes la sensación de
caminar por laberintos en auténticos bosques de piedra, en un lugar suspendido
en el tiempo.
Conforma
avanzas, no sin dificultad, adquieres la certeza de que en las zonas elevadas
las vistas deben ser impresionantes. Pero como ocurre con Ítaca, el viaje, el
recorrido, es lo importante, con pequeñas sorpresas en cada recodo. De este
modo, ascendiendo, descubrimos un pequeño lémur nocturno (lepimur), asomado
en una oquedad. Parece que nos mira fijamente, pero sabemos que no es así, no
ven durante el día, solo por la noche. Llega a bostezar y estirar una pata para
acomodarse, todo un show que durante unos minutos nos abstrae del cansancio, el
calor y la dureza del itinerario.
Arriba, Ítaca,
donde tras escalar por sus afiladas vertientes, se extiende un mar pétreo en el
que las olas son pináculos de caliza y la espuma aristas afiladas. Colores que
oscilan del gris al ocre, del rojo al violáceo. Tanta belleza abruma, y, en mi
caso, empieza a crearme un problema adicional: el vértigo. Centrado en no
perder el equilibrio observo que tengo por delante un reto: cruzar un puente
colgante hecho con tablones de madera separados y colgantes de acero, oscilando
inquietamente sobre un vacío de casi cien metros. Es el lugar dónde tiene que
salir lo mejor de mí para superar el tremendo vértigo que provoca la altura. Cierro
los ojos e intento concentrarme en la belleza del paisaje para intentar
olvidarme de la altura, antes de que me paralice. Acompañado por el guía y Valentina,
que no suelta mi mano, y con una camiseta humedecida por el sudor de mi cuerpo,
la peor versión de mi mismo avanza sobre maderas que se mueven bajo mis pies,
oscilando al compás de un aire que no refresca y que me hace rezar al ingeniero
que hizo los anclajes. Gracias a ellos, y los ánimos de mis compañeros, puedo
superarlo. Sonrío nervioso para el objetivo de Vicenç, mientras alcanzamos un
hermoso mirador sobre una plataforma de madera que corona el trayecto. La
inmensidad del Tsingy se despliega ante mí, bloques en imposible equilibrio y
agujas que parecen desafiar al cielo. Cada paso de esfuerzo ha merecido la
pena.
Respiro.
El descenso tras el puente es igual de complicado: escaleras empinadas que hacen
indispensable el arnés y los mosquetones, pasillos tan estrechos que te obligan
a pasar de lado vigilando la cámara para que no se golpee ni pierda la tapa del
objetivo más veces de las necesarias, y agarres tan afilados que hacen
necesario mantener los guantes que había utilizado para el remo en el descenso
del río. No me llega el pie (¿por qué seré tan bajo?), no coordino para pasar
mosquetones, y el tiempo se hace eterno otra vez. Escalas, te arrastras,
reptas, menos caminar cualquier cosa. Y lo superas. Y merece, de nuevo, la
pena. En este mundo pétreo, conocido como
En
el suelo parecen esperarte secretos de todo tipo: formaciones naturales
caprichosas bajo la forma de cuevas y cañones. Así que nos lanzamos a explorar
cuevas subterráneas, estrechas, horadadas por el agua, donde se hace necesario
ponerse un frontal o llevar linterna. Le cedo el testigo del agobio a Guada,
quien llega a pasarlo mal en esta rudimentaria, pero exigente, espeleología.
Pero todo acaba, y, cansados pero satisfechos por la aventura, comemos en el
parque antes de iniciar el regreso por otra ruta más tranquila.
Así,
descubrimos el Coua Gigante, un pájaro similar al faisán, que suele vivir en
tierra pero que puede volar si tiene que escapar de sus depredadores; o que aquí
se encuentra el lémur indri de Bemaraha, cuyo nombre científico es avahi cleesei, en honor al actor británico de los Monty Python John Cleese y sus
grandes esfuerzos por proteger a esta especie. No lo llegamos a ver, pero el
que si avistamos es el lémur sifaka de Decken, de brillante pelaje blanco y
cola negra y que solo se encuentra en esta zona (oeste de la isla). Creo que es
el único ser vivo que se puede desplazar alegremente entre las rocas sin
hacerse daño.
Esta
zona fue refugio de las tribus que se resistieron a los franceses cuando éstos
tomaron la capital. Era un lugar perfecto para esconderse, porque la morfología
lo presentaba como un fortín de fácil defensa y difícil ataque, a parte de la
abundancia en comida y agua. El nombre de tsingy lo pusieron, sin embargo, los
antiguos pobladores de la zona, los vazimba, y significa “andar de puntillas” o
“donde no se puede andar descalzo”. Tenían claro los que pusieron el nombre, y
nosotros damos fe, que por aquí no es fácil andar. Quizás por ello los locales
temen adentrarse en su interior, dotándolo de espíritus y fadys. Un hermoso reflejo
de la íntima conexión malgache con la naturaleza.
Dejando atrás esta
fortaleza pétrea, en el sendero que nos lleva hacia nuestros vehículos, no dejo
de pensar que, en efecto, hay una cierta espiritualidad en esos laberintos de
piedra, y que sólo espíritus, o lémures, son capaces de transitar por sus
pináculos y aristas. Un lugar donde los fady que nos acompañan durante
el viaje encuentran su sentido. Las sombras y los susurros del viento, que
persisten en los últimos recodos del parque, parecen confirmar mi teoría.
Tras
dormir salimos camino de Morondava, con una parada en Belo, a unos 100 kms, por
un a carretera secundaria que solo es accesible de abril a noviembre, fuera de
la época de las grandes lluvias. Hemos madrugado porque nos espera un recorrido
inicial en caravana, con una treintena de 4x4, por motivos de seguridad. Al
parecer hubo unos ataques en junio por estos lares, y te obligan a ir escoltados
por el ejército o la gendarmerie. Antes, vemos partir a nuestros remeros.
Algunos hacen el trayecto de vuelta remontando el río en las piraguas, tan solo
impulsados por un palo esbelto que ellos llaman con ironía las llaves del
coche. Los observamos en silencio, las camisetas superpuestas y descoloridas se
van empequeñeciendo conforme desaparecen de nuestra vista, y con esas figuras
que se difuminan bajo la estela del agua, parte una de las mejores experiencias
de mi vida.
Esa
misma agua que se lleva una parte de nosotros en este viaje, vertebra
comunicaciones y da vida a la gente local. No hay que olvidar que uno de los
medios más fáciles para acceder a los tsingys
de Bemaraha es atravesar las grandes corrientes del Manambolo y el Tsiribinha
(en malgache: donde no se puede nadar,
por la presencia de cocodrilos). Nosotros llegamos en canoa, pero lo normal es
hacerlo en transbordador, a partir de unos embarcaderos mediante grandes
barcazas unidas por tablones en las que se transporta desde los 4x4 a personas
y mercancías. Y esta es la forma en que partimos de aquí. A estas alturas ya
conocemos de sobra que el proceso se hará con tranquilidad, mucha tranquilidad,
lo que nos permite refrescarnos en los pequeños puestos locales y disfrutar de
las maniobras en las orillas del río. Así, mientras esperamos nuestro turno
contemplando la pericia de los conductores a la hora de colocar el coche dentro
de la barcaza, descubrimos, estupefactos, que no siempre hay motor, y que gran
parte del traslado se hace con unas cuerdas y hombres en orillas opuestas
tirando.
Belo es una
ciudad grande, al menos mayor que Bekopaka, situada cerca de la ribera del río
Tsiribinha (de curso paralelo al Manambolo, pero mucho más caudaloso), entre
manglares y pantanos. Se trata de un enclave bastante activo y bullicioso
debido al comercio y al tránsito de mercancías y personas por el río, cosa que
no extraña en absoluto teniendo en cuenta el estado de las pistas. Acoge
pastores, pescadores, pequeños comerciantes y hasta buscadores de oro en las
orillas del río. Además, posee el santuario que preserva las reliquias de los
antiguos reyes Menabe, donde cada 10 años hacen la ceremonia del baño de las
reliquias (ritual Fitampoha) para asegurar la prosperidad de la zona. Se
respira un ambiente marcadamente africano, tranquilo y colorido, así que comemos
en la ciudad, paseamos para ver el mercado, sorteando motos y triciclos,
tenderetes y vendedores ambulantes, y nos dirigimos a coger el ferry para
cruzar el río.
El
ferry es más bien una barcaza metálica, sin asientos, pero que nos regala un
agradable paseo hacia la otra orilla del Tsiribihina, un poco más al sur, cerca
del lugar donde han desembarcado nuestros 4x4, que lo han cruzado en otro ferry
mientras comíamos.
Pronto hacemos
una breve parada. Cerca de la pista se adivinan tumbas de la etnia MAHAFALY, un
pueblo animista, muy conocido por sus tumbas coloridas en el oeste y sur de
Con
la sensación de que conocemos un poquito más esta tierra, retomamos el camino a
Morondava, reteniendo en nuestra mente unas hermosas palabras de Vicenç: la
mitad de la belleza depende del paisaje y la otra mitad…. de quien lo mira.
AVENIDA DE LOS BAOBABS - MORONDAVA (Allée
des Baobabs).
Nos
adentramos en la región de Menabe. A medida que la humedad de las tierras altas
va quedando atrás, el paisaje se vuelve más decrépito. Lo que en su día fueron
bosques de hoja caduca, ahora es una sabana seca y arenosa de raíz africana
fruto de la desertización. De nuevo, no es fácil llegar. Saltamos sobre pistas
de tierra, arenosas y mal acondicionadas, pese a la presencia de poblados, que
se amoldan mucho mejor que nosotros a las características del terreno para sus
desplazamientos. Mientras intentamos vadear torpemente pequeños riachuelos, es
habitual ver pequeñas carretas de madera tiradas por cebúes, al ritmo pausado
del mora mora malgache, que se desvanecen como un espejismo cuando
nuestros 4x4 levantan nubes y pequeñas tormentas de arena al paso. Un trayecto
monótono, árido y ocre, un paisaje solo roto en ocasiones, y de forma más
frecuente conforme nos acercamos a nuestro destino, por la grandeza de algún
baobab solitario, como centinelas que vigilan el acceso a una tierra antigua.
De hecho, parecen los orígenes de los árboles. Imposible no caer en su embrujo,
en sus ramas resecas que encierran gran parte de lo que uno sueña con África.
Porque
Madagascar es muchas cosas, y una de ellas, quizás la que más fama le da, es
ser la tierra de los Baobabs. Y en esta tierra, de bosques de secano e
inclemente sol, de caminos de polvo rojo y viento cálido, entramos,
persiguiendo la sombra huidiza del sueño de África.
No vamos a
ciegas, la mayor concentración de baobabs de
Parece
que hay un ritual antes de llegar a la famosa avenida donde se concentran
decenas de ejemplares, primero hay que aproximarse al más sagrado de los
baobabs, cercado por un pequeño mercadillo de souvenirs elaborados en
palisandro. A sus pies se realizan las fombas, ofrendas en forma de
flores, cebúes, dinero o licores tradicionales. Creen que tiene el poder de
comunicarse con los ancestros y mediar a favor de los vivos, y por eso se le
venera. La tradición indica que hay que dar siete vueltas a su tronco,
visualizando el deseo que se quiere pedir, para que se cumpla antes de que pase
un año. Luego, el Baobab enamorado (amoureux),
un árbol que retuerce su cuerpo como en un abrazo. Según cuenta la leyenda, ese
abrazo está presente desde hace siglos, siendo la reencarnación de una joven
pareja de enamorados que no pudieron contraer matrimonio por la oposición de
sus familias. Pidieron ayuda a Dios, que hizo que sus cuerpos se reencarnaran
en este baobab para que permanecieran juntos toda la eternidad. Tanta
espiritualidad nos va marcando el camino sobre cómo actuar, notamos que es
bueno tomarse tiempo, tocarlos, acariciarlos y hasta abrazarlos, en silencio,
para sentir una energía que guarda el secreto del tiempo.
Dejamos
los 4x4 y decidimos seguir a pie. Nos parece que es lo correcto, lo más
respetuoso y la forma más directa de sentir la fuerza de esta tierra tan
mítica. Algunos hasta se descalzan como los malgaches para reforzar ese
contacto, esa unión con la naturaleza. De este modo, ya al atardecer, justo en
el momento en que todo parece volverse mágico, nuestros píes nos acercan a la
famosa avenida de los Baobabs. Poco importa que este recorrido haya sido
planificado para impactar al turista, o al menos a mi no me importa. No puedo
evitar caer en el embrujo de estos mágicos árboles mientras se diluye la tarde,
y la luz dorada y anaranjada nos envuelve a todos.
Hacemos
el último kilómetro andando por la pista. Nos separamos, en silencio,
lentamente, para sentir mejor la experiencia al atardecer. La avenida no supera los
No
es fácil describir un baobab, parece casi un árbol mítico, arrancado de otros
tiempos o leyendas, como el emblema de un continente tan mítico y cansado como
él. Me cuentan y leo cientos de historias. “Cuenta la leyenda que al principio
de la vida, el baobab era el árbol más hermoso de la tierra, con preciosas
hojas verdes y flores de delicados colores y perfume. Los dioses, maravillados
de su creación, le concedieron el don de la longevidad para que su obra no se
perdiera. El baobab entonces creció sin límites, y se sentía tan fuerte y
seguro de sí mismo que se atrevió a desafiar a los dioses e intentar rozar el
cielo. Éstos, como castigo, lo obligaron a crecer eternamente al revés, dejando
sus preciosas hojas y flores bajo tierra y con las raíces hacia fuera, mirando
hacia el cielo para que suplicara perdón por su arrogancia”. Otra leyenda
asegura que los baobabs son brazos de guerreros enterrados que pugnan por
volver a la batalla. Las ramas serían los dedos crispados. Según leo en la
página de Las Hojas del Bosque, entre los bosquimanos del Kalahari (Botswana),
se cuenta que la gran divinidad Gaoxa dio los árboles al primer hombre, quien
los repartió entre los animales. Cada uno recibió una especie, menos la hiena.
Ésta, molesta por el trato desigual, se quejó a la divinidad, quien le entregó
la última planta que quedaba, el baobab. El animal, rencoroso y enfadado,
plantó el árbol del revés a propósito. Otros, como el explorador británico
David Livingstone, no lo sacralizan tanto, y lo definió como una “zanahoria
enorme puesta del revés”.
Y,
entre tantas leyendas e historias, no puedo dejar de recordar a Saint-Exupéry, Para
su Principito las raíces de los baobabs podían hacer estallar un pequeño
planeta, simbolizando lo malo evitable, los miedos internos que, si no se
arrancan de raíz, crecen y se adueñan de todo. Pero en Madagascar no es así, en
esta tierra de contrastes, el Baobab es lo contrario, es riqueza y prosperidad,
pero también tradición, raíces, memoria. Es la memoria de África, porque
algunos superan cientos de años de antigüedad. No es de extrañar que Peter
Mathiessen, uno de los más grandes viajeros de la historia, lo definiera como el
árbol donde nació la humanidad.
E
igualmente es el árbol de la vida, porque en su interior, bajo una de las
maderas más duras del mundo, guarda un bien muy preciado, el agua, y en un
territorio donde la sequía está muy presente, eso significa vida. Sin contar
que de este árbol prácticamente se puede aprovechar todo: corteza (para fibras,
muy resistentes, con las que se elaboran redes, cestas, cuerdas; o cerveza),
polen (para adhesivo), semillas (como café) y su fruto, comestible.
Al
llegar a la avenida, que no es más que una pista muy frecuentada como
lugar de paso, nos dirigimos a la derecha, hacia una explanada en la que
decenas de personas se sitúan para colocar sus trípodes y equipos de fotografía
esperando el momento clave, la foto perfecta. Valentina nos recuerda que hubo
una época en la que no estuvieron solos. Estos árboles que hoy se muestran
solitarios formaron parte de un bosque mucho más frondoso, pero la erosión y la
huella humana los ha relegado a una suerte de testigos de una época pasada, que
sin duda fue mejor.
Empieza
a atardecer y el sol va buscando su refugio en el horizonte. Se dice que quien
hecha una siesta a la sombra de uno de estos árboles ya nunca se marcha de
África. Y lo creemos a pies juntillas. La luz de los últimos rayos de sol
adquiere tonalidades anaranjadas, otorgándole a los baobabs un reflejo rojizo y
tintes violáceos para dibujar, con sus siluetas, una de las escenas con la que
toda nuestra vida recordaremos a Madagascar. Observando al atardecer estos guardianes
de la memoria, donde generaciones incontables han transmitido a su sombra todo
aquello que los define como clanes, nadie puede sospechar que están condenados,
quizás, a extinguirse. La roturación inconsciente, la necesidad del agua que
acumula su interior o la extinción de los pájaros que ayudaban a fertilizarlo
parecen indicar ese destino. Y me estremezco, no puedo imaginar esta
maravillosa isla, este continente, toda África, sin su perfil recortado al
horizonte teñido de rojo.
Sin
despegar la vista del horizonte, apenas nos damos cuenta de que ha anochecido
rápido. Durante unas horas hemos sentido el atardecer en nuestra piel,
contemplando como los últimos rayos de sol anaranjado dibujaban sombras en los
Baobabs. En momentos como este, el tiempo no importa, es un invento sin
sentido, y aunque ya es noche cerrada cuando decidimos levantar campamento,
recoger nuestros útiles de fotografía y brindar por última vez con unas
cervezas que salen no sabemos bien de dónde, dirigimos una última mirada hacia la
avenida. La noche se lleva con ella el anaranjado del cielo, las
historias, el mito, y sobre mi diario guardo la responsabilidad del contador de
historias, me gustaría coger el testigo del malgache, del árbol de la palabra y
el guardián de la memoria, aunque sea para mi mismo.
Cuando
abandonamos el lugar, tan solo queda Vicenç y su cámara, absorto en una
noche que ya es estrellada, decidido a robar una imagen más de estos baobabs
que nos han llevado de la mano a un mundo de leyenda. Él si es nuestro guardián
de la memoria, y, viéndole, recuerdo la frase de Eugène Fromentin: ¿por qué la
vida humana no acabará como los otoños de África, con un cielo claro y vientos
tibios, sin decrepitud ni presentimientos?.
Morondava,
ciudad costera en el oeste, apenas unos kms al oeste de la avenue, nos
acoge para dormir. Ubicada en plena costa del Canal de Mozambique, es la
capital de los sakalava del Menabe. Llegamos en la oscuridad de la noche, y aunque
apenas podemos ver nada, el aire húmedo, salino, nos indica la cercanía al mar
de nuestro alojamiento. Nuestro hotel está cerca del puerto, donde al anochecer
llegan los pescadores en pequeños barcos de madera tras fanear por el Canal.
Eso explica el fuerte olor a salitre y pescado que nos acompaña desde que
llegamos. No queda más remedio que degustar hermosos gambones y pescado asado,
cocinados en una mezcla de recetas francesas y locales.
Aunque
la opción de acostarse pronto y cerrar los ojos con el recuerdo aún cercano de
los baobabs revolotea por el ambiente, nos dejamos arrastrar por Valentina y
paseamos por la playa hasta L’Oasis de Jean le Rasta, un local de ambiente
rastafari con música en directo y decorado con símbolos reggae. La fresca noche
logra crear un clima acogedor, un ron mix de frutas, las confidencias apiñados
en pequeñas mesas en un jardín abierto, y un aroma a hierbas sanadoras, hace el
resto. Valentina, Dani, Susana, Miriam, Teresa y Guada, no necesitamos más para
caer en el embrujo del oasis.
Tras
despertar, a la plena luz del día, la ciudad de Morondava no impresiona. Es
extraño que aún siendo una de las ciudades más importantes del oeste de
Retomamos
el camino mientras la ciudad despierta. En la playa comienza la actividad de
los pescadores, de la etnia vezo, preparando sus coloridas canoas y redes, no
más que frágiles piraguas de balancín, para faenar en el mar. Mediante técnicas
ancestrales aprovechan todo lo que les aporta el arrecife coralino, y, con sus velas
desplegadas al viento, se deslizan lentamente por la línea del horizonte del
Canal de Mozambique.
Cruzando
los paisajes occidentales de la sabana malgache, nos dirigimos a las Tierras
Altas hasta alcanzar la ciudad colonial de Antsirabe, a 1.500m de altitud,
territorio de los Merina y capital de los pousse pousse.
ANTSIRABE
La
ruta RN7, de las pocas vías de comunicación bien conservadas (lo que significa
un pavimento decente y mantenimiento, que permite un desplazamiento más rápido
y cómodo) nos acerca hacia Antsirabé, dirección Antanananarivo. Son unas diez
horas de trayecto en las que el paisaje evoluciona, de los parajes casi
desérticos de Menabe, pasando por la sabana, para ir ganando altura por los
altiplanos centrales de
Antsirabé es
conocida como la capital de los pousse-pousse,
la versión malgache del rickshaw asiático, y de las piedras semipreciosas, pero
su mayor categoría se la da el ser la tercera ciudad más grande del país y su marcado pasado colonial. Aparece ante
nosotros como una ciudad de amplias y largas avenidas, construida como
zona residencial para los colonos franceses más enriquecidos que escapaban del
bullicio de la capital, como así nos hacen ver las grandes casas con jardines
que jalonan parte de las calles. Hoy son las familias malgaches más adineradas
las que ocupan esas casas art decó,
continuando la tradición francesa. La importancia de la ciudad durante la época
colonial trajo consigo la construcción de una bella estación de trenes, similar
a la de Tana, pero más pequeña. La afluencia a esta ciudad en concreto se debía
a su carácter termal, de hecho el nombre de la ciudad viene de Any sira be (“allí dónde abunda la sal”)
porque en sus
Hoy
en día no ha perdido la importancia de antaño, pero es más una especie de
fotografía en sepia de lo que fue, como si su pasado fuera un lastre que no la
dejara avanzar, reconvertirse. O, quizás, simplemente, no quiera hacerlo. Llegamos
tarde, ya anocheciendo, y más allá de las huellas coloniales, solo podemos
apreciar un enclave bullicioso, transitado, con las típicas casas malgaches de
bello colorido. Reflejo del sentido termal del lugar es nuestro alojamiento, el
Hotel des Thermes, situado junto al lago Ranomafana, y uno de los más antiguos
de Madagascar. Decadente y mal mantenido, al no tener ya aguas termales, sigue
mostrando una construcción preciosa, testigo de una gloria ya pasada y uno de
los mejores ejemplos de arquitectura colonial de la isla. A primera hora de la
mañana, el mejor momento para apreciar su grandiosidad y bella factura, sus
jardines, desde los cuales hago unas fotografías, son el destino preferido de
unos cuantos corredores. Quizás no sea uno de los privilegiados colonos
franceses que disfrutaba de sus baños termales, pero cuando me decido a
acariciar levemente el frío mármol y la madera desconchada de parte de la
fachada lo hago con un respeto reverencial. Es testigo de otra época, de otro
concepto de esta gran Isla, que se niega a perderse en el tiempo, luchando por
adaptarse a otra realidad sin saber que sigue siendo alojamiento de viajeros,
de personas que continúan buscando la tranquilidad y la belleza, sino ya de sus
aguas, sí de sus muros y el precioso paisaje de montañas, lagos y volcanes que
desde sus terrazas se pueden ver e intuir.
A
primera hora de la mañana el aire gélido casi te azota en la cara por la
altitud y las bajas temperaturas nocturnas, puede ser con facilidad el enclave
urbano más frío del país. Aunque en nuestro itinerario es tan sólo un lugar de
parada y descanso camino de Tana, antes de marcharnos hacemos una rápida visita
a la ciudad. Utilizando como referencia la gran Avenida de
Más allá de
Antes
de abandonar la ciudad, no podemos dejar de husmear en los talleres de cuernos
de cebú, con los que se fabrica casi cualquier utensilio o artilugio; la
fabricación de pañuelos de seda salvaje; los coloridos juguetes hechos con
rafia, mantelerías bordadas a mano de influencia francesa en la técnica y
africana en el color; o los centros artesanales de gemología, donde se trabajan
y tallan minerales de todo tipo. Es el peaje que hay que pagar por admirar el
pasado colonial de la ciudad y
Tras
la ventanilla, el paisaje de las Tierras Altas: pequeñas aldeas de adobe casi
como lunares en una faz de arrozales, mujeres transportando cubos de agua, carretas
tiradas por cebúes con la carga del día de leña o carbón, que, al igual que
nosotros, suben y bajan colinas y valles sin fin. Las extensiones de praderas,
de frágil hierba verde, fruto de la tala, la agricultura y ganadería intensiva,
hacen olvidar los frondosos bosques originales que hoy tan solo pueden
sobrevivir protegidos en los Parques Nacionales. De vez en cuando, salen a la
luz heridas de arcilla roja, ya que la débil hierba no puede sostener el
terreno ante las lluvias.
Poco
a poco nos vamos aproximando al área más industrial de
Antananarivo.
Y
el ansiado reposo encuentra lugar en Tana, la capital. Como ocurrió cuando
llegamos a Madagascar, nos alojamos en el confortable Le Louvre, y de nuevo,
solo es una estación de paso para volar hacia el Norte. Mis compañeros no
quieren dejar la oportunidad de degustar los excelentes restaurantes de
tradición francesa y fusión local que hay en los barrios cercanos- Yo debo
conformarme con una botella de suero, una ducha caliente y un sueño reparador.
Sambava, la capital de la
vainilla
Nuestro primer
destino en el Norte es Sambava, pero llegar allí no es nada fácil, y decir eso
en un país en el que la mayoría de sitios que hemos visitado se ha
caracterizado por horas y horas de complicadas pistas, es decir mucho. Al
parecer, la pista que conduce hasta el norte es, digámoslo así, complicada, en
cuanto a dificultad e incomodidad de trayecto, por lo que no dudamos en
utilizar la única otra opción: el avión.
Madrugamos
muchísimo, tres de la mañana, camino al aeropuerto, para probar las líneas
aéreas malgaches. La fama de retrasos de la compañía aérea nos inquieta, pero
todo resulta correcto y en poco tiempo nos plantamos en el Aeropuerto de
Sambava, pequeño pero funcional, en la costa noreste. Pese a mis miedos, por
recuerdos de otros aviones de líneas nacionales en el continente africano, el
avión, sin ser último modelo, era más que aceptable. Puedo reservar mis
oraciones con las que hacer frente al desastre aéreo para otras ocasiones, en
las que siempre sospecho tendré que utilizarlas.
Sambava
es una ciudad pequeña, frente al Índico y bajo la sombra del Macizo de
Marojejy, entre plantaciones de vainilla, clavo y café. Los mejores
alojamientos están junto a la costa, enmarcados por largas playas de arena
blanca flanqueadas por grandes palmeras. Tenemos suerte y nuestro hotel, Le
Carrefour, se encuentra en esa zona, mirando al mar, del que tan solo nos
separa un murete de cemento claro. Solo hacen falta unos minutos para sentir
que todo ha cambiado, el paisaje es mucho más verde, arbóreo y tropical, y la
población local pertenece a otras etnias, los Sakalava y Betsimisakara, de raíz
más africana. Sus cuerpos envueltos en ajustadas telas de colores sobre una
piel más oscura así lo atestiguan.
La cercanía
del Índico es demasiada tentación, solo falta un rápido intercambio de miradas
para que Miriam, Paco, Teresa, Ana y yo nos lancemos a la playa. De forma
autómata, la orilla del mar se transforma en un sendero que invita a ser
recorrido. Es agradable caminar sin un rumbo fijo, acercarse a los pescadores
que llegan de faenar, de retar al mar, en dhows de tradición árabe. Algunas
embarcaciones parecen tan frágiles, con sus velas remendadas, que piensas que
el mar las va a engullir. Pero el mar suele respetarlas, y desde el horizonte
azul vemos llegar algunas de ellas portando el resultado de horas de faena. Para
nuestra sorpresa, la pesca tiene la forma de tres tiburones (uno el difícil
tiburón tigre), y nuestra cara de incredulidad solo se ve interrumpida por las
risas de los pescadores y los gritos de los pequeños que rápidamente acuden a
ayudar a transportar la captura.
No es el único
regalo que nos ofrece el paseo. Poco después asistimos al espectáculo del cruce
de las marismas de un rebaño de cebúes, algunos casi nadando ante la
profundidad del agua y bajo las órdenes de mando de los esbeltos pastores, que
no dudan en acercarse a nosotros para dejarse fotografiar mientras repiten sin
cesar volassare volassare (hola en el norte).
El corazón de
la ciudad no deja de ser una calle principal, paralela a la costa, con pequeñas
casas, algunas de dos pisos, que se distribuyen a ambos lados de la avenida, y,
como si estuvieran lanzadas al azar, unas cuantas manzanas de viviendas de
planta baja plagadas de árboles. Lo más llamativo es el bullicioso mercado
junto a la carretera por la que discurre la avenida, y en el que es posible
encontrar de todo: frutas maduras, pedazos de carne en expositores que apenas
consiguen espantar las moscas, cualquier variedad de pescado seco, jabones, …; donde
conseguimos lo necesario para el trekking de los próximos días, si consigues
evitar ser atropellado por los tuc tuc (comunes en Asia, a modo de auto
rickshaw, motorizados, que sirven de taxi). Según Valentina, aquí hasta las
hormigas tienen un tuc tuc, fruto del crecimiento urbano y la inflación derivada
de la explotación y comercialización de la vainilla, que hace que comprar aquí
sea más caro que en Europa para los malgaches.
Tras
dormir arrullados por el mar, la mejor medicina para reparar mi maltrecho
estómago, y desayunar la tradicional koba (una masa de cacahuete molido,
harina de arroz y azúcar de caña envuelta en hoja de plátano), salimos al norte
con dirección al Parque Nacional de Marojejy.
PN Marojejy
Vamos
en un pequeño bus y el ambiente es animado, estamos decididos a que no trunque
nuestro buen ánimo ni la humedad ni los frecuentes atascos en la salida y
entrada de la ciudad. ¿Cosas que hacer en un atasco?: comprar, observar lo
lisas que están las ruedas de los vehículos, el equilibrio de las mujeres que
nos sonríen con los cestos en la cabeza, los encajes de trenzas que tejen
hermosos peinados, cómo el tuc tuc hace un cambio de sentido suicida,
los diferentes colores de lambas (telas que usan de vestimenta, o como
paños para amarrar carga a la espalda), comprar verduras bio, adivinar
las etnias de los cientos de personas que se cruzan… Así, entre risas y algún
desespero, logramos alcanzar la carretera hacia la montaña. Gracias al comercio
de la vainilla, el acceso a la montaña y las zonas de cultivo es una carretera
asfaltada que la une al mar, para luego poder exportarla a los mercados
internacionales, por lo que el viaje es corto, apenas unos 60 kms, y cómodo.
Pronto
abandonamos el bus al pasar un puente, en plena carretera, para alcanzar a pie
una pista de tierra que se dirige a las montañas. El ambiente es húmedo, algo
necesario para el cultivo de la vainilla, por lo que el camino que nos resta
hasta el Parque Nacional es un hermoso paisaje de campos verdes, abundante
vegetación y unas montañas recortadas por la bruma. Atravesamos pequeños
poblados con casas de madera de planta baja y techumbre de hojas de palma, que
suelen evitar el agua de las frecuentes lluvias sobreelevando los suelos varios
palmos mediante pequeños pivotes. Aprovechan los momentos de sol para dejar
secar sobre grandes esterillas de rafia arroz, granos de café y, sobre todo,
pequeñas dunas de vainas de vainilla.
Las
vainas desprenden un aroma dulce, embriagador, que nos lleva acompañando desde
inicio del camino, por lo que pronto nos acercamos a las esterillas para
apreciar mejor su perfume. Nos cuentan que la vainilla de Madagascar,
denominada bourbon, fue introducida en África desde México por los
franceses en el siglo XIX, y que encontró tierra fértil en la isla malgache por
su combinación de humedad y calor. Proviene de un tipo de orquídea trepadora
que puede llegar a alcanzar los
Al
ser una de las especias más demandadas y escasas del mundo, no es extraño que
detrás haya un séquito de mafias que obliga a los cultivadores a tener armas,
muchas veces de fabricación casera, para defenderse. En este paseo descubrimos
que la mayoría de productos que consumimos, que en teoría llevan vainilla, no
la tienen (su precio sería muchísimo más alto), sino que usan extractos de
laboratorio como sustitutivos. La necesidad de defender los cultivos hace que
cada agricultor marque sus vainas con un sello, que varía desde su nombre a un
número de serie, directamente en la planta, de tal modo que el sello resiste
tras el secado. Las plantaciones de vainilla reflejan un área rica en recursos
pero pobre en todo lo demás. Hemos tenido suerte, porque pese a ser época de
lluvias, nos encontramos en la temporada de recolección y secado, y por eso
podemos ser testigo de esta parte del proceso.
A
paso decidido, atravesando pequeños riachuelos y arrozales, llegamos a la
entrada del Parque Nacional Marojejy. El nombre es polisémico, tiene
muchos significados: “muchas piedras”, “muchos animales”, “mucha lluvia” o
“lleno de espíritus ancestrales”. Los días siguientes nos van a demostrar que
ninguno de sus significados es falso. Como escribirá nuestro compañero Vicenç
en sus reportajes audiovisuales, la situación de Marojejy hoy en día es más
delicada que nunca, ya que casi todos los bosques adjuntos han sido talados y
quemados. Marojejy es ahora una isla de densos bosques primarios rodeados por
grandes áreas dedicadas a la agricultura de supervivencia. Los aldeanos deben de
ser conscientes del valor inestimable de los bosques y la urgente necesidad de
protegerlos, a ellos, a sus hijos, a sus nietos, y a las generaciones futuras.
Según
nos cuentan los guías, y así está explicado en carteles y el pequeño centro de
interpretación y acogida de visitantes que hay a la entrada, el origen de este
parque arranca en 1948, cuando el profesor Henri Humbert, del Museo de Historia
Natural de París, visitó esta zona y quedó impresionado. Fruto de esa visita
fue la publicación de un libro, Maravillas
de la naturaleza”, que se hizo muy popular y trajo como resultado la
protección del área pocos años más tarde, en 1952, como Reserva Natural, y en
1997 como Parque Nacional. Leo en algunos artículos que desde entonces es un
sitio fundamental para la investigación científica de flora y fauna, además de
abrirlo al público para que valore y disfrute la riqueza medioambiental de la
zona, porque es el bosque lluvioso de altura más denso del mundo. Es por esta
razón que es el único Parque Nacional que ofrece a quien lo visite cabañas de
madera para dormir, distribuidas en tres campamentos en diferentes alturas
conforme te vas acercando a la cima del macizo. Posee varios montes que superan
los dos mil metros de altura, con extensos valles estrechos cubiertos por
bosque de montaña que protegen un centenar de especies de aves, una decena de
especies de lémures, o árboles que se creían extinguidos de la tierra.
Este parque, junto a otros (Ranomafana, Andringitra…) son reliquias de pluvisilva en
Con
el objetivo de ser más respetuosos con el bosque, poder desplazarnos con más
silencio y disponer de comodidad en las cabañas, nos separamos en dos grupos
acompañados por guías, que permaneceremos independientes los siguientes días.
Cada uno de los grupos irá a un campamento con diferente altura, hay
Tras un primer
rato jovial y en grupo, con el paso de las minutos nos vamos distanciando, y el
rebaño que formamos se va estirando de forma natural. Es un hábito al que acabo
cogiéndole el gusto, porque eso me permite ir a mi aire, disfrutar del paisaje
o el silencio, según mi estado de ánimo, y parar a fotografiar o descansar sin
estar pendiente excesivamente de los demás. A través del camino, siempre
envidio a los guías y las personas locales con las que me cruzo, su agilidad en
el paso, su conocimiento del terreno, su habilidad pasmosa para salvar
cualquier pendiente o sendero a pesar de ir descalzos, o con un calzado al que
le viene grande el nombre. Pero siempre, al cabo de unos segundos, y dependiendo
de si en el cruce me han sonreído o no, si el cansancio o el trabajo se halla
tatuado en su piel, la envidia da paso a la reflexión, y en ocasiones, llego
hasta sentirme un intruso en el sendero, sin mucho derecho a invadir una
realidad de la que desconozco tanto. En la primera parada, destinada a comer
todos juntos antes de dividirnos cada uno hacia nuestro campamento, llego
cansado cuando apenas he iniciado el recorrido.
El sendero
hasta el primer campamento, Camp Matella,
a unos 4’5 kms y con un desnivel de
Cansados después de un día agotador, nos
acostamos pronto tras la cena, aunque el calor, la humedad, los sonidos de
la naturaleza salvaje y el miedo a los insectos, arañas serpientes,
sanguijuelas, hace que tardemos en conciliar el sueño encogidos en los sacos de
dormir.
Con los
primeros rayos de sol, nos lanzamos en búsqueda de una cascada que se encuentra
a un kilómetro, para luego ascender hacia el campamento 2 en un trekking de un
par de horas. Es el momento en que puedes apreciar el bosque primario,
frondoso, húmedo. Pero el sendero es estrecho, la mayor parte del tiempo nos
obliga a caminar en fila, uno tras otro, rodeados por una espesa vegetación.
Parece que caminamos bajo una techumbre de hojas formada por las copas
altísimas de los árboles que en busca de luz nos circundan. Entretejidas por
helechos arbóreos que enlazan las ramas de los diferentes árboles se suceden
lianas, troncos y hojas de mil y una formas. La rapidez de nuestros pasos suele
ser reflejo de la intensidad de la lluvia. La humedad trae sus consecuencias:
debo guardar las gafas porque me es imposible ver tras cristales empañados, el
barro campa a sus anchas por nuestra ropa y nos hacemos grandes amigos de las
sanguijuelas que parecen extasiadas ante nuestra presencia y deciden adoptarnos
como despensas andantes o gratuitos dispensadores de sangre móviles. Por no
hablar de las piedras resbaladizas cubiertas de musgo que parecen acecharte con
el objetivo de que pierdas el equilibrio y acabes tirado en el barro, o cayendo
por la ladera. En eso, Susana y yo nos hicimos expertos, y solo hacia falta un
cruce de miradas para compartir nuestro hastío. Pero, pese a estas ligeras incomodidades, los maravillosos
paisajes que nos ofrecen los bosques húmedos, con sus arroyos de agua casi como
pequeñas cascadas, y la búsqueda de los huidizos lémures, son un regalo de la
naturaleza que mi retina quiere fijar a cada instante.
Continuar ascendiendo
sin gafas se convierte en toda una aventura, y más con una lluvia intermitente
que hace que ponerte y guardar (cuando frena el agua el sudor es asfixiante) el
chubasquero sea la acción más repetida de la mañana, evitando no batir el
record de caídas. Decidimos no abandonarnos ante la desesperación de una lluvia
que todo lo humedece, hasta el ánimo, para afinar el oído y notar como
cualquier sonido, como el deslizarse de un insecto sobre una hoja, o la gota de
lluvia que cae sobre la corteza de los árboles, te recuerda que hay una vida
oculta, allí, a tus pies, junto a tus manos, bajo tu cabeza, que nunca vas a
conseguir atrapar, ni en la mirada ni mucho menos en el diario o la cámara.
Por fin
llegamos al segundo campamento, Camp Marojejy,
en el cauce de uno de los riachuelos que cruza el parque. Eso no significa que
uno se pueda relajar, hay que pasar con cuidado porque ante tus pies aparecen
losas de piedra que resbalan con mucha facilidad. En una plataforma de madera,
insertada en la ladera de la montaña, techada y con espacio para una cocina y
una mesa grande donde comer, encontramos a nuestros compañeros. Acaban de
finalizar una ruta para avistar lémures y están preparándose para descender al
campamento 1. Nos hace ilusión el breve encuentro, dónde en frases rápidas y
entusiastas compartimos lo mejor de ambos campamentos. Están esperando a
Oleana, nuestra atleta rusa, que ha intentado superar el campamento 3 con un
guía y alcanzar el Pico Marojejy, de más de dos mil metros de altura, y un
desnivel de 700mts. Este ha sido uno de los motivos de su viaje con nosotros, porque
en una expedición anterior no pudo llegar a la cima. No va a tener suerte, a
pesar de haber iniciado el ascenso de madrugada. La lluvia y la altura, donde
empieza a crearse nieve, se lo impiden, y desciende resignada para unirse a su
grupo en la ruta de descenso.
Aquí
arriba el bosque primario es mucho más denso, repleto de una tupida vegetación,
musgos, líquenes y lianas, así que una vez solos, y ante los consejos de
nuestros compañeros que acaban de hacerla, iniciamos una ruta para avistar
lémures. La alegría del encuentro nos ha dado fuerzas y ánimo, así que pese al
barro, las raíces que emergen de la tierra, y las sempiternas piedras
resbaladizas, nos lanzamos a la aventura. Marchamos en silencio, en fila de uno
a uno, intentando afinar el oído y la vista. De vez en cuando, los guías nos
sorprenden reproduciendo los sonidos con los que se comunican entre sí los
lémures con el objetivo de que hagan acto de presencia. Si los lémures están
tranquilos, y situados a suficiente altura, podemos acercarnos con tranquilidad
(pero sin hacer ruidos o movimientos bruscos) y contemplarlos. Es normal no
verlos aislados, porque se organizan en familias, lo que ayuda, y bastante, a
satisfacer nuestra curiosidad y afán fotográfico.
En Marojejy
existen cuatro tipos de lémur: lémur bambú, el sifaka, el lémur dorado y el
lémur de frente roja. Encontrar lémures no es sencillo, ya no por la lluvia o
la humedad, sino al transitar por laderas y pendientes boscosas, sin sendas ni
caminos, áreas frondosas donde los animales no son fáciles de avistar. Caminando
por las sendas del parque, estamos pendientes de localizarlos. Debemos ir con
cautela, sin hacer mucho ruido, para no ahuyentarlos. Durante un buen rato
nuestros esfuerzos no dan resultado, pero, cuando menos te lo esperas, la
expresión de nuestro guía cambia, se pone tenso, rígido. Nos pide que no nos
movamos, y escucha, escucha el aire, el caer de las hojas, el sonido de un
bosque que es como un libro abierto para él, dónde leer un camino, una ruta, un
objetivo. Y, con rapidez, nos sumerge
ladera arriba, entre lianas que te producen arañazos, piedras que resbalan y
provocan caídas, intentando mantener un equilibrio imposible con el rápido
ascenso. Y por fin podemos verlos, los lémures, el sifaka. No es solo un
ejemplar, sino una familia. Entre las ramas, el lémur más curioso nos mira
fijamente, y, juguetón, decide girarse y desplazarse de rama en rama. Sus
saltos son ágiles, rápidos, y encierran en su movimiento una extraña elegancia,
contagiando el movimiento al resto de su familia, iniciando una hermosa coreografía,
natural, salvaje, bellísima. Como genios del bosque, te limitas a observarlos,
sintiéndote afortunado de compartir unos minutos de su vida, mientras se
limpian el pelaje, te miran curiosos o hacen carreras de saltos. Tras agotar la
memoria de nuestras cámaras, deciden perderse entre los árboles. Pronto solo
queda el movimiento de las hojas y las lianas tras su paso, y no podemos
reaccionar. Parece que se ha parado el tiempo. Ya no importa el cansancio, las
horas de mirar hacia las copas de los árboles tensando el cuello. Todo eso ya
carece de importancia.
El
regreso al campamento adquiere ya otro tono, vamos animados y apretando
ligeramente la cámara contra nuestro pecho, como si custodiáramos un tesoro.
Allí, entre los bancos y la mesa de madera, cerca de la cocina, es normal encontrarse
con mangostas de cola anillada que se acercan a ver si obtienen un poco de
comida. Llenamos el estómago, descansamos y buscamos la higiene con un cazo de
agua resguardados por cuatro tablones de madera maltrechos.
Estás
rodeado de bosque y selva hasta el infinito. Y agradeces la soledad del grupo,
sin apenas nadie más que no sea nuestra otra mitad en otro campamento más abajo,
el rumor del agua y el eco de los pájaros. En las conversaciones nocturnas,
iluminados por débiles velas, descubro lo afortunado que soy por coincidir en
este grupo de viajeros. Hay muchas maneras de viajar, pero no todas coinciden
con la mirada con la que uno contempla el mundo. Sentado junto a Pacopé,
Teresa, Miguel, Dani y Susana, y echando de menos a Vicenç, Dolors, Jesús y
Ana, Miriam, Guada, Ana F, Esther y nuestra rusa Oleana, capitaneados por
Valentina y Thierry, tomo conciencia de que estamos formando una familia que
comparte mi asombro por esta tierra, creando unos lazos que quiero sentir
duraderos. Los días venideros me confirmarán que no estaba equivocado.
Madrugamos,
en el silencio de la mañana tan solo escuchamos a las aves en su desplazamiento
a través de las hojas. Conforme pasan los minutos, la 'menara', la
niebla, va desapareciendo dando paso a los primeros rayos de sol que luchan por
encontrar su hueco entre la espesura del bosque y su armadura de helechos,
troncos y lianas. Queda una larga caminata si queremos llegar antes de mediodía
a la entrada del parque. Descendemos mucho más rápido que en días anteriores,
quizá nuestro cuerpo se ha habituado a los misterios de la montaña, aunque
alguna caída aislada nos vuelve a poner en nuestro sitio, como si el bosque no
nos dejara desafiarlo. Durante el recorrido hay unas pequeñas cascadas con
piscinas naturales que invitan al baño, aunque no podemos detenernos el tiempo
suficiente para refrescarnos, y nos limitamos a admirarlas fugazmente.
Al
regresar de la montaña, andando hacia la carretera donde nos esperaban las
furgonetas, puedo saborear la tranquilidad de un paseo, caminando por estrechos
senderos, algunos delimitados por piedras, entre húmedos arrozales y pequeños
pastos. El aire fresco se va llevando la humedad y el olor a tierra mojada,
para dar paso al sutil aroma a vainilla que respiro profundamente. Cruzamos
pueblos de casas de madera y techos de paja o chapa, acostumbrados al paso de
la gente, incluso extranjera, seguramente por el comercio de la especia. Así,
entre risas, niños descalzos, y más de un transistor con animada música, mis
músculos, agarrotados y cansados de los trekkings húmedos de la montaña, se relajan
poco a poco, al son del paso y de la vida local.
En
la entrada del Parque, nos despedimos de nuestros guías en la montaña, Moisés y
Jackson. En un círculo entonamos, con más gracia que pericia, nuestro himno
particular de lore lore maku maku, pero lo más importante son las palabras de
Moisés: “si gente como vosotros no viene al parque, esto no sirve para nada, no
tiene sentido; con la entrada tener seguro que la mitad se dirige a la
comunidad local, y la otra parte al mantenimiento del parque; es un proyecto de
desarrollo que sirve para conservar nuestra naturaleza, nuestros bosques, y
concienciar a la población de que respetando nuestro entorno podemos tener
futuro”. Sus sabias palabras nos emocionan, y mientras subimos a un pequeño bus
con dirección a Sambava, anoto en rápidos trazos en mi diario esta emoción. Atrás
queda Maroyeyi, y con él los lémures, el barro, las sanguijuelas, las paranoias
por los picores, el calor y el insomnio por la noche, pero también la sensación
de que atrás dejamos un rincón salvaje, auténtico, casi sin explorar, uno de
los últimos territorios vírgenes de Madagascar. Y tan sólo por eso merece la
pena cualquier sanguijuela.
Vohemar
En
el breve período en que permanecemos en Sambava, no solo da tiempo a comer y
recoger petates destino Vohemar, sino a celebrar la afinidad del grupo en esta
expedición. La razón es el cumpleaños de Dolors, el medio una apetitosa tarta
con velas que Valentina ha conseguido quién sabe dónde, la consecuencia una
emoción desbordada y una alegría que entra por las venas gracias a los brindis
con ron de vainilla. Pequeños detalles que hacen de esta aventura algo a
recordar, como prueba una pequeña pulsera de hilo multicolor que me regalan
Vicenç y Dolors y que ahora acaricio con nostalgia mientras escribo estas
palabras.
El
camino a Vohemar transcurre por
De
nuevo camino, esta vez por una deficiente pista de tierra roja en la que lo que
más destaca son los pachypodium (una
especie de pequeños baobabs en flor), hacia Daraina, una aldea de etnia
betsimisakara, que tiene una Reserva Natural. Pero no todo en el trayecto son
baobabs, cerca del acceso a
No
vemos el metal preciado, pero mientras observamos el duro trabajo de esas
familias, muy cerca de nosotros hace acto de presencia una familia de lémures
sifaka de oro coronado (sifaka tattersalle), llamados así por el pelaje
dorado que presentan en su coronilla. Así que gracias a ellos encontramos oro
en los árboles, aquí, en medio de un bosque selvático perdido en el noroeste,
bajo la forma del último
de los lémures descubiertos y, por ello, el más desconocido. Es uno de los
primates más amenazados del mundo por la tala y quema del bosque para siembra o
pastos, la extracción de madera y oro, y la caza furtiva. Así que, de nuevo,
como ocurrió en Marojejy, quedamos ensimismados contemplando un lémur de
espléndido pelaje, que salta, se reúne con sus crías, y nos contempla desde la
copa de los árboles.
Con
el recuerdo de un lémur que parece un cruce entre un mono y un peluche,
accedemos a
Cuando llevas
un tiempo en esta isla, asumes con naturalidad que sus bosques están llenos de
seres que desbordan la imaginación. En su libro Rescate en Madagascar, dice Gerald Durrell, el extraordinario
naturalista, que Madagascar es una isla llena de magia y repleta de tabúes o fadys. Por eso no sorprende que un
producto tan extraño de la evolución como es el ayeaye, el mayor primate
nocturno del mundo, con ese larguísimo tercer dedo para extraer larvas y
alimento, se le atribuya poderes mágicos. En algunos sitios, si se lo encuentra
cerca de una aldea se considera que es heraldo de la muerte y que, por tanto,
hay que matarlo. Si es pequeño, podría morir un niño de la aldea. Si es grande
y de color blancuzco, el que está en peligro es un adulto de piel clara, y si
es un animal oscuro, el que corre peligro es un ser humano de piel negra. El que se dedique a alimentarse de
cocoteros, caña de azúcar, árboles de clavo donde residen suculentos insectos o
escarabajos, hace que para muchos campesinos, cuya supervivencia depende de
esas plantaciones, lo perciban como una amenaza real, nada de mágica, y no les
quede muchas otras opciones más allá de la de matarlo para no morir de hambre.
Si a eso le unimos la tala indiscriminada de árboles, no le queda un futuro muy
halagüeño que digamos para uno de los seres más fascinantes y raros de ver del
mundo.
Una
de las mayores dificultades a la hora de poder observarlos, deriva del hecho de
que están en continuo movimiento, buscando zonas donde comer. Cada noche, una
vez han comido, construyen sus nidos para dormir, abultadas construcciones de
hojas y ramas, con hierbas blandas en su interior para descansar. Durante el
día duermen, saliendo por las noches a comer o buscar nuevas zonas donde
conseguir el alimento. No suelen pasar más de un día en el mismo nido, por lo
que cuando se localiza uno de estos refugios hay altas posibilidades de que
esté abandonado. Es por eso que, una vez instalados en el campamento, nos
lanzamos en su búsqueda con rastreadores en plena noche. No debemos hacernos
ilusiones, en los más de diez años que Valentina lleva en la isla, ha
conseguido avistarlos en muy pocas ocasiones y siempre gracias a la pericia de
estos rastreadores que leen el bosque como si fuera un libro abierto. Uno de
ellos ha localizado unas horas antes lo que parece un nido de cigüeña en lo
alto de la copa de un árbol, así que nos internamos en lo profundo del bosque y
nos sentamos en silencio durante más de una hora bajo el nido a la espera de
que asome. ¡¡Y en la lotería de la vida, esta vez tenemos un boleto ganador!!
Primero aparece una larga cola, un pelaje suave y, al poco, tras el famoso dedo
alargado, una cara de murciélago con grandes ojos brillantes que reflejan sus
hábitos nocturnos. Quedamos sin respiración, y enseguida renuncio a hacer fotos
para contemplarlo. Su aspecto primitivo, sus enormes orejas, su delgado,
huesudo y largo dedo. Regresando al campamento no podemos dejar de pensar en
tan extraño animal, casi como un fantasma. Como dice Vicenç, poder avistarlo en
libertad es un auténtico milagro, poder fotografiarlo, un privilegio escaso.
Ankarana
De
nuevo en ruta, ahora por
Las abundantes
pozas de barro en algunos tramos de la pista te obliga a ir despacio, muy
despacio, casi como obligándote a que no ignores esta tierra, a que la degustes
poco a poco, a que te mezcles con su gente, a que hables, a que sonrías, a que
el polvo de su tierra roja o el marrón de su arcilla porosa te impregne la piel
y el alma. Por el camino avistamos un grupo de niños escuálidos, y durante un
tiempo, a pesar de que hemos pasado rápido, queda su imagen en mi cabeza. La
mirada triste y casi vacía de Thierry al girar la cabeza de la ventanilla me
hace ver que, quizás, hemos pensado lo mismo. Uno, al viajar, suele pasar de
puntillas por una realidad que siempre es más dura y profunda de lo que se
intuye a primera vista. Y es fácil juzgar, como diría Brandoli, aunque no se
tenga esa disposición. En mi diario no busco juzgar cuando escribo la palabra
hambre, o cuando recorto una página de un periódico donde señalan que el 50% de
la población sufre malnutrición crónica (la cuarta tasa más alta del mundo),
agravado por los efectos de El Niño,
que ha dado lugar al período de sequía más largo de los últimos 35 años. En un
país donde solo el 5% del presupuesto nacional se dedica a atención sanitaria.
Es la otra Madagascar, la que no veo, o dejo de ver, con un 80% de la población
que vive por debajo del umbral de la pobreza, la mayoría en el sur. Un sur que,
pienso, queda lejos de mi ruta. Un sur donde un cuenco de arroz puede ser una
vida. En mi diario no busco juzgar, pero si quizás lo que busco es no perder la
inocencia, y no sé si eso me hace sentir bien. Como Thierry, durante uno tiempo
mi mirada queda vacía y pensativa.
Paramos a
comer en Maromokota. En la pista es común encontrarte hotelys, espacios
sencillos que hacen la función de bares-restaurantes donde parar a comerse por
poco dinero sopas, un plato de arroz con pescado o carne de cebú. Al inicio del
pueblo bajamos de los 4x4 para hacer un pequeño paseo hasta el lugar donde
comemos y conocer la vida local. Es un pueblo tradicional de carretera, donde
la vida se hace alrededor de la pista, con casas de planta baja y techumbre
metálica entre alguna palmera aislada, y pequeños puestos caseros para la venta
de salsas y conservas en envases reutilizables, la mayoría botellas de agua,
que funcionan como pequeños oasis de color ante el polvo y la aridez del pueblo
y la pista.
A estas
alturas del camino es frecuente encontrar camiones y constructores de origen
chino. Y me da por pensar que más allá de la omnipresencia del gigante
económico chino en tierras del continente africano, las huellas de una conexión
de esta isla con Oriente salen a la luz en cada tramo del viaje, desde el
origen de los malgaches (la mayoría no se siente identificada al cien por cien
con África) a las historias que nos cuentan Thierry y Valentina. Como la del
famoso tren de Madagasgar, el Expreso Malgache que une las tierras agrícolas
del centro de la isla con la costa del Índico a través de la jungla y
plantaciones de té y café, y que al parecer construyeron miles de obreros chinos
en la década de los 30 del siglo pasado, con excedentes de otro tren colonial
construido en Indochina.
Continuamos
con el trayecto, ahora ante un escenario salpicado de valles de diferentes
tonalidades, entre el verde, el marrón y el amarillo, hasta alcanzar, ya
anocheciendo,
El Parque o
Reserva Natural de Ankarana, es el segundo más antiguo del país. Su nombre,
Ankarana, significa “el lugar de las piedras puntiagudas”, porque en su
interior pueden encontrar tsingys, si bien no es tan famoso como el de
Bemaraha. Se trata, como ocurría allí, de una cordillera formada por el
plegamiento de un macizo de roca caliza, y roturada por la erosión de las
lluvias tropicales. Más de un centenar de kilómetros con simas, cuevas y
cañones. Según nos cuentan, este macizo es sagrado para la etnia de los antakarana,
la mayoritaria en esta zona norteña, porque en él se refugiaron durante la
guerra contra la etnia dominante de los mérina, y en algunas cuevas
están enterrados parte de sus reyes. Coordinados por un guía alcanzamos un
mirador desde el que contemplar, de nuevo, un mar grisáceo de pináculos y
agujas de piedra que brillan ante el cielo despejado y azul.
Mientras
recorremos la reserva, caracterizada por un boque seco y caducifolio, nos van
explicando la riqueza del área en plantas con propiedades medicinales y
admiramos la variedad de baobab adansonia perrieri, la especie más
extraña y en peligro de extinción, que no suele superar los quince metros de
altura y presenta unas flores de agradable aroma y color amarillo pálido.
Pronto llegamos a uno de los lugares mágicos del parque: Perte de Rivieres (lugar
donde se pierden los ríos). En pleno bosque aparece un gran pozo que se ha
ido creando con la erosión, y en su parte superior ha modelado el terreno
dibujando una especie de graderío rupestre idóneo para sentarnos y contemplar
este espectáculo de la naturaleza. En época de lluvias justo en este punto se
produce la confluencia de tres ríos que provocan un enorme remolino en su caída
que erosiona la tierra y piedra, creando un enorme agujero que los espeleólogos
que han estudiado aguas subterráneas dicen que vierte en el Canal de
Mozambique.
La erosión
causada por los cursos de agua ha transformado el paisaje en una sucesión de
cañones, trazos de densa jungla tropical, profundas cuevas y franjas de bosque
caducifolio, donde puedes encontrar desde los tres tipos de madera de la isla: palisandro,
ébano y palo rosa, muy demandados por el mercado chino de la madera propiciando
un saqueo constante que ni siquiera los fadys, que han protegido estos
bosques durante siglos, pueden evitar; una ninfa blanca, medio oruga medio
araña blanca, de nombre phromnia rosea, o cicadelle de
Madagascar, porque se transforma en una suave mariposa rosa; camaleones que,
huidizos, se camuflan con los troncos y las hojas, donde permanecen inmóviles
confiando en su estrategia. De colores inimaginables, verdes, amarillos, rojos,
naranjas, les vemos reposar en una hoja o rama, a la espera de que las presas
les pasen por delante, o caminar a cámara lenta mientras mueven sus ojos
extraviados.
Por último,
nos dirigimos a
El símbolo del
parque, el lémur coronatus, nos ha sido esquivo durante el paseo. Nos
habían dicho que era un buen lugar para ver de cerca a estos mamíferos, símbolo
también de Madagascar. Y la espera mereció la pena. Al hacer un alto para comer
en una zona reservada para picnic y barbacoa, entre las mesas, atraídos por la
comida y seguramente habituados a los turistas, aparecen lémures que sin ningún
tipo de miedo, y en ocasiones con mucho descaro, se acercan enormemente a
nosotros. Al ver a estos animalillos de ojos saltones tan cerca de m mano (y de
mi objetivo fotográfico), solo puedo maldecir las horas perdidas en selvas y
parques intentando adivinar la silueta de lémures fantasmas o de obtener una
fotografía más o menos nítida de uno de estos ejemplares posando grácilmente en
una rama a cinco metros de altura.
En esta gran Isla
se encuentran la totalidad de lémures que quedan en
Ahora,
dependiendo de la mirada, los lémures son desde objeto de atracción turística,
protagonistas involuntarios de supersticiones fady o emblema nacional a proteger, pero hace unos 50 millones de
años, cuando Madagascar estaba unida a África y no habían aparecido los monos
ni los simios, en el escalón más alto de la pirámide evolutiva que culminaría
en el hombre, según palabras de David Attemborough, se encontraban estos seres.
Al separarse la isla, y sin la competencia de los siguientes mamíferos
africanos, protegidos por la barrera marítima, pudieron seguir creciendo y
evolucionando. Los ejemplares que tenemos ante nosotros aquí, el coronatus, presentan
una banda roja a modo de corona, y un hocico negro. Son los más sociables y
curiosos, seguramente por estar habituados a los visitantes del parque, y,
gracias a eso, Dani y yo podemos comprobar que es posible hacerse un selfie con
un lémur, o que puedes jugar a que te arrebaten un plátano como en una película
muda de los años veinte.
Diego Suárez
Con
el recuerdo de estos simpáticos animalillos, retomamos la pista, que tras
tantas emociones no nos parece tan incómoda, hasta llegar a Diego Suárez. Antsiranana,
llamada Diego Suárez desde 1975, es
una ciudad portuaria en plena bahía de la costa noreste. Se llama así desde
antiguo por dos navegantes y exploradores portugueses, Diego Díaz y Fernando
Suárez, que pisaron estas tierras a principios del s. XVI. En plena época de
corsarios y bucaneros, una hermosa fábula de Daniel Defoe, el autor de Robinson Crusoe, sitúa allí Libertaria, un refugio de piratas a modo
de colonia convertida en República, en la que todos sus habitantes eran
iguales, sin esclavitud ni racismo, bajo el lema “por Dios y por la libertad” (A
Deo a Libertate). Si realmente existió, poco queda hoy de esa utopía
política en un núcleo urbano más centrado en el comercio que en la igualdad. No
estuvimos mucho tiempo en la ciudad, pero si el suficiente para adivinarla en
su deriva hacia el mar. Viejos edificios coloniales, mercados callejeros,
organizados por gremios, calles por las que transitan locales, extranjeros,
comerciantes, niños de mirada traviesa que parecen buscar algo que les saque de
la rutina. Es curioso observar como hay una especie de orden en el deambular de
personas tan diferentes, como un pacto inconsciente en el que todos
participamos, arriba y abajo por sus calles. Es ese aire de las ciudades que
han vivido de la gente y del comercio desde sus inicios. Un aire, también, que
huele a verano y humedece tu ropa.
Todo
va despacio menos nosotros, que tras instalarnos en el hotel nos lanzamos a
curiosear por los barrios comerciales y pasear por las tranquilas calles que
anuncian lugares de copas y cena mecidos por la brisa del mar. En uno de ellos,
el Taxi Be, decidimos hacer una degustación de mojitos, bailando para
darle sentido a la humedad que nos baña de sudor.
Por
la mañana partimos, dejando atrás decadentes edificios coloniales franceses,
abandonados desde la independencia del país, y que parecen resistirse a quedar
olvidados ante el crecimiento turístico de la ciudad. Apenas divisamos, al
abandonar la ciudad, difuminados en el horizonte, con el sol como barrera, los
antiguos fortines militares recuerdo de
El Parque Nacional
Montaña de Ámbar se sitúa a una hora de Diego Suárez, unos 40 kms. Un parque
enclavado en una cadena montañosa de origen volcánico, y que recibe su nombre
por la resina que emana de algunos de sus árboles, a la que los locales le dan
uso medicinal. Sobre los
Recorremos
un hermoso sendero, bajo la sombra de helechos, ficus, diferentes tipos de
orquídeas, para alcanzar la cascada Antakarana. Las tonalidades de verde,
malva, ocres, marrones, casi te hacen olvidar que a esta isla la llamaron una
vez
Ankify
Bañados
de verde, y con una energía renovada, abandonamos el parque por
Thierry es
pequeño, bajito y de cara ancha, pero con una sonrisa que parece abrazar el
mundo entero. En sus grandes ojos se observa una cierta curiosidad por el
mundo, un amor innegable por su tierra que combina con un ambición por
prosperar, por salir adelante, que a veces, en sus andares rápidos y nerviosos,
le dotan de una apariencia casi infantil. Verlo estas semanas hablar con
Valentina, cuidar de nosotros u observar el paisaje ensimismado, me transmite
una sensación que va desde la ternura a la admiración. En sus gestos, en la
alegría con la que nos trata, veo la amabilidad malgache, la cercanía de un
pueblo que durante siglos han acogido a extranjeros. En ocasiones creo, cuando
me mira a los ojos, que tengo frente a mi a Madagascar.
Por todo eso, no creo que sea necesario describir la tristeza que nos provoca su partida. Afortunadamente, aquí, tenemos el mar, que siempre nos salva de los dolores del alma. ¿Quién puede imaginar dormir en unos pequeños bungalows a la orilla (literalmente) del mar?. Llegar por la noche, en plena oscuridad, solo permite intuir su cercanía, a través de la humedad y el olor a salitre. Y es precisamente la noche la que me hace tomar conciencia de que mi cuerpo está descansando a tan sólo un par de metros del agua. El rumor, continuo y suave, de las olas me lleva a pensar, en el duermevela, de que a mis pies tengo la orilla, y quizás por ello mis sueños me conducen a mil aventuras sobre el agua salada. Al amanecer, cuando las pisadas apresuradas de los pescadores y del servicio, me despiertan, me aventuro a salir, cámara en mano y con legañas en los ojos. La noche no me había engañado, el mar es el único horizonte y tan solo las huellas que han dejado a su paso aquellos que me despertaron me recuerdan que estoy en un hotel. Embriagado por el mar y dejándome acariciar por los primeros rayos de un cálido sol que anuncia su salida, asciendo a la terraza en la que desayunar contemplando la inmensidad del Índico casi me quita el apetito.
Al
son de salama salama (buenos días en malgache), nos dirigimos al puerto,
donde cogemos unas lanchas motoras que no le temen a un mar que con el viento
poco a poco se embravece más. Tras una media hora de intrépida navegación
llegamos al puerto de Hell-Ville, ya en la isla de Nosy Bé.
Nosy Be
En
el extremo norte, a
Nosy
Be tiene historia y, como Diego Suárez, fue refugio de navegantes indios y
comerciantes árabes antes de la llegada del colonialismo francés. Por su costa,
y un puerto más que atractivo, tanto desde el punto de vista geoestratégico
como paradisiaco, no extraña que fuera la primera zona ocupada por los
franceses, su puerta a
Como
resultado de una mezcla extraña de la necesidad de ingresos y crecimiento
económico de la población malgache local, y el interés por explotar la zona de
avispados empresarios franceses e italianos, bajo el lema de la búsqueda de
paraísos perdidos, gran parte de la costa, o al menos de la que yo visito, se
ha visto transformada por las infraestructuras (hoteles, embarcaderos)
necesarios para acoger a la población extranjera que busca estos rincones
paradisíacos. Por ahora no parece ser un turismo industrial, ni a enorme
escala, pero sí lo suficiente como para ir alterando poco a poco una fisonomía
virgen y local. Como leí en un relato de Mayte Toca, en las esponjosas orillas
donde antes descansaban los moluscos con la panza al sol, ahora se tumban los
turistas italianos o franceses mientras esperan su turno para comer el mejor proscruitto traído directamente de la madre
patria. Junto al turismo, su principal actividad económica es el cultivo y
exportación del aceite de ylang-ylang,
una flor cuyo aroma es parte fundamental de exquisitos perfumes franceses, como
los de la marca Dior. Por eso a Nosy Be se la llama la isla de los perfumes.
Quizás
todo esto sea lo que hay detrás del cambio que me parece apreciar en los
malgaches del norte. Porque no sólo cambia el paisaje entre las montañas y la
costa, o así me parece intuir cuando observo la mirada descarada de los jóvenes
o la luminosidad en los ojos de los niños. Pero tampoco nos dejemos llevar por
una visión pesimista, nada más lejos de la realidad. La costa norte que linda
con el canal de Mozambique, presenta una barrera de coral de más de mil
kilómetros de longitud, que sirve de muralla para proteger a miles de especies
animales y vegetales. Y en ella continúa viva una naturaleza salvaje. Continúan
las alargadas playas de finísima arena, acariciada por el vaivén de olas de
aguas verdes y azuladas, con la transparencia y el brillo de esas descripciones
de las novelas de aventuras de Salgari o los cómics de Hugo Pratt. Continúa el
verde salvaje de sus árboles, refugio de camaleones, o la tranquilidad de
aisladas calas e islas donde pequeñas tortugas ven la luz y luchan por llegar
al mar. No ha dejado de ser un paraíso natural, el Caribe estilo malgache.
Así
que, donde la tierra roja da paso a la arena blanca, avanzamos hasta la playa
de Madirokely. Allí se encuentra un coqueto hotel de madera, que alberga la oficina
que nos va a proporcionar un velero para los siguientes días, un barco antiguo
de madera de tradición árabe. Pronto conocemos a Nicolás, el dueño francés del hotel
y el velero, organizador de decenas de actividades para los viajeros europeos,
fundamentalmente franceses e italianos, que llegan a esta costa. Es un hombre
alto, seguro en sus gestos, pero con cierto autoritarismo (imagino que
imprescindible para sobrevivir más de 20 años peleando con la población local)
y que da la impresión de haber bebido y fumado de más la noche anterior.
Nuestro
barco, bautizado con el nombre Karakory, resulta ser un antiguo carguero
para el tráfico de maderas, reformado, que mantiene la apariencia de los
antiguos dhows árabes que surcaron estas mismas aguas del Índico y el
canal de Mozambique siglos atrás. Desde el primer momento que lo avisto,
fondeando en la playa, aún sin su vela mayor desplegada, tranquilo y mecido por
las suaves olas que bañan a los turistas europeos, una emoción nerviosa, casi
infantil, me estremece el cuerpo, me activa. Siento que va a ser un hogar
especial para los próximos días, en que navegaremos por la costa noreste de
Cómo
no quedarse corto cuando nada más subir a él, la pequeña tripulación sakalava
que va a ser nuestra familia los próximos días, nos recibe con un almuerzo de
buñuelos, piña, papaya, ron arrangé, té…. Empezamos a surcar el mar, y
con el viento húmedo acariciando mi rostro, tumbado en la proa, al sol, creo
que estoy en el paraíso.
Dice Joseph
Conrad que el placer de ver una embarcación pequeña navegar por entre las
grandes olas es cosa que no ofrece duda para aquel cuya alma no tiene morada en
la tierra. No sé aún dónde tengo mi alma, pero si es curioso cómo en un viaje,
a veces, uno parece abandonarse al camino, ajeno a la ruta. En otras ocasiones
he vivido pendiente del mapa, de la ruta prefijada por el guía, marcando cada
una de las etapas en mi diario de piel, en una especia de liturgia, quizás como
una forma de anclarme en la tierra que pisaba, de afianzar mi camino. Y en
otros momentos, como ahora, me embarco en un dhow de madera del que solo
conozco el nombre (Karakory), con una
tripulación que me es desconocida (pero que te hacen sentir uno de ellos), y un
rumbo incierto más allá de vadear la costa. En este caso el por qué está claro,
no hace falta más que pasear la mirada por las aguas cristalinas y acariciar la
madera de nuestra embarcación para que todos mis sentidos se alineen en la
necesidad de abandonarme, en dejarme llevar. Y también está Valentina, siempre
Valentina. Nuestra brújula.
Emociona
observarla, agarrada al mástil, mirando al mar fijamente, con unos ojos que
parecen ver más allá del horizonte azul. Su pequeño cuerpo transmite tanta
fuerza que uno no duda que, pese a ser joven, lleva mucho mundo a sus espaldas.
Su sonrisa perpetua, su entusiasmo, ha sido el corazón que ha dado vida a esta
expedición, el motor que nos ha hecho girar. Verla ahora, absorta en unos
pensamientos que me gustaría adivinar, dejando libres los mechones rubios que
bailan alrededor de su rostro al compás de la brisa, me da la certeza de que
lleva también cicatrices, que quizás son la base de su fuerza. Como si intuyera
lo que estoy pensando, lo que dibujo en palabras en mi diario, a la sombra del
mismo mástil en que se apoya, me dirige una mirada frágil, sincera, de la que
se desprende tanta sensibilidad que la sonrisa que le ofrezco a cambio me
parece un pobre regalo. Y solo puedo dar gracias por tenerla de brújula. Y
espero que amiga. Me gustaría.
El
viento nos guía, si, pero también una tripulación que en cuestión de horas ya
forma parte del grupo. Todo parece fácil, y es fácil asimilarlo: el olor a
salitre, comer fruta con la mirada perdida en el horizonte, los mejores mojitos
del mundo; bucear como un intrépido Cousteau en un mar turquesa transparente,
entre corales, estrellas de mar, anémonas, tortugas y peces tropicales de miles
de colores, cambiantes como los de un camaleón; las siestas sobre alfombras a
la sombra del mástil y mecido por el mar. Cada tarde abandonamos el barco, que
queda fondeando a una distancia prudencial, para montar tiendas de campaña en
la costa, en playas salvajes o desembocaduras de pequeños ríos y canales. Me
faltan palabras para intentar describir los atardeceres y amaneceres que a los
pies de mi tienda de campaña o en la lona de arpillera que tendemos para cenar
y desayunar sobre la fina arena, podemos contemplar. Colores imposibles de
atrapar en la cámara, a no ser que tengas la pericia de nuestro querido Vicenç,
suelen venir acompañados del rumor de las pequeñas aldeas cercanas. No son más
que una agrupación de humildes y toscas cabañas, delimitadas por cercados y, en
las más grandes, una edificación rectangular que funciona de escuela para los
niños de la zona. Nuestra llegada, como la de otros turistas que visitaban la
costa en embarcaciones, normalmente es recibida con alegría y cada vez menos
curiosidad. No es raro verlos con ropa que los extranjeros dejan como regalo. No
es difícil intuir los caminos que el contacto continuo con el turismo puede
construir. Pero uno procura no pensar en eso.
Las visitamos,
rompiendo su rutina de pesca y construcción de piraguas de madera, hechas con
troncos vaciados a golpe de hacha (las mismas embarcaciones que usaron sus
antepasados hace dos mil años para llegar desde Asia), en busca de agua dulce
para la comida y una breve ducha rodeada de mosquitos. Son como pequeñas islas
dentro de la isla, al margen de todo y de todos. Autosuficientes, con sus
pozos, sus chozas de palma y vallados endebles que marcan el límite entre la
aldea y el camino, entre la aldea y el mar, entre la aldea y todo lo de fuera,
incluido nosotros.
Con
la tripulación aprendo que a nuestra embarcación la denominan boutre, que
recuerda mucho a las antiguas embarcaciones indo-árabes swahili de la costa de
África del Este, la misma familia que los dhows. Y que los indios bohras
(originarios de Bombay) alcanzaron esta aguas junto a portugueses y piratas,
para introducir especias, pimienta, ylang ylang, que le otorgaron el
sobrenombre de Nosy Manitra (la isla de los perfumes). Y que el los
cangrejos, el arroz con gambas y pato nunca ha estado tan bueno como en una
salsa de coco guisada en alta mar.
La fogata de
la tripulación, y pequeños faroles que iluminan nuestra esterilla de rafia
común y el camino a las tiendas, no impiden que cada noche, cuando las nubes lo
permiten, las estrellas salpiquen el cielo. Son noches en playas sin nombre, o
con nombres que no recuerdo, donde me cuesta escribir, parece que solo intento
plasmar susurros arrancados al viento. Y siempre acabo vencido, oyendo la
respiración acompasada, constante, de Pacopé, mi compañero de tienda,
abandonándome al sueño, con la promesa de un alba que me ofrezca su historia.
Por
la mañana, tras ver amanecer desde mi tienda, me gusta caminar siguiendo las
huellas de algún compañero que ha madrugado más que yo. Me entretengo siguiendo
su rastro, dejando templar mi cabello por los primeros rayos de sol. Lucho por
perseguir su ruta antes que la espuma de mar juegue a borrarme el mapa, y
sonrío cuando alcanzo a ver, en el horizonte de la playa, su rostro, que suele
ser el de Miriam, quien me de devuelve la sonrisa y me tiende su mano para
acercarme a ella. Y hablamos, mucho, conversaciones que cimentan una amistad,
que ambos sabemos que perdurará, tenemos esa intuición, bendecida por las olas
del Índico que bañan nuestros pies.
Los
días se suceden como en un ensueño, y una mañana, siguiendo la estela de
tortugas peregrinas nadando, alcanzamos Nosy Iranja (Isla Tortuga),
cerca del canal de Mozambique, al suroeste de Andilana. Fondeamos a una
distancia prudencial de la playa, lo suficiente para que algunos se lancen a
nado. Abro bien los ojos, porque no parece una imagen real. Ante nosotros lo más
parecido a un paraíso que uno puede imaginar: dos pequeñas islas unidas por un
banco de arena fina de
No es extraño,
a este lugar vienen por las noches las tortugas a depositar sus huevos en la
orilla de la isla más pequeña. Los turistas más afortunados pueden alojarse en
una construcción antigua que se ha reconvertido en hotel, y pasar la noche en
este paraíso natural, Y aunque nosotros no cambiaríamos nuestro velero y
nuestras noches en tienda de campaña en playas perdidas, no podemos dejar de
admirar la belleza del lugar mientras caminamos hacia el faro que está en la
isla grande. Fue construido en 1909, por Gustave Eiffel durante el período
colonial, la misma época en que diseñó nuestro hotel de Tana. Poco a poco, van
llegando lanchas y barcos con viajeros como nosotros, y antes de vernos
rodeados por una marea humana, acostumbrados estos días a la ausencia del mundo
occidental, aprovechamos los últimos minutos para saltar en grupo e
inmortalizar el momento en nuestras cámaras. En este instante uno parece
inmerso en una zona sin cartografiar, ajena todo lo conocido. Cuando subimos a
nuestro Karakory llevamos en nuestros labios la sal de Nosy Iranja,
y embrujados aún por su belleza salvaje, arriamos velas, no importa hacia
dónde.
Pero
el alba quiere cumplir su promesa, y en este mar antiguo, escenario de tantas
leyendas y misterios, nos regala el inesperado paso de las ballenas jorobadas. Los
marineros avisan, todos callamos, precipitados en la proa, cuerpo contra
cuerpo, con ojos nerviosos en busca de lomos y aletas que surgen
caprichosamente del agua. Nos parece intuir, entre el batir del océano, el
resoplar de chorros de agua, el sonido de un canto ancestral, salvaje. Estos
mamíferos, uno de los más grandes del planeta, acuden al canal entre
Es hora de
fijar nuestro último campamento, en el canal de Anbariomena. Sobre raíces de
manglares asomando entre la arena, aprovechamos una estructura con suelo de
madera y techado de paja. A su alrededor, protegidos del viento, instalamos
nuestras tiendas. Cuando llega la noche, al amparo de la bajamar, la población
sakalava de una aldea cercana, a la que regalamos camisetas, medicamentos, y
todo aquello que les pueda servir, nos organiza una velada musical, con
instrumentos tradicionales y bailes, a los que nos sumamos entusiasmados entre
el griterío de los más pequeños. Al anochecer, el silencio se ve interrumpido
por el rumor de los pies descalzos que a través de la orilla se acercan a
nuestras tiendas. La timidez va mutando a la expectación conforme empiezan los
primeros acordes de la vahila malgache
(guitarra de bambú).
La
felicidad tiene ritmo de vahila bajo
un cielo salpicado de estrellas. Un ritmo que se siente africano, donde los
cantos, la cuerda y la percusión, te conduce a bailar por mucho que uno se
resista. Es fácil que alguien, un niño, una mujer, un compañero, te tome la
mano y te invite a una danza cuyo ritual, bajo las estrellas, es reencontrarse
con el sentido del viaje. En un momento dado, uno de los marineros, Thierry,
comparte conmigo su cigarro de marihuana, y a pesar de que no suelo fumar, me
abandono a la conversación y la complicidad. En un vocabulario que rescata
palabras aisladas del inglés, el francés y la gestualidad, me habla de su
tierra, de sus sueños de futuro. Me pregunta por mi país, por mis sueños. Y
entiendo que no se necesita más que unas pequeñas caladas compartidas para
dibujar una amistad.
Cuando
todo acaba y nuestros alegres invitados se retiran a su aldea mientras mis
compañeros se abandonan al sueño reparador en sus sacos de dormir, salgo en
silencio de mi tienda y me dirijo a la orilla, a tan solo unos pocos metros. El
rumor de las olas deshaciéndose en la arena y la silueta de una mujer
difuminándose hasta desaparecer en la oscuridad atraen mi atención. Me siento
lentamente en la arena y dejo pasar los minutos, respirando profundamente. No
quiero dormirme sin estar seguro que las sensaciones de las últimas horas van a
quedar a buen recaudo en mi memoria. Y solo el mar puede darme la fuerza
necesaria para guardar, más allá de mi diario, todo lo que un corazón se ve
desbordado por amarrar. Como escribe Némirovsky, no se puede ser infeliz cuando
se tiene esto: el olor del mar, la arena bajo los dedos, el aire, el viento.
A
la mañana siguiente la palabra que más oigo es vezo. Vezo significa vivir con el mar. Lo que
han hecho durante generaciones muchos poblados de la costa norte de Madagascar,
donde el mar, el océano, es fuente de vida. Y vezo es la palabra que me
tatúo en cada poro de mi piel. Viviendo con el mar, mientras recogemos el campamento,
Jesús y yo jugamos a dibujarles cosas a los niños del poblado en hojas de mi
diario, que guardan como tesoros entre narices mocosas y sonrisas de dientes
blanquísimos. Hoy aún me gusta pensar que esas hojas siguen guardadas en algún
rincón de la aldea, junto al mar, como una parte de mi que siempre será vezo.
Ya
en el Karakory ponemos rumbo a
De nuevo en el
barco, las medias sonrisas, las palabras cortas, la falta de ánimo que acompaña
el regreso, no es el mejor de los escenarios. Para paliarlo, la tripulación nos
hace un pequeño regalo parando el motor, desplegando la vela y así poder
experimentar la navegación tradicional. Impresiona verlos izar el velamen, y
navegar impulsados únicamente por la brisa del mar. La tristeza se torna en
alegría, y nos dejamos llevar por las canciones y bailes de la tripulación.
Llevan cantando toda la mañana porque regresan a su casa, Nosy Be. Nosotros
cantamos por otra cosa, por los regalos que la vida pone en el camino. De esta
guisa, entre bailes y cánticos, llegamos a la playa de Madirokely, fin de
nuestra pequeña aventura marina. No puede haber mejor despedida para el que ha
sido nuestro hogar los últimos días.
Nos espera la
capital de Nosy Be, Hell Ville. Llamada así por el almirante Louis de Hell, en
el pasado fue centro de reunión de piratas y corsarios, pero hoy es poco más
que un gran pueblo con un famoso Mercado Central, bullicioso y repleto de
penetrantes aromas (rafias con forma de cestos o manteles, pequeños cuencos y
cucharas de cuerno de cebú, pimientas salvajes, guindillas, cúrcuma, jengibre,
comino, canela). Sigue visible el pasado francés en los grandes edificios
coloniales de la calle principal, sobre grandes arcadas bajo las que pasean
mujeres con hermosos kisaly (foulard) de colores. Es la ciudad que nos
presenta a Mustafá, la pareja de Valentina, en una tranquila cena que siempre
recordaré por las amables palabras que Miguel nos dirigió por ser sus
compañeros de viaje, y por la visita nocturna a Taxi Be, un local de moda con
micrófono, en el que mal-entonamos más de una canción y celebramos el
cumpleaños de nuestra intrépida doctora Miriam. Pero si Hell Ville queda en mi
recuerdo es por ser el lugar en el que despedimos, en la pequeña terminal del
aeropuerto, a nuestra guía Valentina. No puede existir mejor despedida que la
tradición del aplauso de agradecimiento, que nos enseñó el primer día y que no
hemos cesado de repetir durante todo el mes: desde el descenso del Manambolo,
los trekkings de Marojejy o la navegación del Karakory. Nuestras voces
son una con lamako, avereno y atambaro. Y nuestro agradecimiento
inmenso. Valentina, siempre Valentina, no hay mejor brújula en Madagascar.
Con
el recuerdo de su sonrisa, la rapidez con que se subió al coche para que no la
viéramos llorar, y la sensación de que dejamos atrás algo valioso, subimos al
avión en dirección a Tana, última etapa, esperando disipar entre las nubes el
nudo en la garganta.
Antananarivo (fin de una expedición).
De
nuevo Tana nos recibe abrazada en la noche. Desde la suave elevación en la que
se encuentra nuestro hotel, el Louvre, donde nos espera parte de nuestro
equipaje desde hace quince días, la ciudad respira adormilada, salpicada por
luces tenues que hablan de una vida nocturna que encontrarías si sabes dónde
buscar. Y sí, hay un lugar al que acudir, y que me espera desde hace semanas:
Aunque
no sea una ciudad que esté hecha para pasear, no es menos cierto que la vida y
el bullicio transpiran en la mayoría de sus barrios. Por eso a primera hora de
la mañana nos lanzamos a conocer parte de su historia y de su vida. No tenemos
mucho tiempo así que nos desplazamos en el bus entre calles empinadas y un
tráfico desatado. Tras la ventanilla aparecen mercados de puestos frágiles de
carne y verduras, levantados con travesaños desiguales de madera, un plástico
sobre la acera o el barro, frente a decenas de minúsculos locales apenas sin
fondo, donde puedes encontrar prácticamente todo, cualquier objeto de plástico,
carnes, buñuelos de aceite, panaderías, ferreterías, dentistas, peluquerías, …El
olor es a pescado y animales asustados, a fruta madura, a madera y hierba
mojada, a tierra y polvo, ese olor que tan bien conozco a pueblo, a vida.
El
tiempo, o la política, no ha tratado bien a la ciudad. No queda mucho del
pasado, de la época monárquica, del esplendor de la colonización. Pero lo que
persiste es atractivo. Tras una tercera estancia en la ciudad en este mes de
viaje, es la primera vez que podemos dedicarnos a conocerla un poco más a
fondo.
En
una ciudad de colinas y escaleras interminables, lo suyo es partir de
Analamanga,
la colina más alta, con ese nombre que significa “bosque azul” bautizaron sus
primeros habitantes, los vazimbas, a la ciudad. Esta tribu fue perseguida por
un rey, Andrianjaka, que construyó en la cima de esa colina una cabaña que
rodeó de guerreros. Al parecer deseó que el número de guerreros fueran mil, de
ahí que la ciudad empezará a denominarse Antananarivo,
“la ciudad de los mil”.Este rey gobernó durante el siglo XVII, y en el lugar de
esa primitiva cabaña se alzaría el Palacio de Rova, sede de una nueva dinastía,
los merina, como símbolo de su poder.
Rova
en malgache significa muralla y hoy en día es conocido como el Palacio de la
Reina: un recinto en el que junto al palacio real se encuentra una necrópolis
real, un templo y una antigua prisión. La denominación de Palacio de la Reina
hace referencia a una conocida reina merina de la primera mitad del siglo XIX,
Ranavalona I, cuya fama deriva de su extrema crueldad (mandó ejecutar a casi la
mitad de la población tanto por cuestiones religiosas como por autoritarismo). Su
descendiente y última reina, Ranavalona III, sin embargo, tornó su fama en
melancolía, al ser derrocada por los franceses en 1897 y enviada al exilio a
Argel durante casi 20 años, como recuerda Marcel Proust.
Poco
puede visitarse de lo que debió ser una majestuosa construcción. Un incendio en
1995, que los habitantes de la ciudad achacan a cuestiones de extremismo
político, arrasó con gran parte de sus estructuras, interiores, en su mayoría
de madera tallada. Si uno se esfuerza, y cambia su mirada, aún puede adivinar
la dignidad de los tiempos en que fue el centro del mundo malgache. Sin
embargo, su ubicación en una de las zonas más altas de la ciudad, permite una
panorámica imponente de la capital, dando mayor sentido al paseo histórico.
Desde allí, recorriendo con la mirada un paisaje que recoge todas las
tonalidades del verde y ocre, no es extraño que un rey anticipara que esta
pequeña colina llevaría a la “ciudad de los mil”.
Cerca
de Rova, puedes bucear por el pasado colonial de la capital. El ejemplo más
significativo, que pude avistar abordo del minubus, es el Palacio de
Andafiavaratra, antigua residencia del primer ministro y actualmente museo. De
los demás, decadentes y necesitados de una capa de pintura o una restauración
urgente, poco se puede decir, salvo de
Aunque
desplazarse en minibus me priva de sentir caer en mi cabeza la fina lluvia de
flores desprendidas de los cientos de jacarandas lilas que crecen a lo largo de
la ciudad, al menos permite un desplazamiento más o menos rápido entre los
puntos de interés más lejanos y avistar desde la ventanilla lo que nos perdemos
a pie. Así observamos el mercado de Analakely, en plena ebullición. Allí, los rostros del Indico, gente de todas
las etnias, clases y colores, ofrecen lo que tienen, lo que pueden y lo que
deseas. Allí, entre bandejas de rafia, lambas, cuencos de madera,
frutas, verduras, arroz, vainas de vainilla, alguna mariposa disecada, especias
y más especias, sientes que es el mejor lugar donde ver el día a día de la
ciudad y
Regresamos
al hotel entre viejos Renault, carros tirados por cebúes transportando leña o
carbón, y tuc-tucs asiáticos; entre la esbeltez de cuerpos africanos envueltos
en telas de colores, y sonrisas fugaces de ojos rasgados, adivinando la huella
aislada de un blanco europeo en perdidos edificios que se van ahogando entre
calles que pierden cualquier tipo de lógica. La ciudad, poliédrica, no quiere
que la defina, escapa, en sus contrastes, en su diversidad, a quedar atrapada
en mi escritura. Y, mientras van quedando atrás sus calles, sus barrios, la
riqueza de su fusión, siento que me despide con una sonrisa infantil,
avisándome de que no he podido atisbar gran parte de su magia, pidiéndome un
regreso para conocerla mejor, para sentirla de verdad.
De
camino al aeropuerto una última visita al mercado artesanal de
FIN
Y, como
siempre, se ha de partir. Atravesar el horizonte para dejar estas semanas,
estos días, atrapados en el recuerdo. Y perderme desnudo en ellos. Dejando que
los cantos de la noche desaparezcan así, a lo largo de los árboles, ente las
hojas de los helechos arbóreos, y el aroma de la pimienta y las vainas de
vainilla. No puedo evitar tener sensación de pérdida.
En swahili,
lengua utilizada en gran parte de África oriental y el norte de Madagascar, la
palabra muzungu se emplea como
sinónimo de hombre blanco. Para Xavier Aldekoa, en Océano África, su
traducción más exacta significaría “quien avanza sin rumbo”. Creo que no hay
palabra más hermosa para definirme en esta expedición que muzungu. Durante
días caminé con libertad, como lo hace un muzungu, y en ese sendero en
el que la única brújula que me acompañó tenía el nombre de Valentina, conocí
una tierra que le dio sentido a la frase que dice que una isla es un mundo en
sí misma.
Sentí que este
mundo aparte hecho Isla era un cruce de caminos, un crisol de culturas, tierra
donde comerciantes árabes, franceses, portugueses, africanos, indonesios o
chinos han dejado su huella. Y ante la inmensidad de su cultura me empequeñecí,
me desnudé de prejuicios para intentar absorber con cada poro de mi piel uno de
los últimos refugios de naturaleza salvaje, de especies animales y vegetales
que era consciente no iba a volver a ver, seguramente, en mi vida. Lémures, aye
aye, flores, mariposas y camaleones cuyos colores, formas y tamaños escapan
de cualquier sueño de la razón. Un viaje a la naturaleza y a la evolución, a lo
que somos y a lo que fuimos.
Y
me pregunto qué es ahora Madagascar para mí. Y no encuentro una única
respuesta. Madagascar es el azul del Indico que la rodea, el verde de sus
bosques y selvas; el blanco de la fina arena que reposa en sus playas; o el
intenso rojo de sus tierras deforestadas. Pero también es el barro y el polvo
de sus caminos, las sonrisas de los niños que corren a tu lado, las canciones
de los remeros en el descenso del Manambolo, el canto de las ballenas jorobadas
que asomaban su lomo entre las olas o el olor añejo y entrañable de la madera
de un dhow que te transporta sobre un mar cristalino. Desde mi asiento
observo a Susana con su cabeza inclinada sobre Daniel, que la mira con cariño,
mientras ella observa la ventanilla con tristeza y cansancio. Y puedo adivinar
en ellos la misma sensación que me acompaña. En el avión creo que siento el
leve desplazamiento de mi canoa sobre las aguas del Manambolo y, cuando anochece,
me gustaría dibujar en la oscuridad de la ventanilla las estrellas que me han
cubierto y mecido cada noche y a las que casi pude alcanzar gracias a Vicernç.
Cuenta
Toni Montesinos, en “Una huida imposible”, que Carmen Laforet cruzó EEUU
en 1965 invitada por el Departamento de Estado, sin temor a lo que le habían
avisado. A saber, que era muy atrevido por su parte atravesar el país sin saber
inglés, sin poder hablar con aquellos que le podrían informar sobre la vida
allí. Ante esos comentarios, Carmen respondió, con humildad, que no pretendía
analizar los problemas sociales ni desgranar la política local, sino mirar las
cosas “con el mismo espíritu de los viajeros que atravesaron las selvas sin
conocer el idioma de los indígenas y sin entender el significado de los golpes
de tamtam con que se avisaban las tribus salvajes de su paso por la
selva. Eso no impidió que se escribieran buenas narraciones de viaje. Uno
puede, simplemente, escribir lo que ve”. Y eso he hecho, simplemente, escribir
lo que ví, y lo que sentí.
Hoy termino de
hacerlo, escribir. Han pasado casi dos años de esta experiencia. Todo ha
necesitado asentarse y encontrar su tiempo, y la palabra. A mi alrededor, la
pantalla del ordenador, libros y guías de viaje, algún mapa arrugado y mi
diario abierto, del que se desprende alguna semilla y motas de polvo de la
tierra roja que ahora añoro tanto. Busco las fotografías del viaje para
acompañar el texto. Está llegando el frío del invierno y siento que parte de mi
espíritu quedó en aquella tierra roja, quizás en el interior de un baobab con
las raíces en el cielo o en las riberas del Manambolo.
Aún
no he salido de
A Madagascar
debo agradecerle que me devolviera la sorpresa en el viaje, la inocencia de la
primera vez. Que me permitiera ver. Y también le debo gente, una nueva familia,
mi familia de Madagascar, con Valentina a la cabeza, compañeros de sueños,
ahora grandes amigos, que me hicieron ver que lo que creía era una aventur,a en
verdad era la vida. Los tibetanos definen al ser humano como “a-Gro ba”,
expresión que equivale a “el que marcha”, “el que realiza migraciones”.Y en eso
pienso ahora, que finalizo este relato, en el camino que me queda, que nos
queda, porque no creo dejemos nunca de marchar. Y de soñar.
Veloma
Madagascar. Misaotra
(Adiós y gracias Madagascar)
ALVARO JACOBO